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En la CBA-News había sido un día frenético, sobre todo para el equipo especial del secuestro de los Sloane.

El foco de la actividad seguía centrado en la realización de un reportaje global del secuestro para el boletín de la noche, aunque otros acontecimientos, algunos muy importantes, se desarrollaban en otras zonas del mundo.

Habían asignado a la noticia del secuestro cinco minutos y medio, una duración extraordinaria en un medio donde se discutía salvajemente por un segmento de quince segundos. En consecuencia, casi todos los esfuerzos del grupo apuntaban a la producción de esa noche, sin dejar virtualmente tiempo para la planificación a largo plazo o la reflexión. Harry Partridge presentó la primera parte de las noticias, cuya emisión se inició así:

A las treinta y seis horas de angustiosa espera, no hay todavía ninguna novedad acerca de la familia del presentador de la CBA Crawford Sloane. Su esposa, su hijo y su padre fueron secuestrados en la mañana de ayer en Larchmont, Nueva York. Todavía se desconoce el paradero de la señora Sloane, su hijo Nicholas de once años y el señor Angus Sloane.

Con la mención de cada nombre, aparecía una foto fija del interesado por encima del hombro de Partridge.

También se desconocen la identidad, los objetivos o la afiliación de los secuestradores.

Apareció en pantalla un primer plano de Crawford Sloane, con expresión preocupada, y su afligida voz suplicó: «¡Quienesquiera que sean, dondequiera que estén, por el amor de Dios, dense a conocer! ¡Dennos alguna noticia!». La voz de Partridge volvió a sonar sobre el fondo del exterior de la sede del FBI, el edificio Edgar Hoover de Washington: «Mientras el FBI, en estos momentos a cargo de la investigación, se niega a hacer comentarios…».

Rápidamente cambió el decorado y emergió un portavoz del FBI en la sala de prensa de la agencia federal: «En este momento no sería de ninguna utilidad hacer declaraciones».

Y Partridge de nuevo: «… extraoficialmente, los agentes del FBI admiten no haber hecho progreso alguno.

»Desde ayer, llueven las expresiones de preocupación y protesta desde las más altas esferas…».

Un fundido de la sala de prensa de la Casa Blanca, donde está hablando el presidente: «En América no puede tolerarse semejante acción. Sus autores serán apresados y castigados».

Partridge: «… Y en zonas más modestas…».

En Pittsburgh, un obrero del acero de color, con su casco puesto y la cara brillando con los reflejos del alto horno: «Es una vergüenza que pueda ocurrir algo así en mi país».

Un ama de casa, de raza blanca, en una reluciente cocina de formica: «No entiendo cómo nadie ha previsto lo ocurrido, ni se han tomado precauciones. Quiero expresar mi sentimiento por Crawford. —Y señalando su aparato de televisión—: En esta casa es como de la familia».

Sentada ante su pupitre, en California, una adolescente eurasiática, de voz dulce: «Me preocupa Nicholas Sloane. No hay derecho a que se lo hayan llevado».

Durante todo el día, los equipos de la CBA y sus emisoras filiales de todo el país recabaron las reacciones de la gente. La cadena había revisado unas cincuenta y había seleccionado esas tres.

La imagen cambiaba a la casa de Sloane en Larchmont, esa mañana, bajo la lluvia: un plano general de la multitud esperando en la calle, y luego acercándose, un lento barrido de caras. Y el comentario de Partridge: «Hoy se ha producido una nueva tragedia, debida en parte al intenso interés del público».

La voz en off continuaba, alternando con el sonido ambiental y nuevas imágenes: la aparición de los dos coches sin distintivo del FBI… el tropel de espectadores invadiendo la calzada… el frenazo del coche de delante, su pérdida de control y su derrapaje… un chirrido de neumáticos y los gritos de los heridos… la huida frenética de la gente ante el segundo automóvil, que no se detuvo… un primer plano de la cara de horror de Crawford Sloane… el segundo coche alejándose.

Durante el montaje habían surgido algunas objeciones respecto a los planos de la cara de Sloane y del coche mientras se alejaba.

—Da una impresión errónea —había protestado el propio Sloane.

Pero Iris Everly, que había realizado la mayor parte del reportaje, trabajando todo el día con uno de los mejores montadores de la CBA, Bob Watson, luchó por su inclusión, y venció.

—Le guste o no a Crawford —señaló—, es una noticia y debemos ser objetivos. Además, es la única novedad desde ayer.

Rita y Partridge la apoyaron.

El hilo del reportaje retrocedió a un ágil resumen de la jornada anterior. Empezaron con Priscilla Rhea, la frágil maestra de escuela retirada, que volvió a describir la brutal agresión de Jessica, Nicky y Angus Sloane en el supermercado de Larchmont.

Minh Van Canh había usado su cámara con creatividad, filmando un gran primer plano de la cara de la señorita Rhea. Mostraba los profundos surcos de la edad, con cada arruga en agudo relieve, pero también reflejaba su inteligencia y su carácter enérgico. Minh la había tranquilizado con preguntas amables, un procedimiento empleado en muchas ocasiones. Cuando no había ningún corresponsal a mano, los cámaras experimentados hacían algunas preguntas a las personas que iban a filmar. Luego se borraban esas preguntas de la cinta de sonido, pero se dejaban las respuestas, como afirmaciones.

Tras describir el forcejeo en el aparcamiento y la precipitada partida de la furgoneta Nissan, la señorita Rhea acusaba a los secuestradores, levantando la voz: «¡Eran unos brutos, unos bestias, unos salvajes!».

A continuación, el comisario de policía de Larchmont confirmaba que no había novedades en el caso y que los secuestradores no habían dado señales de vida.

Después del resumen venía una entrevista con el criminólogo Ralph Salerno.

Salerno se hallaba en un estudio de Miami y Harry Partridge en Nueva York, y habían realizado la entrevista vía satélite a última hora de la tarde. La recomendación de Karl Owens demostró ser acertada y Salerno, una autoridad en la materia, era elocuente y estaba bien informado. Dejó a Rita Abrams tan impresionada que ésta le pidió la exclusiva para la CBA mientras durara la crisis. Le pagarían mil dólares por cada intervención televisada, con un mínimo garantizado de cuatro.

Aunque las cadenas de televisión proclamaban que no pagaban por las entrevistas de los informativos —afirmación no siempre cierta—, una prima por asesoría era algo diferente y aceptable.

Ralph Salerno declaraba: «Los progresos en la investigación de un secuestro realizado con eficiencia dependen de la comunicación de los secuestradores. Mientras eso no se produzca, la situación suele permanecer estancada».

A una pregunta de Partridge, continuaba: «El FBI tiene un buen coeficiente de éxitos en los secuestros; resuelve el noventa y dos por ciento de los casos. Pero si examinamos cuidadosamente quiénes han sido atrapados y cómo, comprobaremos que la mayor parte de las resoluciones han dependido en primer lugar de la comunicación de los secuestradores, y después de irles acosando durante la negociación o el pago del rescate».

Partridge intervenía: «Entonces lo más probable es que no ocurra nada hasta que los secuestradores den señales de vida».

«Exactamente».

La última declaración del reportaje especial estuvo a cargo de la presidenta de la corporación, Margot Lloyd-Mason.

Había sido idea de Leslie Chippingham incluir a Margot. La víspera, poco después de interrumpir la programación con el boletín especial sobre el secuestro, la había informado por teléfono. Y esa mañana había vuelto a ponerse en contacto con ella. En conjunto, su reacción había sido de solidaridad y tras su primera conversación había telefoneado a Crawford Sloane para expresarle su esperanza de que su familia fuera liberada rápidamente. Sin embargo, mientras hablaba con el director de informativos, había añadido dos advertencias.

—Una de las razones de que suceda una cosa así es que las emisoras han cometido el error de permitir que los presentadores se conviertan en ídolos, y los espectadores los consideran algo especial, casi como dioses.

No se extendió en los métodos de las emisoras para el control de la opinión pública, si quisieran, y, por su parte, Chippingham no deseaba discutir una cosa evidente.

El otro aviso concernía al equipo especial para el secuestro.

—Que nadie, y me refiero principalmente a ti —dictaminó Margot Lloyd-Mason—, pierda la cabeza con los gastos. Tenéis que hacer todo lo necesario sin saliros del presupuesto actual de informativos.

—No creo que podamos —protestó Chippingham, vacilante.

—Entonces, es una orden. No se emprenderá ninguna actividad que exceda del presupuesto sin mi previa aprobación. ¿Está claro?

Chippingham se preguntó si aquella mujer tendría sangre en las venas.

—Sí, Margot —respondió en voz alta—, está clarísimo. Aunque te recuerdo que la audiencia del boletín nacional de anoche se disparó y espero que continúe así mientras dure este asunto.

—Lo cual demuestra, simplemente —repuso ella con frialdad—, que se puede sacar provecho de las desgracias.

Aunque la aparición de la presidenta de la corporación en el informativo de la noche le parecía apropiada, Chippingham esperaba también que ello suavizara su actitud hacia algunos gastos especiales que, en su opinión, serían necesarios.

En antena, Margot habló con autoridad, según un guión que le habían preparado, pero revisado por ella misma.

Hablo en nombre de todo el personal de esta emisora y nuestra casa matriz, Globanic Industries, y declaro que vamos a emplear todos nuestros recursos en la búsqueda de los miembros secuestrados de la familia Sloane. Porque de hecho, para todos nosotros, se trata de un asunto de familia.

Deploramos lo sucedido. Instamos a los organismos oficiales a que sigan dedicando todos sus medios para llevar a esos criminales ante la justicia. Esperamos que nuestro amigo y colega Crawford Sloane pueda reunirse con su esposa, su hijo y su padre lo antes posible.

En el primer borrador no se hacía referencia a Globanic Industries. Cuando Margot le propuso la idea a Chippingham después de revisar el guión del comunicado en su despacho, él opinó:

—Yo no lo haría. El público tiene una imagen de la CBA como una entidad, como algo muy americano. La mención del nombre de Globanic lleva a la confusión, sin ventaja para nadie.

—Lo que tú pretendes —replicó Margot— es que la CBA sea una especie de joya de la corona, una empresa independiente. Bueno, pues no lo es. En Globanic más bien se considera a la CBA como un grano en el culo. Deja la referencia. Y lo que puedes quitar, à propos de Sloane, son las palabras «nuestro amigo y colega». Con secuestro o sin él, me atragantaré al decirlas.

—¿Y si hacemos un trato? —sugirió Chippingham secamente—. Prometo respetar a Globanic si, por esta vez, consientes en ser amiga de Crawford.

—¡Coño, de acuerdo! —exclamó Margot, soltando una fuerte carcajada.

La ausencia de novedades después de un primer día frenético en el grupo especial no sorprendió a Harry Partridge. Había intervenido en proyectos similares en otras ocasiones y sabía que los miembros de cualquier equipo tardaban por lo menos veinticuatro horas en centrarse. De todos modos, era imperativo no retrasar más la formulación de sus planes.

—Vamos a organizar una cena de trabajo —dijo a Rita por la tarde.

Entonces, ésta comunicó a los otros cuatro responsables del equipo —Jaeger, Iris, Owens y Cooper— que se reunieran con ellos dos a cenar en un restaurante chino en cuanto finalizara el boletín nacional de la noche. Rita eligió el Shun Lee West de la calle Sesenta y cinco oeste, cerca del Lincoln Center, uno de los favoritos del mundillo de la televisión. Al hacer la reserva, rogó al maître, Andy Yeung:

—No nos importunes con la carta. Prepara una buena cena y danos una mesa un poco apartada del bullicio, donde podamos hablar.

Durante la cuña publicitaria que se intercalaba tras el reportaje de cinco minutos sobre el secuestro, en la primera parte del informativo de la noche, Partridge se levantó de la mesa de presentador y Crawford Sloane ocupó su puesto.

—Gracias, Harry… por todo —le dijo éste apretándole el brazo.

—Esta noche vamos a seguir trabajando —le aseguró Partridge—, a ver si se nos ocurre alguna cosa.

—Lo sé. Os estoy muy agradecido.

Sloane hojeó rutinariamente los guiones que un ayudante colocó ante él; Partridge se quedó pasmado por su aspecto, después de observarle con detenimiento. El maquillaje no había logrado disimular los estragos causados por ese día y medio de angustia. Sloane tenía las mejillas chupadas y bolsas debajo de los ojos, cuyos párpados estaban enrojecidos; Partridge pensó que tal vez hubiera llorado.

—¿Estás bien? —susurró—. ¿Seguro que quieres hacerlo?

Sloane asintió:

—Esos bastardos no me van a quitar de en medio.

—Quince segundos —avisó el realizador del estudio.

Partridge se apartó del campo de la cámara y luego salió del estudio sin hacer ruido. Una vez fuera, se quedó observándolo en una pantalla hasta que le pareció que Sloane lograría terminar su cometido de presentador. Entonces cogió un taxi hasta Shun Lee West.

Su mesa se hallaba al fondo del comedor, en un rincón relativamente tranquilo.

Cuando estaban acabando el primer plato —una sopa humeante de melón de invierno de aroma delicado—, Partridge se dirigió a Cooper. El inglés se había pasado la mayor parte del día en Larchmont, hablando con todo el que tuviera algo que decir sobre el secuestro, incluyendo a la policía local. Había regresado al cuartel general del equipo a última hora de la tarde.

—Teddy, ¿qué impresiones tienes de momento y qué planes se te han ocurrido?

Cooper dejó la cuchara de sopa en el cuenco vacío y se secó los labios. Abrió una ajada libreta y respondió:

—Bien. Primero las impresiones.

Las páginas de su cuaderno estaban cubiertas de anotaciones y garabatos.

—Uno: ha sido un trabajo de profesionales. Los tíos no se han andado con pamplinas. Lo han planeado todo al dedillo, asegurándose de no dejar pistas. Dos: eran profesionales y estaban forrados.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Norman Jaeger.

—Esperaba que me lo preguntarais —sonrió Cooper mirando a la concurrencia—. Pues por una cosa: todo hace suponer que esa gente estuvo espiando de cerca la casa durante mucho tiempo antes de ponerse en marcha. Ya sabéis que algunos vecinos dicen que han visto coches alrededor de la casa de Sloane, y una vez o dos, una furgoneta, y que pensaron que sus ocupantes estaban protegiendo al señor S. y no vigilándole. Bien, hasta ayer, cinco personas habían declarado tal cosa; hoy yo he hablado con cuatro de ellas. Todos coinciden en haber visto esos vehículos intermitentemente durante tres semanas, o acaso un mes. Además hemos de considerar que el señor S. tenía la sensación de que le seguían.

Cooper miró a Partridge:

—Harry, he leído tus notas en el tablón y creo que el señor S. está en lo cierto: le han seguido. Y tengo una teoría al respecto.

Mientras hablaban fueron trayéndoles nuevos platos: gambas salteadas con pimientos, langostinos fritos, guisantes de nieve y arroz frito. Hicieron una pausa para saborear los manjares y luego Rita insistió:

—¿Y esa teoría, Teddy?

—Sí. El señor S. es una gran estrella de la tele. Está acostumbrado a ser una figura pública, a que todo el mundo le mire por todas partes, y eso se acaba convirtiendo en una rutina cotidiana. Así que, como mecanismo de defensa, se construye una especie de sensación subconsciente de invisibilidad. No piensa dejar que le molesten las miradas de los extraños, las cabezas que se vuelven o los dedos que le señalan. Por eso debió de rechazar la idea de que le seguían… y yo estimo que era así, porque encaja perfectamente en el reconocimiento público de la familia Sloane.

—Suponiendo que todo eso sea cierto —intervino Karl Owens—, ¿adónde nos lleva?

—Nos ayuda —respondió Partridge— a hacernos una idea de los secuestradores. Sigue, Teddy.

—Bien. Los secuestradores emplearon mucho dinero para llevar a cabo esa vigilancia tan prolongada. Y lo mismo se puede decir de todos los coches que han utilizado, y la furgoneta, o quizás varias, y la Nissan de ayer… una flotilla más que regular. Y hay algo especial en todos esos vehículos.

Cooper volvió una página.

—Los polis de Larchmont me han dejado leer sus informes sobre los coches. He sacado algunas conclusiones interesantes. Por ejemplo: cuando alguien ve un coche, es posible que luego no recuerde muchos detalles sobre él, pero una cosa que recuerda casi todo el mundo es su color. Pues bien: la gente que ha declarado haber visto los coches ha citado ocho colores distintos. Y yo me hago esta pregunta: ¿Tenían realmente los secuestradores ocho coches distintos?

—Es posible que sí —dijo Iris Everly—, si eran alquilados.

—No la banda profesional con la que nos enfrentamos. —Cooper negó con la cabeza—. Han sido muy prudentes. Sabían que el alquiler de un vehículo requiere una identificación: permiso de conducir, tarjetas de crédito… Y además, la matrícula de los coches alquilados se localiza fácilmente.

—Así que tienes otra teoría —le interrumpió Iris—. ¿Verdad?

—Sí. Yo creo que los tipos probablemente tenían tres coches, y los pintaban, digamos… una vez a la semana, para disminuir las posibilidades de que les detectaran. Muy bien, funcionó. Pero…, pero el hecho de pintar los coches ha sido una enorme equivocación.

Les habían servido más comida: dos fuentes rebosantes de pato de Pekín. Todos se abalanzaron sobre el plato de ave y empezaron a comer vorazmente mientras Cooper continuaba.

—Volvamos atrás un momento. Uno de los vecinos de Larchmont advirtió más detalles de los coches que los demás. Trabaja en una compañía de seguros, en el ramo de automóviles, y por eso conoce bastante bien las marcas y los modelos.

—Todo esto es muy interesante —le interrumpió Jaeger—, amiguito británico. Pero si quieres probar este pato exquisito, te aconsejo que lo hagas antes de que los ávidos yanquis nos lo cepillemos.

—¡Pato internacional! —Cooper se unió al festín con entusiasmo—. Bueno —prosiguió después—, el testigo de la compañía de seguros ha reconocido las marcas y los modelos y dice que sólo eran tres, no más: un Ford Tempo, un Chevrolet Celebrity y un Plymouth Reliant, todos ellos modelos de este año, y también recuerda algunos de los colores.

—¿Y de dónde has sacado lo de la pintura? —preguntó Partridge.

—Esta tarde —repuso Cooper—, vuestro colega Bert Fisher ha telefoneado de mi parte a varios representantes de automóviles. Y resulta que algunos de los colores que ha citado la gente no salen de fábrica en esos modelos. Por ejemplo, el de seguros dice que vio un Ford Tempo amarillo, pero ese modelo no se fabrica en ese color. Y lo mismo con el Plymouth Reliant. Alguien ha hablado de un coche verde, y ninguno de los tres modelos sale de fábrica en verde.

—Puede ser algo —dijo Owens pensativamente—. Por supuesto, es posible que uno de los coches tuviera un accidente y lo repintaran, pero no es probable que ocurriera con los tres.

—Y otra cosa —intervino Jaeger—, cuando los talleres de pintura pintan un coche, en general utilizan los colores del fabricante. A menos que alguien les encargue un tono especial.

—Lo cual tampoco es probable —dijo Iris—, según la opinión de Teddy de que los tíos se andaban con pies de plomo. Querían pasar inadvertidos, no lo contrario.

—Completamente de acuerdo, chicos —dijo Cooper—. Y ello nos conduce a pensar que la gente que estamos buscando hizo el trabajo de brocha por su cuenta, sin pensar en los colores de fábrica, tal vez porque no los conocía.

—Esto ya es adentrarse mucho en el terreno de las suposiciones —dijo Partridge, dudoso.

—¿Tú crees? —preguntó Rita—. Acuérdate de lo que nos ha dicho Teddy: esa gente tenía prácticamente una flota de vehículos… por lo menos tres coches, uno o dos camiones, una furgoneta Nissan para el secuestro… Bueno, cinco, que sepamos. Entonces, sería lógico deducir que los guardarían todos en un sitio, y lo bastante grande. Por tanto, ¿no podría ser en algún lugar con suficiente espacio para que cupiera un taller de pintura?

—Lo que tú quieres decir es un centro de operaciones —dijo Jaeger. Se volvió hacia Teddy: su escepticismo de esa mañana se estaba transformando en un creciente respeto—: ¿Es eso lo que querías sugerir? ¿Dónde querías llevarnos?

—¡Exacto! —Cooper resplandecía—. Premio.

La cena —constituida por ocho platos— seguía su curso. Acababan de traerles langosta con jengibre y escalonias. El grupo iba cogiendo porciones pensativamente, reflexionando sobre lo que acababan de hablar.

—Un centro de operaciones —rumió Rita—. Tal vez para toda la banda, quienesquiera que sean, y también para su parque móvil. Según la descripción de la vieja maestra, había cuatro o cinco hombres en el lugar del secuestro. Pero podía haber más entre bastidores. Sería lógico que estuvieran reunidos, ¿no?

—Incluyendo a los rehenes —añadió Jaeger.

—Si suponemos que todo esto es así —dijo Partridge—, de acuerdo, la siguiente pregunta es: ¿dónde?

—No lo sabemos, claro —dijo Cooper—. Pero dándole a la mollera un poco, podemos intuir qué clase de lugar podía ser; y afinando un poco más, también a qué distancia de Larchmont se hallaba… o se halla.

—¿Y tú ya le has dado a la mollera? —inquirió Iris, divertida.

—Bueno —respondió Cooper—, puesto que me lo preguntas…

—Teddy, déjate de guasas —le interrumpió Partridge con brusquedad—; al grano.

—He intentado —prosiguió Cooper impávido— ponerme en el pellejo de un secuestrador. Y me he hecho la pregunta: después de dar el golpe, ¿qué es lo más importante?

—¿Qué te parece esta respuesta? —propuso Rita—: Impedir que me cojan; y por lo tanto, largarme como un rayo y esconderme en seguida.

—¡Sí, señora! —Cooper dio una palmada—. ¿Y qué escondite puede ser mejor que esa base de operaciones?

—A ver si lo estoy cogiendo bien —dijo Owens—. ¿Estás sugiriendo que el centro de operaciones está bastante cerca?

—Yo lo entiendo así —dijo Cooper—. En primer lugar, tiene que estar fuera de Larchmont; esa zona sería demasiado peligrosa. Pero, al mismo tiempo, no debe estar demasiado lejos: los secuestradores sabían perfectamente que en pocos minutos se daría la alarma y la policía lo invadiría todo. Así que han calculado de cuánto tiempo disponen.

—Y si sigues en su pellejo, ¿cuánto tiempo dirías tú? —le preguntó Rita.

—Yo diría que media hora. Tal vez sea un poco justo, pero les daría la oportunidad de alejarse bastante.

—Y traduciéndolo a kilómetros… —dijo Owens lentamente—, en esa zona… Unos cincuenta, calculo yo.

—Justo lo que yo pensaba.

Cooper sacó un mapa de Nueva York y sus alrededores y lo desplegó sobre la mesa. Había trazado un círculo a lápiz, con el centro en Larchmont. Señaló el círculo con un dedo:

—Un radio de cincuenta kilómetros. Su cuartel general está en alguna parte dentro de esta zona.