4
Esa noche, en el escondrijo de Hackensack de la banda de Medellín, Miguel tuvo puesta la radio en una emisora dedicada exclusivamente a los informativos. Con varios de sus compañeros, también estuvo viendo la televisión en un aparato portátil, cambiando entre los diversos noticiarios que difundieron reportajes sobre el secuestro de la familia Sloane.
Pese al agudo interés y las especulaciones, era evidente que de momento no se sabía nada acerca de la identidad o los motivos de los secuestradores. Las fuerzas de seguridad tampoco conocían su ruta de escape o la zona específica en la que los secuestradores y sus víctimas se habían refugiado. Algunas informaciones insinuaban que a esas horas podían hallarse a muchos kilómetros de Nueva York. Otras comunicaban que se habían erigido controles de carretera para detener e inspeccionar a todos los vehículos sospechosos, hasta Ohio, Virginia y la frontera canadiense. La actividad de la policía había desembocado en el arresto de varios criminales, pero ninguno de ellos relacionado con los Sloane.
Seguían circulando descripciones de una furgoneta Nissan de pasajeros, supuestamente utilizada por los secuestradores. Eso significaba que todavía no habían descubierto la furgoneta abandonada por Carlos en White Plains. Carlos había regresado sano y salvo a la finca de Hackensack hacía varias horas.
Entre Miguel y los suyos reinaba cierta sensación de alivio, aunque sabían que la policía de toda Norteamérica les estaba buscando y su seguridad era sólo provisional. Como seguían acuciándoles bastantes peligros, Miguel estableció un turno de guardia. En ese momento Luis y Julio estaban patrullando por el exterior con subfusiles ametralladores Beretta, al amparo de la oscuridad de la casa y sus dependencias.
Miguel sabía que si descubrían su guarida y llegaba la policía con muchos efectivos, ellos tenían muy escasas posibilidades de escapar. En tal eventualidad, sus órdenes eran tajantes: no recuperarían vivo a ninguno de los rehenes. Lo único que había cambiado era que la orden se refería a tres personas en lugar de a dos.
De los diversos boletines informativos que vio Miguel, el que más le interesaba eran las Últimas Noticias nacionales de la CBA. Le divertía que Crawford Sloane no ocupara su puesto habitual de presentador; le sustituía un tal Partridge, al que Miguel recordaba vagamente de algo. Sloane, no obstante, fue entrevistado en directo y también aparecía en una conferencia de prensa en diferido.
La conferencia de prensa estuvo muy concurrida, con periodistas de los medios escritos y audiovisuales, con sus cámaras y equipos técnicos. Se desarrolló en un edificio anexo de la CBA, situado en la manzana de casas contigua a la sede de informativos. Habían colocado unas sillas plegables en un estudio de sonido vacío; se ocuparon todas, y muchos asistentes tuvieron que permanecer de pie.
No hubo una presentación formal y Crawford Sloane comenzó con una breve declaración. Expresó su sorpresa y su ansiedad y luego hizo un llamamiento a los medios de comunicación y al público en general, solicitando cualquier información que pudiera ayudar a desvelar dónde estaban su mujer, su hijo y su padre y quién les retenía. Anunció que la CBA había dispuesto un centro telefónico con una línea especial de amplia capacidad de recepción. La centralita, que contaba con varias operadoras y un supervisor, ya estaba en marcha.
—Os la bloquearán las llamadas de los chiflados —intervino una voz anónima.
—Hemos de correr ese riesgo —repuso Sloane—. Lo que necesitamos es alguna pista concreta. Alguien sabrá algo, en alguna parte.
Durante su declaración, Sloane tuvo que callarse un par de veces para dominar la emoción de su voz. En ambos casos se produjo un compasivo silencio. El artículo del día siguiente de Los Angeles Times le describía como «digno e impresionante en unas circunstancias angustiosas».
Sloane comunicó que estaba dispuesto a responder a sus preguntas.
Al principio las preguntas también fueron consideradas. Pero después, inevitablemente, algunos periodistas iniciaron un interrogatorio más duro.
La representante de Associated Press preguntó:
—¿Cree usted posible, como ya están especulando algunos, que su familia haya sido secuestrada por terroristas extranjeros?
Sloane sacudió la cabeza:
—Es demasiado pronto para considerar siquiera una cosa así.
—Está eludiendo mi pregunta —objetó la periodista de la agencia—. Le he preguntado si le parecía posible.
—Supongo que es posible —admitió Sloane.
Un reportero de una emisora local de televisión formuló la eterna pregunta:
—¿Y qué opina usted al respecto?
Se oyó un murmullo y Sloane tuvo ganas de decirle: ¿Y qué coño quiere que opine?, pero repuso:
—Evidentemente, confío en que no sea verdad.
Un maduro corresponsal de la CNN, antiguo trabajador de la CBA, levantó en vilo un ejemplar del libro de Sloane:
—¿Sigue usted pensando, como dice aquí, que «hay que prescindir de los rehenes» y sigue usted oponiéndose a que se pague rescate, como ha expresado usted, «directa o indirectamente, en ningún caso»?
Sloane estaba preparado para esa pregunta y contestó:
—No creo que nadie involucrado de forma tan directa como yo en este momento pueda responder objetivamente a eso.
—Oh, venga, Crawf —insistió el de la CNN—, si tú estuvieras en mi lugar, no dejarías que tu interlocutor te saliera con ésas. Te lo preguntaré de otro modo: ¿Lamentas haber escrito esas palabras?
—En este momento —dijo Sloane—, me gustaría que no las esgrimieran contra mí.
—No las estamos esgrimiendo contra ti —intervino otra voz— y sigues sin responder a la pregunta.
Una periodista de un magazine de la ABC levantó su aguda voz:
—Estoy segura de que sus opiniones respecto a que había que prescindir de los rehenes norteamericanos causaron una gran consternación a las personas que todavía tienen a sus familiares retenidos en Oriente Medio. ¿Siente ahora más compasión por ellos?
—Siempre he sentido compasión —dijo Sloane—, aunque ahora mismo tal vez comprenda mejor la angustia de esas personas.
—¿Quiere decir que lo que ha escrito era un error?
—No —dijo él muy tranquilo—, no quiero decir eso.
—Entonces, si le exigen un rescate, ¿se negará usted rotundamente?
Él levantó las manos en un gesto de impotencia:
—Me están pidiendo que especule sobre una cosa que no ha ocurrido aún. Y no pienso hacerlo.
Aunque no disfrutaba con la situación, Sloane reconocía in mente que en muchas conferencias de prensa del pasado, él mismo había sido un interrogador muy agresivo.
Newsday formuló una pregunta que desvió la atención del tema:
—No conocemos muchas cosas acerca de su hijo Nicholas, señor Sloane.
—Porque procuramos preservar nuestra vida privada. De hecho, mi mujer insiste mucho en ello.
—Ahora ya ha dejado de ser privada —señaló el reportero—. He averiguado que Nicholas tiene gran talento para la música y tal vez se convierta en pianista el día de mañana. ¿Es eso cierto?
Sloane sabía que, en otras circunstancias, Jessica objetaría que aquella pregunta era una intromisión. Pero en ese instante no sabía cómo eludirla.
—Nuestro hijo es muy aficionado a la música, efectivamente, siempre lo ha sido y sus mentores dicen que es muy precoz para su edad. En cuanto a si será concertista de piano o cualquier otra cosa, sólo el tiempo puede decirlo. —Al final, cuando empezaron a espaciarse las preguntas, Leslie Chippingham se adelantó y dio por concluida la sesión.
Sloane fue rodeado inmediatamente por quienes querían estrecharle la mano y transmitirle sus mejores deseos. Luego se escabulló en cuanto pudo.
Miguel, después de ver todas las noticias que quería, apagó el televisor y sopesó cuidadosamente todo lo que había averiguado.
Primero, no se sospechaba de la relación del cártel de Medellín ni de Sendero Luminoso con el secuestro. Por el momento, eso les favorecía. Segundo, y también en su favor, estaba el hecho de que no existían descripciones de él ni de los otros seis conspiradores. Si las fuerzas públicas hubieran conseguido de algún modo una descripción, la habrían dado a conocer ese mismo día, casi sin ningún género de dudas.
Y todo ello, razonó Miguel, restaba un poco de peligro a su siguiente trámite.
Necesitaba más dinero y para conseguirlo debía telefonear esa misma noche para planificar su recogida al día siguiente en las Naciones Unidas, o en sus inmediaciones.
Desde el principio había sido un problema introducir suficiente dinero en los Estados Unidos. Sendero Luminoso, que financiaba la operación, tenía mucho dinero en Perú. La dificultad estribaba en circunvenir las leyes de cambio de divisas de Perú y transferir esas divisas a Nueva York, en dólares USA, y al mismo tiempo mantener todo el movimiento del dinero —sus fuentes, su itinerario y su destino— en secreto.
Lo habían llevado a cabo de modo ingenioso, con la colaboración de un simpatizante revolucionario de Sendero Luminoso, bien situado en la cúpula del sistema bancario peruano, en Lima. Su cómplice en Nueva York era un diplomático peruano, uno de los secretarios de la embajada de Perú ante las Naciones Unidas.
El total de fondos asignados por Sendero y Medellín a la organización del plan ascendía a 850.000 dólares. Ello incluía la contratación del personal con sus gastos y dietas, el alquiler de un centro de operaciones, la compra de seis vehículos, el equipo médico, los ataúdes, las cantidades entregadas en Little Colombia por la cobertura y las armas de fuego, las comisiones por la transferencia de divisas desde Lima a Nueva York, más el soborno a una alta ejecutiva de un banco neoyorquino. También cubriría el importe del vuelo particular de los rehenes desde los Estados Unidos a Perú.
La mayor parte del dinero gastado en Nueva York había pasado por manos de Miguel a través de su contacto en las Naciones Unidas.
El procedimiento era el siguiente: el banquero de Lima convertía subrepticiamente los fondos que le confiaba Sendero Luminoso en dólares USA, hasta un máximo de 50.000 en cada operación. Luego lo transfería a una agencia bancaria de Nueva York, situada en Dag Hammarskjöld Plaza, cerca de la sede de las Naciones Unidas, que ingresaba ese dinero en una cuenta especial de la delegación peruana ante la ONU. La existencia de dicha cuenta sólo era conocida por José Antonio Salaverry, el secretario personal del embajador ante la ONU, que tenía autoridad para firmar cheques, y por la apoderada del director del banco, Helga Efferen, quien se ocupaba personalmente de la cuenta especial.
José Antonio Salaverry era otro simpatizante de Sendero Luminoso, aunque no hasta el punto de no cobrar comisión por la transferencia de fondos. Helga mantenía relaciones con Salaverry, y ambos se habían dejado arrastrar a una vida de lujos por encima de sus posibilidades, celebrando fiestas y codeándose con los derrochadores diplomáticos de las Naciones Unidas. Por esa razón, la propina que sacaban canalizando la entrada de fondos era bienvenida.
Cada vez que necesitaba dinero, Miguel telefoneaba a Salaverry, estipulándole una cantidad. Entonces se daban cita al cabo de un día o dos, en general en la sede de las Naciones Unidas y en ocasiones en alguna otra parte. Entretanto, Salaverry conseguía un maletín lleno de dinero en efectivo que entregaba a Miguel.
Sólo había una cosa que preocupaba a este último. En cierta ocasión, Salaverry le insinuó que, aun sin conocer el propósito específico del dinero, ni el lugar donde se escondían Miguel y sus compinches de Medellín, tenía una noción bastante aproximada de su objetivo. Miguel se dio cuenta de que eso sólo podía significar que se había producido una filtración en Perú. En ese momento no podía hacer nada, pero aquello le hizo volverse muy precavido en todos sus contactos con José Antonio Salaverry.
Miguel miró el teléfono portátil que tenía a su lado. Por un momento se sintió tentado de usarlo, pero sabía que no debía y no tenía más remedio que salir. A ocho manzanas de allí había un café con un teléfono público que ya había utilizado otras veces. Consultó su reloj: las 19.10. Con un poco de suerte, Salaverry estaría en su apartamento del centro de Manhattan.
Miguel se puso un abrigo y comenzó a andar a buen paso, echando una ojeada en busca de algún signo inhabitual de actividad por los alrededores. Pero no vio nada.
Durante su caminata volvió a pensar en la rueda de prensa de Crawford Sloane. Le había interesado mucho la referencia al libro de Sloane que al parecer contenía afirmaciones acerca de no pagar rescates y «prescindir de los rehenes». Miguel no tenía noticia de tal libro ni tampoco, estaba seguro, nadie del cártel de Medellín ni de Sendero Luminoso. Aunque dudaba que ello hubiera afectado a la decisión de secuestrar a la familia de Sloane; lo que escribía la gente de cara a la galería y lo que sentía y hacía en su casa solía variar bastante. Pero, en todo caso, en ese momento ya no cambiaba nada.
Otro de los datos interesantes de la conferencia de prensa era la referencia al mocoso* de Sloane como futuro concertista de piano. Sin una noción precisa de su posible utilización, Miguel tomó nota mentalmente de ese dato.
Cuando llegó al café, Miguel advirtió que había poca concurrencia. Entró y se dirigió al teléfono, que estaba al fondo del local, donde marcó un número de memoria. A la tercera llamada, Salaverry respondió con un marcado acento español:
—¿Allo…?
Miguel dio tres golpecitos con la uña en su micrófono, la señal que le identificaba. Después añadió, en voz baja:
—Mañana por la mañana. Cincuenta paquetes.
Un «paquete» eran mil dólares.
Oyó un resoplido al otro extremo del hilo. La voz que le contestó sonaba amedrentada.
—¿Estás loco?* ¡Telefonearme aquí esta noche! ¿Dónde estás? ¿No estará intervenido el teléfono?
—¿Te crees que soy un pendejo*? —le dijo Miguel con desdén.
Al mismo tiempo, comprendió que Salaverry le había relacionado con los sucesos recientes; por lo tanto, sería peligroso reunirse con él. Sin embargo, no tenía más alternativa. Necesitaba dinero en efectivo para comprar —entre otras cosas— un ataúd para Angus Sloane. Además, Miguel sabía que quedaba un buen saldo en la cuenta de Nueva York y quería un poco más de dinero para sí mismo antes de salir del país. Estaba seguro de que José Antonio Salaverry había arañado algo más que las comisiones que le correspondían.
—Mañana no podemos vernos —dijo Salaverry—. Es demasiado precipitado, no puedo reunir el dinero tan deprisa. No debes…
—¡Cállate!* No me hagas perder el tiempo. —Miguel apretó el receptor, controlando su furia y manteniendo baja la voz para que no le oyeran los parroquianos del bar—. Es una orden. Consigue en seguida los cincuenta paquetes. Llegaré allí como siempre, poco antes de las doce. Si fallas, ya sabes cómo se pondrán nuestros amigos, y sus tentáculos llegan muy lejos…
—¡No, no! No tienen por qué preocuparse. —La voz de Salaverry adquirió un tono conciliador. Una amenaza de venganza del infame cártel de Medellín no se podía tomar a la ligera—. Haré todo lo posible.
—Más que lo posible —le cortó secamente Miguel—. Hasta mañana.
Colgó el teléfono y salió del café.
En la casa de Hackensack, los tres cautivos permanecían sedados al cuidado de Socorro. Durante la noche les administró nuevas dosis de Propofol, según las instrucciones de Baudelio; también vigiló sus constantes vitales, que fue registrando en una ficha. Poco antes del amanecer, Baudelio se despertó de su sueño sedado. Tras estudiar las anotaciones médicas de Socorro, asintió con aprobación y luego la relevó.
Por la mañana temprano, Miguel, que había dormido sólo a ratos, volvió a poner las noticias de la televisión. El secuestro de los Sloane seguía en cabecera, aunque no salió nada nuevo a relucir.
Poco después, Miguel comunicó a Luis que a las once en punto saldrían los dos hacia Manhattan en el coche fúnebre.
El coche fúnebre era el sexto vehículo del grupo, un Cadillac en buen estado, comprado de segunda mano. Hasta el momento, sólo lo habían utilizado dos veces. El resto del tiempo, el Cadillac había permanecido oculto en la propiedad de Hackensack, cuyos ocupantes lo habían bautizado como el ángel negro*. El suelo del interior del furgón, donde se coloca normalmente el ataúd, era de una caoba preciosa; tenía unos rodillos empotrados para facilitar la carga y la descarga. Los paneles laterales y el techo estaban tapizados de terciopelo azul marino.
En un principio, Miguel había planeado no volver a utilizar el coche fúnebre hasta su último desplazamiento, hacia el avión que les llevaría a Perú, pero evidentemente en ese momento era su vehículo más seguro. Habían utilizado mucho los otros coches y el camión GMC, sobre todo durante la vigilancia de Larchmont, y era posible que la policía dispusiera ya de su descripción.
El tiempo había cambiado y estaba diluviando, con fuertes rachas de viento y el cielo muy negro.
Con Luis al volante, hicieron un recorrido muy enrevesado desde Hackensack, cambiando varias veces de dirección y deteniéndose en dos ocasiones para asegurarse de que no les seguían. Luis conducía el coche fúnebre con exquisito cuidado a causa de lo resbaladizo del piso y su escasa visibilidad a través del cristal delantero monótonamente barrido por las escobillas limpiaparabrisas. Descendieron por la margen de Nueva Jersey del río Hudson hasta Weehawken, tomaron por el túnel Lincoln y emergieron en Manhattan a las 11.45.
Tanto Miguel cuanto Luis llevaban traje oscuro y corbata negra, apropiado para su presencia en semejante vehículo.
Al salir del túnel tomaron hacia el este por la calle Cuarenta. La fuerte lluvia había formado un atasco que apenas progresaba. Miguel contemplaba a los peatones caminando despacio e incómodos por las atestadas aceras.
La paradoja de recorrer Nueva York en un coche fúnebre le divertía. Por un lado, el automóvil era excesivamente llamativo para sus propósitos; por otro, imponía respeto. En una encrucijada, un guardia de tráfico uniformado —un brownie, como les llaman los neoyorquinos— les había abierto paso, deteniendo a otros vehículos.
Miguel advirtió también que muchos de los viandantes, al ver el coche fúnebre, desviaban inmediatamente los ojos. Ya lo había observado otras veces y se preguntaba si sería la idea de la muerte, el máximo olvido, lo que les inquietaba. Él nunca había temido a la muerte, aunque no tenía intención de facilitar el que alguien adelantara su llegada.
Cualquiera que fuera la razón, no tenía importancia. Lo importante era que, seguramente, la muchedumbre que les rodeaba no pensaba que ese coche fúnebre en particular, tan cercano que casi podían tocarlo, contenía a dos de los criminales más buscados del país, perpetradores de un crimen que era la noticia del día en la nación entera. La idea intrigaba a Miguel, pero también era tranquilizadora.
Giraron hacia el norte en la Tercera Avenida, y poco antes de la calle Cuarenta y cuatro Luis se arrimó al bordillo para que Miguel se apeara. Alzando el cuello para protegerse de la lluvia, Miguel caminó dos manzanas hacia el este en dirección a la sede de las Naciones Unidas. Pese a sus reflexiones acerca del coche fúnebre, la llegada a la ONU en semejante vehículo le habría atraído una atención que no deseaba. Mientras tanto, Luis tenía instrucciones de seguir circulando y regresar al punto en que le había dejado al cabo de una hora. Si Miguel no aparecía, Luis iría pasando cada media hora.
En la esquina de la calle Cuarenta y cuatro, Miguel compró un paraguas en un puesto callejero, pero tuvo dificultades para sostenerlo abierto contra el ventarrón. Pocos minutos más tarde atravesaba la Primera Avenida hacia el edificio blanco de la Asamblea General de la ONU. A causa de la lluvia, las astas de las banderas estaban tristes y desnudas, despojadas de sus estandartes. Cruzando una verja de hierro por la entrada de los delegados, subió los escalones hacia la amplia explanada de admisión de visitantes. Miguel, con las manos vacías, no tardó en superar el control donde los demás mostraban sus bolsos y sus paquetes para la inspección.
En el amplio vestíbulo del otro lado, los bancos rebosaban de visitantes, cuyas caras e indumentarias eran tan diversas como la propia ONU. Una mujer boliviana con un sombrero hongo permanecía estoicamente sentada. Junto a ella, un niñito negro jugaba con un cordero blanco de trapo. Cerca había un anciano arrugadísimo con el típico turbante afgano. Dos israelíes barbudos discutían sobre unos papeles diseminados a su alrededor. E, intercalados con la multitud variopinta, los pálidos turistas americanos y británicos.
Ignorando a quienes esperaban, Miguel se dirigió hacia un prominente letrero que rezaba «Visitas con guía», al fondo del vestíbulo. Junto a él le estaba esperando José Antonio Salaverry con un portafolios.
«Se parece a una comadreja», pensó Miguel al ver la cara afilada y angustiada de Salaverry, su pelo ralo y su fino bigote. El diplomático peruano, que solía derrochar soberbia, ese día parecía sumamente incómodo.
Se dirigieron una levísima inclinación de cabeza y luego Salaverry se encaminó a un mostrador de información, donde con su credencial de delegado autorizó la entrada de Miguel bajo un nombre ficticio. Le entregaron un pase de visitante.
Recorrieron un inmenso corredor acristalado flanqueado por pilares, desde donde se divisaba un jardín y, a lo lejos, el East River. Las escaleras mecánicas les condujeron a la primera planta; luego penetraron en el Indonesian Lounge, reservado a los diplomáticos y sus huéspedes.
El salón, enorme e impresionante, donde eran recibidos los jefes de Estado, contenía soberbias obras de arte, incluida la cortina de la entrada a la Sagrada Kaaba de La Meca, un tapiz negro bordado en oro y plata, obsequio de los saudíes. En una alfombra verde oscuro estaban colocados varios sofás de cuero blanco y diversas sillas, distribuidos ingeniosamente para que pudieran desarrollarse varias conversaciones a la vez, sin interferir unas con otras. Miguel y Salaverry se sentaron en uno de los pequeños corros.
Cuando se miraron, la delgada boca de José Antonio Salaverry se torció en una mueca de reproche:
—¡Te advertí que era peligroso venir aquí! Ya corremos bastantes riesgos para buscarnos más.
—¿Por qué es peligroso venir aquí? —preguntó Miguel con voz tranquila.
Quería averiguar cuánto sabía ese blandengue.
—¡Estúpido! Lo sabes perfectamente. La televisión y todos los periódicos no hablan más que de lo que has hecho, de las personas que has secuestrado. El FBI y la policía lo están revolviendo todo buscándote. —Salaverry tragó saliva antes de preguntar ansiosamente—. ¿Cuándo os vais… cuándo pensáis salir todos vosotros del país?
—Suponiendo que lo que me estás diciendo sea verdad, ¿para qué quieres saberlo? ¿Qué más te da?
—Es que Helga está frenética de ansiedad. Y yo también.
O sea que ese bocazas idiota se lo había contado todo a su querida banquera. Eso significaba que la grieta inicial de seguridad se había ensanchado aún más y en ese momento era un peligro inminente que había que eliminar. Aunque Salaverry no podía saberlo, su insensata declaración había sellado su destino y el de su amante.
—Antes de contestarte, quiero el dinero —dijo Miguel.
Salaverry manipuló la combinación del cierre de su portafolios. De su interior sacó una abultada cartera de cartón atada con una cinta y se la tendió a Miguel.
Éste la abrió, comprobó su contenido y luego volvió a cerrarla.
—¿No quieres contarlo? —dijo Salaverry con petulancia.
—No te atreverías a engañarme —dijo Miguel con un encogimiento de hombros. Reflexionó y añadió, como quitándole importancia—: Así que quieres saber cuándo nos iremos yo y unos cuantos más…
—Sí.
—¿Dónde vais a estar la mujer y tú esta noche?
—En mi apartamento. Estamos demasiado preocupados para salir por ahí.
Miguel ya había estado en el apartamento y recordaba su dirección.
—Quedaos allí —dijo a Salaverry—. Yo no puedo telefonear por razones evidentes. Por lo tanto, esta noche irá un mensajero con la información que deseas. Utilizará el nombre de Platón. Será la contraseña para que le dejes entrar.
Salaverry asintió precipitadamente. Parecía aliviado.
—Te voy a hacer ese favor —terminó Miguel señalando la carpeta— a cambio de tu rapidez en conseguir el dinero.
—Gracias. Ya comprenderás que no deseo hacer ninguna insensatez…
—Lo comprendo. Pero esta noche quedaos en casa.
—Sí, sí.
Al salir del edificio de la ONU, Miguel cruzó la Primera Avenida hasta el hotel United Nations Plaza. Se dirigió a los teléfonos públicos de la planta baja, al lado del quiosco de periódicos.
Marcó de memoria el número de un abonado de Queens. Le contestaron desde una casa particular, más parecida a una fortaleza, de Little Colombia en Jackson Heights. Miguel se explicó con brevedad, eludiendo nombrar a nadie; dio el número del teléfono desde donde llamaba y colgó.
Se quedó esperando pacientemente junto al teléfono. En dos ocasiones, viendo acercarse a alguien, fingió estar hablando por el aparato. A los siete minutos sonó. Una voz le confirmó que estaba hablando desde otro teléfono público: la llamada no podía ser intervenida ni localizada.
En voz baja, Miguel expresó lo que necesitaba. Le aseguraron que sería cumplido. Negociaron el trato por seis mil dólares, que aceptaron ambas partes. Miguel dio la dirección del apartamento de Salaverry y explicó que el nombre «Platón» franquearía la entrada.
—Debe hacerse esta noche —insistió—, y dar la impresión de un suicidio después de un asesinato.
La voz le prometió que sus instrucciones se llevarían a cabo con total precisión.
Miguel llegó al lugar indicado de la Tercera Avenida minutos antes de que hubiera transcurrido la primera hora. Al momento apareció el coche fúnebre con Luis al volante.
Miguel se introdujo en él, sacudiéndose la lluvia, y ordenó a Luis:
—Ahora vamos a la casa de pompas fúnebres. La misma que la otra vez. ¿Te acuerdas?
Luis asintió y giró a la derecha en dirección al puente Queensboro.