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Bert Fisher, el colaborador de Larchmont, seguía en pos de la potencial noticia de un «posible secuestro» a raíz de la transmisión de radio de la policía. Después de hablar por teléfono con la WCBA-TV, Bert salió a toda prisa de su apartamento, esperando que su abollado «escarabajo» Volkswagen de veinte años se pusiera en marcha. Tras un angustioso minuto de abortadas quejas y gruñidos, arrancó. Tenía un aparato de radio en el coche y sintonizó la frecuencia de la policía de Larchmont. Luego se encaminó hacia el centro, al supermercado Grand Union.
Por el camino captó nuevos mensajes por la radio que le hicieron cambiar de rumbo.
«Coche 423 a central. Nos dirigimos al domicilio de las posibles víctimas del incidente: Park Avenue 66. Manden a un detective».
«Central a 423. Entendido».
Tras una breve pausa:
«Central al coche 426. Diríjase urgentemente a Park Avenue 66. Reúnase con el oficial al mando del coche 423. Investigue su informe».
En la jerga de la policía local, recordó Bert, «dirigirse urgentemente» significaba: con las luces intermitentes y la sirena puestas. Era evidente que el asunto estaba al rojo y Bert pisó el acelerador hasta donde le permitió su vetusto Volkswagen. De camino a Park Avenue 66, se empezó a poner nervioso: no estaba seguro, pero si la dirección pertenecía a quien él creía, aquello iba a ser un notición.
El oficial Jensen, que había atendido la primera llamada desde el supermercado Grand Union y había interrogado a la anciana señorita Priscilla Rhea, intuía que se había metido en algo serio. Repasó mentalmente toda la situación.
Durante la encuesta en los aledaños del supermercado, varios testigos confirmaron haber visto a una clienta —identificada por dos de ellos como la señora Sloane— salir del supermercado a toda prisa, al parecer muy angustiada. La acompañaban su hijo adolescente y otros dos hombres, uno de ellos de unos treinta años y el otro bastante mayor. Según ellos, el más joven había llegado al supermercado por su cuenta. Primero había preguntado a varias señoras si eran la señora Sloane. Luego, cuando encontró a la verdadera señora Sloane, se originó el precipitado éxodo.
A partir de ahí, la única persona que afirmaba haber visto algo era la señorita Rhea. Su historia acerca de una agresión cuyas víctimas habían sido cargadas en un «microbús» era cada vez más creíble. Contribuía a su credibilidad la presencia del Volvo de la señora Sloane en el aparcamiento del supermercado —señalada por una persona que la conocía—, sin rastro de ella ni sus acompañantes en las inmediaciones. También había aquellas manchas en el suelo, posiblemente de sangre. Jensen había pedido a otro de los oficiales que protegiera la zona, para proceder más tarde a examinar las pruebas.
Otro testigo, vecino de los Sloane, le había dado su dirección. Y eso, sumado al hecho de que ya no podía hacer nada más en el supermercado, le impulsó a pedir por radio que mandaran a un detective a reunirse con él en el número 66 de Park Avenue. En otras circunstancias habría añadido el nombre de Sloane a la dirección, ya que, comparadas con las de otras fuerzas de seguridad más importantes, las transmisiones de radio de la policía de Larchmont eran bastante despreocupadas, pero sabiendo que uno de los vecinos más famosos de Larchmont estaba involucrado, y consciente de que podían escucharle oídos indiscretos, eludió nombrarlo de momento.
Se encaminó a Park Avenue, un trayecto de escasos minutos.
Cuando acababa de llegar a la entrada del número 66 se detuvo tras él otro coche de policía sin distintivo, pero con sirena e intermitentes portátiles. El detective Ed York, un veterano del Cuerpo a quien Jensen conocía bien, se apeó del vehículo. York y Jensen sostuvieron una breve conversación y luego se dirigieron juntos hacia la casa. Los policías se identificaron a Florence, la mujer de la limpieza, que salió a la puerta al oír la sirena. Les hizo pasar, con una expresión de sorpresa y alarma en la cara.
—Existe una posibilidad, sólo una posibilidad —le informó el detective York—, de que le haya ocurrido algo a la señora Sloane.
Empezó a hacerle preguntas, que Florence iba respondiendo, cada vez más inquieta.
Sí, ella estaba en la casa cuando la señora Sloane, Nicky y el padre del señor Sloane se fueron a la compra. Serían las once. El señor Sloane se había ido a trabajar justo cuando llegó ella, sobre las 9.30. No, ella no había tenido noticias de ellos desde que habían salido, aunque tampoco esperaba tenerlas. De hecho, no había recibido ninguna llamada telefónica. No, no había sucedido nada extraño cuando la señora Sloane y los otros se fueron. Excepto… bueno…
Florence se calló y luego preguntó angustiada:
—¿Qué significa todo esto? ¿Qué le ha pasado a la señora Sloane?
—Ahora mismo no tenemos tiempo para explicárselo —le dijo el detective—. ¿Qué ha querido usted decir con «excepto… bueno»?
—Cuando la señora Sloane, su suegro y Nicky se fueron yo estaba ahí —Florence señaló la galería de la parte delantera de la casa—, y les vi alejarse…
—¿Y…?
—Había un coche aparcado en esa calle, puede usted verla desde aquí. Cuando la señora Sloane salió, el otro coche arrancó de repente y tomó en la misma dirección. En ese momento no le di importancia.
—No tenía motivos —dijo Jensen—. ¿Puede describir el coche?
—Era marrón oscuro, creo. Mediano.
—¿Se fijó en la matrícula?
—No.
—¿Reconocería el modelo o la marca?
—Me parecen todos iguales —dijo Florence meneando la cabeza.
—Dejemos eso de momento —dijo el detective York a Jensen. Y luego a Florence—: Piense en ese coche. Intente recordar alguna cosa más. Volveremos a hablar con usted.
El detective y Jensen salieron a la calle. Llegaron otros dos coches patrulla, uno con un sargento de uniforme y el otro con el comisario de policía de Larchmont. El jefe iba de uniforme, era alto y cuadrado e infundía una impresión de serenidad. Los cuatro iniciaron una apresurada conferencia en la acera.
Al final, el comisario preguntó al detective York:
—¿Cree usted que va en serio… que es un auténtico secuestro?
—De momento —respondió York—, todos los indicios lo sugieren.
—¿Jensen?
—Sí, señor. Así es.
—Ha dicho que la furgoneta Nissan estaba matriculada en Nueva Jersey…
—Según uno de los testigos, sí, señor.
El comisario de policía meditó.
—Si ha sido un secuestro y han cruzado la frontera del estado, el caso entra en la jurisdicción del FBI. Ley Lindbergh. —Y añadió—: Aunque esa clase de detalles al FBI le tienen sin cuidado.
Sus últimas palabras tenían un deje de amargura y reflejaban la convicción de muchos funcionarios de que el FBI intervenía en los casos importantes que le gustaban y siempre encontraba razones para declinar los demás.
—Voy a llamar al FBI ahora mismo —dijo categóricamente el comisario. Volvió a su coche y descolgó el micro. A los dos minutos regresó junto a los demás y ordenó al detective York que volviera a la casa y se quedara allí.
—Primero pídale a la empleada que llame al señor Sloane y hable usted personalmente con él. Dígale lo que sabemos y que vamos a hacer todo lo que podamos. Después, responda a las llamadas de teléfono. Tome nota de todo. Recibirá ayuda en seguida.
El sargento y Jensen recibieron instrucciones de quedarse fuera protegiendo la casa.
—No tardará en llegar la gente como moscas a la miel. No dejen que pase nadie más que el FBI. Cuando llegue la prensa haciendo preguntas, envíenlos a la comisaría.
En ese momento oyeron acercarse un coche con gran estrépito. Volvieron la cabeza. Era un Volkswagen «escarabajo» blanco, y el jefe de policía comentó sombríamente:
—Aquí está el primero.
Bert Fisher no tuvo necesidad de comprobar cuál era el número 66 de Park Avenue. El grupo de coches de la policía era suficientemente revelador.
Cuando detuvo su coche junto al bordillo y se bajó, el comisario de policía ya estaba en el suyo, a punto de marcharse. Bert se le acercó a toda prisa:
—¿Puede hacer alguna declaración, comisario?
—¡Ah, es usted! —El jefe bajó el cristal de su ventanilla; conocía al viejo colaborador de prensa desde hacía muchos años—. ¿Una declaración sobre qué?
—Oh, venga, jefe… Lo he oído todo por la radio, incluidas sus instrucciones de llamar al FBI. —Bert echó un vistazo a su alrededor, comprendiendo que su presentimiento era acertado—. Ésta es la casa de Crawford Sloane, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y ha sido secuestrada la señora Sloane?
Como el comisario vacilaba, Bert suplicó:
—Mire, soy el primero que ha llegado. ¿Por qué no le da una oportunidad a un vecino?
El comisario, que era un hombre sensato, pensó: ¿Y por qué no? Fisher le caía bien, a veces era una lata como un mosquito insistente, pero nunca resabiado como algunos periodistas.
—Si ha oído todas las comunicaciones —dijo el jefe—, sabrá ya que todavía no tenemos certeza absoluta de nada. Pero creemos que la señora Sloane puede haber sido secuestrada, con su hijo Nicholas y su suegro.
Bert, tomando nota de lo que le decía el comisario, sabía que aquélla era la historia más importante de su vida y no quería estropearla.
—O sea que me está usted diciendo que la policía de Larchmont está actuando sobre la suposición de que tres personas han sido secuestradas.
—Correcto —asintió el comisario.
—¿Tiene alguna idea de quién puede haberlo hecho?
—No. Ah, una cosa. Todavía no se ha informado al señor Sloane, y estamos intentando ponernos en contacto con él. Así que, antes de dar tres cuartos al pregonero, denos tiempo para decírselo, por favor.
Con aquello, el comisario concluyó las confidencias y Bert se precipitó hacia su Volkswagen. Pese a la advertencia del comisario, no tenía intención de esperar ni un segundo. Lo único que le preocupaba era dónde estaba la cabina telefónica más cercana.
Poco después, mientras se alejaba de Park Avenue, Bert vio un coche que se acercaba en dirección contraria, y reconoció a su ocupante: era el colaborador local de la WNBC-TV. Así que la competencia estaba en el ajo. Pues si quería mantenerse en cabeza, Bert tenía que moverse a toda prisa.
Un poco más adelante, en Boston Road, encontró una cabina de teléfonos. Mientras marcaba el número de la WCBA-TV le temblaban las manos.