12

El plan de rescate de Nueva Esperanza ya estaba listo.

El viernes por la tarde resolvieron los últimos detalles y terminaron de reunir el equipo que les faltaba. El sábado, al alba, Partridge y su equipo embarcarían en una avioneta, rumbo a la provincia de San Martín, junto al río Huallaga.

Desde que averiguó la localización de los rehenes, el miércoles de esa misma semana, Partridge se debatía de impaciencia. Tuvo el impulso de partir de inmediato, pero los argumentos de Fernández Pabur, más su propia experiencia, le convencieron para esperar.

—La selva puede ser una aliada, pero también una enemiga —le señaló Fernández—. Por ella no se puede ir de paseo, como por una ciudad. Tendremos que pasar una noche en la jungla, como mínimo, tal vez dos, y debemos llevar algunas cosas imprescindibles para la supervivencia. También hemos de elegir cuidadosamente algún medio de transporte, con una persona digna de confianza. Que nos lleve y luego regrese a recogernos, todo bien coordinado, en los plazos acordados. Nos harán falta dos días para los preparativos, y aún así, es muy justo.

El «nosotros» indicó desde el principio que el eficaz colaborador estaba dispuesto a formar parte de la expedición.

—Me necesitaréis —declaró simplemente—. He ido muchas veces a la selva. La conozco bien.

Como Partridge se sintió obligado a señalar que correrían muchos riesgos, Pabur se encogió de hombros.

—La vida en sí misma es un riesgo. Hoy día, en mi país, levantarse cada mañana es uno de ellos.

La cuestión más delicada era encontrar una avioneta. Fernández desapareció durante parte de la mañana del jueves y a la vuelta condujo a Partridge y Rita a una edificación de ladrillo de una sola planta, no muy lejos del aeropuerto de Lima. La construcción albergaba varias oficinas pequeñas. Se dirigieron a una de ellas, que ostentaba el rótulo «ALSA-AEROLIBERTAD S. A.». Fernández les precedió y presentó a sus acompañantes al dueño del servicio de aerochárter, también piloto, Oswaldo Zileri.

Zileri, con la treintena bien cumplida, tenía buen aspecto y una constitución física atlética. Su actitud era reservada, aunque formal y directa.

—Si no he entendido mal, pretende usted hacer una visita sorpresa a Nueva Esperanza y eso es todo lo que debo y deseo saber —dijo el piloto a Partridge.

—Exactamente —repuso Partridge—. Pero hay una cosa más: esperamos embarcar a otros tres pasajeros en el viaje de vuelta.

—Iremos en un Cheyenne II. El aparato lleva dos tripulantes y tiene plazas para siete pasajeros. Es asunto suyo cómo los distribuya. Bien. Ahora podemos hablar de dinero, si le parece.

—Eso conmigo —intervino Rita—. ¿Cuál es el precio?

—¿Me pagará en dólares USA? —inquirió Zileri.

Rita asintió.

—Bueno, por cada trayecto serán mil cuatrocientos dólares. Si hay que esperar en destino, volando en círculo o lo que sea, se paga un recargo. Además, por cada aterrizaje en la zona de Nueva Esperanza, que es territorio de droga controlado por Sendero Luminoso, se carga un suplemento de peligrosidad de cinco mil dólares. Necesito un depósito de seis mil dólares en efectivo antes del sábado.

—De acuerdo —respondió Rita—. Lo necesito todo por escrito, original y copia. Se lo firmaré y me quedaré una copia.

—Se lo daré antes de que se vayan. ¿Quieren algún detalle técnico sobre mi compañía?

—Pues, sí —dijo Partridge por cortesía.

Con tono de orgullo, Zileri les recitó de memoria la lección:

—El Cheyenne II, tenemos tres, es un bimotor de hélice. Es un aparato muy seguro, capaz de aterrizar en un espacio muy reducido, detalle importante en la selva. Todos nuestro pilotos, incluido yo, hemos sido adiestrados en los Estados Unidos. Conocemos todas las regiones de Perú y las balizas aéreas, civiles y militares. Los controladores también nos conocen a nosotros. Por cierto, en este viaje les llevaré yo personalmente.

—Estupendo —reconoció Partridge—. También nos convendría algún consejo.

—Fernández me lo ha dicho —dijo Zileri, dirigiéndose a una mesa cartográfica donde había desenrollado un mapa a gran escala de la parte meridional de la provincia de San Martín.

Los otros le siguieron.

—Supongo que quieren aterrizar a cierta distancia de Nueva Esperanza para no despertar sospechas.

—Supone usted bien —asintió Partridge.

—Entonces, en el viaje de ida, propongo que aterricemos aquí —dijo Zileri señalando un punto del mapa con un lápiz.

—¿Eso no es una carretera?

—Sí, es la pista principal de la selva, pero tiene muy poca circulación. Además, los narcotraficantes la han ensanchado, asfaltándola en algunos puntos para que aterricen sus avionetas. Ya he aterrizado allí otras veces. —Partridge se preguntó con qué propósito. ¿Transportando droga o traficantes? Sabía que en Perú había pocos servicios aéreos que no estuvieran implicados en el tráfico de drogas, aunque fuera a nivel muy secundario.

—Antes de tomar tierra —continuó Zileri— comprobaremos que no haya nadie circulando por la carretera. Desde allí sale un camino hacia Nueva Esperanza.

—Tengo un mapa de ese camino —intervino Fernández.

—Bueno. Y en cuanto a la vuelta con sus nuevos pasajeros… —dijo Zileri— ya lo hemos discutido Fernández y yo, y les sugiero lo siguiente…

—Adelante —le alentó Partridge.

Siguieron hablando y discutiendo, confirmando algunos puntos e ideando otros.

Había tres sitios posibles de recogida. En primer lugar, la misma carretera donde habían previsto aterrizar. Segundo, la pista de aterrizaje de Sión, adonde se podía llegar por el río desde Nueva Esperanza y recorriendo luego seis kilómetros a pie por la selva. Y tercero, una pequeña pista de aterrizaje que utilizaban los narcotraficantes, casi desconocida, a mitad de camino entre las otras dos y a la que también se llegaba por el río.

Fernández explicó el motivo de la diversidad de opciones:

—No sabemos qué pasará en Nueva Esperanza. Ni cuál será el camino menos peligroso o más fácil para escapar.

La avioneta que fuera a recogerles podía sobrevolar los tres puntos en busca de alguna señal desde tierra. El grupo expedicionario llevaría un lanza-bengalas con bengalas rojas y verdes. El verde significaría: Puede aterrizar tranquilamente, no hay problema. Y el rojo: Aterrice rápido. Peligro.

Convinieron en que si el piloto advertía tiroteos o ametralladoras en tierra en las inmediaciones, no aterrizaría y regresaría a Lima.

Como no sabían exactamente el momento en que necesitarían que les recogieran, iría una avioneta el domingo por la mañana, a las ocho, y si no recibía ninguna señal volvería otra el lunes a la misma hora. A partir de ahí, todo quedaría en manos de Rita, que permanecería en Lima durante la expedición, en contacto con Nueva York, cuestión que Partridge consideraba esencial.

Cuando terminaron de coordinar los planes, firmaron el contrato Rita, en nombre de la CBA-News, y Oswaldo Zileri. Mirando a los ojos a Partridge, el piloto le dijo:

—Cumpliremos con nuestra parte del plan y haremos todo lo posible por usted.

Partridge tuvo la sensación que así sería.

Tras ultimar los detalles del vuelo, todo el grupo de la CBA se reunió con Harry Partridge en el hotel César, para determinar quiénes irían a Nueva Esperanza. Había ya tres candidatos definitivos: Partridge, Minh Van Canh, puesto que era esencial la presencia de un buen cámara, y Fernández Pabur. Como debían prever espacio para tres pasajeros más a la vuelta, sólo otra persona podía acompañarles.

La elección era entre Bob Watson, el montador de vídeo, el ingeniero de sonido, Ken O’Hara, o Tomás, su silencioso guardaespaldas.

Fernández abogaba por Tomás, argumentando:

—Es fuerte y sabe pelear.

—¡Lléveme a mí, Harry! —decía Bob Watson, fumando uno de sus puros apestosos—. Si hay follón, sé valerme solito. Lo demostré en los disturbios de Miami.

—Yo tengo verdaderas ganas de ir —se limitó a decir O’Hara.

Al final, Partridge eligió a O’Hara, porque le conocía bien, le había demostrado que sabía reaccionar en situaciones de tensión y era un hombre de recursos. Además, aunque no se llevarían el equipo de sonido —Minh usaría una Betacam con la grabadora de sonido incorporada—, Ken O’Hara era muy hábil con cualquier artilugio mecánico, cualidad siempre muy útil.

Partridge dejó a Fernández la tarea de organizar la cuestión del material, que fueron acumulando en el hotel, bajo su dirección: hamacas ligeras, mosquiteras y repelente para insectos, alimentos deshidratados para dos días, botellas de agua, tabletas para esterilizar el agua, machetes, brújulas, binoculares, bolsas de plástico. Como cada cual llevaría su propio equipo en una mochila, hubo que ajustar las necesidades al peso.

Fernández insistió en que cada cual portara un arma y Partridge aceptó. En realidad, algunas veces, los equipos de televisión iban armados en ciertas misiones en el extranjero, aunque no exhibían sus armas. Las emisoras no alentaban ni condenaban tal práctica, y dejaban la elección al buen criterio del equipo. En ese caso, la necesidad parecía ineludible, con la particularidad de que los cuatro habían tenido experiencia con armas de fuego en algunas ocasiones de su carrera.

Partridge decidió llevar su Browning de nueve milímetros con silenciador. También llevaba un cuchillo Fairburn Commando, que le había regalado un comandante de las SAS británicas.

Minh, que había de llevar la cámara además de un arma, pidió una potente pero muy ligera. Fernández le comunicó que podía conseguir un subfusil ametrallador israelí UZI. O’Hara dijo que le daba igual; le tocó un fusil automático norteamericano, un M-16. Por lo visto, en Lima se podía comprar toda clase de armas sin tener que dar explicaciones.

Desde el miércoles en que supo que su destino era Nueva Esperanza, Partridge se preguntaba si debía informar a las autoridades peruanas, en concreto a las fuerzas antiterroristas. El jueves acudió incluso a consultárselo a Sergio Hurtado, su colega de la radio que le había aconsejado que no buscara apoyo en las fuerzas armadas ni la policía. Durante su primera entrevista en Lima, Sergio le había dicho: «Evita su colaboración, porque no son de fiar, si es que lo fueron alguna vez. A la hora de asesinar y torturar, no son mejores ni menos despiadados que Sendero Luminoso».

A título confidencial, Partridge informó a Sergio de las últimas novedades y le preguntó si seguía aconsejándole lo mismo.

—Por supuesto, y más, si cabe —le respondió Sergio—. En este tipo de situaciones, las fuerzas gubernamentales emplean siempre un gran despliegue armamentístico. No quieren arriesgarse. Se cargan a todo el mundo, inocentes y culpables, y después hacen las preguntas. Luego, si se les acusa de haber matado sin discriminación, dicen: «¿Cómo íbamos a advertir la diferencia? Era su vida o la nuestra».

Partridge recordó que el general Raúl Ortiz le había dicho poco más o menos lo mismo.

—Y además —prosiguió Sergio—, te estás jugando la vida en esa expedición.

—Ya lo sé —admitió Partridge—. Pero no tengo otra alternativa.

Era a primera hora de la tarde. Durante los últimos minutos, Sergio jugueteaba con un papel de su mesa. Al final le preguntó:

—¿Te había llegado alguna noticia antes de venir a verme, Harry? Quiero decir hoy.

Partridge negó con la cabeza.

—Entonces, lamento mucho tener que comunicarte ésta. —Le tendió la hoja—. Ha llegado poco antes que tú.

Era un despacho de la agencia Reuters que describía la recepción de los dedos de Nicholas Sloane en las oficinas de la CBA de Nueva York, y la pena desconsolada de su padre.

—¡Oh, Dios mío…!

Partridge sintió que le invadía una oleada de angustia y reproche. Se lamentaba de no haber emprendido antes su acción.

—Me imagino lo que estarás pensando —le dijo Sergio—. Pero no había medio de evitarlo, con la limitación de tiempo y la escasa información de que disponías.

Partridge le dio la razón mentalmente. Pero sabía que durante mucho tiempo le atormentarían las cavilaciones acerca de la lentitud de sus progresos.

—Ya que estás aquí, Harry, una cosa más. ¿Verdad que tu compañía, la CBA, pertenece a Globanic Industries?

—Sí.

El periodista abrió un cajón del que sacó varias hojas prendidas con un clip.

—Tengo muy diversas fuentes de información y una de ellas, acaso te sorprenda, es Sendero Luminoso. Me odian, pero me utilizan. Sendero Luminoso tiene simpatizantes e informadores en muchos sitios y uno de ellos me ha mandado esto hace poco, esperando que lo difunda.

Partridge cogió los papeles y empezó a leer.

—Como verás —le dijo Sergio—, afirma que existe un acuerdo entre Globanic Financial Services —otra de las filiales de Globanic Industries— y el gobierno peruano. Se trata de una operación financiera de canje. —Partridge sacudió la cabeza:

—La verdad es que no es mi especialidad.

—Pues tampoco es tan complicado. Como parte del trato, Globanic recibirá una inmensa extensión de territorio, incluyendo dos importantes zonas turísticas, por un precio irrisorio. A cambio, Globanic condonará parte de la deuda externa de Perú, que ha adquirido por una miseria.

—¿Y la operación es legal?

Sergio se encogió de hombros:

—Digamos que bordea el límite, pero sí, es probable que sea legal. Lo más significativo es que para Globanic es un negocio redondo y para el pueblo peruano, un expolio.

—Si lo crees así —le preguntó Partridge—, ¿por qué no lo has publicado?

—Pues por dos motivos. En primer lugar, nunca acepto nada procedente de Sendero Luminoso sin confirmar, y quería asegurarme de que la información es cierta. Ya lo he hecho y lo es. Y en segundo lugar, para que Globanic obtenga una perita en dulce como ésta, tiene que haber sobornado a algún miembro de la administración. Estoy investigándolo y tengo intención de revelarlo la semana próxima.

Partridge señaló los papeles:

—¿Podrías darme una copia?

—Quédate esos mismos, tengo otra copia.

Al día siguiente, viernes, Partridge pensó que necesitaba comprobar otra cosa antes de ponerse en marcha el sábado. Cabía la posibilidad de que alguien más hubiera averiguado el número de teléfono que había conducido al grupo de la CBA al piso de la calle Huancavelica, domicilio del exmédico llamado Baudelio, y en el presente, de Dolores. En tal caso, era probable que alguien más conociera la importancia de Nueva Esperanza.

Como le había explicado Don Kettering por teléfono el miércoles por la noche, el FBI tuvo acceso a los teléfonos portátiles descubiertos en Hackensack poco después que el grupo de la CBA-News. Por tanto, parecía probable que el FBI investigara las llamadas realizadas desde esos aparatos y hubiera averiguado el número de Lima que le había dado Kettering. A partir de ahí, el FBI podía haber pasado la información a la CIA, aunque tampoco era seguro, porque la rivalidad entre las dos agencias era notoria. Por otra parte, el FBI podía haber pedido a algún organismo de la administración peruana que investigara ese número de teléfono.

A petición de Partridge, Fernández efectuó otra visita a Dolores el viernes por la tarde. La encontró ebria, pero lo bastante serena para asegurarle que no había ido nadie a su piso a hacerle preguntas. Así pues, por el motivo que fuera, nadie aparte de la CBA había seguido la pista del número telefónico.

Por último, esa misma tarde se enteraron por la radio limeña de la trágica noticia del asesinato de Angus Sloane y el envío de su cabeza a la embajada norteamericana en Lima.

En cuanto se enteraron, Partridge se presentó allí con Minh Van Canh y envió un reportaje vía satélite para el boletín nacional de noticias de la noche. Para entonces ya habían llegado muchos compañeros suyos de otros medios, pero Partridge logró eludir toda conversación con ellos.

El hecho era que la horrible muerte del padre de Crawf pesaba como una losa sobre la conciencia de Partridge, tanto como la amputación de los dedos del niño. Se decía que su viaje a Perú para rescatar a los tres rehenes ya era un fracaso en ese momento.

Más tarde, al acabar su cometido, Partridge regresó al hotel César y se pasó la noche tumbado en la cama, despierto, solo y desanimado.

A la mañana siguiente, se levantó una hora antes de que amaneciera con intención de ultimar dos detalles. El primero era redactar un sencillo testamento de su puño y letra y el otro mandar un telegrama. Poco después, durante el trayecto al aeropuerto en la furgoneta de alquiler, pidió a Rita que firmara como testigo de su testamento y se lo confió. También le pidió que mandara el telegrama a Oakland, California.

Hablaron también de la operación de canje entre la Globanic y el gobierno peruano que Sergio Hurtado había comentado con Partridge.

—Creo que cuando lo hayas leído, habría que mandarle una copia a Les Chippingham. Pero como no tiene nada que ver con nuestra misión actual, no tengo previsto utilizar esa información, aunque la difunda Sergio la próxima semana. —Sonrió—: Supongo que es lo menos que podemos hacer por la Globanic, puesto que es quien nos da de comer.

La avioneta Cheyenne II despegó en el sereno aire crepuscular de Lima sin incidente. Setenta minutos más tarde, el aparato llegaba a la región en que debían desembarcar Partridge, Minh, O’Hara y Fernández.

Había ya luz suficiente y distinguieron la carretera a sus pies. Estaba desierta: sin coches, camiones, ni ningún otro signo de actividad humana. A ambos lados, la selva lo cubría todo como un inmenso manto verde. Apartando brevemente la cabeza de los controles, el piloto Oswaldo Zileri comunicó a sus pasajeros:

—Vamos a aterrizar. Prepárense para desembarcar rápidamente. No quiero permanecer en tierra ni un segundo más de lo imprescindible.

Luego inició un giro pronunciado, se alineó con la carretera, tomó tierra en la parte más ancha y se detuvo tras rodar por ella una distancia asombrosamente corta. Lo más aprisa que pudieron, los cuatro pasajeros descendieron, cargados con sus mochilas y su equipo, y un momento después la Cheyenne II se preparaba para el despegue.

—¡Vayamos a cubierto! —apremió Partridge a los otros tres, y se encaminaron hacia el sendero de la jungla.