10

Don Kettering fue reconocido inmediatamente cuando entró en el American-Amazonas Bank, y tuvo el presentimiento de que su presencia no les cogía por sorpresa.

Cuando preguntó por el director, una secretaria con aspecto de matrona le informó.

—En este momento tiene una visita, señor Kettering, pero le comunicaré que está usted aquí. —Luego miró a Jonathan Mony—. Estoy segura de que no les hará esperar, caballeros.

Mientras esperaban, Kettering echó un vistazo a la agencia bancaria. Se hallaba en la planta baja de un antiguo bloque de ladrillo, junto a la parte norte de la Plaza; desde el exterior, la entrada de pizarra del banco no parecía demasiado imponente. Su interior, no obstante, aun reducido para un banco de Nueva York, era atractivo. Sobre el convencional suelo de baldosas había una alfombra con motivos de colores cereza, rojo y naranja en tonos apagados que cubría de lado a lado toda la zona reservada al público; un pequeño letrero con letras doradas decía que procedía de Amazonas, Brasil.

Aunque la decoración de la oficina era convencional, una hilera de ventanillas de caja en uno de los lados, y tres mesas en el otro, la artesanía de madera era de la mejor calidad. En una de las paredes, en lugar bien visible para los clientes, un fresco muy llamativo, con una revolucionaria escena de caballos al galope con las crines al viento, montados por soldados de uniforme.

Kettering estaba contemplando el mural cuando les llamó la secretaria:

—El señor Armando ya puede recibirles. Pasen por aquí, por favor. —Mientras penetraban en un despacho con uno de los paneles acristalado, que daba a la zona externa de operaciones, el director salió a recibirles con la mano extendida. La placa de la puerta le identificaba como Emiliano W. Armando Jr.

—Señor Kettering, encantado de conocerle. Le veo con mucha frecuencia y admiro su trabajo. Aunque supongo que eso se lo dirá todo el mundo.

—De todos modos, se lo agradezco —respondió el periodista, y después presentó a Mony.

Armando les indicó que se sentaran, y cuando ocuparon sus asientos, quedaron frente a un tapiz en tonos azules y amarillos muy vivos, siempre dentro de la temática decorativa del banco.

Kettering observó al director, un hombre pequeño, con la cara arrugada y evidentes señales de cansancio, el pelo blanco más bien escaso y las cejas hirsutas. Armando se movía con nerviosa agilidad, expresión preocupada y, en conjunto, recordó a Kettering a un viejo terrier, incómodo con los cambios que se producían a su alrededor. Instintivamente, empero, el hombre le cayó bien… en contraste con su reciente entrevista con Alberto Godoy.

El banquero se reclinó en su butaca giratoria y suspiró:

—Ya me figuraba yo que el día menos pensado aparecería uno de ustedes por aquí. Ha sido un asunto muy doloroso, desconcertante, la verdad, como me imagino que comprenderán.

Kettering se inclinó hacia delante. El director del banco daba por hecho que él sabía algo que desconocía. Le siguió la corriente con precaución:

—Pues sí, son cosas que pasan.

—Por curiosidad, ¿cómo se han enterado ustedes?

El periodista reprimió la pregunta «¿De qué?», y sonrió.

—En la televisión tenemos nuestras fuentes de información, aunque a veces no podemos revelarlas.

Advirtió que Mony atendía con gran interés a la conversación, pero manteniendo una expresión imperturbable. Bueno, aquel joven ambicioso estaba tomando lecciones de periodismo a destajo.

—Me preguntaba si habría sido el artículo del Post —dijo Armando—. Dejaba muchos cabos sueltos.

Kettering frunció el entrecejo:

—Es posible que lo haya leído. ¿No ha guardado usted ningún recorte?

—Sí, claro.

Armando abrió un cajón de su mesa y sacó un recorte de prensa guardado en una funda de plástico. El titular rezaba:

CRIMEN PASIONAL DE UN DIPLOMÁTICO

Kettering echó un vistazo al reportaje, comprobó la fecha del diario, publicado el domingo de la semana anterior, hacía diez días. Cuando leyó las referencias a los dos muertos —Helga Efferen, empleada del American-Amazonas Bank, y José Antonio Salaverry, miembro de la delegación peruana ante las Naciones Unidas—, comprendió los motivos del disgusto del banquero. Lo que no vio demasiado claro era la relación del incidente con el asunto que le había llevado hasta allí.

Kettering tendió el recorte a Mony y centró la atención en Armando, aguijoneándole:

—Ha hablado usted de cabos sueltos, creo.

El director del banco asintió:

—El artículo recoge la interpretación de la policía. Personalmente, no creo que sucediera así.

Sin perder la esperanza de encontrarle alguna relación, Kettering le preguntó:

—¿Le importaría decirme por qué?

—Todo ese desgraciado asunto era demasiado complejo para una explicación tan sencilla.

—Obviamente, conocía usted a su empleada. ¿Y al hombre, a Salaverry, le conocía?

—Por desgracia, tal y como acabaron las cosas, sí.

—¿Quiere usted explicármelo?

Armando vaciló antes de contestar.

—Señor Kettering, me siento inclinado a ser sincero con usted. Sobre todo porque creo que lo que hemos descubierto en el banco durante los diez últimos días acabará saliendo a la luz pública de todos modos, y porque sé que usted nos hará justicia en su reportaje. Sin embargo, el banco me impone unas obligaciones. El nuestro es un establecimiento sólido y respetado en América Latina, además de poseer éste y otros trampolines en los Estados Unidos. ¿Puede usted esperar un día o dos para que me dé tiempo a consultar con el consejo de administración?

¡Había alguna relación! Por instinto una vez más, Kettering negó con la cabeza rotundamente.

—No podemos esperar. La situación es muy crítica y están en juego varias vidas humanas.

Decidió que ya era el momento de poner las cartas boca arriba.

—Señor Armando —prosiguió—, en la CBA tenemos razones para creer que su banco está implicado de alguna manera en el secuestro, hace dos semanas, de la esposa de Crawford Sloane y otros dos miembros de su familia. Estoy seguro de que habrá oído hablar de ello. Por lo tanto se plantea esta pregunta: ¿Guarda este otro episodio, la muerte de Efferen y Salaverry, alguna relación con el secuestro?

Si Armando parecía preocupado hasta entonces, la declaración de Kettering cayó como un bombazo. Como desbordado, apoyó los codos en la mesa y apoyó la frente en las manos. Al cabo de unos segundos levantó la vista.

—Sí, es posible —dijo en un susurro—. Ahora lo comprendo. No es sólo posible, es más que probable. —Luego continuó cansadamente—: Es una reacción muy egoísta, ya lo sé, pero voy a retirarme dentro de unos meses y lo único que se me ocurre es: ¿Por qué no podía haber sucedido todo esto después de que me hubiera jubilado?

—Comprendo su situación. —Kettering intentó dominar su impaciencia—. Pero el hecho es que usted y yo estamos aquí, y estamos metidos en ello. Evidentemente, las informaciones que poseemos no son las mismas y, evidentemente también, los dos adelantaremos mucho si las juntamos.

—De acuerdo —accedió Armando—. ¿Por dónde empezamos?

—Déjeme a mí. Sabemos que una buena suma de dinero, por lo menos diez mil dólares en efectivo y probablemente mucho más, ha llegado a manos de los secuestradores a través de su banco.

El director asintió gravemente.

—Reuniendo sus datos y los míos, muchísimos más, definitivamente. —Hizo una pausa—. Si le ayudo a atar cabos, ¿es imprescindible que me cite usted directamente?

Kettering reflexionó.

—Probablemente no. Existe un acuerdo llamado «fuentes sin especificar». Si le parece bien, podemos dialogar sobre esa base.

—Lo preferiría. —Armando hizo una pausa para ordenar sus pensamientos—. En este banco tenemos varias cuentas de las delegaciones de las Naciones Unidas. No voy a profundizar en el tema. Tan sólo decirle que nuestro banco mantiene estrechos vínculos con algunos países; por eso mismo está esta agencia tan cerca de la sede de la ONU. Varias personas de las diferentes delegaciones tienen autoridad sobre esas cuentas, y una de ellas en particular estaba controlada por el señor Salaverry.

—¿Una cuenta de la delegación peruana?

—Sí, relacionada con la delegación peruana. Aunque no estoy seguro de cuántas personas tenían conocimiento de la existencia de dicha cuenta aparte de Salaverry, que tenía potestad para firmar y utilizarla. Comprenderá usted que cada delegación ante la ONU puede tener varias cuentas, algunas con propósitos específicos.

—Sí. Pero centrémonos en la que nos interesa.

—Bien. Durante los últimos meses han estado entrando y saliendo de esa cuenta unas sumas muy sustanciales. Todos esos movimientos eran absolutamente legales, sin ninguna irregularidad por parte del banco, excepto por una cosa extraordinaria.

—¿Cuál?

—La señorita Eneren, que tenía unas atribuciones bastante amplias como secretaria de dirección, se las arregló para manejar personalmente esa cuenta, ocultándome a mí y a los demás empleados la existencia de la cuenta y el resto del proceso.

—En otras palabras, manteniendo en secreto el origen del dinero y su destinatario.

—Exactamente —asintió Armando.

—¿Y quién era su destinatario?

—En todas las oportunidades, José Antonio Salaverry, contra su firma. No hay ninguna otra firma autorizada en esa cuenta y todos los pagos se hicieron en efectivo.

—Retrocedamos un poco —dijo Kettering—. Nos ha dicho usted que no acepta la versión de la policía acerca de la muerte de Efferen y Salaverry. ¿Por qué?

—Cuando empecé a descubrir cosas la semana pasada, se me ocurrió que el último responsable de la utilización de esa cuenta, suponiendo que Salaverry fuera un intermediario, que es lo más probable, era asimismo responsable de las dos muertes, y que el asesinato y el posterior suicidio pasionales eran sólo una tapadera. Pero ahora que me ha dicho usted que tiene algo que ver con los secuestradores de la familia Sloane, parece probable que hayan sido ellos.

Aunque el ajado director se hallaba bajo grandes presiones y estaba a punto de retirarse, Kettering pensó que su capacidad de deducción era impecable. Se dio cuenta de que Mony estaba nervioso y le dijo:

—Si tienes alguna pregunta, Jonathan, adelante.

Mony dejó a un lado unas notas que había estado tomando y se adelantó un poco en la silla:

—Señor Armando, en su opinión, ¿por qué mataron a esas dos personas?

El director se encogió de hombros:

—Pues porque sabían demasiado, me figuro.

—¿El nombre de los secuestradores, por ejemplo?

—Pues, por lo que me ha dicho el señor Kettering, entra dentro de lo posible.

—¿Y qué me dice del origen del dinero que sacaba Salaverry? ¿Sabe usted de dónde procedía?

Por vez primera, el banquero tuvo un momento de vacilación.

—Desde el lunes lo he estado discutiendo con los miembros de la delegación peruana ante la ONU. Están realizando una pequeña investigación por su cuenta. Lo que han podido descubrir hasta ahora, me ha sido comunicado confidencialmente.

—No le vamos a citar directamente —le interrumpió Kettering—, hemos quedado en ello. Así que díganoslo, por favor. ¿De dónde procedía el dinero?

Armando suspiró.

—Señor Kettering, le voy a hacer una pregunta: ¿Tiene alguna noticia de una organización llamada Sendero Luminoso?

La cara de Kettering se crispó mientras le contestaba fríamente:

—Sí, claro.

—No tenemos absoluta seguridad —dijo el banquero—, pero cabe la posibilidad de que fueran ellos quienes alimentaran esa cuenta.

Después de dejar a Kettering y Mony en cuanto cruzaron el puente Queensboro, Harry Partridge y Minh Van Canh se detuvieron a almorzar en el Wolf’s Delicatessen de la calle Cincuenta y siete oeste, junto a la Sexta Avenida. Con sendos bocadillos gigantes de pastrami caliente, Partridge miró a Minh, que ese día parecía pensativo, inusualmente preocupado, aunque ello no había afectado la eficacia de su tarea en la casa de pompas fúnebres de Godoy. Desde el otro lado de la mesa, la cara cuadrada de Minh, picada de viruelas, le devolvía una mirada impasible entre bocado y bocado de pastrami chorreando mostaza.

—¿Qué te pasa, viejo camarada? —le preguntó Partridge.

—Unas cuantas cosas.

La respuesta era típica de Van Canh y Partridge no quiso seguir insistiendo. Sabía que Minh le contestaría con más detalle a su aire, cuando tuviera ganas.

Entretanto, Partridge confió a Minh sus intenciones de irse a Colombia, acaso al día siguiente. Añadió que no sabía si le acompañaría alguien; se lo consultaría a Rita. Pero si necesitaba un cámara, el día siguiente o cuando fuese, quería que fuera Minh.

Van Canh lo meditó, sopesando la decisión. Luego asintió.

—De acuerdo, Harry. Lo haré por ti. Y por Crawf. Pero será la última vez, nuestra última aventura.

Partridge se quedó de piedra.

—¿Quieres decir que te vas?

—Se lo he prometido a mi familia. Lo hemos hablado anoche. Mi mujer quiere que pase más tiempo en casa. Nuestros hijos me necesitan, mis asuntos también. Así que en cuanto volvamos, me marcho.

—¡Pero así, tan de repente…!

Van Canh le dedicó una de sus escasas sonrisas:

—¿Tan de repente como una orden, a las tres de la madrugada, de salir zumbando hacia Sri Lanka o Gdansk?

—Te comprendo. Aunque te voy a echar muchísimo de menos. Sin ti, esto no volverá a ser lo mismo.

Partridge sacudió tristemente la cabeza, aunque la decisión no le sorprendía. Como vietnamita trabajando al servicio de la CBA-News, Minh había sobrevivido a peligros extraordinarios durante la guerra de Vietnam. Poco antes de que acabara, consiguió sacar a su esposa y sus dos hijos en un avión antes de la caída de Saigón, lo cual no le impidió tomar unas imágenes soberbias del suceso.

En los años que siguieron, la familia Van Canh se adaptó al modo de vida norteamericano; sus hijos, como tantos otros inmigrantes vietnamitas, estudiaron de firme, terminaron la segunda enseñanza y en ese momento asistían a la universidad. Partridge les conocía y les admiraba, a veces incluso envidiaba la solidaridad de la familia. Entre otras cosas, vivían con austeridad mientras Minh ahorraba e invertía la mayor parte del jugoso salario que ganaba en la CBA. Tanto es así que entre sus colegas corría el rumor de que Minh era millonario.

Partridge sabía que esto último entraba dentro de lo posible, porque durante los últimos cinco años Minh había adquirido varios comercios modestos de fotografía en los suburbios de Nueva York, cuya explotación, con ayuda de su esposa, Thanh, había incrementado notablemente su capacidad económica.

También era razonable que Minh, en ese estadio de su vida, decidiera que ya estaba harto de tanto viajar y de sus prolongadas ausencias, y que ya había corrido bastantes riesgos, incluyendo cuando acompañaba a Harry Partridge a sus peligrosas misiones.

—Por cierto, ¿qué tal van tus negocios? —preguntó Partridge.

—Muy bien. —Minh volvió a sonreír y añadió—: Pero se han desarrollado tanto que Thanh no puede llevarlos sola cuando yo no estoy.

—Me alegro —dijo Partridge—, porque nadie se lo merece más que tú. Y espero que nos sigamos viendo de vez en cuando.

—Puedes contar con ello, Harry. En nuestra casa encabezas la lista de los invitados de honor.

Cuando terminaron de almorzar, después de dejar a Van Canh, Partridge entró en una tienda de artículos deportivos, donde compró varios pares de calcetines gruesos, un par de botas de excursionista y una buena linterna. Sospechaba que los necesitaría muy pronto. Llegó a la CBA a media tarde.

En la sala de conferencias del equipo especial, Rita Abrams le llamó con la mano:

—Un desconocido lleva todo el día intentando localizarte. Ha telefoneado tres veces desde esta mañana. No ha querido dar su nombre, pero ha dicho que era esencial que hablara contigo hoy mismo. Le he dicho que antes o después pasarías por aquí.

—Gracias. Me gustaría discutir una cosa contigo. He decidido irme a Bogotá.

Partridge se calló al oír unos pasos precipitados que se acercaban a la sala de juntas. Al instante apareció Don Kettering, seguido de Jonathan Mony.

—¡Harry! ¡Rita! —dijo Kettering sin aliento por la carrera—. Creo que hemos destapado la lata de gusanos.

Rita echó un vistazo a su alrededor, consciente de los oídos que se tendían en la sala.

—Vamos a uno de los despachos —dijo, abriendo camino hacia el suyo.

Kettering tardó veinte minutos, ayudado ocasionalmente por Mony, en describir todas sus averiguaciones. Les enseñó el artículo del New York Post sobre el supuesto asesinato de Efferen seguido del suicidio de Salaverry, en una fotocopia que les dio el director del American-Amazonas Bank antes de marcharse. Ambos corresponsales y Rita sabían que, en cuanto acabara su reunión, la CBA-News conseguiría rutinariamente toda la información relativa a ese tema.

Cuando Rita leyó el recorte de prensa, preguntó a Kettering:

—¿Crees que debemos investigar esas dos muertes?

—Quizá sí, aunque ahora eso ya es secundario. La auténtica historia es la conexión con Perú.

—Totalmente de acuerdo —dijo Partridge—, y además Perú ya había salido a relucir.

Recordó su conversación con Manuel León Seminario, editor y propietario de la revista limeña Escena, dos días atrás. Aunque no había sacado en claro nada específico, Seminario le había dicho: «Hoy en Perú, los secuestros están a la orden del día».

—Aunque hayamos descubierto alguna relación con Perú —señaló Rita—, no olvidemos que no tenemos la seguridad de que hayan sacado del país a las víctimas del secuestro.

—No se me olvida —dijo Partridge—. ¿Tienes alguna otra cosa, Don?

Éste asintió:

—Sí. Antes de irnos del banco he conseguido que el director accediera a dejarse entrevistar ante las cámaras, tal vez hoy, a última hora. Sabe que se está jugando el cuello ante los dueños del banco, pero es un tipo mayor, una persona muy íntegra, y dice que se arriesgará. Si te parece bien, Harry, puedo entrevistarle yo mismo.

—Me parece muy bien. Además, la historia es tuya. —Partridge se dirigió a Rita—: Retiro lo dicho acerca de Bogotá. Me voy a Lima. Quiero estar allí mañana por la mañana.

—¿Qué vamos a informar y cuándo?

—Todo lo que sabemos y cuanto antes. El momento exacto lo discutiré con Les y Chuck, pero, de ser posible, quisiera contar con veinticuatro horas de libertad en Perú antes de que se presente un ejército de corresponsales, lo cual ocurrirá en cuanto comuniquemos lo que tenemos.

—Bueno —prosiguió—, pues empecemos ahora mismo. Esta noche lo organizamos todo. Convoca a todo el equipo especial a una reunión —Partridge consultó su reloj; las tres y cuarto— a las cinco en punto.

—¡A la orden!

Rita sonrió, encantada con la acción.

En ese momento sonó el teléfono de su mesa. Contestó ella misma y, tapando el receptor con la mano, susurró a Partridge:

—Es ese hombre… el que lleva todo el día intentando localizarte.

Él cogió el aparato:

—Diga, soy Harry Partridge.

—No se le ocurra mencionar mi nombre durante esta conversación. ¿Está claro?

La voz de su interlocutor sonaba amortiguada, acaso deliberadamente, pero Partridge reconoció a su contacto, el abogado criminalista.

—Sí, muy claro.

—¿Sabe quién soy?

—Sí.

—Le llamo desde una cabina telefónica, para que no se pueda localizar la llamada. Y otra cosa: si revela usted alguna vez mi nombre como fuente de lo que voy a contarle, juraré que es usted un mentiroso y lo negaré todo. ¿Lo ha entendido bien?

—Perfectamente.

—Estoy corriendo un gran riesgo hablando de esto con usted, y si algunas personas se enteraran de esta conversación podría costarme la vida. Así que, cuando termine, mi deuda con usted quedará saldada. ¿Entendido?

—Sí, señor.

Los otros tres ocupantes del despacho estaban mudos, con los ojos fijos en él, mientras la voz apagada, audible únicamente para Partridge, continuaba:

—Algunos de mis clientes tienen contactos en América Latina… Contacto con el tráfico de cocaína, pensó Partridge, pero no lo dijo.

—Como ya le dije, no se dedican a la clase de actividad que usted está investigando, pero sí se enteran de otros asuntos.

—Lo comprendo —dijo Partridge.

—Muy bien, pues aquí la tiene y la información es fiable, se lo garantizo. La gente que anda usted buscando salió de los Estados Unidos en avión el sábado pasado y ahora está retenida en Perú. ¿Ha oído?

—Sí. ¿Puedo hacerle una pregunta?

—No.

—Necesito un nombre —le suplicó Partridge—. ¿Quiénes son los responsables? ¿Quién les retiene?

—Adiós.

—¡Un momento! ¡Espere! Mire, no le voy a pedir que me dé un nombre. Hagamos una cosa: lo voy a decir yo y, si estoy equivocado, usted indíqueme de alguna manera que no. Si acierto, no conteste nada. ¿De acuerdo?

Hubo una pausa, y luego:

—Dese prisa.

Partridge respiró hondo antes de pronunciar:

—Sendero Luminoso.

En el otro extremo del hilo, no hubo respuesta. Después se oyó un chasquido cuando el abogado colgó.