3
Londres
Amity se culpaba por no haberse percatado a tiempo de la presencia del hombre oculto en las sombras del coche de alquiler. Fue por culpa de la lluvia, concluyó. En cualquier otra circunstancia, se habría mostrado mucho más observadora. Mientras viajaba por el extranjero, se aseguraba de estar siempre atenta a su entorno cuando se encontraba en sitios desconocidos. Pero estaba en Londres. Nadie se esperaba que lo secuestrasen en la calle a plena luz del día.
Sí, la verdad era que estaba distraída cuando salió del salón de conferencias. Aún echaba humo por las orejas después de escuchar las incontables inexactitudes pronunciadas por el señor Potter en su conferencia sobre el Oeste americano. El hombre era un tonto redomado. En la vida había salido de Inglaterra, ni mucho menos se había molestado en leer sus artículos publicados en El divulgador volante. Potter no sabía nada sobre el Oeste, y sin embargo se atrevía a presentarse como una autoridad en el tema. Le había costado la misma vida permanecer sentada, hasta que ya no aguantó más y se vio obligada a levantarse para objetar con firmeza.
Eso no les había sentado nada bien ni a Potter ni a su audiencia. La habían invitado a abandonar la sala de conferencias acompañada por dos recios asistentes. Mientras lo hacía, había escuchado las risillas y la desaprobación de la multitud. Las damas respetables no interrumpían a afamados conferenciantes con el propósito de corregirlos. Por suerte, nadie de entre el público conocía su identidad. La verdad, había que ser muy cuidadoso en Londres.
Irritada y ansiosa por escapar de la depresiva lluvia estival, se había subido al primer coche de alquiler que había encontrado en la calle. Lo que había demostrado ser un grave error.
Apenas tuvo tiempo para percatarse de las ventanillas cerradas a cal y canto y de la presencia del otro ocupante del vehículo cuando el hombre le rodeó el cuello con un brazo y tiró de ella para pegarla a su torso. Acto seguido, presionó un objeto afilado contra su garganta. Vio con el rabillo del ojo que sostenía un escalpelo con una mano enguantada.
—Silencio o te degüello antes de que llegue tu hora, puta. Eso sería una lástima. Estoy deseando fotografiarte.
Aunque habló en voz baja, su acento lo identificaba claramente como miembro de la clase alta. Llevaba la cara cubierta por una máscara de seda negra, aunque con pequeñas aberturas para los ojos, la nariz y la boca. Olía a sudor, a tabaco especiado y a colonia cara. Logró reparar en la buena calidad del paño de su abrigo porque el hombre la mantenía pegada a él.
De inmediato el hombre se movió, extendió una mano y cerró la portezuela. El vehículo se puso en marcha. Amity era consciente de que el carruaje se movía a gran velocidad, pero dado que las ventanillas estaban cerradas y cubiertas por los postigos de madera, no sabía en qué dirección avanzaba.
Una cosa sí fue evidente: su secuestrador era más fuerte que ella.
Detuvo el forcejeo y dejó los brazos lacios. Su mano derecha descansaba sobre el elegante abanico que llevaba sujeto a la cadena de plata que le rodeaba la cintura.
—¿Qué quiere de mí? —preguntó, esforzándose por usar un tono de voz indignado y ofendido.
Sin embargo, sabía la respuesta. La supo desde que vio el escalpelo. Había caído en las garras del criminal que la prensa llamaba «el Novio». Se esforzó por mantener la voz fría y firme. Si algo había aprendido de sus viajes, era que una actitud segura y controlada era la mejor defensa en medio de una crisis.
—Voy a hacerte un precioso retrato de boda, mi dulce putita —contestó el asesino con voz melosa.
—Puede llevarse mi monedero, pero le advierto que no llevo nada de valor en él.
—¿Crees que quiero tu monedero, puta? No necesito tu dinero.
—Entonces, ¿a qué viene este innecesario ajetreo? —le soltó.
Su tono furioso lo encolerizó.
—Cierra la boca —masculló—. Te diré por qué te he secuestrado. Voy a usarte a modo de ejemplo, al igual que he hecho con las demás mujeres que han demostrado una falta de decoro similar a la tuya. Aprenderás cuál es el precio de tu engaño.
Aunque no creía posible estar más asustada, esas palabras le provocaron una intensa oleada de terror que la embargó por entero. Si no hacía algo para liberarse, no sobreviviría a esa noche. Y estaba segura de que solo dispondría de una oportunidad. Tenía que planearlo bien.
—Me temo que ha cometido un gran error, señor —dijo, tratando de proyectar firmeza en sus palabras—. Yo no he engañado a nadie.
—Miente usted muy bien, señorita Doncaster, pero ahórrese la saliva. Sé exactamente lo que es. Es igual que las demás. Se presenta con una apariencia de pureza femenina, pero bajo esa fachada está mancillada. Los rumores del vergonzoso comportamiento que demuestra durante sus viajes al extranjero han llegado a mis oídos esta pasada semana. Sé que sedujo a Benedict Stanbridge y lo convenció de que, como el caballero que es, no tiene otra opción salvo la de casarse con usted. Voy a salvarlo de la trampa que le ha tendido, de la misma manera que salvé a los demás caballeros que han sido engañados. —El asesino le acarició la garganta con el escalpelo, aunque no llegó a perforarle la piel—. Me pregunto si se sentirá agradecido.
—¿Piensa que va a proteger al señor Stanbridge de una mujer de mi ralea? —le preguntó Amity—. Está perdiendo su tiempo. Le aseguro que el señor Benedict Stanbridge es muy capaz de defenderse solo.
—Quiere tenderle una trampa y casarse con él.
—Si tanto le interesa el asunto, ¿por qué no espera a que regrese a Londres? Así puede informarlo de sus teorías sobre mi virtud y permitirle que saque sus propias conclusiones.
—No, señorita Doncaster. Stanbridge descubrirá la verdad muy pronto. Y la alta sociedad descubrirá mañana por la mañana lo que es usted. No se mueva o la degollaré aquí mismo.
Se mantuvo muy quieta. La punta del escalpelo no tembló. Sopesó la posibilidad de alejarse de la hoja y lanzarse a un rincón del asiento, pero dicha maniobra, aunque tuviera éxito, solo le daría unos segundos de tiempo. Acabaría atrapada en el rincón, con el tessen contra el escalpelo.
Era poco probable que el Novio la matara en el interior del carruaje, pensó. Todo quedaría manchado, por decirlo de alguna manera. Habría una enorme cantidad de sangre y debería explicarle el motivo a alguien, aunque solo fuera al cochero. Todo lo referente al asesino, desde el elegante nudo de su corbata hasta la tapicería del interior del carruaje, dejaba claro que era un hombre bastante puntilloso. No arruinaría su elegante traje ni los cojines de terciopelo si podía evitarlo.
Llegó a la conclusión de que su mejor oportunidad llegaría cuando intentara sacarla del carruaje. Aferró el tessen cerrado y esperó.
El asesino extendió el brazo sobre el asiento para coger una cajita que descansaba en el cojín opuesto. Nada más captar el leve olor a cloroformo, Amity sintió una nueva oleada de pánico. La opción de esperar a que el carruaje parase ya no era factible. En cuanto se quedara inconsciente, no podría defenderse.
—Esto te mantendrá calladita hasta que lleguemos a nuestro destino —dijo el Novio—. No temas, te despertaré cuando llegue el momento de ponerte el vestido de novia y de posar para el retrato. Y ahora, recuéstate en el rincón. Buena chica. Pronto aprenderás a obedecerme.
La amenazó con el escalpelo, obligándola a retroceder hacia el rincón. Amity aferró el abanico con más fuerza. El asesino miró hacia abajo, pero su actitud no le causó alarma alguna. Aunque ella no podía ver su expresión debido a la máscara, estaba segura de que el hombre había sonreído. Sin duda, disfrutaba con la imagen de una mujer indefensa agarrando con fervor un precioso adorno colgado de su vestido.
Tras preparar el trapo empapado de cloroformo, se dispuso a colocárselo sobre la nariz y la boca.
—Solo tienes que respirar hondo —le ordenó—. Todo será muy rápido.
Amity hizo lo que cualquier dama de delicada sensibilidad haría en dichas circunstancias. Soltó un hondo suspiro, puso los ojos en blanco y se desplomó. Tuvo cuidado de no dejarse caer sobre el escalpelo, de modo que echó el cuerpo hacia el otro lado. Desde el asiento, se deslizó hacia el suelo.
—¡Maldita sea! —masculló el Novio, que se movió de forma instintiva para esquivar su peso.
Amity ya no tenía el escalpelo pegado al cuello. Como respuesta a sus silenciosas plegarias, el cochero tomó una curva a gran velocidad. El carruaje se inclinó hacia un lado. El Novio trató de mantener el equilibrio.
Era en ese momento o nunca.
Amity se enderezó, se volvió y clavó las afiladas varillas del abanico en el objetivo más cercano: el muslo del asesino. Las varillas se hundieron, perforando la ropa y la carne.
El Novio gritó, por el dolor y por la sorpresa. Aunque blandió el escalpelo en dirección a Amity, ella ya había abierto el tessen. El metal esquivó el golpe.
—Zorra.
Sorprendido y desestabilizado, el asesino trató de recuperar el equilibrio para atacarla de nuevo. Sin embargo, Amity cerró el abanico y le clavó las varillas en el hombro. La mano que blandía el escalpelo sufrió un espasmo. El arma cayó al suelo del vehículo.
Amity liberó el tessen y atacó de nuevo sin saber adónde apuntaba. El pánico se había apoderado de ella, y estaba desesperada por salir del carruaje. El Novio gritó de nuevo y trató de golpearla con las manos, en un intento por esquivar sus ataques. Tanteó el suelo en busca del escalpelo.
Amity abrió el abanico de nuevo, dejando a la vista el elegante jardín pintado en el país metálico, y le golpeó la mano con los afilados bordes. El asesino apartó la mano y gritó, enfurecido.
El carruaje se detuvo de forma abrupta. El cochero había escuchado los gritos.
Amity aferró el picaporte de la portezuela y logró abrirla. Cerró el tessen y lo dejó colgando de la cadena. Tras levantarse las faldas y las enaguas con una mano a fin de que la tela no fuera un estorbo, trastabilló y bajó del carruaje.
—¿Qué demonios está pasando? —El cochero la miró desde el pescante. El agua de lluvia le caía por el ala del bombín. Era evidente que el devenir de los acontecimientos lo había tomado por sorpresa—. A ver, un momento, ¿qué está pasando aquí? Me dijo que usted era una amiga. Que querían un poco de intimidad.
Amity no se detuvo a explicarle la situación. No se fiaba del cochero. Tal vez fuera inocente, pero bien podría ponerse del lado del asesino.
Un rápido vistazo le indicó que el carruaje se había detenido en una calle estrecha. Se levantó de nuevo las faldas y las enaguas, tras lo cual echó a correr hacia el extremo opuesto, donde la calle perpendicular prometía estar concurrida y ofrecerle seguridad.
Escuchó que el cochero hacía restallar el látigo tras ella. El caballo salió a galope tendido y el sonido de sus cascos resonó sobre los adoquines. El carruaje se marchaba en la dirección contraria. Los angustiosos y coléricos aullidos procedentes del interior del vehículo se fueron alejando.
Amity corrió todo lo rápido que pudo.
Cuando llegó a la calle perpendicular, ya no se escuchaban los chillidos. La primera persona que la vio salir de la oscura callejuela fue una mujer que empujaba un cochecito de bebé. La niñera soltó un alarido ensordecedor.
El espantoso grito atrajo al instante a una multitud. Todo el mundo la miraba, espantado y fascinado, con el horror pintado en la cara. Apareció un policía que corrió hacia ella con la porra en la mano.
—Señora, está usted sangrando —comentó—. ¿Qué ha pasado?
Amity se miró y vio por primera vez que tenía el vestido manchado de sangre.
—La sangre no es mía —se apresuró a contestar.
El policía adoptó una actitud amenazadora.
—En ese caso, ¿a quién ha matado, señora?
—Al Novio —contestó—. Creo. El caso es que no estoy segura de que esté muerto.
A la mañana siguiente, Amity Doncaster se despertó con las noticias de que volvía a ser tristemente célebre... por segunda vez en la misma semana.