12

En su día, Priscilla Rhea había poseído una de las mentes más agudas de Larchmont. Fue la maestra de escuela que machacó a varias generaciones de jóvenes de la zona los fundamentos de la raíz cuadrada, la ecuación de segundo grado y el modo de descubrir —ella siempre hacía que sonara como la búsqueda del Santo Grial— los valores algebraicos de x e y. Priscilla también les inculcaba que nunca eludieran sus responsabilidades cívicas y sus deberes.

Pero todo aquello fue antes de que Priscilla se jubilara, hacía catorce años, y antes de que el peso de los años y la inactividad le agarrotaran el cuerpo y luego el cerebro. Actualmente, frágil, con el pelo blanco, caminaba despacio apoyándose en un bastón, y recientemente había calificado con disgusto la velocidad de sus procesos mentales como «la de un burro de tres patas caminando cuesta arriba».

No obstante, Priscilla estaba ejercitando sus procesos mentales lo mejor que podía.

Había visto meter a dos personas —una mujer y un niño—, al parecer contra su voluntad, en lo que parecía un microbús. Desde luego, ellos se debatían y Priscilla pensó que había oído gritar a la mujer, aunque no estaba demasiado segura de esto, porque había disminuido su audición, al mismo tiempo que todo lo demás. Luego, otra persona, un hombre que parecía inconsciente y herido, fue izado al mismo microbús, antes de que éste emprendiera la marcha.

Su natural ansiedad al ver todo eso fue inmediatamente aliviada cuando le informaron a voces de que aquello formaba parte de una película. Aquello tenía sentido. Hoy en día, aparecían equipos de televisión y de rodaje por todas partes, filmando sus historias en escenarios naturales y entrevistando a la gente en la calle para los noticiarios televisados.

Pero después, cuando el microbús se fue, Priscilla buscó a su alrededor las cámaras y toda la gente que debiera haber rodado el suceso que ella había presenciado, pero no encontró a nadie. Razonó que si hubiera habido un equipo de rodaje, era imposible que hubiera desaparecido con tanta rapidez.

Todo aquello era muy confuso, y Priscilla habría preferido no verlo, en parte porque sabía que tal vez se había hecho un lío, como le pasaba algunas veces. Lo más sensato que podía hacer, se dijo, era entrar en el supermercado, hacer su compra y ocuparse de sus asuntos. Pero daba igual, su credo de toda la vida de no eludir responsabilidades le impedía actuar así en ese momento. Deseaba tener a alguien a mano para pedirle consejo, por lo menos, y justo en ese instante vio a Erica McLean, una antigua alumna suya, encaminándose al supermercado.

Erica, a la sazón una atareada madre de familia, tenía mucha prisa, pero se detuvo a saludarla cortésmente:

—¿Como está usted, señorita Rhea?

(Ninguno de los alumnos de la señorita Rhea se habría atrevido nunca a saludarla por su nombre de pila).

—Un poco desconcertada, querida —contestó Priscilla.

—¿Por qué, señorita Rhea?

—Es que acabo de ver algo… Pero no estoy segura de lo que he visto. Me gustaría que me dieras tu opinión.

Entonces Priscilla le describió la escena.

—¿Y está usted segura de que no había nadie rodando?

—Yo no he visto a nadie. Y tú, ¿has visto a alguien al llegar?

—No.

Erica McLean suspiró para sus adentros. No tenía la menor duda de que su vieja y querida profesora había sufrido alguna clase de alucinación, y también era mala suerte llegar justo en ese momento y que la involucrara. Bueno, no podía dejar en la estacada a la anciana, por quien sentía auténtico cariño, así que decidió olvidarse de las prisas y echarle una mano.

—¿Dónde ha sucedido todo? —preguntó Erica.

—Allí.

Priscilla señaló la plaza vacía junto al Volvo familiar de Jessica. Ambas se dirigieron hacia allá.

—¡Aquí! —dijo Priscilla—. Aquí era.

Erica miró a su alrededor. No esperaba encontrar nada de particular, y no lo encontró. Pero cuando estaba a punto de dar media vuelta, advirtió una serie de gotitas de líquido en el suelo. Contra la superficie asfaltada del aparcamiento, el líquido parecía marrón oscuro. Probablemente sería aceite. ¿Lo era? Con curiosidad, Erica se agachó a tocarlo. Un segundo después se contemplaba horrorizada las yemas de los dedos. Sin lugar a dudas, era sangre, todavía tibia.

Aquélla era una mañana tranquila en la comisaría de policía de Larchmont, que tenía una dotación pequeña pero eficiente. Un oficial de uniforme estaba tomando café en su despacho acristalado, hojeando el Sound View News, el periódico local, cuando recibió una llamada desde la cabina telefónica de la esquina de Boston Post Road, casi frente al supermercado.

Primero se puso Erica McLean. Después de identificarse dijo:

—Está conmigo una señora, la señorita Priscilla Rhea…

—Conozco a la señorita Rhea —dijo el oficial.

—Bueno, pues ella cree haber presenciado un hecho criminal, tal vez alguna clase de secuestro… Me gustaría que hablara usted con ella.

—No, haremos otra cosa mejor —dijo el oficial—. Voy a mandar a un oficial en un coche patrulla para que hable con ustedes. ¿Dónde están exactamente?

—Enfrente del Grand Union.

—Quédense ahí, por favor. En unos minutos llegará mi compañero.

El oficial cogió el micrófono de la radio:

—Central al coche 423. Diríjase al supermercado Grand Union. Entreviste a la señora McLean y a la señorita Rhea que estarán esperando fuera. Código uno.

—Cuatro veintitrés a central —llegó la respuesta—, recibido. Corto.

Habían transcurrido once minutos desde que el microbús con Jessica, Nicholas y Angus había salido del aparcamiento del supermercado.

El joven oficial de policía, llamado Jensen, escuchó atentamente a Priscilla Rhea, que ya estaba más segura al contar por segunda vez lo que había visto. Incluso recordó dos detalles más: el color de lo que seguía llamando «microbús», marrón claro, y sus cristales ahumados. Pero no, no se había fijado en la matrícula, ni siquiera si era de Nueva York o de otro estado.

La primera reacción del oficial, aunque no la exteriorizó, fue de escepticismo. El cuerpo de Policía estaba acostumbrado a que los ciudadanos se alarmaran por cosas que luego resultaban inofensivas; tales incidentes ocurrían todos los días, hasta en comunidades tan pequeñas como Larchmont. Pero el oficial era concienzudo y escuchó con atención todo lo que le dijeron, tomando notas.

Su interés empezó a crecer cuando Erica McLean, que parecía una mujer responsable y sensata, le contó lo de las gotas que parecían de sangre, en el suelo. Ambos se dirigieron a comprobarlo. Por entonces, la mayor parte del líquido se había secado, aunque quedaba húmeda la cantidad suficiente para revelar su color rojo al tocarlo. No había pruebas de que fuera sangre humana, por supuesto. Pero, razonó el oficial Jensen, daba mayor credibilidad a la historia, y también mayor urgencia.

Al regresar a donde había dejado a Priscilla, la encontraron hablando con otras personas, que sentían curiosidad por lo que pasaba.

—Oficial —intervino un hombre—, yo estaba dentro del supermercado y vi salir a toda prisa a cuatro personas: dos hombres, una mujer y un niño. Tenían tanta prisa que la mujer abandonó el carrito del supermercado en medio del pasillo, con sus compras dentro.

—Yo también les vi —dijo una mujer—. Era la señora Sloane, la esposa del presentador de telediarios. Compra muchas veces aquí. Al marcharse parecía preocupada… como si ocurriera algo malo.

—Es curioso —dijo otra mujer—. A mí se me acercó un hombre y me preguntó si yo era la señora Sloane. También se lo preguntó a otras señoras…

Se pusieron a hablar todos a la vez. El oficial de policía levantó la voz:

—¿Ha visto alguien lo que esta señora —señaló a Priscilla— llama un «microbús», marrón claro?

—Sí, yo —dijo el hombre que había hablado al principio—. Entró en el aparcamiento cuando yo me encaminaba a la entrada del supermercado. Era una furgoneta Nissan de pasajeros.

—¿Se fijó usted en la matrícula?

—Era una matrícula de Nueva Jersey, pero no recuerdo nada más. Ah, otra cosa… tenía los cristales ahumados, de esos que no dejan ver el interior del coche.

—¡Un momento! —exclamó el oficial. Luego se dirigió a la gente que se iba congregando—: Aquellos que tengan más información y los que han podido decirme algo, que se queden, por favor. Vuelvo en seguida.

Se introdujo en el coche patrulla blanco que había estacionado junto al supermercado y cogió el micro:

—Coche 423 a central. Posible secuestro en el aparcamiento del Grand Union. Solicito ayuda. Descripción del vehículo sospechoso: furgoneta Nissan de pasajeros, marrón claro. Matrícula de Nueva Jersey, numeración desconocida. Cristales ahumados. Tres personas pueden haber sido raptadas por los ocupantes del vehículo.

La transmisión del oficial llegaría a todos los coches de policía de Larchmont, así como a los de Mamaroneck Town y Mamaroneck Village. El oficial de retén en la comisaría alertaría automáticamente por línea directa a todas las fuerzas de seguridad de los alrededores: la de Westchester County y la del estado de Nueva York. La Policía del Estado de Nueva Jersey no sería informada de momento.

En el supermercado se oyeron las sirenas de dos coches patrulla que se acercaban para atender la llamada de ayuda.

Habían pasado casi veinte minutos desde la partida de la furgoneta Nissan.

A unos quince kilómetros de allí, la furgoneta Nissan estaba a punto de dejar la autopista I-95 para penetrar en el dédalo de calles del Bronx.

Desde Larchmont, Luis se había dirigido a buena marcha hacia el sur. Había mantenido la velocidad diez kilómetros por encima del límite permitido, cosa que hacían la mayor parte de los conductores: una buena velocidad, pero sin llamar la atención de la policía de tráfico. Ahora tenía delante su objetivo más inmediato, la salida 13 de la autopista. Luis se situó en el carril derecho. Tanto él como Miguel habían estado atentos a cualquier signo de persecución, pero no lo hubo.

De todos modos, en cuanto dejaron la autopista I-95, Miguel ordenó a Luis:

—¡Vamos, rápido!

Desde que salieron de Larchmont, Miguel se había estado preguntando si no habría sido un error impedir a Rafael que matara a la vieja en el aparcamiento. Era posible que no se hubiera creído el cuento de la película. A esas horas habría dado la voz de alarma. Podía estar circulando alguna descripción.

Luis apretó el acelerador, a toda la velocidad que le permitían los baches de las calles del Bronx.

Baudelio, en todo ese rato, había revisado varias veces las constantes vitales de sus dos cautivos sedados y todo le pareció correcto. Calculaba que el Midazolam que había administrado a la mujer y al niño les mantendría inconscientes durante una hora más. Si no, les inyectaría más, aunque prefería no hacerlo, porque ello retrasaría mucho la compleja tarea médica que le esperaba al final del trayecto.

También había curado la herida del hombre mayor y le había vendado la cabeza. Ahora el viejo se removía, soltando leves gemidos mientras iba recobrando el conocimiento. Anticipándose a cualquier contrariedad, Baudelio preparó otra jeringuilla hipodérmica de Midazolam y le inyectó la droga. La agitación y los gemidos remitieron. Baudelio no tenía ni idea de lo que sería del viejo. Lo más probable era que Miguel le matara y ocultara su cadáver en lugar seguro; durante su relación con el cártel de Medellín, Baudelio había presenciado muchas veces esa clase de operación. No es que le importara lo más mínimo. Los seres humanos habían dejado de importarle desde hacía mucho tiempo.

Rafael sacó unas mantas bastas y, entre Carlos y él, bajo la mirada de Baudelio, envolvieron en ellas a la mujer, el niño y el viejo, dejándoles sólo la cabeza fuera. Dejaron un buen trozo de manta doblado en la parte superior para taparles la cara cuando los sacaran de la furgoneta. Carlos ató cada bulto por la mitad con una cuerda para que no llamaran la atención al trasladarlos.

Llegaron a la calle Conner del Bronx, que era gris, desoladora y lúgubre. Luis sabía adónde se dirigía: había recorrido dos veces ese camino cuando preparaban el golpe. En una esquina con una gasolinera de la Texaco, tomó a la derecha, hacia una zona industrial semidesierta. Había algunos camiones aparcados a intervalos, algunos con aspecto de llevar allí mucho tiempo, y muy poca gente a la vista.

Luis arrimó la furgoneta a la pared sin ventanas de un gran almacén vacío. Un camión que estaba estacionado en la otra acera se le acercó y se detuvo un poco por delante de la Nissan. Era un camión blanco GMC, que ostentaba el rótulo «Superpan» a ambos lados.

Una pequeña investigación podría demostrar que no existía el tal «Superpan». El camión era uno de los seis vehículos que consiguió Miguel poco después de su llegada, empleando la tapadera de una agencia de alquiler ficticia. Habían empleado alguna vez el camión GMC para la vigilancia de Sloane y también para otros usos. Como los demás vehículos de la flotilla, habían pintado el camión varias veces, cambiándole también la leyenda de los costados. Todo ello gracias a la habilidad de Rafael. Ese día conducía el camión el miembro del grupo que faltaba, la mujer, Socorro, que se bajó de un salto de la cabina y fue a abrir las puertas posteriores.

Al mismo tiempo se abrió la portezuela trasera de la furgoneta Nissan y Carlos y Rafael cargaron rápidamente los tres bultos, con la cara cubierta, en el camión. Baudelio les siguió, tras recoger todo su equipo médico.

Miguel y Luis se quedaron trajinando en la furgoneta. Miguel despegó las láminas de plástico negro de los cristales; habían sido útiles para ocultarles, pero ahora eran un signo identificativo que había que destruir. Luis sacó un par de placas de matrícula de Nueva York que había escondido detrás del asiento del conductor.

Tras asegurarse de que nadie les observaba, Luis se bajó de la furgoneta y sustituyó las matrículas de Nueva Jersey por las de Nueva York. Tardó apenas unos segundos, ya que todos los vehículos del grupo estaban provistos de unas charnelas especiales que permitían cambiar la placa de la matrícula en un instante: la parte superior se levantaba y bastaba con hacer correr la placa hacia arriba y colocar la otra en su lugar. Luego se cerraba con un resorte.

Miguel, poco después de llegar a Nueva York, había comprado a través de un contacto del hampa varias matrículas de Nueva York y de Nueva Jersey, de vehículos que ya no estaban en circulación pero cuyos impuestos de circulación se tenían al día.

El sistema de matriculación de Nueva York, Nueva Jersey y otros muchos estados permitía la vigencia de las matrículas de cualquier vehículo aun después de ser desmantelado. Lo único que exigía la oficina de matriculación era el pago de las tasas y la presentación de la póliza de seguros —bastante fácil de conseguir también— del vehículo inexistente. Ni la oficina estatal ni la compañía de seguros, que renovaba las viejas pólizas por correo siempre y cuando se pagara la prima correspondiente, exigían la presentación del vehículo.

En consecuencia, existía un negocio boyante en los círculos criminales con esas matrículas que, aun ilegales, no constaban en ninguna lista negra y por lo tanto valían su peso en oro.

Miguel salió de la furgoneta Nissan con las láminas de plástico y las tiró a un rebosante contenedor de basura. Luis hizo lo mismo con las placas de matrícula de Nueva Jersey.

Después, Luis se sentó al volante del camión GMC que llevaba a Jessica, Nicholas y Angus inconscientes, y además a Miguel, Rafael, Baudelio y Socorro. Dieron un giro de 180 grados en dirección a la autopista, y a los diez minutos de salir de ella, ya estaban circulando por la I-95 en otro vehículo, siempre hacia el sur.

Carlos, al volante de la furgoneta Nissan, también dio media vuelta y se encaminó a la I-95, pero en dirección opuesta. Con la nueva apariencia que tenía la furgoneta después de quitarle los cristales oscuros y cambiarle las placas de matrícula de Nueva Jersey por unas del estado de Nueva York, era como miles de furgonetas corrientes y distinta de la descripción que habría hecho circular la policía de Larchmont.

Carlos tenía la misión de desembarazarse de la furgoneta Nissan, operación que también había sido planeada meticulosamente. A los seis kilómetros dejó la autopista y luego recorrió veinticuatro kilómetros más hacia el norte por carreteras de segundo orden, hasta White Plains. Allí se dirigió a un garaje público, un edificio de cuatro plantas contiguo a un centro comercial, el Center City Mall.

Carlos aparcó en la tercera planta y se entregó con aparente tranquilidad a su siguiente operación. Los clientes que aparcaban en las inmediaciones y entraban o salían de sus automóviles no parecían ni remotamente interesados por él o su furgoneta.

En primer lugar, Carlos limpió todas las superficies para dificultar la detección de huellas dactilares, por si las fuerzas de seguridad recuperaban la furgoneta incluso después de su cambio de aspecto. Su siguiente paso fue asegurarse de que no lo hicieran.

Sacó de la guantera de la furgoneta un estuche de espuma de polietileno. Dentro había una formidable cantidad de explosivo plástico, un pequeño detonador con un interruptor, cable eléctrico y un rollo de cinta aislante. Con la cinta sujetó el explosivo y el detonador debajo del asiento delantero, por la parte posterior y en un lugar no visible. Luego conectó con los cables la clavija del detonador a las manecillas interiores de las dos puertas delanteras. Después de tensar los dos cables con la portezuela apenas entornada, las cerró con llave. A partir de ese momento, abriendo cualquiera de las dos puertas se activaría la bomba.

Carlos examinó con atención el interior de la furgoneta para asegurarse de que no se veían el explosivo plástico ni los cables desde fuera.

Miguel había razonado que tardarían varios días en fijarse en la furgoneta, y para entonces los secuestradores y sus víctimas estarían muy lejos. Pero cuando se descubriera la furgoneta, una típica sorpresa terrorista pondría de relieve que había que tomarse en serio a los secuestradores.

Carlos abandonó el garaje por el acceso a la zona comercial y se dirigió en un transporte público a Hackensack, a reunirse con los demás.

El camión GMC recorrió otros diez kilómetros hacia el sur, hasta el desvío del Cross Bronx Expressway. Unos doce minutos más tarde cruzaba el río Harlem y, poco después, el puente George Washington sobre el río Hudson.

En mitad del puente, el camión y sus ocupantes salieron del estado de Nueva York y entraron en el de Nueva Jersey. Miguel y su banda de Medellín se hallaban ya muy cerca de su guarida de Hackensack.