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Humphrey Nash la esperaba en su despacho. Aunque se puso de pie y sonrió con educación cuando Amity entró en la estancia, apenas hizo intento alguno por disimular la impaciencia.

—Mi ama de llaves dice que quería verme de inmediato y que el asunto es la mar de urgente —dijo—. Por favor, siéntese.

—Gracias por recibirme. —Amity se sentó en el borde de una silla. Tras aferrar el maletín que se había colocado en el regazo, echó un vistazo por la habitación—. Qué fotografías más bonitas. Posee usted una gran habilidad con la cámara.

—Gracias —replicó él, que se sentó a su escritorio.

Amity miró los ejemplares encuadernados en cuero del Boletín trimestral de invenciones pulcramente alineados en una estantería cercana.

—Veo que le interesan los temas científicos y de ingeniería —comentó—. No recuerdo que lo mencionara hace seis años.

—Siempre me han interesado los artefactos mecánicos.

—Recuerdo que siempre estaba obsesionado por los últimos avances en el material fotográfico.

Humphrey unió las manos y las colocó sobre el escritorio.

—He visto su nombre en los periódicos matinales. La felicito por haber escapado por segunda vez de las garras del Novio. Según el artículo de El divulgador volante, la policía llegó justo a tiempo.

—Gracias a Dios. —Amity se estremeció—. De no ser por ellos, mi hermana y yo estaríamos muertas.

—Me alegra saber que están a salvo, claro está. —Humphrey carraspeó—. ¿Puedo aferrarme a la esperanza de que ha venido porque ha cambiado de opinión con respecto al proyecto de colaborar conmigo en una guía de viajes?

—No exactamente —respondió ella.

La sonrisa de Humphrey desapareció.

—Entonces, ¿cuál es el motivo de su visita? Da la casualidad de que estoy haciendo el equipaje para viajar al Lejano Oriente a fin de hacer otra serie de fotografías de monumentos y templos.

—Sí, he visto los baúles en el vestíbulo principal. —Amity sonrió—. He supuesto que además de fotografiar curiosos monumentos y templos, también fotografiará distintos puertos y fortificaciones durante sus viajes, ¿verdad?

Humphrey se quedó petrificado. Sin embargo, en un abrir y cerrar de ojos adoptó una actitud asombrada.

—¿Cómo dice?

—Vamos, vamos, no hay razón para mostrarse tímido. Sé que usted está al servicio de los rusos.

Humphrey la miró sin pestañear.

—Querida Amity, no sé de lo que me está hablando.

—También sé que tiene en su posesión cierto cuaderno. Al que, por cierto, le faltan varias páginas.

—Amity, ¿por casualidad es usted propensa a sufrir ataques de histeria femenina?

—No. Sin embargo, me siento en la necesidad de obtener una buena dosis de venganza. Creo que tal vez pueda ayudarme al respecto, señor.

—Cada vez la entiendo menos —protestó Humphrey.

—Quizá no esté al tanto de los últimos rumores que corren sobre mí.

Él frunció el ceño.

—¿A qué se refiere?

Amity aferró el maletín con más fuerza.

—No tiene sentido mantenerlo en secreto. Cuando llegue la noche, ya lo sabrá todo el mundo. El señor Stanbridge ha roto nuestro compromiso.

Humphrey pareció quedarse atónito.

—Entiendo —dijo.

—Después de todo lo que he hecho por él. —Amity sacó rápidamente un pañuelo y se lo llevó a los ojos—. Le salvé la vida. De no ser por mí, habría muerto en aquel callejón de Saint Clare. ¿Y cómo me lo agradece? Comprometiéndome mientras viajábamos en el Estrella del Norte. A los pocos días de llegar a Londres, descubrí que mi reputación estaba destrozada.

—Entiendo —repitió Humphrey, cuya voz tenía un deje cauteloso a esas alturas.

Amity contuvo un sollozo.

—Me alivió mucho que anunciara nuestro compromiso. Creía que había adoptado una actitud noble y que me había salvado del ostracismo. Pero he descubierto que solo me estaba utilizando para sus propios fines.

—Mmm... ¿Y qué fines son esos?

—Tanto él como su tío, que está relacionado con ciertas facciones del gobierno, estaban buscando a una espía, ¿se lo imagina? De hecho, la encontraron... con mi ayuda, debo añadir. ¿Y cómo me lo agradecen?

Humphrey pasó por alto la pregunta.

—Amity, ¿cómo se llama esa espía?

—Lady Penhurst. —Amity guardó el pañuelo mientras le contaba los detalles—. Estoy segura de que ha oído que se quitó la vida anoche. En mitad de un salón de baile, ni más ni menos. Pero eso no viene a cuento. Lo que nos interesa es que anoche el señor Stanbridge me informó de que ya no requería mi ayuda para resolver el caso. Le puso fin a nuestro compromiso y me exigió que le devolviera el collar de la familia Stanbridge. Mañana por la mañana, mi reputación estará hecha trizas y será insalvable.

Humphrey carraspeó.

—Y sobre el cuaderno que ha mencionado...

—Sí, claro. He traído las hojas que le faltan. —Abrió el maletín y sacó dos hojas llenas de dibujos, símbolos y ecuaciones—. El señor Stanbridge no sabe que me las he llevado. Todavía no. Pero mañana ya habrá descubierto que han desaparecido. Estoy deseando ver la expresión de su cara cuando se dé cuenta de que no están.

Humphrey ojeó las páginas.

—¿Qué le hace pensar que me interesan estas páginas?

—Lady Penhurst me lo contó todo anoche. Estaba encantada de hablar de su contacto ruso. Pero, en realidad, lo que quería era el Collar de la Rosa. Mi cometido era llevarlo al baile de disfraces. Por supuesto, no se dio cuenta de que al cuaderno que uno de ustedes robó le faltaban las páginas más importantes en las que se detallan las especificaciones para construir el motor y la batería solar de Foxcroft. —Amity sonrió—. La expresión de su cara evidencia que no era consciente de este hecho hasta ahora mismo. Pero, claro, seguramente no haya tenido tiempo para estudiar a fondo el cuaderno.

Humphrey empezaba a parecer alarmado.

—¿Está segura de que estas páginas son del cuaderno de Foxcroft?

—Sí, por supuesto. —Amity sacó de nuevo el pañuelo—. El señor Stanbridge me explicó el plan cuando me pidió que lo ayudara a capturar a la espía. Esperaban capturarla en el baile de disfraces. Pero sus esfuerzos fueron en vano cuando lady Penhurst se quitó la vida en vez de acabar en la horca como una traidora. A título personal, sospecho que fue usted quien la mató, pero me importa un bledo. Nunca me ha caído bien esa mujer.

—Lo único que le interesa es vengarse, ¿es eso lo que me está diciendo?

—Bueno, no me importa decirle que si recibiera una pequeña gratificación de índole monetaria, también lo agradecería. Ambos sabemos lo caro que es viajar por el mundo.

—Cierto. —Humphrey no apartó la mirada de las páginas que ella tenía en la mano.

—Mi situación económica no es muy boyante y mi hermana se niega a compartir conmigo el dinero que heredó de su difunto marido —siguió Amity—. No aprueba mi estilo de vida viajero. Esperaba que mi guía de viajes para damas fuera un éxito, pero dado el desastroso estado de mi reputación, es poco probable que llegue a imprimirse siquiera.

—Amity, ¿puedo examinar esas hojas?

—¿Cómo? Ah, claro. La verdad, no son muy interesantes. Solo son un montón de dibujos y cálculos. Ah, y una lista de materiales necesarios para fabricar algo llamado «célula fotovoltaica». —Se puso de pie y dejó las páginas en el escritorio.

Humphrey las examinó atentamente durante unos minutos. Su ceño se iba frunciendo a medida que pasaban los segundos.

—¿Qué le hace pensar que estas páginas pertenecen al cuaderno de Foxcroft? —preguntó.

—¿Aparte del hecho de que me lo dijera el señor Stanbridge, se refiere? Bueno, también está la prueba de las firmas.

—¿Qué firmas?

—En la parte inferior de cada página —dijo Amity—. Es evidente que Elijah Foxcroft estaba obsesionado por el temor de que alguien le robara sus dibujos. Así que firmó y fechó cada una de las páginas del cuaderno de la misma manera que un artista firma sus obras. Compruébelo. Está en la esquina inferior derecha.

Humphrey miró una de las páginas. En su rostro se reflejaba la incredulidad que batallaba contra la incertidumbre. Si bien al final ganó la ira, que convirtió su rostro en una máscara peligrosa.

—Ese hijo de puta —masculló en voz baja.

—¿A quién se refiere? —preguntó Amity con deje educado—. ¿A Elijah Foxcroft?

—No, a Foxcroft no. A Stanbridge. Ese malnacido me tendió una trampa.

—Nuestro señor Stanbridge no es de fiar. Tal como he aprendido muy a mi pesar.

—¡Rayos y centellas! —Humphrey abrió un cajón del escritorio—. Me importa un bledo el daño que haya sufrido su reputación, Amity.

—Una actitud muy moderna y abierta por su parte.

—Dígame, ¿saben Stanbridge o su tío que Leona y yo éramos socios?

—No. Tenía la intención de decírselo, pero con todo lo que sucedió anoche, al final no se me presentó la oportunidad hasta después de que la policía me rescatara de las garras del Novio. Para entonces, estaba tan nerviosa por la odisea que se me olvidó por completo que Leona me había dicho que era su socia. Iba a informar al señor Stanbridge hoy a primera hora de la mañana, pero se presentó en la casa de mi hermana para anunciar la ruptura de nuestro compromiso. Me enfadé tanto que decidí no darle más información. —Se limpió los ojos con el pañuelo—. Solo me estaba utilizando.

—Amity, lo siento en el alma. Me temo que yo también voy a utilizarla.

Amity bajó el pañuelo y vio que Humphrey la apuntaba con un arma.

—No lo entiendo, señor —susurró.

—Ya lo veo. En serio, ¿cómo ha logrado sobrevivir durante todos esos viajes a tierras peligrosas? Cualquiera diría que a estas alturas habría desarrollado un mínimo de astucia.

Amity se puso de pie despacio.

—No puede dispararme aquí. Su ama de llaves está en la planta alta. Escuchará el disparo.

—No tengo intención de dispararle, no a menos que no me deje alternativa.

Estaba mintiendo, pensó Amity. Lo veía en sus ojos.

—¿Qué pretende hacer conmigo exactamente? —le preguntó.

—Voy a amordazarla y a encerrarla en el cuarto oscuro de mi sótano, donde no me causará más problemas hasta que me haya marchado de Londres. Abra la puerta y gire a la izquierda. Rápido.

Amity atravesó la estancia. Abrió la puerta y salió con rapidez al pasillo.

Humphrey la siguió, moviéndose también con rapidez. Puesto que estaba pendiente de ella, no se percató de la presencia de Benedict hasta que fue demasiado tarde.

Benedict le aferró el brazo que empuñaba la pistola y se lo retorció. La pistola se disparó, si bien la bala quedó alojada en la madera. En la planta alta se hizo el silencio, tras el cual se escuchó un grito ahogado.

«El ama de llaves», pensó Amity.

Benedict le arrebató la pistola a Humphrey.

—Ha habido un cambio de planes —dijo—. Aunque tengo entendido que los viajeros experimentados están acostumbrados a este tipo de cosas. Hay un par de agentes de Scotland Yard esperándolo en la puerta.

Humphrey miró hacia allí. El pánico y la determinación brillaron en sus ojos. Después, se volvió rápidamente con la idea de pasar junto a Amity y correr hacia la cocina, donde escaparía por la puerta trasera.

Sin embargo, se detuvo al ver que ella había abierto el abanico, revelando las afiladas hojas y las varillas de metal.

Fue Benedict quien habló.

—Amity, deja que se marche, ya no es problema nuestro.

Amity se apartó y cerró el abanico. Humphrey pasó volando a su lado. Abrió la puerta de la cocina con la intención de salir al jardín, pero cayó directo en los brazos del inspector Logan y de un agente de policía.

—Se me ha olvidado mencionar que también había otros dos policías de Scotland Yard esperándolo en la puerta trasera —señaló Benedict.

—Está usted detenido, señor Nash —anunció Logan, que sacó unas esposas.

—No lo entienden —se apresuró a decir Humphrey—. Amity Doncaster es una espía. Es culpable de traición. Hoy me ha traído unos documentos muy valiosos. Los robó e intentó vendérmelos, ¿se lo puede creer? Me disponía a encerrarla y a llamar a la policía.

Cornelius Stanbridge apareció en el jardín.

—Estoy de acuerdo en que la señorita Doncaster posee las cualidades necesarias para convertirse en una excelente espía, incluyendo la tapadera perfecta para viajar al extranjero. Es una mujer de muchos talentos. Y nervios de acero. Estoy sopesando seriamente la idea de contratarla como agente de la Corona.

Amity se ruborizó.

—Vaya, gracias, señor Stanbridge. Me halaga usted.

Benedict entrecerró los ojos.

—Amity, ni hablar de convertirse en espía. Mis nervios no soportarían semejante tensión.

Ella suspiró.

—De verdad, señor, ¿por qué tiene que quitarle toda la gracia a viajar al extranjero?