17

 

 

 

—¿Seguro que estás bien? —le preguntó Benedict nuevamente.

Era la tercera o la cuarta vez que le preguntaba por su bienestar, y cada vez que lo hacía parecía más brusco, incluso impaciente. Se encontraban en el carruaje, de camino a Exton Street. Benedict la había sacado del baile inmediatamente después del encuentro en los establos. Y era lo mejor, pensó Amity. Las horquillas se le habían soltado y todavía estaba quitándose trozos de paja del vestido.

—No hace falta que te preocupes, estoy bien —contestó. Sospechaba que cada vez que contestaba la pregunta, su voz sonaba más irritada.

¡Por el amor de Dios, si casi estaban discutiendo!

El final de la que debería ser una de las noches más importantes, emocionantes y románticas de su vida estaba demostrando ser una colosal desilusión. No entendía qué había de especial en tener un amante. Si a eso se reducía todo, le resultaba difícil imaginar por qué tantas personas hacían malabarismos para disfrutar de una relación ilícita.

Aunque comprendía la necesidad de marcharse a toda prisa (ninguno de los dos necesitaba otro escándalo), la actitud fría y eficiente con la que Benedict había enfrentado la situación le resultaba bastante molesta. Había organizado la marcha de la mansión de los Gilmore con la habilidad y la precisión de un general de un ejército en plena batalla. No, de un general no. De un ingeniero. Cada vez estaba más convencida de que se arrepentía de haber participado en el apasionado interludio.

Y, para colmo de males, no paraba de preguntarle si estaba bien. Aunque era un detalle que un caballero se preocupara por el estado de su amante después de un apasionado encuentro sexual, su afán inquisitivo tenía poco de romántico. Parecía preocupado. Tal vez esperaba que se desmayara por la impresión que la experiencia le había provocado.

Un incómodo silencio se había instaurado en el interior del carruaje. Amity tenía la vista clavada en la calle. Las farolas de gas y las luces de los carruajes aparecían y desaparecían entre la niebla reinante.

Benedict se movió en el asiento opuesto.

—Amity...

—Como me preguntes otra vez más si estoy bien —lo interrumpió, hablando entre dientes—, no sé lo que te hago.

A la tenue luz de la lámpara, lo vio entrecerrar los ojos y se percató de que su anguloso rostro se tensaba, adoptando una expresión seria.

—¿Qué quieres decir con eso? Es natural que me preocupe por ti. No me había percatado de que no tenías experiencia en las lides de la pasión.

—¡Por el amor de Dios! No soy una jovenzuela inocente de dieciocho años sin la menor idea de lo que estaba haciendo esta noche. ¿Cuántas veces te he dicho ya que soy una mujer de mundo?

—Demasiadas, porque me lo he creído.

—Te aseguro que no me va a dar un patatús solo por lo que ha pasado en el establo.

—¿Solo por lo que ha pasado? —repitió él, cuyo tono de voz se tornó siniestro.

—Bueno, lo que ha pasado entre nosotros no es nada extraordinario ni revolucionario, ¿verdad? Las parejas lo hacen con bastante frecuencia, ¿no?

—Creo que comentaste que no era peor que montar en camello.

—Ah, sí. —De repente, Amity cayó en la cuenta de que podría haber herido los sentimientos de Benedict. Lo miró con una sonrisa alentadora—. No hay nada de lo que preocuparse. Es muy fácil acostumbrarse al paso de un camello. Con tiempo y práctica, uno acaba adaptándose a los vaivenes y sacudidas.

Benedict parecía estar a punto de replicar al comentario, pero por suerte el carruaje se detuvo. Titubeó un instante, pero después, claramente frustrado y la mar de serio, abrió la portezuela. Tras apearse, se volvió para ayudar a Amity a hacer lo propio.

Ella se recogió las faldas y aceptó la mano que le tendía. Benedict le rodeó los dedos con los suyos. Subieron los escalones de la entrada sin mediar palabra. Ella sacó la llave del bolsito de noche que llevaba prendido a la cadena de plata de la cintura, de la que también pendía el tessen. Benedict le quitó la llave y abrió la puerta principal. Las lámparas del vestíbulo aún estaban encendidas, si bien el resto de la casa se encontraba a oscuras. Penny y la señora Houston se habían acostado.

Amity sintió un repentino alivio mientras entraba. No le apetecía mantener una conversación con Penny en ese momento. Su hermana le preguntaría por el estado de su pelo y por la paja que llevaba en el vestido.

Benedict se detuvo en el vano de la puerta.

—Te visitaré mañana.

—Sí, por supuesto —replicó ella con brusquedad—. Debemos considerar qué dirección toma nuestra investigación.

Benedict adoptó una actitud decidida.

—Amity, soy consciente de que esta noche no ha sido en absoluto lo que esperabas que fuese.

Ella se sonrojó.

—Prefiero no hablar del tema.

—El lugar no era en absoluto romántico y el momento no era el adecuado.

Amity tomó aire con dificultad.

—Como me digas que te arrepientes de lo sucedido...

—No del todo —la interrumpió—. Si digo que me arrepiento de lo sucedido, mentiría.

«No del todo», repitió para sus adentros. Por algún motivo, Amity se descubrió al borde de las lágrimas. Luchó contra ellas a fin de reforzar sus defensas.

—Yo tampoco me arrepiento —replicó. Era consciente de que su voz sonaba un tanto tensa—. No del todo. Y no debes culparte. Yo soy la culpable de haber imaginado una experiencia en cierto modo distinta, pero a la postre ha sido muy educativa.

—Educativa.

Amity logró esbozar una alegre sonrisa.

—Ese es el atractivo de embarcarse en una nueva aventura, ¿no te parece? Experimentar nuevas sensaciones y explorar lo desconocido. Ahora, si no te importa, me gustaría irme a la cama. Resulta que estoy agotada.

Benedict no se movió, de modo que se vio obligada a cerrarle la puerta en las narices, si bien lo hizo muy despacio. Por un instante, se quedó donde estaba mientras aguzaba el oído. Al final, lo oyó descender los escalones. La portezuela del carruaje se abrió y se cerró, y el vehículo se alejó por la calle.

Esperó un instante más. Las lágrimas que había logrado contener acabaron derramándose. Usó el dorso de los guantes para limpiárselas.

Tras apagar las lámparas del vestíbulo, subió la escalera. La puerta del dormitorio de Penny se abrió. Amity la miró un momento, incapaz de hablar por el nudo que tenía en la garganta.

—Hermana querida —susurró Penny—, ¿qué te ha hecho?

—No es lo que me ha hecho —contestó ella—. Es que creo que le gustaría no haberlo hecho. Y que, en parte, yo soy la culpable porque quería que lo hiciera.

Penny la estrechó entre sus brazos. Y Amity dejó que las lágrimas cayeran.