2
La tormenta en el mar estaba muy lejos, pero los relámpagos iluminaban las nubes con una claridad feroz. El ambiente estaba cargado y resultaba embriagador. En noches como esa, a una mujer se le podía perdonar que se creyera capaz de volar, pensó Amity.
Se encontraba en la cubierta de paseo, con las manos apoyadas en la barandilla de teca, contemplando el espectáculo con admiración y nerviosismo. No todas las emociones intensas que experimentaba se debían a la tormenta. El hombre que tenía a su lado era responsable de las sensaciones más emocionantes, pensó. De alguna manera iban de la mano, la noche y el hombre.
—Se puede sentir la energía desde aquí —dijo con una carcajada provocada por el maravilloso placer que le proporcionaba todo.
—Sí, es verdad —convino Benedict.
Sin embargo, él no miraba la tormenta. La miraba a ella.
Lo vio apoyar las manos en la barandilla, con los dedos muy cerca de los suyos. Se le había cerrado la herida sin signos de infección, pero seguía moviéndose con cuidado. Sabía que seguiría rígido y dolorido durante un tiempo. Unos cuantos días antes, tras haber llegado a la conclusión de que sobreviviría, le había pedido que le devolviese la carta.
Amity se dijo que era un alivio que la liberase de la responsabilidad. Sin embargo, el acto de entregarle la carta la había dejado con cierta sensación tristona, incluso un poco desolada. La tarea de ocultar la carta, saber que Benedict le había confiado su custodia, había creado un vínculo entre ellos, al menos en lo que a ella se refería.
Esa frágil conexión ya no existía. Benedict ya no la necesitaba. Recuperaba las fuerzas con rapidez. Al día siguiente, el Estrella del Norte atracaría en Nueva York. El instinto le decía que todo cambiaría por la mañana.
—No volveré a Londres con usted —anunció Benedict—. En cuanto atraquemos mañana, tengo que tomar el tren que parte hacia California.
Se había preparado para eso, se recordó ella. Sabía que el interludio durante la travesía llegaría a su fin.
—Entiendo —dijo. Hizo una pausa—. California está muy lejos de Nueva York. —Y más lejos todavía de Londres, pensó.
—Por desgracia, mis negocios me llevan hasta allí. Si todo va bien, no tendré que quedarme mucho tiempo.
—¿Adónde irá después de dejar California? —preguntó ella.
—A casa, a Londres.
Como no sabía qué más decir, se quedó callada.
—Me gustaría muchísimo ir a verla cuando vuelva, si me lo permite —dijo Benedict.
De repente, Amity pudo respirar de nuevo.
—Me gustaría. Me encantará volver a verlo.
—Amity, le debo más de lo que podré pagarle jamás.
—Por favor, no diga eso. Habría hecho lo mismo por cualquiera en su situación.
—Ya lo sé. Es una de las infinitas cosas maravillosas que tiene.
Sabía que estaba ruborizada y agradeció la oscuridad de la noche.
—Estoy segura de que usted habría hecho lo mismo en circunstancias parecidas.
—Se ha visto obligada a confiar en mí a ciegas —continuó Benedict, muy serio—. Sé que no ha debido de ser fácil. Gracias por confiar en mí.
No le respondió.
—Ojalá algún día pueda explicárselo todo —siguió él—. Por favor, créame cuando le digo que es mejor si no le cuento todavía toda la historia.
—Es su historia. Puede contársela a quien quiera.
—Merece saber la verdad.
—Ahora que lo dice, tiene razón —replicó.
Benedict sonrió por su tono brusco.
—Ojalá pudiera volver a Londres con usted.
—¿Lo dice en serio?
Benedict le cubrió las manos con una de las suyas. Durante un segundo, no se movió. Sabía que estaba esperando a ver si ella apartaba los dedos. Tampoco se movió.
La cogió de una mano y la instó a volverse hacia él lentamente.
—Voy a echarla de menos, Amity —dijo él.
—Yo también lo echaré de menos —susurró ella a su vez.
La pegó contra su cuerpo y se apoderó de su boca.
El beso era todo lo que ella había soñado que sería y mucho más, fue algo erótico y apasionado, emocionante a más no poder. Le rodeó el cuello con los brazos y entreabrió los labios para él. Su aroma la cautivaba. Inspiró hondo. Un deseo dulce y ardiente se abrió paso en su interior. Por temor a causarle daño, tuvo mucho cuidado de no pegarse a él con fuerza, aunque deseaba hacerlo. Ay, ansiaba dejarse arrastrar por ese momento tan maravilloso.
Benedict apartó los labios de los suyos y la besó en el cuello. Apartó las manos de su cintura y las subió hasta que quedaron justo por debajo de sus pechos. El calor y los destellos del horizonte eran el marco perfecto para las feroces emociones que amenazaban con consumirla. Se aferró con fuerza a los hombros de Benedict en busca de promesas, pero a sabiendas de que no las conseguiría. Al menos, no esa noche. Esa noche era un final, no un principio.
Benedict emitió un gemido ronco, volvió a sus labios y la besó con más pasión. Durante un segundo eterno, el mundo más allá del Estrella del Norte dejó de existir.
Consumida por una pasión que no se parecía a nada de lo que hubiera experimentado antes, anheló poder seguir el beso hasta el corazón de la tormenta, como si el mañana no existiera. Sin embargo, Benedict le puso fin al abrazo con un gemido y la separó de su cuerpo con delicadeza, pero con decisión.
—No es ni el momento ni el lugar —dijo.
Su voz sonó áspera y transmitió el mismo control acerado que el día que se lo encontró sangrando en el callejón.
—Sí, por supuesto, su herida —se apresuró a decir ella, avergonzada, porque con la pasión del momento se había olvidado de esta—. Lo siento. ¿Le he hecho daño?
Los ojos de Benedict brillaron con sorna. Le acarició la mejilla con el dorso de la mano.
—Ahora mismo la herida es lo último que me preocupa.
La acompañó de vuelta a su camarote y se despidió de ella en la puerta.
Por la mañana, el Estrella del Norte atracó en Nueva York. Benedict la acompañó mientras desembarcaban. Poco tiempo después se subió a un coche de alquiler y desapareció de su vista... y de su vida. Ni siquiera se tomó la molestia de mandarle un simple telegrama desde California.