14

La reunión del grupo especial de la CBA, interrumpida esa mañana por el escalofriante suceso de White Plains, no se reanudó hasta después de la primera emisión del boletín nacional de noticias de la tarde del sábado. Eran las 19.10 y los miembros del grupo ya habían cancelado resignadamente sus planes para ese fin de semana. Se dice que los reporteros de televisión, con su horario irregular, sus largas ausencias de casa y la imposibilidad de llevar una vida social estable produce uno de los índices más altos de divorcio entre profesiones.

Instalado una vez más a la cabecera de la mesa de juntas, Harry Partridge estudiaba a los demás: Rita, Norman Jaeger, Iris Everly, Karl Owens y Teddy Cooper. La mayoría parecían cansados; Iris, por una vez, no estaba inmaculada: tenía el pelo desarreglado y una mancha de tinta en su blusa blanca. Jaeger, en mangas de camisa, se balanceaba en su silla, con los pies encima de la mesa.

La sala en sí estaba patas arriba, con las papeleras rebosantes, los ceniceros llenos, tazas de café vacías por todas partes y un sembrado de periódicos por el suelo. El precio de tener cerrada la puerta de su departamento era que los empleados de la limpieza no podían entrar. Rita recordó que tendría que ocuparse de resolver aquello antes del lunes por la mañana.

Los tablones de «Sucesión de acontecimientos» y «Varios» habían engordado notablemente. La contribución más reciente era un resumen de la catástrofe de esa mañana en White Plains, mecanografiado por Partridge. Aunque, por desgracia, seguía sin haber nada concluyente sobre la identidad de los secuestradores o el paradero de las víctimas.

—¿Algo que comentar? —preguntó Partridge.

Jaeger puso los pies en el suelo, acercó su silla a la mesa y levantó una mano.

—Adelante, Norm.

El veterano realizador empezó a hablar con su estilo pausado y formal.

—Me he pasado la mayor parte del día telefoneando a Europa y Oriente Medio: a los jefes de nuestras filiales, corresponsales, colaboradores, contactos… les he preguntado si se habían enterado de algo nuevo o desacostumbrado respecto a actividades terroristas; si había signos peculiares de movimiento entre las bandas armadas; o si había desaparecido recientemente de la circulación algún grupo terrorista; y en tal caso, si era posible que estuviera en los Estados Unidos.

Jaeger hizo una pausa para hojear sus notas y prosiguió:

—Hay algunas respuestas medio afirmativas. Un grupo entero de Hezbollah desapareció de Beirut hace un mes y no ha vuelto a saberse nada de él. Pero los rumores lo sitúan en Turquía, planeando un nuevo ataque contra los judíos, y tengo la confirmación de Ankara de que les está buscando la policía turca, pero sin pruebas. Podrían estar en cualquier parte.

»Se dice que las FARL —Facciones revolucionarias armadas libanesas— tienen gente en movimiento, pero tres informes distintos, incluyendo uno de París, las sitúan en Francia. De nuevo, sin pruebas. Abu Nidal ha desaparecido de Siria, y se cree que está en Italia, tramando alguna de las suyas con las Brigadas Rojas y la Jihad islámica. —Jaeger levantó las manos—: Todos esos sinvergüenzas son como sombras escurridizas, aunque mis fuentes eran fiables en el pasado.

Leslie Chippingham entró en la sala de juntas, seguido al poco rato por Crawford Sloane. Se sentaron en torno a la mesa con los demás. Como los presentes guardaban silencio, el director de informativos les rogó:

—Continuad, por favor.

Mientras Jaeger proseguía, Partridge observó a Sloane, y el presentador le pareció un espectro, más pálido y demacrado que el día anterior, aunque no era sorprendente con el rumbo que estaban tomando los acontecimientos.

—El espionaje periodístico informa sobre otros movimientos terroristas aislados. No voy a importunaros con más detalles, salvo que, al parecer, se centran en Europa y Oriente Medio. Más importante, mis contactos creen que no se ha producido ningún movimiento terrorista, y menos todavía en número considerable, hacia los Estados Unidos o Canadá. Dicen que si se hubiera producido, sería muy raro que no hubiera constancia de ello. Pero les he pedido a todos que sigan atentos y me notifiquen cualquier novedad.

—Gracias, Norm. —Partridge se volvió hacia Karl Owens—. Sé que has estado indagando por el sur, Karl. ¿Alguna pista?

—Nada de particular. —El realizador no necesitaba hojear sus notas acerca de sus llamadas telefónicas. Típico de su precisa metodología, había resumido cada llamada en una ficha con su clara caligrafía, y las tenía ordenadas en un pequeño fichero.

—He hablado con la misma clase de contactos que Norm, haciéndoles preguntas similares, pero en Managua, San Salvador, La Habana, La Paz, Buenos Aires, Tegucigalpa, Lima, Santiago, Bogotá, Brasilia y Ciudad de México. Como siempre, hay bastante actividad terrorista en casi toda esa zona, y existen informes acerca de sus movimientos; están cruzando fronteras de un lado para otro sin parar. Pero nada que encaje con el tipo de banda que andamos buscando. Aunque estoy investigando una pista concreta…

—A ver —dijo Partridge—. Aunque sea una conjetura.

—Bueno, se refiere a un colombiano llamado Ulises Rodríguez.

—Un terrorista particularmente sanguinario —dijo Rita—. He oído que lo llaman el Abu Nidal de Latinoamérica.

—Sí, señora —coincidió Owens—, y por lo visto ha intervenido en varios secuestros en Colombia. Aquí no han tenido mucha prensa, pero allí se realizan casi a diario. Bueno, pues hace tres meses, Rodríguez desapareció de Bogotá, según todos los rumores, su última residencia conocida. Los más enterados están convencidos de que está actuando en alguna parte. Se rumoreaba que podía estar en Londres, pero dondequiera que esté, ha conseguido pasar inadvertido desde el mes de junio.

Owens se calló y luego señaló una de sus fichas:

—Otra cosa: siguiendo una corazonada he telefoneado a Washington, a un contacto que tengo en el departamento de Inmigración, y le he dado el nombre de Rodríguez. Algo más tarde ha vuelto a llamarme y me ha dicho que hace tres meses, que es más o menos la época en que Rodríguez desapareció, la CIA advirtió a Inmigración que era posible que ese individuo intentara entrar en los Estados Unidos por Miami. Hay una orden federal de arresto contra él, y tanto el departamento de Inmigración de Miami como los funcionarios de aduanas declararon la alerta roja. Pero el tío no apareció.

—O logró pasar sin ser detectado —añadió Iris Everly.

—Es posible. También puede haber entrado por otro punto, tal vez desde Londres, si el rumor que he mencionado fuera cierto. Hay otra cosa respecto a él. Rodríguez estudió inglés en Berkeley y lo habla sin acento… o mejor dicho, con un perfecto acento norteamericano. Lo que quiero decir es que puede dar el pego perfectamente.

—Esto se está poniendo interesante —dijo Rita—. ¿Algo más?

—Sí —dijo Owens.

Todos los reunidos en torno a la mesa escuchaban con gran interés y Partridge pensó que sólo los profesionales del periodismo podían comprender cuánta información se podía recabar a través de los contactos y las llamadas telefónicas insistentes.

—Muy poca cosa: otro dato sobre Rodríguez —dijo Owens— además de lo que ya os he contado: se licenció en Berkeley en la promoción del 72.

—¿Hay alguna foto suya? —preguntó Partridge.

Owens negó con la cabeza.

—Se lo he pedido a Inmigración, pero sin éxito. Dicen que no existen fotos, ni siquiera en la CIA. Rodríguez ha sido muy precavido. Sin embargo, tal vez hayamos tenido suerte.

—¡Por los clavos de Cristo, Karl! —protestó Rita—. Si piensas actuar como un novelista, prosigue con tu historia.

Owens sonrió. Su modo personal de actuar era concienzudo, laborioso y paciente. Le funcionaba bien y no tenía intención de modificarlo por Abrams ni por nadie.

—Con la información sobre Rodríguez he telefoneado a nuestras oficinas de San Francisco y les he pedido que enviaran a alguien a Berkeley a husmear. —Miró a Chippingham—: He dado tu nombre, Les. He dicho que nos habías concedido prioridad absoluta.

El director de informativos asintió y Owens continuó.

—Han mandado a Fiona Gowan, una antigua alumna de Berkeley, que conoce bien los entresijos de la Universidad. Fiona tuvo suerte, sobre todo por ser sábado y, lo creáis o no, encontró a un profesor de la Facultad de Letras, del departamento de inglés, que recuerda a un tal Rodríguez de la promoción del 72.

—Nos lo creemos.

Rita suspiró, con un tono que quería decir: ¡Termina!

—Por lo visto, Rodríguez era un solitario y no tenía demasiados amigos. Además, el profesor recuerda que el tal Rodríguez tenía fobia a las cámaras y no permitía que se le hicieran fotos. El Daily Cal, el periódico universitario, quiso sacarle una foto con un grupo de estudiantes extranjeros: él se negó. Al final, el asunto se convirtió en motivo de chanzas, así que un compañero suyo con buenas dotes para el dibujo le hizo un retrato al carbón sin decir nada a Rodríguez. Cuando el artista le mostró su dibujo, Rodríguez se puso furioso. Luego se empeñó en comprarle el retrato y le ofreció una suma astronómica por él. Pero lo más divertido es que el artista ya había hecho una docena de copias, que había repartido entre los amigos. Rodríguez no llegó a enterarse.

—Y esas copias… —empezó Partridge.

—Ahora voy, Harry. —Owens sonrió, resistiéndose a que le metieran prisa—. Fiona regresó a San Francisco y se ha pasado la tarde colgada del teléfono. Ha sido una tarea ardua, porque la promoción del 72 de Berkeley tenía trescientos ochenta y ocho alumnos. De todos modos, ha conseguido el nombre y el teléfono particular de algunos exalumnos, y éstos, a su vez, le han dado alguno más. Poco antes de reunirnos me ha llamado y me ha dicho que ha localizado una de las copias del retrato y que mañana la tendrá en su poder. En cuanto llegue, la oficina de San Francisco nos la transmitirá.

Hubo un murmullo de aprobación alrededor de la mesa.

—Buen trabajo —dijo Chippingham—. Dale las gracias a Fiona de mi parte.

—No obstante —señaló Owens—, no debemos sacar las cosas de quicio. De momento sólo tenemos una coincidencia, y la mera suposición de que Rodríguez pueda tener algo que ver con el secuestro. Además, ese dibujo es de hace veinte años.

—La gente no cambia tanto, ni siquiera en veinte años —dijo Partridge—. Podríamos enseñar el dibujo a los testigos de Larchmont, por si alguno recuerda haberle visto. ¿Algo más?

—La oficina de Washington ha estado indagando —dijo Rita—. Dicen que el FBI no tiene nada nuevo. Sus expertos en explosivos están trabajando con los restos de la furgoneta Nissan de White Plains, pero no tienen demasiadas esperanzas. Como dijo Salerno en el noticiario del viernes, en los casos de secuestro, el FBI depende de que los secuestradores den señales de vida.

Partridge miró hacia el otro extremo de la mesa:

—Lo siento, Crawf, pero, al parecer, esto es todo lo que tenemos.

—Aparte de la idea de Teddy —le recordó Rita.

—¿Qué idea? —dijo Sloane fríamente—. No me habíais dicho nada.

—Es mejor que te lo explique Teddy —dijo Partridge, haciéndole un gesto al joven británico que compartía la mesa con ellos y se esponjó cuando todas las miradas convergieron en él.

—Es un procedimiento para averiguar dónde se escondían los secuestradores, señor S. Aunque a estas horas, estoy seguro de que ya habrán volado.

—¿Y de qué nos va a valer si ya se han ido? —preguntó Chippingham.

—Da igual —exclamó Sloane con impaciencia—. Quiero saber de qué se trata.

Pese a su intervención, Cooper respondió primero a Chippingham:

—Por las pistas, señor C. Siempre cabe la posibilidad de que la gente deje pistas que expliquen quiénes son, de dónde vienen e incluso a dónde se han ido.

Participando a los demás sus observaciones, Cooper repitió la proposición que había hecho esa mañana a Rita y Partridge. Describió sus suposiciones sobre el tipo de propiedad que podía haber albergado a los secuestradores y su ubicación; su opinión de que los secuestradores podían haber conseguido su base a través de los anuncios inmobiliarios de la prensa; su pretensión de examinar los anuncios por palabras de los últimos tres meses localizados dentro de la zona delimitada por un radio de cincuenta kilómetros desde Larchmont. El objetivo de su investigación era acercarse al máximo a la descripción teórica del cuartel general de los secuestradores. Realizaría el trabajo un equipo de jóvenes, contratados especialmente, en bibliotecas, hemerotecas y las oficinas de los periódicos. Más tarde, ese mismo grupo investigaría, bajo su propia supervisión, las posibles localizaciones resultado de su investigación.

—Admito que es muy ambicioso… —terminó Cooper.

—Yo diría que más que eso —dijo Chippingham.

Durante su explicación había empezado a fruncir el entrecejo, frunciéndolo cada vez más, hasta que salió a relucir la cuestión de contratar personal eventual.

—¿Cuántas personas harían falta?

—Lo he estado calculando —dijo Rita—. En esa zona hay unas ciento sesenta publicaciones, entre diarios y semanarios. Las bibliotecas no guardan ejemplares más que de unos cuantos de ellos, así que habría que desplazarse a las oficinas de los demás a investigar en los archivos. Todo ello, más leer todos los anuncios de estos tres meses, tomando notas, sería una tarea de titanes. Pero si vale realmente la pena, habría que darse prisa.

—¿Quién —cortó Chippingham— va a responder a mi pregunta? ¿Cuántas personas?

—Yo calculo que unas sesenta —contestó Rita—. A las órdenes de unos responsables.

Chippingham se dirigió a Partridge:

—Harry, ¿tú recomendarías seriamente algo así?

Su tono insinuaba: ¡No te habrás vuelto loco!

Partridge vaciló. Compartía las dudas de Chippingham. Esa mañana, durante su regreso de White Plains, había tachado mentalmente la idea de Teddy de plan atolondrado; desde entonces no había cambiado de opinión. Luego reflexionó: algunas veces era positivo tomar decisiones extrañas, incluso a largo plazo.

—Sí, Les —repuso—, lo apruebo. Opino que debemos intentarlo todo. En este momento no nos sobran opciones.

A Chippingham no le hizo ninguna gracia su respuesta. Le preocupaba la idea de contratar a sesenta personas, pagar sus gastos de desplazamiento y demás, durante varias semanas quizás, sin mencionar las tareas de supervisión que había citado Rita. Esa clase de contratos siempre ascendían a unas sumas astronómicas. Por supuesto, durante la época dorada de absoluta libertad de los informativos de televisión, no lo habría dudado un momento. Ni él ni nadie. Pero el edicto de Margot Lloyd-Mason acerca del grupo de investigación sobre el secuestro resonaba en sus oídos: «No quiero que nadie… se ponga a gastar dinero a manos llenas… No se emprenderá actividad alguna que supere el presupuesto sin mi previa conformidad».

Bueno, pensó Chippingham, quería encontrar a Jessica, el niño y el viejo Sloane tanto como cualquier otro y, si hacía falta, discutiría con Margot el tema de la financiación. Pero tendría que ser sobre una base más firme que esa especie de chaladura de aquel inglesito arrogante.

—Harry, esto voy a vetarlo, al menos de momento —dijo Chippingham—. Sencillamente, no creo que tenga las probabilidades de éxito suficientes para justificar tal esfuerzo.

Supuso que si los demás se enteraban de la parte de su argumentación relativa a Margot le llamarían cobarde. Bueno, pues le daba igual: tenía muchos problemas, entre otros el de no perder su puesto de trabajo, y ellos no lo sabían.

—Les, yo creo… —empezó Jaeger.

—Déjame hablar a mí, Norm —le interrumpió Crawford Sloane.

Jaeger se calló y el presentador endureció el tono:

—Eso de que no justificaría el esfuerzo. Les, no significará que no quieres gastarte ese dinero, ¿verdad?

—Exacto, ya sabes que todo se reduce a lo mismo. Pero en este caso, es una llamada a la sensatez. El plan me parece descabellado.

—Tal vez tengas otro mejor.

—Pues en este momento, no.

—Entonces —prosiguió Sloane, glacialmente—, te voy a hacer una pregunta y me gustaría que la respuesta fuera sincera. ¿Ha decretado Margot Lloyd-Mason una congelación de gastos?

—Hemos discutido el presupuesto —contestó Chippingham, incómodo—, nada más. ¿Podemos hablar tú y yo a solas?

—¡No! —gritó Sloane, levantándose y encarándose a Chippingham—. ¡Ni un maldito segundo de intimidad para esa bruja despiadada! Ya has contestado a mi pregunta: hay una congelación de presupuesto.

—Nada significativo. Si hubiera algo que valiera la pena, no tendría más que llamar a Stonehenge…

—Y lo que voy a hacer yo —estalló Sloane— es convocar una rueda de prensa, aquí mismo, esta misma noche, para proclamar al mundo que mientras mi familia está sufriendo en algún agujero, Dios sabe dónde, mi acaudalada empresa se dedica a reunir a sus contables para revisar los presupuestos y regatearnos unos céntimos.

—¡Nadie está regateando! —protestó Chippingham—. Crawf, esto es innecesario, lo siento.

—¿Y a mí qué demonios me importa?

El resto de los reunidos en torno a la mesa apenas podían creer lo que oían. En primer lugar, la empresa había aplicado en secreto una congelación de gastos a su proyecto, y en segundo, en la desesperada situación actual era inconcebible no intentar todas las posibilidades.

Había otra cosa igualmente increíble: que la CBA ofendiera de ese modo a su empleado más ilustre, el presentador número uno. Margot Lloyd-Mason había salido a relucir; por lo tanto, sólo podía concluirse que era ella quien esgrimía la tijera de Globanic Industries.

Norman Jaeger también se puso en pie, la fórmula más sencilla de protesta.

—Harry piensa que debemos dar una oportunidad a la idea de Teddy —dijo, muy tranquilo—. Yo también.

—Y yo —se le sumó Karl Owens.

—Yo me apunto —añadió Iris Everly.

—Supongo que podéis contar conmigo —dijo Rita un poco a regañadientes, sin querer lastimar a Chippingham.

—Bueno, bueno —dijo Chippingham—, acabemos con esta comedia.

Comprendía que había cometido un error de cálculo y que, en cualquier caso, había perdido. Maldijo a Margot por lo bajo.

—Retiro lo dicho. Es posible que estuviera equivocado. Crawf, seguiremos adelante.

Pero Chippingham decidió no planteárselo a Margot, ni pedirle su conformidad; sabía perfectamente, y desde el principio, cuál sería su respuesta. Él autorizaría personalmente el gasto y se atendría a las consecuencias.

Rita, práctica como siempre y deseando suavizar la tensión, propuso:

—Si vamos a seguir esa vía, no podemos permitirnos la menor pérdida de tiempo. Habría que empezar a investigar a partir del próximo lunes. ¿Por dónde empezamos?

—Podemos llamar al tío Arthur —dijo Chippingham—. Hablaré con él esta noche para que venga mañana a reclutar gente.

—Estupenda idea —dijo Sloane, radiante.

—¿Quién coño es el tío Arthur? —preguntó Teddy en voz baja a Jaeger, que estaba sentado a su lado.

—¿No te han presentado al tío Arthur? —cloqueó éste—. Mañana, querido amiguito, te espera una experiencia única.

—Las copas corren de mi cuenta —dijo Chippingham.

Mientras añadía mentalmente: Os he traído a todos aquí para restañar las heridas.

Se habían ido todos a Sfuzzi, un bar-restaurante cerca del Lincoln Center, con una moderna ambientación al estilo de la Roma clásica. Era un lugar de cita habitual para los profesionales de televisión. Aunque el Sfuzzi estaba abarrotado los sábados por la noche, lograron apiñarse en torno a una mesa, cogiendo varias sillas más por los alrededores.

Chippingham había invitado a todos los miembros del grupo especial presentes en la reunión, incluyendo a Sloane, pero éste declinó, prefiriendo dirigirse a su casa con su escolta del FBI, Otis Havelock. Pasarían allí una noche más en espera de la anhelada llamada telefónica de los secuestradores.

Cuando se tomaron la primera copa y se diluyó un poco la tensión, Partridge dijo:

—Les, creo que hay que reconocer una cosa. No querría estar en tu lugar ni en la mejor de las circunstancias. Pero sobre todo ahora, estoy seguro de que ninguno de nosotros podría hacer esos malabarismos con las prioridades y el personal que tú debes hacer… por lo menos, ninguno sabría hacerlo mejor.

Chippingham miró a Partridge con gratitud y asintió. Era una declaración de comprensión de una persona a la que Chippingham respetaba y, al mismo tiempo, un recordatorio a los demás de que no todas las decisiones eran agradables, ni las salidas fáciles.

—Harry —dijo el director de informativos—, conozco tu forma de trabajar, y sé que tienes una intuición muy rápida para toda clase de situaciones. ¿Se ha producido en ésta?

—Creo que sí. —Partridge dirigió una mirada a Teddy Cooper—. Teddy opina que los pájaros han salido del país; yo también he llegado a esa conclusión. Pero también tengo el presentimiento de que estamos a punto de descubrir algo, a través de nuestras actividades o por casualidad. Entonces sabremos algo de los secuestradores: quiénes son y dónde están.

—¿Y entonces qué haremos?

—Cuando ello suceda —dijo Partridge—, me pondré inmediatamente en camino. Dondequiera que sea, quiero llegar allá el primero.

—De acuerdo —dijo Chippingham—. Y te prometo que tendrás todo el apoyo que necesites.

Partridge se echó a reír y miró a todos los reunidos:

—Acordaos de esto. Lo habéis oído todos.

—Desde luego —dijo Jaeger—. Les, si hace falta, te recordaremos esas palabras.

—No hará falta —dijo Chippingham sacudiendo la cabeza.

La charla prosiguió. Mientras tanto, Rita empezó a registrar su bolso, como buscando algo, pero en realidad estaba escribiendo una nota. Discretamente, se la pasó por debajo de la mesa a Chippingham. Él esperó hasta que se apartaron los ojos de él y luego la leyó: Les, ¿qué tal si nos vamos tú y yo a otra parte?