2
A primeras horas del domingo, el Learjet 55 LR penetró el espacio aéreo de la provincia de San Martín, en Selva, una región de Perú escasamente poblada. A bordo del aparato, Jessica, Nicholas y Angus Sloane seguían sedados dentro de sus ataúdes.
Tras cinco horas y cuarto de vuelo desde Opa Locka, Florida, el Lear se acercaba a su destino; la pista de aterrizaje de Sión, en las estribaciones de los Andes. Eran las 4.15, hora local.
Los dos pilotos, en la semipenumbra de la cabina de mando, miraban hacia delante, escrutando la oscuridad que les rodeaba. El avión volaba a una altitud de 3.500 pies por encima del nivel del mar, pero a sólo 1.000 de la selva que se extendía bajo ellos. Poco más allá se alzaba la imponente cordillera.
Hacía dieciocho minutos que habían salido de la ruta aérea regular y la seguridad de sus radiobalizas y habían conectado el sistema de navegación GNS-500 VLF —un instrumento tan preciso que los pilotos decían algunas veces que era «capaz de encontrar una aguja en un pajar»— para localizar la pista de aterrizaje. No obstante, cuando llegaran a las inmediaciones o sobrevolaran la pista, tendrían que recibir una señal visual desde tierra.
Habían reducido sustancialmente la velocidad del aparato, pero todavía navegaban a más de 300 nudos.
El copiloto, Faulkner, fue quien divisó la luz blanca de la baliza de tierra. Se encendió tres veces y luego se apagó, pero Faulkner, que era el que tripulaba en ese momento, hizo virar el aparato y puso rumbo a la luz del suelo.
El capitán Underhill, que había distinguido la luz poco después que Faulkner, empezó a manejar la radio, en una frecuencia especial y utilizando un mensaje cifrado:
—Atención, amigos de Huallaga. Éste es el avión La Dorada. Les traemos el embarque Pizarro.*
Cuando contrataron el vuelo, Underhill había recibido instrucciones concretas para la comunicación. Llegó la respuesta prevista:
—Somos sus amigos de tierra. Les estamos esperando. La Dorada puede aterrizar. No hay viento.
El permiso para aterrizar fue bien recibido, pero no la noticia de la falta de viento para ayudar a frenar el pesado 55 LR. Sin embargo, mientras Underhill transmitía la recepción del mensaje, volvió a encenderse la baliza, y continuó haciéndolo así, intermitentemente. Al cabo de un instante, se encendieron tres bengalas a lo largo de la pista de tierra. Underhill, que ya había estado allí otras dos veces, estaba seguro de que la radio que estaban utilizando era un aparato portátil, instalada en un camión, lo mismo que el proyector, probablemente. El sofisticado equipo no le sorprendió. Los traficantes de drogas solían aterrizar allí, y en lo relativo a equipamiento, los cárteles no reparaban en gastos.
—Yo tomaré tierra —dijo Underhill, y el copiloto le cedió los mandos.
El piloto dio una pasada sobre la zona a unos mil pies de altitud, observando lo poco que se veía de la pista y calculando su aproximación. Sabía que necesitarían cada palmo de suelo disponible, también sabía que había árboles y una espesa vegetación a ambos lados de la pista de aterrizaje, así que debían tomar tierra con exquisita precisión por muchos motivos. Satisfecho, inició la maniobra de aproximación perdiendo altura y volando paralelo a la pista.
A su lado, Faulkner efectuaba las comprobaciones previas al aterrizaje. Cuando accionó el conmutador de «tren de aterrizaje» se oyeron los traqueteos producidos por el movimiento de las ruedas. Cuando cayeron a babor para iniciar la maniobra, se encendió la luz verde de los controles del tren de aterrizaje.
En su última pasada sus brillantes focos de aterrizaje hendieron la oscuridad y Underhill redujo la velocidad a 120 nudos. Habría preferido aterrizar de día, pero no les quedaba suficiente combustible para seguir en vuelo hasta el amanecer, a las seis. Cuando se estaba aproximando, Underhill comprobó que llegaba demasiado alto. Redujo más la potencia. Tenía la pista a menos de cincuenta pies. Válvulas de admisión al mínimo, gas fuera, equilibrio casi vertical. ¡Ya estaba! Tocaron el suelo irregular y rebotaron. Costaba trabajo mantener derecha la palanca del timón. La silueta de los árboles desfilaba iluminada por los faros de aterrizaje. Motores atrás… ¡Frenos! Habían pasado la baliza central y empezaban a perder velocidad. ¿Pero sería suficiente? El final de la pista estaba muy cerca, pero ya estaban casi parados. Lo lograron, aunque con el espacio justo.
—Bien —dijo Faulkner.
No apreciaba demasiado a Underhill; su superior era egoísta, desconsiderado y en general distante. Pero era un piloto soberbio.
Mientras Underhill viraba ciento ochenta grados y regresaba rodando por la pista hasta el otro extremo, los dos tripulantes vieron vagamente un camión y varias siluetas. Por detrás del camión había un destartalado cobertizo y a su lado como una docena de bidones metálicos.
—Eso debe de ser nuestro combustible —dijo Underhill señalando hacia allá—. Que te ayuden esos tíos a llenar el depósito, y no os entretengáis, porque quiero estar lejos de aquí en cuanto apunte el día.
Su siguiente meta era Bogotá, en Colombia, la culminación de ese viaje. Una vez en vuelo, sería una excursión breve y fácil.
Underhill sabía otra cosa más: esa zona de la jungla era una tierra de nadie, centro de las luchas de Sendero Luminoso, el ejército peruano y algunas veces las fuerzas antiterroristas gubernamentales. Los tres colectivos tenían fama de extremada brutalidad, y no era sitio para rezagarse. Pero los pasajeros del Learjet iban a desembarcar allí, así que Underhill hizo un gesto a Faulkner, que abrió la puerta de comunicación con la cabina de pasaje.
Miguel, Socorro, Rafael y Baudelio estaban encantados de pisar tierra firme después del descenso en la oscuridad. Pero con su alivio tomaron conciencia de que estaban iniciando una nueva fase de su empresa. En particular Baudelio, que había estado controlando los ataúdes con su instrumental, empezó a disminuir la sedación, porque muy pronto abrirían los ataúdes para sacar a sus pacientes, como él seguía considerándolos.
Instantes más tarde se detuvo el Learjet, se apagaron sus motores y Faulkner se levantó de su asiento para abrir la escotilla. En agudo contraste con la climatización interior, el aire que penetró era húmedo y sofocante.
Mientras los pasajeros del avión iban bajando a tierra, se notaba que la atención y el respeto de quienes les esperaban se centraron en Miguel y Socorro. Obviamente, la recepción de Miguel se debía a su papel de jefe y la de Socorro a su afiliación a Sendero Luminoso.
El grupo de tierra constaba de ocho hombres. A pesar de la oscuridad, la reverberación de la luz mostraba sus caras cetrinas y curtidas por la intemperie, y su constitución física de campesinos, robusta y achaparrada. El más joven de los ocho se adelantó y se identificó como Gustavo.
—Tenemos órdenes de ayudarle cuando lo necesite, señor* —dijo a Miguel. Luego dirigió a Socorro una leve inclinación de cabeza—: Señora, el destino de sus prisioneros será Nueva Esperanza, a noventa kilómetros de aquí. La mayor parte por el río. El barco está listo*.
Underhill emergió de su aparato y oyó sus explicaciones.
—¿De qué prisioneros hablan? —preguntó en tono cortante.
Miguel no quería que Underhill supiera a dónde se dirigían. Pero en cualquier caso, estaba harto de su autoritario piloto; recordó su recibimiento en Teterboro. —¡Maldición, llegan tarde!— y las demás ocasiones, durante el viaje, en que había advertido la velada hostilidad del piloto. Pero ya estaba en tierra, donde el otro no tenía autoridad, y le contestó con malos modos:
—Eso no es asunto suyo.
—Todo lo que pase en este avión —replicó Underhill— es asunto mío.
Miró los ataúdes. Al principio había insistido en que cuanto menos cosas supiera al respecto, mejor. Pero luego, más por instinto que por reflexión, decidió que era mejor saberlo, por su propia protección en el futuro.
—¿Qué llevan ahí?
Ignorando al piloto, Miguel dijo a Gustavo.
—Diga a los hombres que descarguen los ataúdes con cuidado sin moverlos demasiado, y que los lleven adentro de la choza*.
—¡No! —exclamó Underhill bloqueando la escotilla con el cuerpo—. No descargarán los ataúdes hasta que me haya contestado.
A causa del calor, estaba empezando a correrle el sudor por la cara y su despoblada frente.
Miguel miró a Gustavo a los ojos y asintió. Al instante se produjo un pequeño revuelo, una serie de chasquidos metálicos, y Underhill se encontró encañonado por seis fusiles Kalashnikov del grupo de acogida, con el dedo en el gatillo y el seguro quitado.
—¡Por el amor de Dios, está bien! —exclamó el piloto con gran nerviosismo. Sus ojos pasaron de las armas a la cara de Miguel—: Usted gana. Déjeme llenar el depósito, que nos vamos.
Ignorando su capitulación, Miguel le espetó:
—¡Aparta el culo de esa puerta!
Cuando Underhill le obedeció, Miguel asintió y los otros bajaron los fusiles. Cuatro de los hombres penetraron en el avión y se dirigieron hacia los ataúdes. El copiloto les acompañó, desató las correas y uno por uno fueron descargando los ataúdes, que llevaron a la choza. Baudelio y Socorro les siguieron.
Había transcurrido una hora y media desde el aterrizaje del Learjet y la pista y sus inmediaciones se iban perfilando en el crepúsculo. Durante ese tiempo, habían cargado con una bomba portátil el combustible de los bidones en el Learjet para continuar vuelo a Bogotá. Underhill buscó a Miguel para comunicarle su inminente partida.
Gustavo le indicó que Miguel y los demás estaban en la choza improvisada. Underhill se dirigió allá.
La puerta estaba entreabierta y, al oír voces, el piloto la empujó. Al momento retrocedió, horrorizado por lo que veía.
Sentadas en el suelo de tierra del cobertizo había tres personas, con la espalda apoyada contra la pared, la cabeza colgando, la boca abierta, inconscientes pero a todas luces vivas. Dos de los ataúdes procedentes del Learjet —abiertos y vacíos— habían sido colocados uno a cada lado para que les sirvieran de apoyo. Una lámpara de aceite iluminaba la escena.
Underhill supo en seguida de quiénes se trataba. Era imposible no adivinarlo. Escuchaba todos los días las noticias americanas por la radio y leía los periódicos de su país, que compraba en los aeropuertos y los hoteles. La prensa colombiana también se había hecho eco del secuestro de la familia de un famoso presentador de la televisión.
Una glacial oleada de pánico embargó a Denis Underhill. Había rozado la frontera de la ley en múltiples ocasiones. Cualquier piloto de vuelos chárter latinoamericano lo hacía, casi sin poder evitarlo. Pero nunca, nunca, había estado implicado en una felonía tan grave como ésa. Sabía, sin tener que pensarlo demasiado, que si en los Estados Unidos se llegaba a conocer su implicación en el traslado de esas personas, le mandarían a la cárcel de por vida.
Los ocupantes de la choza le estaban mirando; eran sus pasajeros, los tres hombres y la mujer, desde Teterboro hasta Sión, pasando por Opa Locka. Ellos también parecieron sorprenderse por su presencia.
En este momento, la mujer semiinconsciente del suelo se despertó. Levantó débilmente la cabeza. Mirando directamente a Underhill, enfocó la vista y movió los labios, aunque no profirió sonido alguno. Luego consiguió murmurar:
—Por favor… ayúdeme… avise a…
De repente, perdió de nuevo el conocimiento y su cabeza cayó hacia delante.
Una figura se acercó rápidamente a Underhill desde el otro extremo de la choza: era Miguel. Empuñando una pistola Makarov de nueve milímetros, le ordenó:
—¡Fuera!
Underhill salió delante de Miguel, que le seguía encañonando, y una vez fuera le dijo con tono intrascendente:
—Puedo matarte ahora mismo… ¿A quién le va a importar?
Underhill se quedó como paralizado. Se encogió de hombros.
—Ya me la has jugado, hijo de puta. Me has hecho cómplice de ese secuestro, así que, pase lo que pase, tampoco habrá demasiada diferencia.
Bajó la mirada a la Makarov; tenía el seguro quitado. Bueno, pensó, era de esperar. Había vivido experiencias difíciles, y ésta no parecía reservarle nada bueno. Había conocido a tipos como ese Palacios, o como se llamara en realidad. La vida humana no significaba nada para ellos; se cepillaban a la gente como quien suelta un escupitajo en el suelo. Lo único que esperaba era que el tío tuviera buena puntería. Así sería más rápido y menos doloroso. ¿Por qué no le habría disparado ya? De repente, a pesar de sus razonamientos, un terror desesperado invadió a Underhill. Aunque seguía sudando, se puso a tiritar. Abrió la boca para suplicar, pero se le llenó de saliva y no consiguió articular palabra.
Percibió que, por alguna razón, el hombre que le apuntaba con la pistola estaba vacilando.
De hecho, Miguel estaba calculando. Si mataba a uno de los pilotos tendría que matar al otro también, lo cual significaba que no había nadie que pilotara el Lear de momento, y eso era una complicación que prefería evitar. Además, sabía que el propietario del aeroplano tenía amigos en el cártel de Medellín y podía ocasionarle serios problemas…
Miguel puso el seguro y le dijo con voz amenazadora:
—Es posible que creas haber visto algo. Pero tal vez no lo vieras, en definitiva. Quizá no hayas visto nada en todo este viaje.
La mente de Underhill tuvo un destello de inteligencia: Por alguna razón incomprensible para él, le iba a dar una oportunidad. Respondió apresuradamente, sin pararse a tomar aliento:
—Exacto. No he visto nada de nada.
—Llévate ese jodido aparato de aquí —gruñó Miguel— y no abras la boca. Si cantas, te prometo que, estés donde estés, te encontraremos y te mataremos. ¿Entendido?
Temblando de alivio, consciente de que había estado al borde de la muerte como nunca en la vida, y consciente también de que la amenaza era auténtica, Underhill asintió:
—Entendido.
Luego dio media vuelta y regresó a su avión.
La niebla matinal y unas nubes bajas planeaban sobre la selva. El Learjet las atravesó en su ascenso. El sol se difuminaba entre la niebla, vaticinando un día abrasador y bochornoso.
Pero mientras ejecutaba maquinalmente sus tareas de pilotaje, Underhill sólo pensaba en lo que le esperaba.
Reflexionó que Faulkner, sentado a su lado, no había visto a la familia Sloane cautiva, ni sabía nada de la implicación de Underhill en su secuestro, ni tampoco lo que acababa de sucederle hacía sólo unos minutos: Y dejaría que siguiera en su ignorancia. No sólo no había ninguna necesidad de contarle a Faulkner que en los ataúdes que transportaban iban seres humanos vivos y secuestrados, sino que si no lo sabía, el copiloto podría jurar más tarde que Underhill tampoco lo sabía.
Eso era lo esencial, en lo que debería insistir Underhill si era interrogado, y estaba seguro de que lo sería: Él no sabía nada. No sabía nada de los Sloane, ni lo había sabido nunca.
¿Le creerían? Tal vez no, pensó infundiéndose confianza, pero daba igual. No tendría importancia siempre y cuando nadie pudiera demostrar lo contrario.
Recordó a la mujer que le había hablado. Se llamaba Jessica, según las noticias de la prensa. ¿Recordaría ella haberle visto? ¿Podría identificarle en el futuro? Considerando su estado, era poco probable. Tampoco era probable, se le ocurrió mientras seguía dándole vueltas, que ella saliera con vida de Perú.
Indicó a Faulkner que tomara los mandos del avión. Se recostó en su asiento y la sombra de una sonrisa iluminó la cara del piloto.
Underhill no concedió ni un solo pensamiento a la posibilidad del rescate de la familia Sloane. Tampoco consideró siquiera la idea de informar a las autoridades de quién les tenía secuestrados ni dónde.