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Jessica Castillo y Harry Partridge se sintieron instintivamente atraídos el uno por el otro en cuanto se conocieron, en Vietnam… aunque en su primer encuentro se enfrentaron. Partridge había acudido a la USIS en busca de la confirmación de una noticia cuya existencia él conocía, pero que los militares estadounidenses le negaban. Se refería a la drogadicción de un alto número de soldados norteamericanos en Vietnam.

Partridge había visto multitud de evidencias de tal adicción en sus desplazamientos por las zonas de combate. Se consumían drogas duras, principalmente heroína, y había muchísima. Merced a ciertas indagaciones realizadas por la CBA-News a requerimiento suyo, sabía que los hospitales para veteranos de guerra estaban alarmantemente atiborrados de jóvenes drogadictos procedentes de Vietnam. El asunto se estaba convirtiendo en un problema nacional que rebasaba el ámbito puramente militar.

La Herradura de Nueva York le había dado luz verde para profundizar en esa historia, pero las fuentes oficiales se habían cerrado a cal y canto y no daban información.

Cuando Harry Partridge entró en el pequeño despacho de Jessica y sacó el tema a colación, ella reaccionó del mismo modo:

—Lo siento. No puedo hablar de ese asunto.

Su actitud ofendió a Partridge, que replicó:

—Quiere decir que no puede hablar porque ha recibido instrucciones para proteger a alguien… ¿Es el embajador quien puede sentirse molesto con la verdad?

—Tampoco puedo contestarle a eso —le dijo ella sacudiendo la cabeza.

—O sea —replicó Partridge, que estaba empezando a hartarse y a enfurecerse— que a usted, en su confortable acantonamiento, le importan un bledo los soldados que están en plena selva, cagados de miedo y sufriendo y que, para evadirse —porque no tienen otra opción— se están destruyendo con drogas, convirtiéndose en yonquis…

—Yo no he dicho eso en absoluto —replicó ella, indignada.

—Oh, sí, eso exactamente —en tono desdeñoso—. Ha dicho usted que no piensa hablar de algo podrido y apestoso que necesita ventilarse públicamente, para que la gente se entere de la existencia de un problema e intente solucionarlo. Para que los nuevos reclutas que lleguen aquí puedan ser advertidos y quizá salvados. ¿A quién se cree usted que está protegiendo, señorita? Desde luego, no a los muchachos que están luchando, que son los que cuentan verdaderamente. Y se proclama usted oficial de información. Yo llamaría oficial de ocultamiento.

Jessica se ruborizó. Poco acostumbrada a que le hablaran en ese tono, sus ojos echaban chispas. Había un pisapapeles de cristal en su escritorio y sus dedos se cerraron sobre él. Por un momento, Partridge creyó que se lo iba a tirar y se preparó para esquivarlo. Luego advirtió que su cólera se apaciguaba y Jessica le preguntaba sosegadamente:

—¿Qué es lo que quiere saber?

—Estadísticas, principalmente. —Partridge suavizó el tono, para igualarlo con el suyo—. Sé que alguien las tiene, se han realizado encuestas y existen relaciones.

Ella se echó a la espalda su melena castaña con un gesto que más tarde llegaría a resultarle familiar y le encantaría.

—¿Conoce a Rex Talbot?

—Sí.

Talbot era el joven vicecónsul norteamericano de la embajada de la calle Thong Nut, a escasas manzanas de distancia.

—Le sugiero que le pregunte por el informe MACV sobre el Proyecto Nostradamus.

A pesar de la seriedad, Partridge sonrió, preguntándose a quién se le habría ocurrido semejante título.

—No hace falta que Rex se entere —prosiguió Jessica— de que le mando yo. Puede fingir que sabe usted… un poco más de lo que sé en realidad —concluyó él la frase—. Es un viejo truco de los periodistas.

—La clase de truco que ha utilizado conmigo.

—Más o menos —reconoció él con una sonrisa.

—Me di cuenta desde el primer momento —dijo Jessica—, pero no quería interrumpirle.

—No es usted tan desalmada como pensé —dijo Harry—. ¿Qué le parece si exploramos un poco más el tema cenando juntos esta noche?

Sorprendiéndose incluso a sí misma, Jessica aceptó.

Más adelante, descubrieron lo bien que lo pasaban juntos y aquella primera cita dio pie a una larga sucesión de otras semejantes. Sin embargo, durante una temporada sorprendentemente larga, sus encuentros no pasaron de ahí, cosa que Jessica dejó bien clara desde el principio con toda franqueza y sencillez.

—Quiero que entiendas que pase lo que pase a nuestro alrededor, yo no soy una mujer fácil. El hecho de meterme en la cama con un hombre debe representar algo especial e importante para mí, y también para él, así que luego no me vengas con que no te había avisado.

Su amistad superó también prolongadas separaciones a causa de los viajes de Partridge a otras zonas de Vietnam.

Pero inevitablemente, en un momento dado, el deseo les arrastró a los dos.

Habían cenado juntos en el Caravelle, el hotel de Partridge. Más tarde, en el jardín del hotel, un oasis de paz en el barullo de Saigón, él la había atraído hacia sí y Jessica se dejó llevar ansiosamente. Mientras se besaban, ella se apretaba estrechamente contra él, apremiante, y él sintió su excitación física a través de su fino vestido. Años más tarde, Partridge recordaría aquel momento como uno de esos raros y mágicos instantes en que todos los problemas y las preocupaciones —Vietnam, los horrores de la guerra, las incertidumbres del futuro— parecen muy lejanos y lo único que importa es el presente.

—¿Quieres subir a mi habitación? —le preguntó en voz baja.

Sin pronunciar palabra, Jessica asintió con la cabeza.

Una vez en su habitación, sin más iluminación que la claridad del exterior y mientras seguían abrazándose, él la desnudó y ella le ayudó cuando sus dedos se mostraban torpes.

Cuando la penetró, Jessica le dijo:

—¡Oh, te quiero tanto!

Después, Harry no lograba recordar si él le había dicho que también la quería de veras, pero sabía que la quería y siempre la querría.

Partridge también se emocionó profundamente al descubrir que Jessica era virgen. Luego, cuando fue pasando el tiempo y madurando su relación sexual, descubrieron que disfrutaban tanto la faceta física de su relación como las otras.

En cualquier otra época o lugar, se habrían casado en seguida. Jessica quería casarse y tener hijos. Pero Partridge, por razones que más tarde hubo de lamentar, se echó atrás. Había sufrido ya un fracaso matrimonial en Canadá y sabía que los matrimonios de los reporteros de televisión solían ser desastrosos. Los corresponsales de televisión llevaban una vida azarosa y podían pasarse fuera de casa doscientos días al año, o más; no se acostumbraban a las responsabilidades familiares y en su deambular tropezaban con tentaciones sexuales que pocos conseguían eludir permanentemente. En consecuencia, ambos cónyuges solían acabar distanciándose, tanto intelectual como sexualmente, y cuando se reunían tras una larga ausencia, se sentían como extraños.

Y combinado con todo eso, estaba Vietnam. Partridge sabía que se jugaba la vida cada vez que abandonaba Saigón y, aunque la suerte le había acompañado hasta el momento, había muchas posibilidades de que tal circunstancia cambiara. Por lo tanto, no era justo, razonaba él, hacer cargar a otra persona —en este caso, Jessica— con una preocupación constante y la probabilidad de un terrible disgusto.

Una mañana temprano, después de pasar la noche juntos, le confió parte de sus pensamientos a Jessica, y no podía haber elegido ocasión más desafortunada. Jessica se sintió desconcertada y dolida por lo que consideró una pueril reacción de cobardía e inmadurez por parte de un hombre a quien ella se había entregado en cuerpo y alma. Le respondió fríamente que su relación había terminado.

Hasta mucho más tarde, Jessica no comprendió que había malinterpretado lo que en realidad era un gesto de altruismo y profundo interés. Partridge dejó Saigón a las pocas horas, y permaneció un mes en Camboya.

Crawford Sloane había tratado a Jessica mientras ésta salía con Harry Partridge y la había visto de vez en cuando en el despacho de la USIS, cuando iba allí en busca de información. En todas aquellas ocasiones, Sloane se había sentido muy atraído por Jessica, y deseaba conocerla mejor. Pero, reconociendo que era la novia de Partridge y siendo él, además, muy puntilloso en estos asuntos, nunca la había invitado a salir, como otros hacían con frecuencia.

Pero cuando Sloane se enteró, por boca de la misma Jessica, de que había roto con Partridge, se apresuró a invitarla a cenar. Ella aceptó y empezaron a salir juntos. A las dos semanas, tras confesarle que llevaba mucho tiempo enamorado secretamente de ella y que después de tratarla la adoraba, Sloane le propuso matrimonio.

Jessica, cogida por sorpresa, le contestó que necesitaba algo de tiempo para meditarlo.

Su mente era un tumulto de emociones. Su amor por Harry había sido apasionado y embriagador. Ningún hombre la había hecho volar como él; y dudaba que ningún otro lo lograra alguna vez. Su instinto le decía que lo que había compartido con Harry era una experiencia irrepetible en la vida. Y seguía enamorada de él, de eso estaba segura. Aun entonces, Jessica le echaba desesperadamente de menos. Si Harry regresara y le pidiera que se casara con él, probablemente ella habría aceptado. Pero era evidente que él no se lo iba a pedir. La había rechazado. La amargura y el rencor de Jessica persistían. Una parte de ella deseaba… ¡darle un escarmiento! ¡Sí, señor!

Por otra parte, estaba Crawf. Crawford Sloane le gustaba mucho… ¡No, más que eso! Sentía un gran afecto por él. Era agradable, amable, cariñoso, inteligente, era interesante estar con él. Y Crawf era sólido. Jessica no tenía más remedio que admitirlo: Crawford transmitía una estabilidad que Harry, aun siendo una persona excitante, no tenía. Pero para una vida entera, que era como Jessica se planteaba el matrimonio, ¿cuál de esas dos clases de amor era más importante: el de las emociones o el de la estabilidad? Jessica hubiera deseado estar segura de la respuesta.

También se podía haber formulado otra pregunta, que no se planteó: ¿Por qué tomar una decisión en absoluto? ¿Por qué no esperar? Todavía era joven…

No reconocida, pero aun así, implícita en su pensamiento, estaba la presencia de todos ellos en Vietnam. El fervor de la guerra les envolvía, pervirtiéndolo todo como el aire que respiraban. Se vivía con la sensación de que el tiempo estaba comprimido y acelerado, como si el reloj y el calendario se deslizaran a mayor velocidad. Cada día de la vida parecía pasar como arrastrado por el incontenible caudal de las compuertas abiertas de una presa. ¿Quién podía saber cuántos días les quedaban? ¿Quién lograría recobrar un ritmo de vida normal?

Siempre ha sido así, en todas las guerras, a lo largo de toda la historia de la humanidad.

Tras sopesarlo todo lo mejor que pudo, al día siguiente Jessica aceptó la proposición de Crawford Sloane.

Se casaron inmediatamente, en la embajada de los Estados Unidos, ante un capellán del ejército. El embajador asistió a la ceremonia y después ofreció una recepción en sus aposentos particulares.

Sloane se sentía en la gloria. Jessica se convencía a sí misma de que ella también era feliz; con gran empeño adoptó el talante de Crawf.

Partridge no se enteró de su boda hasta que regresó a Saigón, y hasta ese momento no se dio cuenta, con arrolladora tristeza, de lo que acababa de perder. Cuando fue a felicitar a Jessica y Sloane, intentó ocultar sus emociones. Pero ante Jessica, que le conocía a fondo, no lo consiguió del todo.

Pero si Jessica compartía algunos de los sentimientos de Partridge, no los exteriorizó y además se obligó a olvidarlos. Se decía que había tomado una decisión y estaba dispuesta a ser una buena esposa para Sloane. Y con los años, lo fue. Como cualquier otro matrimonio, tuvieron conflictos y roces, pero cicatrizaron. Y en ese momento —increíblemente para todos los interesados— faltaban menos de cinco años para que Jessica y Crawford Sloane celebraran sus bodas de plata.