13

Teddy Cooper se equivocaba. Los secuestradores y sus víctimas no habían salido aún de los Estados Unidos. Sin embargo, según sus planes, tardarían pocas horas en hacerlo.

Entre los miembros del grupo de Medellín, que seguía encerrado en Hackensack el sábado por la tarde, la tensión llegaba al paroxismo y los nervios estaban a punto de estallar. La causa inmediata de su inquietud eran las noticias de la radio y la televisión acerca del suceso de esa mañana en White Plains.

Miguel, ansioso e intranquilo, contestaba con malos modos y juramentos las preguntas de los demás. Cuando Carlos, por lo general el más pacífico de los cinco colombianos, sugirió enfadado que cargar la furgoneta Nissan con explosivos había sido una idea imbécil*, Miguel sacó una navaja. Luego, recobrando el dominio de sí mismo, la cerró.

En realidad, Miguel sabía que había sido un error dejar la furgoneta en White Plains a punto de estallar. Su intención era que sirviera de advertencia acerca de la seriedad de los secuestradores, después de su partida. La palabra clave era después.

Miguel confiaba en que, gracias a los cambios realizados en la furgoneta después del secuestro —quitarle los cristales oscuros y cambiarle la matrícula—, ésta tardaría cinco o seis días, o tal vez más, en llamar la atención en el garaje de White Plains.

Evidentemente, se había equivocado. Y además, la explosión de esa mañana y sus repercusiones habían vuelto a centrar la atención nacional en el secuestro de la familia Sloane, alertando al máximo a la policía y demás fuerzas de seguridad justo cuando estaban a punto de salir secretamente del país.

A Miguel y los demás les importaban bien poco las muertes y las mutilaciones de White Plains. En otras circunstancias, les habrían hecho gracia. Sólo les interesaba en la medida en que ellos mismos corrían un peligro mayor, que no hubiera sido necesario.

Los conspiradores de Hackensack se debatían en interrogantes: ¿Volvería la policía a instalar los controles de carretera que, según las noticias, se habían relajado desde el jueves? Y en tal caso, ¿encontrarían alguno entre su guarida y el aeródromo de Teterboro? ¿Y en el aeródromo? ¿Serían más severas las medidas de seguridad a causa de la nueva alerta? E incluso en el caso de que los cuatro que iban a ir con los rehenes consiguieran salir sin problema de Teterboro en el Learjet privado, ¿qué pasaría en el aeropuerto Opa Locka de Florida? ¿Hasta qué punto se arriesgarían allí?

Ninguno sabía la respuesta, ni siquiera Miguel. Lo único que sabían con certeza era que estaban obligados a marcharse; el mecanismo de traslado estaba en marcha y no tenían más remedio que jugársela.

Otra de las razones de su tensión, acaso inevitable, era el deterioro de las relaciones de convivencia de los conspiradores. Tras permanecer encerrados durante más de un mes, con limitadísimos contactos con el exterior, la irritabilidad personal había aumentado hasta extremos casi rayanos con el odio.

Particularmente detestable para los demás era el hábito de Rafael de carraspear y esputar en cualquier parte, incluida la mesa de las comidas. Una vez, Carlos sintió tanto asco que llamó a Rafael «bruto odioso»*, y éste le agarró por los hombros, le acorraló contra la pared y empezó a darle puñetazos. Sólo la intervención de Miguel salvó a Carlos. Desde entonces, Rafael no había modificado sus hábitos, aunque Carlos estaba que bufaba.

Luis y Julio también estaban enfrentados. La semana anterior, Julio había acusado a Luis de hacer trampas con las cartas. La contienda a puñetazo limpio quedó en tablas, y al día siguiente los dos tenían la cara hinchada; desde entonces apenas se dirigían la palabra.

Y además, Socorro se había convertido en una nueva fuente de fricciones. A pesar de su rechazo inicial a todas las proposiciones sexuales, la víspera se había acostado con Carlos. Los ruidos animales habían despertado la envidia de los otros hombres, y en especial la de Rafael, que la deseaba, y se lo recordó esa mañana.

—Tendrás que cambiar tus asquerosos modales antes de clavarme la verga* —le dijo ella delante de los demás durante el desayuno.

La situación se complicaba más todavía por el deseo que Socorro despertaba en Miguel. Pero como cabecilla del grupo, se recordaba constantemente que no podía permitirse entrar en lid con los demás.

Miguel se había dado cuenta de que su papel de dirigente le estaba ocasionando otros efectos. Al mirarse recientemente en el espejo mientras se afeitaba, advirtió que su apariencia «anodina» de hombre corriente estaba cambiando. Parecía cada vez menos el empleaducho de medio pelo que había sido hasta entonces su camuflaje natural. La edad y las responsabilidades le estaban confiriendo el aspecto de lo que era: un hombre de mando duro y maduro.

Bueno, pensó esa tarde, todos los jefes cometían errores y White Plains había sido evidentemente uno de los suyos.

Así que fue un alivio, por diversas razones, que se acercaran las 19.40 para emprender los últimos preparativos.

Julio conduciría el coche fúnebre y Luis el camión de la «Funeraria La Serenidad». Ambos vehículos estaban cargados y dispuestos.

En el coche fúnebre iba un solo ataúd, que contenía a Jessica, profundamente sedada. Angus y Nicholas, también inconscientes en sus ataúdes cerrados, estaban en el camión. Carlos había colocado sobre cada uno de los ataúdes un ramo de crisantemos blancos y claveles rosa, las flores que había comprado esa mañana.

Curiosamente, la visión de los ataúdes y las flores tranquilizó a los conspiradores, como si, de alguna forma, los papeles que habían ensayado en mente y estaban a punto de representar se hubieran vuelto más fáciles.

Sólo Baudelio, ajetreado en torno a los ataúdes, comprobando por última vez las constantes vitales de los rehenes con su equipo, permanecía atento a las preocupaciones más inmediatas; ésa era la primera de las diversas ocasiones de las horas siguientes en que el éxito de la empresa dependería totalmente de su criterio profesional. Si alguno de los cautivos recobraba el conocimiento y se debatía o gritaba mientras el grupo los trasladaba, y sobre todo mientras eran interrogados, todo se iría a pique.

La menor sospecha de algo anormal en los ataúdes podía hacer que los abrieran y todo el plan se desbarataría, como ocurrió en el aeropuerto británico de Stansted en 1984. En aquella ocasión, el doctor nigeriano Umaru Dikko, secuestrado y drogado en un ataúd cerrado, estaba a punto de embarcar hacia Lagos. Los empleados del aeropuerto detectaron un fuerte «olor a medicamento» y los oficiales de aduanas británicos insistieron en que se abriera el ataúd. Y descubrieron a la víctima, inconsciente pero viva.

Tanto Miguel como Baudelio conocían el incidente de 1984 y no querían que se repitiese.

A la hora de salir hacia el aeródromo de Teterboro, Socorro había aparecido, tremendamente atractiva con un traje de lino negro con una chaqueta a juego, ribeteada con un galón. Llevaba el pelo recogido bajo una pamela negra y lucía unos pendientes y un grueso collar de oro. Lloraba copiosamente, a causa de la aplicación de un grano de pimienta debajo de cada párpado inferior. Baudelio impuso el mismo tratamiento a Rafael; al principio, éste puso objeciones, pero Miguel insistió y el hombretón cedió. En cuanto Rafael se adaptó a la leve incomodidad, empezaron a llorarle los ojos.

Rafael, Miguel y Baudelio, los tres con trajes y corbatas oscuros, estaban bien en su papel de dolientes. Si les hacían preguntas, Rafael y Socorro fingirían ser los hermanos de la difunta, una colombiana fallecida en un sangriento accidente de automóvil mientras viajaba por los Estados Unidos, que habían venido a recoger sus restos y llevárselos a su tierra para su inhumación. Siguiendo la historia, en el mismo accidente también había muerto el hijo adolescente de la fallecida, sobrino, por lo tanto, de Socorro y Rafael. Y el tercer «difunto» era un viejo pariente suyo, que viajaba con ellos.

Baudelio era un pariente lejano de la desconsolada familia y Miguel un amigo íntimo.

Una elaborada documentación corroboraba la historia; falsos certificados de defunción de Pennsylvania, donde supuestamente había ocurrido el accidente fatal, fotos muy gráficas de un desastre de tráfico en una autopista y hasta recortes de prensa falsificados del Philadelphia Inquirer, realizados en una imprenta particular. Los documentos incluían pasaportes nuevos para Miguel, Rafael, Socorro y Baudelio, y otros dos certificados de defunción, uno de los cuales iban a usar para Angus. El certificado de transporte lo habían obtenido a través de otro de los contactos de Miguel en Little Colombia, y les había costado más de veinte mil dólares.

En la historia y los recortes de periódicos falsos se mencionaba un hecho crítico: los tres cuerpos habían quedado tan destrozados y quemados que eran irreconocibles. Con ello, Miguel contaba evitar que les abrieran los ataúdes al salir de los Estados Unidos.

El camión y el coche fúnebre tenían el motor en marcha y tras ellos estaba el Plymouth Reliant, con Carlos al volante. Seguiría a los otros dos vehículos de lejos, dispuesto a intervenir si se presentaba algún problema. Con excepción de Baudelio, todos iban armados.

El plan era dirigirse inmediatamente al aeródromo, adonde llegarían en unos diez minutos, o quince como mucho.

Estaban en el patio de la casa de Hackensack. Miguel consultó su reloj: eran las 19.35.

—A los coches todo el mundo —ordenó.

Hizo una última inspección de la casa y las dependencias, asegurándose de que no quedaban huellas significativas de su estancia. Sólo le preocupó una cosa: el terreno en el que se encontraba el hoyo donde habían enterrado los teléfonos portátiles y demás equipo se notaba distinto de la zona que lo rodeaba. Julio y Luis habían hecho todo lo posible por nivelar la tierra y taparla con hojas muertas, pero todavía se advertían signos de que había sido removida. Miguel decidió que aquello no tenía una importancia excesiva, y además, en ese momento ya no se podía hacer nada. Volviendo al coche fúnebre, se sentó en el asiento delantero y dijo escuetamente a Julio:

—¡Vámonos!

Había anochecido y dejaron a mano derecha los últimos fulgores del crepúsculo mientras se dirigían a Teterboro.

Luis fue el primero que vio las luces intermitentes de la policía poco más adelante. Maldijo por lo bajo mientras frenaba. Desde el asiento contiguo al del conductor, Miguel también las vio y luego estiró el cuello para comprobar su situación con respecto al resto de la circulación. Socorro iba sentada entre los dos hombres.

Se hallaban en la autopista estatal 17, en dirección sur, a dos kilómetros del paso elevado de la autovía de Passaic. El tráfico era denso en las dos direcciones de la 17. Entre ellos y las luces intermitentes no había ninguna salida hacia la derecha y las barreras centrales les impedían dar media vuelta. Miguel empezó a sudar pero se dominó e indicó a Luis:

—Sigue, sigue…

Comprobó si tenían detrás el camión de la «Funeraria La Serenidad».

Carlos, con el Plymouth, debía de estar mucho más atrás, ya que era imposible verle.

Advirtieron que los agentes de tráfico estaban restringiendo el paso a los dos carriles de la derecha. Entre estos dos carriles habían instalado una especie de estructura portátil, como una caseta de aduanas, desde donde otros agentes detenían los coches y hacían preguntas a sus conductores. En el arcén había más coches de la policía del estado, con los intermitentes encendidos.

—Tranquilos —dijo Miguel a los otros dos—. Dejadme hablar a mí.

Tardaron diez minutos, avanzando a paso de tortuga, en empezar a ver el principio de la cola, a pesar de lo cual no estaba claro qué era exactamente lo que pasaba; había anochecido del todo y el barullo de luces lo confundía todo. Sin embargo, parecía que la policía dirigía a algunos coches y camiones, después de hablar con sus ocupantes, hacia la derecha, para registrarlos a fondo, y a los demás los dejaba seguir.

Miguel consultó su reloj. Casi las ocho. No conseguirían llegar a tiempo a la cita del aeropuerto.

A pesar de aconsejar tranquilidad a los demás, Miguel sentía crecer su tensión. Después de su notable éxito hasta la fecha, ¿sería aquello su final, su captura o su muerte en un tiroteo con la policía? Miguel prefería la muerte. Las probabilidades de salir airosos de aquella encerrona le parecían escasas. Se preguntó si sería mejor intentar huir, o por lo menos plantear batalla, que quedarse sentaditos esperando a que transcurrieran los minutos, con la desesperada esperanza de lograr pasar.

—¡Los muy cabrones van a por nosotros! —murmuró Luis, sacando del abrigo una Walther del 38 y dejándola a su lado en el asiento.

—¡Guarda eso ahora mismo! —gruñó Miguel.

Luis tapó la pistola con un periódico.

Miguel notó que Socorro temblaba junto a él. Le puso la mano sobre el brazo y su temblor cesó. La vio mirar fijamente hacia delante, a un agente de tráfico que se les acercaba.

El hombre uniformado iba solo, lejos del grupo que realizaba el control. Iba mirando los coches parados al pasar, y se detenía ocasionalmente, como respondiendo a las preguntas que le hacían. Cuando lo tenía a pocos metros de distancia, Miguel decidió tomar la iniciativa. Pulsó el botón que bajaba el cristal de la ventanilla de su lado.

—¡Oficial! —llamó—. ¿Puede decirme qué pasa?

El agente, muy joven, se le acercó. Su distintivo le identificaba como «Quiles».

—No es más que un control de alcoholemia, señor, en interés de la seguridad vial —contestó con una sonrisa que parecía forzada.

Miguel no lo creyó.

Luego, al darse cuenta de la clase de vehículo y su contenido, el joven agente añadió:

—Espero que no vengan ustedes medio trompas del velatorio.

Fue una pequeña concesión humorística poco afortunada, pero Miguel cogió la ocasión al vuelo. Fulminando con la mirada al agente Quiles, le dijo con severidad:

—Si pretendía usted hacer un chiste, oficial, ha sido de pésimo gusto.

La expresión del joven guardia cambió de inmediato.

—Lo siento —dijo, apesadumbrado.

Como si no le hubiera oído, Miguel insistió:

—Esta señora estaba visitando el país con su hermana. Su querida hermana está en ese ataúd: murió trágicamente en un accidente de tráfico, con las otras dos personas que van en el camión de detrás. Vamos a trasladar sus cuerpos, para inhumarlos en su país. Nos está esperando una avioneta en Teterboro y no nos ha hecho ninguna gracia su chiste ni su retención.

Cogiendo el relevo, Socorro levantó la cara para que el agente viera sus lágrimas.

—Ya les he dicho que lo sentía, señores —repitió Quiles apesadumbrado—. Se me escapó. Les ruego que me disculpen.

—Bien, aceptamos su disculpa, oficial —dijo Miguel muy digno—. Ahora, me pregunto si podría usted ayudarnos a proseguir nuestro camino…

—Espere un momento, por favor.

El guardia se dirigió a buen paso hacia el bloqueo, donde consultó a un sargento. Éste le escuchó, miró hacia ellos y luego asintió. El joven oficial regresó.

—Temo que estamos todos un poco nerviosos, señor —luego, bajando la voz, le confió—: la verdad, lo de la alcoholemia es un cuento. En realidad estamos buscando a esos secuestradores. ¿Se ha enterado de lo que han hecho esta mañana en White Plains?

—Sí —respondió Miguel gravemente—, ha sido una cosa horrible.

El coche que les precedía avanzó unos metros.

—Sitúense a la izquierda, con los dos vehículos, señor. Síganme hasta la barrera. Luego no tienen más que continuar. Y repito que lamento lo que he dicho.

El agente desvió al coche fúnebre y al camión de la cola, indicando al coche que les seguía que avanzara por la fila. Miguel miró hacia atrás, pero no vio el Plymouth Reliant. Bueno, pensó, Carlos tendría que apañárselas solo.

El guardia les precedió a pie hasta quedar a la altura de la cabina portátil que habían visto desde lejos y luego les franqueó el paso. Toda la carretera era suya.

Cuando el coche fúnebre pasó a su lado, el agente Quiles le dedicó un saludo militar, que prolongó hasta que hubieron pasado los dos vehículos.

En la primera prueba, pensó Miguel, la tapadera había funcionado bien. ¿Volvería a hacerlo cuando se enfrentaran al desafío de Teterboro?

Durante su estancia de varias semanas en Hackensack, Miguel había visitado dos veces el aeródromo de Teterboro para estudiar el terreno.

Era un aeródromo muy concurrido, dedicado exclusivamente a vuelos privados. En veinticuatro horas despegaban y aterrizaban un promedio de cuatrocientos aparatos, la mayor parte por la noche. Alrededor de un centenar de aviones tenían su base en Teterboro y estaban estacionados a lo largo del extremo nordeste. Junto al perímetro opuesto se hallaban las edificaciones, con las oficinas de las seis compañías que ofrecían sus servicios a los aparatos residentes o en tránsito. Cada compañía tenía su propia entrada al aeródromo y se hacía cargo de su propia seguridad.

La más importante de las seis empresas de servicios de Teterboro era Brunswick Aviation, que, según la sugerencia de Miguel, sería la que utilizaría el Learjet 55LR procedente de Colombia.

Durante una de sus visitas, Miguel fingió ser propietario de una avioneta, y estuvo hablando con el director de la Brunswick y los directores de otras dos compañías. De sus conversaciones sacó la conclusión de que, en cuanto a la carga de una avioneta, algunas áreas del aeródromo estaban más aisladas y propiciaban mayor intimidad que otras. La zona menos privada y más concurrida de llegada y estacionamiento era conocida como la Tabla, y estaba situada en el centro del campo, frente a la torre de control.

La zona más retirada, y considerada menos cómoda, estaba en la parte sur. No había el menor problema en reservar una plaza allí, pues así se despejaba un poco la densidad de la Tabla. Y además tenía una entrada muy cerca, que sólo se abría a requerimiento de alguna de las empresas de servicios de Teterboro.

Provisto de toda esa información, Miguel mandó un mensaje a Bogotá a través de su contacto del consulado colombiano en Nueva York, comunicando que el Learjet debía pedir plaza en la parte sur, cerca de la verja. Ese mismo día, antes de enterrar los teléfonos portátiles, había llamado a Brunswick Aviation pidiendo que tuvieran abierta la verja desde las 19.45 hasta las 20.15.

Miguel sabía, por sus conversaciones en el aeródromo, que dicha petición no era nada extraordinario. Algunos propietarios de aviones particulares preferían que los demás no se enteraran de los asuntos que llevaban entre manos, y los empresarios del aeródromo tenían fama de discreción. El director de una de las compañías incluso había descrito a Miguel un incidente relativo a un alijo de marihuana.

Advirtiendo la descarga de unos paquetes de aspecto sospechoso, el director había llamado a la policía, que había arrestado al traficante. Pero más adelante, el propietario de la avioneta, un cliente habitual de Teterboro, se había quejado airadamente de aquella intromisión en su vida privada, pues, según sus propias palabras, «suponía que ese aeródromo era discreto y fiable».

Cuando el coche fúnebre llegó a Teterboro, Miguel dirigió a Luis hacia la puerta del acceso sur. Aunque no pretendía eludir completamente los servicios de seguridad, creía que allí serían menos estrictos que en la entrada principal.

En el coche reinaba un tenso silencio desde su incidente con la policía. Pero cuando se les relajaron un poco los nervios, Socorro dijo a Miguel:

—¡Has estado magnífico*!

—Sí —la coreó Luis.

—Pues no bajéis la guardia —dijo Miguel, encogiéndose de hombros—, que no hemos terminado todavía.

Miró su reloj cuando llegaban a la entrada del campo de aviación: las 20.25. Llevaban media hora de retraso, y diez minutos con respecto al horario de la puerta que él mismo había pedido.

Cuando los faros del coche fúnebre iluminaron la verja, estaba cerrada con un candado. Del otro lado, la noche, ni un alma a la vista. Frustrado, Miguel pegó un puñetazo en el salpicadero y exclamó:

—¡Mierda!*

Luis se bajó del coche a inspeccionar el candado. Rafael se apeó del camión y se reunió con él, y luego se acercó a Miguel:

—Si quieres te lo parto en dos de un balazo —le dijo.

Miguel negó con la cabeza, preguntándose por qué no les estaría esperando allí uno de los pilotos del Learjet. En la oscuridad se distinguían varias avionetas estacionadas en el interior del campo, pero en ninguna de ellas se veía luz o actividad. ¿Se habría retrasado el vuelo? En todo caso, tendrían que pasar por la puerta principal de Brunswick Aviation.

—Volved al volante —ordenó a Rafael y Luis.

Cuando estaban dando la vuelta, se encontraron con el Plymouth Reliant. Evidentemente, Carlos había superado sin tropiezos el control de carretera. Tenía instrucciones de seguirles hasta la entrada del aeródromo y luego esperarles fuera hasta que salieran los dos vehículos fúnebres.

Al aproximarse al edifico de la Brunswick, muy iluminado, vieron que otra verja les impedía el paso. En la puerta de la garita de vigilancia había un guardia de seguridad de uniforme. Junto a él, un hombre alto con una incipiente calvicie, vestido de paisano, se inclinó a examinar el interior del coche fúnebre. ¿Un detective de la policía? Una vez más, Miguel notó que se le encogía el estómago.

El segundo hombre se adelantó. De mediana edad, probablemente unos cincuenta años, se movía con autoridad. Luis bajó su ventanilla y el otro le preguntó:

—¿Traen ustedes un envío especial para el señor Pizarro?

A Miguel le embargó una oleada de alivio. Era una contraseña preparada de antemano. Utilizando el código que se había aprendido de memoria, contestó:

—El cargamento está a punto y todos los papeles en orden.

—Soy su piloto —dijo el hombre. Hablaba con acento norteamericano—. Me llamo Underhill. ¡Es tardísimo, caray!

—Hemos tenido problemas.

—Pues no me los cuente. Ya tengo el plan de vuelo. Vamos. Dio la vuelta al coche e hizo una seña al guardia de la puerta, que les abrió. Evidentemente, no les registrarían. No tendrían que utilizar la elaborada historia que les había costado tantos sudores. Pero a Miguel no le importó en absoluto.

Iban apretadísimos los cuatro en el asiento delantero del coche fúnebre, pero lograron cerrar la portezuela. El piloto les indicó un carril de circulación interna delimitado por unas luces azules, por donde tomaron hacia la zona sur, seguidos por el camión GMC.

Ante ellos se alzaban varias avionetas. El piloto señaló el aparato más grande, el Learjet 55 LR. De la sombra del aparato emergió la figura de un hombre.

—Es Faulkner —les comunicó escuetamente Underhill—, mi copiloto.

En el costado izquierdo del Learjet se abría una escotilla, por la que asomaba una escalerilla que bajaba desde el fuselaje hasta el suelo. El copiloto penetró en el aparato y empezó a encender las luces.

Luis maniobró y colocó la parte trasera de su vehículo junto a la escalerilla para descargar. Del camión, que se detuvo a escasa distancia, bajaron Julio, Rafael y Baudelio.

Underhill preguntó al grupo congregado junto a la puerta del Learjet:

—¿Cuántos «vivos» van a viajar?

—Cuatro —respondió Miguel.

—Necesito sus nombres para el parte —dijo el piloto—. Y los nombres de los muertos. Aparte de eso, Faulkner y yo no queremos saber nada de ustedes ni de sus asuntos. Hemos contratado un servicio de transporte. Y nada más.

Miguel asintió. No le cabía duda de que los pilotos cobrarían una cantidad sabrosa por el vuelo de esa noche. Las rutas aéreas entre América del Norte y del Sur eran recorridas por tripulaciones de todas las nacionalidades que cobraban lo suyo por coquetear con la ley y jugarse el tipo. En cuanto a esos dos, a Miguel le daba igual su deseo de desentenderse del asunto. En cualquier caso, dudaba que les sirviera de nada. Si se metían en verdaderos problemas, los pilotos tendrían que compartirlos con ellos.

Bajo la supervisión del copiloto, Rafael, Julio, Luis y Miguel izaron el primer ataúd, que contenía a Jessica, al interior del pequeño reactor. Les costó trabajo hacerlo pivotar por la abertura del fuselaje, pues apenas les quedaban unos centímetros de hueco por los lados. En el interior, habían quitado los asientos del costado de estribor. Había unas correas para asegurar la carga —en este caso, los ataúdes—, sujetas a unas abrazaderas en el suelo y el techo.

Cuando terminaron de cargar el primer ataúd, el camión ocupaba el lugar del coche fúnebre junto al aparato. Introdujeron los otros dos ataúdes con más habilidad y después, Miguel, Baudelio, Socorro y Rafael embarcaron y los tripulantes cerraron la escotilla. Nadie se entretuvo en despedidas. Cuando Miguel se sentó y miró por la ventanilla, las luces de los dos vehículos ya se estaban alejando.

Mientras el copiloto afianzaba los ataúdes con las correas, el piloto empezó a accionar clavijas en la cabina de mando y los motores se pusieron a zumbar. El copiloto se instaló en su puesto y se oyó el grito de la radio cuando conectó con la torre de control. Poco después estaban rodando por la pista.

Baudelio se puso a conectar la terminal de su equipo médico a los ataúdes. Siguió trabajando mientras el reactor despegaba, se elevaba en ángulo agudo hacia el cielo y ponía rumbo al sur, hacia Florida.

En tierra quedaban algunas tareas que terminar.

Cuando el coche fúnebre y el camión GMC salieron del aeródromo, Carlos, que les estaba esperando fuera, se colocó con el Plymouth detrás de la comitiva y siguió al coche fúnebre hasta Paterson, a unos veinte kilómetros de allí. Entonces Luis se dirigió al aparcamiento de una modesta casa de pompas fúnebres que habían elegido previamente al azar y aparcó allí su vehículo. Dejó las llaves puestas, se metió rápidamente en el Plymouth, con Carlos, y se fueron juntos.

Tal vez a la mañana siguiente el propietario de la funeraria tuviera algún problema de conciencia, dudando entre llamar a la policía o esperar a ver qué ocurría con el aparente regalo de un lujoso coche fúnebre. Fuera como fuese, Carlos, Luis y los demás ya no estarían allí para verlo.

Desde Paterson, Carlos y Luis recorrieron doce kilómetros hacia el norte, hasta Ridgewood, detrás de Julio con el camión GMC. Lo dejaron junto al local de un comerciante de vehículos usados, que a esa hora de la noche se encontraba cerrado. Era posible que un camión casi nuevo, que nadie reclamaba, fuera finalmente absorbido por la empresa, sin que nadie llegara a dar parte de su existencia.

Los otros dos recogieron a Julio en un punto acordando de antemano, y el trío regresó por última vez a Hackensack. Una vez allí, Julio se montó en el Chevrolet Celebrity y Luis en el Ford Tempo. Y los tres se dispersaron sin más dilación.

Dejarían los coches en lugares muy alejados entre sí, con las puertas sin cerrar y las llaves puestas, esto último con la esperanza de que alguien los robara, borrando toda conexión de los automóviles con el secuestro de la familia Sloane.