6
—Vicente me cae bien —dijo Nicky—. Es amigo nuestro.
—Sí, yo opino lo mismo —dijo Angus desde su celda.
Estaba tumbado en la delgada y sucia colchoneta de su catre, contemplando dos grandes cucarachas que había en la pared para matar el tiempo.
—¡Pues mejor que no opinéis! ¡Los dos! —exclamó Jessica—. Tenerle simpatía a esta gente es una estupidez y una ingenuidad. Se calló, con ganas de morderse la lengua y tragarse sus palabras. No había necesidad de ser desagradable.
—Lo siento —dijo—. No quería decirlo así, se me ha escapado.
El problema era que a los quince días de estricto confinamiento en sus jaulas, los nervios empezaban a fallar y el desaliento a hacer mella. Jessica había hecho todo lo posible por ayudarles a mantener la moral, si no alta, por lo menos un poco por encima de la desesperación. También se empeñaba en que realizaran sus ejercicios todos los días, bajo su dirección. Pero a pesar de sus mejores intenciones, la restricción física, la monotonía y la soledad estaban cobrando su fruto inevitable.
Además, la comida grasienta, con sabor a rancio, era otro de los factores que minaban sus recursos físicos.
Y para agravar esas miserias, pese a sus esfuerzos por mantener una mínima higiene, estaban sucios, olían mal y cuando sudaban, que era lo habitual, se les pegaba la ropa al cuerpo.
Les hacía mucho bien, pensaba Jessica, recordar que su maestro del cursillo antiterrorista, el general Wade, había sufrido muchísimo más, y durante una temporada muy larga en su celda subterránea de Corea. Pero Cedric Wade era una persona excepcional, encarcelada mientras servía a su país en una época de guerra. Allí no había guerra que fortaleciera la mente o los nervios. Ellos eran unos simples civiles involucrados en una mezquina pelea. ¿Con qué fin? Jessica seguía sin saberlo.
De todos modos, el recuerdo del general Wade y la observación de Nicky acerca de Vicente, con la aprobación de Angus, le trajo a la memoria una cosa que le había enseñado Wade. Y le pareció buen momento para utilizarla.
En voz baja y vigilando atentamente al guarda, les preguntó:
—¿Habíais oído hablar alguna vez del síndrome de Estocolmo, Angus? ¿Nicky…?
—Yo sí —respondió Angus—. Me parece…
—¿Y tú, Nicky?
—Yo no, mamá. ¿Qué es eso?
El guardián de turno era uno que solía traer tebeos para pasar el tiempo; en ese momento parecía sumergido en su lectura e indiferente a su conversación. Además, Jessica sabía que no hablaba inglés.
—Os lo voy a contar —les dijo.
Podía oír en su memoria las palabras del general Wade explicando a su pequeño grupo de alumnos:
—Una de las cosas que pasan en casi todos los secuestros, de bandas terroristas o no, es que al cabo de cierto tiempo algunos de los rehenes toman simpatía a los terroristas. Algunas veces, llegan a considerar a sus secuestradores como amigos suyos, y a la policía y las fuerzas que están intentando rescatarles como enemigos. Esta reacción se ha denominado síndrome de Estocolmo. Y era cierto, confirmaron a Jessica sus posteriores lecturas. Le había picado la curiosidad y había investigado por su cuenta el origen de la expresión.
Sucedió en Estocolmo (Suecia), el 23 de agosto de 1973.
Esa mañana, en la céntrica plaza Norrmalmstorg, un convicto huido, Jan-Erik Olsson, de treinta y dos años, penetró en el Sveriges Kreditbanken, uno de los principales bancos de Estocolmo. De debajo de una chaqueta doblada, Olsson sacó un subfusil ametrallador, que disparó al techo, creando el pánico bajo una rociada de cristales y escayola.
La dura prueba que se originó entonces duró seis días.
Durante ese tiempo, ninguno de los participantes tenía ni idea de que durante años, y tal vez siglos, la repetición de la experiencia que compartían se conocería en todo el mundo como «síndrome de Estocolmo», una expresión médica y científica destinada a ser tan familiar entre los estudiantes y los facultativos del mundo entero como la cesárea, la anorexia o la enfermedad de Alzheimer.
Tres mujeres y un hombre, los cuatro empleados del banco, fueron retenidos por Olsson y su cómplice, Clark Olofsson, de treinta y seis años. Los rehenes se llamaban: Birgitta Lundblad, de treinta y un años, rubia y guapa; Kristin Ehnmark, de veintitrés, alegre y morena; Elisabeth Oldgren, de veintiuno, menuda, rubia y amable; y Sven Säfström, un administrativo alto y delgado, de veinticinco años. Durante la mayor parte de esos seis días, el sexteto permaneció confinado en la cámara acorazada de la oficina bancaria, desde donde los criminales comunicaron sus exigencias por teléfono: tres millones de coronas suecas en efectivo (unos siete millones de pesetas), dos pistolas y un coche para escapar.
Durante el secuestro, los rehenes sufrieron lo indecible. Les obligaron a permanecer en pie, con cuerdas al cuello, que les habrían estrangulado si se hubieran dejado caer al suelo. De vez en cuando les golpeaban con el fusil ametrallador en las costillas, amenazándoles de muerte. Pasaron cincuenta horas sin probar bocado. Su único aseo eran las papeleras. En la caja fuerte, la claustrofobia y el miedo les invadieron a todos.
Sin embargo, se fue desarrollando una extraña intimidad entre los rehenes y sus secuestradores. En una ocasión, Birgitta podía haber escapado, pero no lo hizo. Kristin logró pasar cierta información a la policía y después admitió: «Me sentí como una traidora». El único varón, Sven, calificó a los criminales de «amables», lo mismo que Elisabeth.
La policía de Estocolmo, que libró una batalla de desgaste para liberar a los prisioneros, tropezó con su hostilidad. Kristin dijo por teléfono que confiaba en los secuestradores y añadió: «Quiero que nos dejen marcharnos con ellos… Han sido muy buenos». Sobre Olsson, declaró: «Nos protege de la policía». Cuando le dijeron que la policía no les haría daño, Kristin replicó: «No lo creo».
Más tarde se averiguó que Kristin y el secuestrador más joven, Olofsson, se daban la mano. Ella misma confesó a uno de los investigadores: «Clark me daba ternura». Y tras la liberación de los rehenes, mientras la trasladaban en camilla a una ambulancia, Kristin gritó a Olofsson: «¡Clark, volveremos a vernos!».
Los técnicos de laboratorio que inspeccionaron la cámara acorazada encontraron restos de semen. Tras una semana de interrogatorio, una de las mujeres, después de negar que hubiera tenido relaciones sexuales, confesó que una noche, mientras los demás dormían, había ayudado a Olsson a masturbarse. Los investigadores, aun escépticos respecto a su afirmación, dejaron de lado ese tema.
Durante sus charlas con los psiquiatras, los rehenes liberados se referían a la policía como «el enemigo» y creían que debían la vida a los criminales. Elisabeth acusó a uno de los médicos de intentar «lavarle el cerebro» con respecto a su opinión de Olsson y Olofsson.
En 1974, casi un año después del drama en el banco, Birgitta fue a visitar a Olofsson a la cárcel y conversó con él durante media hora.
Los doctores de la investigación declararon finalmente que la reacción de los rehenes era la típica de cualquier persona en una «situación crítica de supervivencia». Citaron a Anna Freud, que describe tales reacciones como una «identificación con el agresor». Pero a raíz del drama del banco sueco se consolidó una expresión y memorable: el síndrome de Estocolmo.
—¡Qué bárbaro, mamá! —exclamó Nicky.
—No lo sabía, Jessie —añadió Angus.
—¿Sabes algo más? —preguntó Nicky.
—Sí, un poco —contestó Jessica, halagada.
Buceó de nuevo en sus recuerdos del cursillo del general Wade.
—He de daros dos consejos —les dijo un día—. Primero: si sois retenidos como rehenes contra vuestra voluntad, ¡ojo con el síndrome de Estocolmo! Segundo, en el trato con los terroristas, tened bien presente que la expresión «amad a vuestros enemigos» es una estupidez mayúscula. Y en cuanto al otro extremo, no perdáis tiempo ni esfuerzos odiando a los terroristas, el odio es un sentimiento inútil y agotador. Simplemente, no confiéis en ellos ni un momento, ni les toméis simpatía, y nunca dejéis de considerarles enemigos.
Jessica repitió la advertencia de Wade a Nicky y Angus. Continuó describiéndoles algunos secuestros aéreos, cuyos rehenes acabaron desarrollando sentimientos amistosos hacia sus secuestradores. Tal hecho se produjo en ocasión del famoso secuestro de vuelo 847 de la TWA, en 1985, algunos de cuyos pasajeros expresaron simpatía por los atacantes chiítas y difundieron las opiniones propagandísticas de sus secuestradores.
Más recientemente, les explicó Jessica, un rehén liberado de Oriente Medio —una figura patética, evidentemente víctima del síndrome de Estocolmo— llegó incluso a entregar un mensaje de sus secuestradores al Papa y al presidente de los Estados Unidos, haciéndoles muchísima publicidad. La naturaleza del mensaje no fue revelada, aunque según fuentes oficiosas se consideró banal y sin sentido.
Mayor preocupación produjo el caso de otra víctima de secuestro: Patricia Hearst. Desgraciadamente para ella, que fue arrestada en 1975 y juzgada al año siguiente por los presuntos crímenes que cometió impulsada por sus brutales secuestradores, el suceso de Estocolmo no era aún lo suficientemente conocido para depararle simpatía o justicia. En una de las conferencias antiterroristas de Wade, un abogado americano declaró:
—En términos legales e intelectuales, el juicio de Patty Hearst podría compararse al de las brujas de Salem en 1692. Con nuestros conocimientos actuales, y recordando que el presidente Cárter le conmutó su pena de prisión reconociendo el error, sería una vergüenza para nuestro país que Patricia Hearst muriera sin ser perdonada.
—Entonces, Jessie —dijo Angus—, lo que quieres decir es que no nos dejemos engañar por la amabilidad de Vicente. Es nuestro enemigo.
—Si no lo fuera —señaló Jessica—, nos dejaría salir de aquí y escapar durante su turno de vigilancia.
—Y no nos deja, claro. —Angus se dirigió a la celda central—: ¿Has entendido; Nicky? Tu mamá tiene razón y nosotros estábamos equivocados.
Nicky asintió con tristeza, sin decir nada. Una de las calamidades de su encarcelamiento, pensó Jessica, era que Nicky debía enfrentarse —mucho antes de lo normal— con algunas de las realidades de la infamia humana.
Las noticias relativas a la evolución del secuestro de la familia Sloane recorrieron a través de las ondas las inmensas extensiones de Perú hasta sus más remotos rincones.
La primera conexión entre Perú y Sendero Luminoso con el secuestro se hizo pública el sábado, a la mañana siguiente del reportaje de la CBA-News con todo el material reunido por el equipo especial. En Perú, la noticia del secuestro se había difundido hasta entonces en segundo plano, pero la implicación local la convirtió en tema de titulares. La radio fue el medio de mayor difusión. De igual modo, a la mañana siguiente del día —lunes— en que el Baltimore Star publicó su información exclusiva, la radio llevó a la ciudad andina de Ayacucho y a la aldea de Nueva Esperanza la primera noticia de la negativa de Theodore Elliott a ceder a las exigencias de los secuestradores y su pobre opinión de Sendero Luminoso.
Los líderes de Sendero Luminoso oyeron esa noticia por la radio en Ayacucho, y el terrorista Ulises Rodríguez, alias Miguel, en Nueva Esperanza.
Poco después, Miguel habló por teléfono con un dirigente de Sendero Luminoso, aunque ninguno de los dos reveló su nombre. Ambos sabían que el servicio telefónico estaba muy anticuado y la línea pasaba por centralitas donde cualquier persona podía escucharles, incluyendo a las fuerzas del orden. Por lo tanto, hablaron con vaguedades y veladas referencias, práctica muy extendida en Perú, aunque los dos entendieron perfectamente el significado final.
A saber: había que hacer algo en seguida para demostrar a la emisora americana de televisión que no estaba tratando con imbéciles ni debiluchos. Una de las posibilidades era matar a uno de los rehenes y dejar su cuerpo en alguna parte de Lima, donde lo encontraran. Miguel, aun reconociendo que aquello sería muy efectivo, sugirió que dejaran de momento a los tres rehenes con vida, reservándolos como capital. Recordando un dato que había recabado en Hackensack, en lugar de asesinar, aconsejó otro tipo de medida que según él sería devastadora psicológicamente para sus interlocutores neoyorquinos.
La otra parte aceptó rápidamente. Como haría falta transportar determinado objeto físico, mandarían de inmediato a Nueva Esperanza un coche o un camión.
Miguel llamó a Socorro para que le ayudara a hacer los preparativos.
Jessica, Nicky y Angus contemplaron la entrada de la pequeña procesión a la choza que albergaba sus celdas. La formaban Miguel, Socorro, Gustavo, Ramón y uno de los vigilantes. Se notaba que les traía algún propósito concreto y los tres aguardaron con aprensión lo que se les podía avecinar.
Jessica se propuso firmemente cooperar, le pidieran lo que le pidieran. Hacía seis días que había rodado la cinta de vídeo y, por su desplante inicial, habían torturado a Nicky quemándole de aquella manera horrenda. Desde entonces, Socorro había ido todos los días a inspeccionarle las llagas, que habían cicatrizado bien y ya no le dolían. Jessica, que seguía sintiéndose culpable del sufrimiento de Nicky, estaba decidida a que no volvieran a hacerle daño.
Cuando los terroristas abrieron la celda de Nicky y entraron ignorando a Jessica y a Angus, ella gritó angustiada:
—¿Qué van a hacer? Por favor, no le hagan daño. Ya ha sufrido bastante.
¡Háganmelo a mí!
Socorro, volviéndose, le gritó a través de la mampara:
—¡Cállate! No conseguirás evitar lo que nos proponemos.
—¿Qué le vais a hacer? —chilló Jessica frenética.
Miguel había colocado una mesita de madera en la celda de Nicky; Gustavo y el guardián estaban sujetando al niño para inmovilizarle.
—¡Por favor…! ¡Por el amor de Dios, suéltenle!
Ignorando a Jessica, Socorro dijo a Nicky:
—Te vamos a cortar dos dedos.
Al oír sus palabras, Nicky, que ya estaba desesperado, se puso a chillar y a forcejear, pero en vano.
—Lo harán estos dos hombres y nada de lo que hagas les hará cambiar de opinión. Pero te dolerá más si te mueves, así que estate quieto.
Desestimando su advertencia, profiriendo palabras incoherentes y moviendo unos ojos enloquecidos, Nicky se debatió con más fuerza para soltarse, para liberar como fuera las manos, pero sin éxito.
—¡Oh, no! —Jessica soltó un agudo gemido—. ¡Los dedos no! ¿Es que no lo entienden? ¡El niño toca el piano! Es su vida…
—Ya lo sé. —Miguel se volvió para dedicarle una sonrisita—. Lo dijo tu marido por televisión, en respuesta a una pregunta. Cuando reciba los dedos preferirá no haberlo dicho.
Del otro lado, Angus golpeaba los barrotes de su celda, gritando y tendiendo las manos.
—¡Cortádmelos a mí! ¿Qué más os da? ¿Por qué queréis arruinarle la vida al pobre niño?
—¿Qué son dos dedos de un crío burgués —le contestó Miguel, enfureciéndose— cuando en Perú mueren todos los años sesenta mil niños antes de cumplir los cinco años?
—¡Nosotros somos americanos! —protestó Angus—. ¡No tenemos la culpa!
—¡Claro que sí! El sistema capitalista, vuestro sistema, que explota a la gente y es depravado y destructivo, es el culpable…
Las cifras de Miguel acerca de la mortalidad infantil eran una cita de Abimael Guzmán, el fundador de Sendero Luminoso. Miguel sabía que sus cifras podían estar manipuladas, pero, sin ningún género de dudas, la tasa de mortalidad infantil de Perú por malnutrición era una de las más elevadas del mundo.
Y durante el intercambio de epítetos, la operación se llevó a cabo rápidamente.
Colocaron junto a Nicky la mesita que habían traído. El niño siguió debatiéndose y chillando, rogando y suplicando lastimosamente. Gustavo le puso el índice de la mano derecha, solo, sobre el borde de la mesa, con los otros replegados hacia abajo. Ramón sacó una navaja. Sonriendo, comprobó su aguzado y brillante filo con el pulgar.
Satisfecho, Ramón se adelantó, colocó la hoja de la navaja sobre el segundo nudillo del dedo de Nicky y de un solo gesto, preciso y rápido, golpeó con el canto de la mano izquierda el mango de la navaja. Con un ruido seco, un chorro de sangre y un grito desgarrador de Nicky, le rebanó el dedo casi de cuajo. Ramón retiró la navaja y procedió a cortar el resto de carne que faltaba. Los desesperados gritos de dolor del niño eran escalofriantes.
La sangre inundó el tablero de la mesa y manchó las manos de los hombres que sujetaban a Nicky. Haciendo caso omiso de ella, éstos colocaron el dedo meñique del niño, también de la mano derecha, contra el borde de la mesa. Esta vez la acción y el resultado fueron más rápidos. De un solo tajo, Ramón le segó el dedo limpiamente, con más borbotones de sangre.
Socorro, que había recogido el primer dedo y lo había metido en una bolsa de plástico, añadió el segundo y tendió la bolsa a Miguel. Estaba muy pálida y apretaba los labios. Miró brevemente a Jessica, que se tapaba la cara con las manos, sacudida de sollozos.
Nicky —casi inconsciente y con la cara de una blancura cenicienta— se había derrumbado en su catre, profiriendo gemidos agónicos. Mientras Miguel, Ramón y el cuarto hombre salían de la celda, Socorro ordenó a Gustavo:
—¡Agarra al chico y siéntalo!*
Gustavo enderezó al niño, manteniéndole sentado mientras Socorro acercaba una palangana con agua tibia y jabonosa que había traído al llegar. La mujer cogió la mano derecha de Nicky, la sostuvo en alto, con los dedos hacia arriba, y le limpió cuidadosamente los dos muñones para prevenir la infección. El agua adquirió en seguida un tono rojo brillante. Después, le taponó las heridas con unas gasas y le vendó la mano completamente. La sangre seguía calando las gasas y las vendas, aunque fue perdiendo intensidad.
Durante todo ese proceso, Nicky, claramente bajo los efectos del shock, con todo el cuerpo temblando, no parecía enterarse de lo que sucedía ni colaboraba activamente.
Miguel permaneció en la choza y Jessica, que se había acercado a la puerta de su celda, le rogó con lágrimas en los ojos:
—Por favor, déjeme ir junto a mi hijo… ¡Por favor… por favor!
Miguel negó con la cabeza y le contestó despreciativamente:
—Nada de mamá para un cobardica. ¡A ver si aprende a ser un hombre!
—Es más hombre de lo que tú serás en la vida.
Era la voz de Angus, preñada de rabia y repugnancia. Él también se había aproximado a la puerta de su celda para encararse con Miguel. Recordando los insultos en español que le había enseñado Nicky hacía una semana, le escupió:
—¡Maldito hijo de puta! *
Nicky le había repetido lo que le habían contado sus amigos cubanos del colegio: mentar a la madre de un hispano era dedicarle el peor de los insultos.
Despacio, Miguel volvió la cabeza. Miró directamente a los ojos de Angus, con una mirada glacial, malvada e inolvidable. Luego, sin cambiar de expresión, se fue.
Gustavo emergió de la celda de Nicky, oyó el insulto y advirtió la reacción de Miguel. Sacudiendo la cabeza, Gustavo dijo a Angus en su inglés vacilante:
—Viejo, tú haces mal. Él no olvida.
Fueron pasando las horas y Jessica estaba cada vez más preocupada por el estado mental de Nicky. Había intentado hablarle, para consolarle o reconfortarle de alguna manera, pero no tuvo éxito, ni siquiera respuesta. A ratos, Nicky estaba tumbado, gimiendo de vez en cuando. Luego, de repente, su cuerpo se estremecía violentamente y el niño profería gritos agudos, seguidos por unos instantes de temblores. Jessica estaba convencida de que eran los nervios segados los que le producían esos movimientos y el dolor. Por lo que podía advertir ella, Nicky tenía los ojos abiertos casi todo el tiempo, pero la cara sin expresión.
La madre llegó incluso a suplicarle que le contestara:
—Sólo una palabra, Nicky, cariño. ¡Una sola! Por favor… ¡dime algo, lo que sea!
Pero no se producía respuesta alguna. Jessica se preguntaba si no se volvería loca ella también. La imposibilidad de abrazar a su hijo, de acercarse a darle su consuelo físico, era una imposición frustrante.
Durante un rato, Jessica, casi histérica, intentó quitarse de la cabeza aquellos pensamientos y se tumbó a llorar amargamente, en silencio.
Después se regañó: ¡Aguanta! ¡Sé fuerte! ¡No te dejes llevar…! Y reanudó sus intentos de hablar con Nicky.
Angus se le sumó, pero el resultado fue tan estéril como los anteriores.
Les trajeron la comida. Nicky ni se enteró, como era de esperar. Diciéndose que debía reponer fuerzas, Jessica intentó comer algo, pero no tenía apetito y rechazó el alimento. No entendía cómo Angus lograba comer.
Llegó la noche. Horas más tarde cambió la guardia y apareció Vicente. Los ruidos del exterior fueron disminuyendo y cuando no se oía más que el zumbido de los insectos llegó Socorro. Llevaba la palangana de agua de la vez anterior, varias gasas, vendas y una lámpara de queroseno, que introdujo en la celda de Nicky. Con cuidado, incorporó al niño y empezó a cambiarle los apósitos.
Nicky parecía más tranquilo, con menos dolores y menos estremecimientos.
Al cabo de un momento, Jessica dijo en voz baja:
—Socorro, por favor…
Ésta se volvió inmediatamente y, poniéndose un dedo delante de los labios, indicó a Jessica que guardara silencio. Sin saber a qué atenerse, desorientada por los nervios y la angustia, Jessica obedeció.
Cuando terminó la cura, Socorro salió de la celda de Nicky, pero sin cerrarla. Se acercó a la de Jessica y abrió el candado con su llave. De nuevo, le recomendó silencio. Después le indicó por gestos que saliera de su celda y le señaló la celda del niño.
A Jessica le dio un vuelco el corazón.
—Debes salir antes de que amanezca —le susurró Socorro. Después señaló a Vicente con la cabeza—: Él te avisará.
Antes de abalanzarse sobre Nicky, Jessica se detuvo y se volvió. Impulsiva, irracionalmente, se acercó a Socorro y le dio un beso en la mejilla.
Al instante, estaba abrazando a su hijo con precaución por su mano vendada.
—¡Oh, mamá…! —le dijo éste.
Se acurrucaron lo mejor que pudieron. Y Nicky no tardó en quedarse dormido.