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Cuando el Cheyenne II de AeroLibertad despegó del aeropuerto de Lima con los primeros fulgores del alba, Crawford Sloane recordó unas palabras de su juventud: If l take the wings of the morning, and dwell in the uttermost parts of the sea

La víspera, domingo, habían volado entre las alas de la mañana, pero no sobre el mar, sino tierra adentro, sobre la selva, aunque sin resultado. Y volvían a intentarlo.

Rita estaba sentada a su lado, en la segunda fila de asientos de la avioneta. En el puesto de mando iban el piloto Oswaldo Zileri y un joven copiloto, Felipe Guerra.

El día anterior habían sobrevolado durante tres horas los tres puntos prefijados. Aunque Sloane fue informado de la localización de cada uno de ellos, tuvo dificultades para distinguirlos a causa del aspecto impenetrable de la selva que se extendía a sus pies.

—Se parece a la de Vietnam —comentó a Rita—, aunque ésta es más cerrada.

Mientras sobrevolaban en círculos la zona, los cuatro escrutaron en busca de alguna señal o algún signo de movimiento. Pero no advirtieron actividad de ninguna clase.

Sloane deseaba desesperadamente que ese día fuera distinto.

Cuando el amanecer estaba cediendo paso al día, el Cheyenne II sobrevolaba las cumbres de la cordillera central de los Andes. Después, cuando llegó a la otra vertiente, inició un suave descenso hacia la selva y el valle del río Huallaga.