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Arthur Nalesworth —tío Arthur para todo el mundo, un hombre de edad, educadísimo y digno— había sido en sus años mozos el timón de la CBA-News. A lo largo de tres décadas, había ido ascendiendo hasta la cúpula de la emisora, desempeñando los cargos de subdirector de información internacional, productor ejecutivo del boletín nacional de Últimas Noticias y subdirector general del departamento de informativos. Después, su suerte cambió, y como otros muchos colegas suyos, anteriores y posteriores, a los cincuenta y seis años fue relegado al banquillo, tras ser informado que sus días de responsabilidad habían concluido y dejarle elegir entre la jubilación anticipada o un puesto secundario de comodín.

La mayor parte de la gente enfrentada a esas dos alternativas solía elegir el retiro por simple cuestión de orgullo. Arthur Nalesworth, que no era vanidoso y estaba muy imbuido de filosofía ecléctica, decidió seguir trabajando donde fuera. La emisora, que no esperaba semejante decisión, tuvo que buscarle un puesto. En primer lugar le comunicó que le nombraba vicepresidente.

Como diría más tarde el propio tío Arthur: «Aquí hay tres clases de vicepresidentes: los ejecutivos, que desempeñan un trabajo efectivo y se ganan honestamente el sueldo que cobran; los vicepresidentes burócratas del consejo de administración, que no producen pero deben responder ante sus superiores si algo va mal; y los vicepresidentes "honoríficos", que se encargan de los recortes de prensa… como yo».

Y si se le daba cuerda, tío Arthur llegaba incluso a confesar: «Una de las cosas para la que deberíamos estar preparados aquellos que logramos algún éxito en esta profesión, aunque casi ninguno lo hace, es el día en que dejamos de ser importantes. Cuando estamos llegando a la cúspide de la cucaña debemos recordar que antes de lo que nos imaginamos nos arrinconarán, nos olvidarán y nos sustituirán por un colega más joven, y probablemente mejor. Por supuesto… —y entonces tío Arthur era muy aficionado a citar el Ulyses de Tennyson—: "La muerte todo lo acaba: pero antes del final todavía puede hacerse alguna obra noble… "».

Inesperadamente, cuando terminaron sus días de vuelo de altura, y con gran sorpresa para la emisora y para el propio tío Arthur, éste encontró un canal para su «obra noble». Se trataba de los jóvenes, los candidatos a algún puesto de trabajo.

Para los profesionales de la televisión eran una molestia, y a veces un compromiso las peticiones, casi idénticas, que les formulaba un montón de gente —amigos, familiares, relaciones profesionales, políticos, médicos, dentistas, oftalmólogos, agentes de bolsa, y así ad infinitum—: «¿Podría usted conseguir a mi hijo/hija/sobrino/sobrina/ahijado/alumno/protegido algún trabajo en los informativos de televisión?».

Había épocas, en especial cuando concluía el curso académico, en que parecía que una generación entera de jóvenes estaba intentando echar abajo las puertas e invadirlo todo.

Y en cuanto a sus presuntos padrinos, los ejecutivos de televisión podían desembarazarse fácilmente de algunos, pero no de todos, ni mucho menos. Entre los que no podían mandar a paseo había importantes anunciantes de sus respectivas emisoras, parientes de los consejeros de administración, personajes de Washington cercanos a la Casa Blanca o el Capitolio, otros políticos a los que sería insensato ofender, importantes fuentes de información y un largo etcétera.

En la época ATA —«antes de tío Arthur»—, los ejecutivos de la CBA debían malgastar parte de su tiempo telefoneándose unos a otros en busca de vacantes y luego intentando aplacar a los parientes, padrinos et al de los candidatos a los que no encontraban acomodación.

Pero aquello se había acabado. La misión de Arthur Nalesworth, engendrada por la desesperación del personal directivo de la CBA-News, había librado a sus colegas de todas esas molestias.

Ahora, cuando alguien les pedía que colocaran a un joven, los ejecutivos de la CBA tenían una respuesta estupenda: «Pues claro que sí… Tenemos un vicepresidente especial que se encarga de la reclutación del personal. Dígale a su recomendado que llame a este número, diciendo que es de mi parte, y le darán hora para una entrevista».

Y así se hacía, porque Arthur Nalesworth entrevistaba siempre a todos los candidatos en el pequeño despacho sin ventanas que le habían asignado. Hasta entonces nunca se habían realizado tantas entrevistas a los solicitantes de trabajo, y se hacían a fondo, durante una hora o más. La entrevista incluía preguntas generales y confidencias personales. Al final, los entrevistados se iban contentos de la CBA, aunque no consiguieran trabajo —que era lo que solía suceder—, y Nalesworth sacaba una buena impresión global de la personalidad y potencial del joven que había recibido en su despacho.

Al principio, el número de entrevistas y el tiempo que requerían se convirtieron en el chiste del departamento, con sardónicas referencias a «llenar la jornada» y «hacer empresa». Y además, las amables palabras de aliento de Nalesworth a cada candidato, prometedor o no, acuñaron la expresión «tío Arthur», que cuajó definitivamente.

Pero poco a poco, el escepticismo fue sustituido, a regañadientes, por un merecido respeto. Y todavía se desarrolló más cuando las recomendaciones que hizo tío Arthur de algunos jóvenes demostraron su acierto, pues éstos, una vez contratados por la emisora, ascendieron rápidamente y con éxito en el seno de la sección de informativos. Al cabo de un tiempo, se convirtió en una fuente de orgullo, como la posesión de un diploma, el haber sido elegido por el tío Arthur.

Ahora, el tío Arthur tenía sesenta y cinco años y le quedaban pocos meses para la jubilación, y en el alto mando de los servicios informativos se hablaba de rogarle que se quedara. De pronto, por extraño que parezca, Arthur Nalesworth había vuelto a ser importante.

Así pues, la mañana del domingo de la tercera semana de septiembre, el tío Arthur llegó a la sede de la CBA-News a desempeñar su cometido en la búsqueda de Jessica, Nicholas y Angus Sloane. Como le indicó Les Chippingham por teléfono la noche anterior, se dirigió a la sala de juntas del grupo especial, donde le recibieron Harry Partridge, Rita Abrams y Teddy Cooper.

Era un hombre macizo y ancho de espaldas, de estatura media, con cara de querubín y una tupida mata de pelo plateado, cuidadosamente peinada con la raya a un lado. Se comportaba con seguridad y naturalidad. Como no era una jornada regular de trabajo, en lugar de su habitual traje oscuro, tío Arthur llevaba una americana de mezclilla marrón, unos pantalones gris claro con la raya perfectamente planchada, una corbata de lazo y unos zapatones deportivos muy relucientes.

El sonoro vozarrón de tío Arthur tenía un registro parecido al de Churchill. Un antiguo colega suyo decía que cualquier opinión expresada por Arthur Nalesworth quedaba como grabada en piedra.

Después de estrechar la mano a Harry y Rita y ser presentado a Teddy Cooper, tío Arthur dijo:

—Tengo entendido que necesitáis sesenta reclutas de los míos, los mejores y más brillantes… si es que consigo reunir a tantos en tan poco tiempo. Pero primero os sugeriría que me pusierais al corriente.

—Te lo contará Teddy —dijo Partridge, haciendo un ademán a Cooper para que empezara.

Tío Arthur escuchó al británico describir su intención de identificar a los secuestradores y su actual llegada a un punto muerto. Después, Cooper esbozó su idea de buscar en los anuncios inmobiliarios de la prensa para encontrar la guarida de los secuestradores, según su teoría de que éstos habían podido alquilar alguna propiedad dentro de un radio de cincuenta kilómetros desde el escenario del crimen.

—Sabemos que es un disparo a ciegas, Arthur —añadió Partridge—, pero de momento no tenemos nada mejor.

—Sé por experiencia —replicó tío Arthur— que cuando no se sabe por dónde tirar, lo mejor es el disparo a ciegas.

—Me alegro de que piense usted así, señor —dijo Cooper.

El tío Arthur asintió:

—Lo bueno de los disparos a ciegas es que, aunque no se descubra exactamente lo que se andaba buscando, siempre acaba uno tropezando con otra cosa que resulta útil por algún motivo. —Después añadió exclusivamente para Cooper—: También comprobarás, muchacho, que algunos de los jóvenes que van a venir son como tú, puro nervio.

Cooper acompañó a tío Arthur a su pequeño despacho, donde éste empezó a abrir archivos y a sacar fichas que fue colocando ordenadamente encima de su mesa hasta cubrirla del todo. Después cogió el teléfono para iniciar una larga sesión de llamadas, todas con un denominador común, aunque cada una de ellas tenía un tono personal, como si su interlocutor fuera amigo suyo.

—… Bueno, Ian, me dijiste que deseabas una oportunidad para iniciarte en esta profesión, aunque fuera modesta, y ahora se nos acaba de presentar una… No, Bernard, no puedo garantizarte que este trabajo de dos semanas se convierta en un puesto fijo, pero ¿por qué no intentarlo?… Desde luego, Pamela, estoy de acuerdo en que este trabajo temporal es poca cosa para una licenciada en ciencias de la información. Pero recuerda que algunos de los más importantes profesionales de televisión empezaron su carrera como ordenanzas… Sí, Howard, tienes razón, cinco dólares y medio la hora no es como para ponerse a dar saltos. Pero si lo que te interesa es el dinero, olvídate de los medios de comunicación y busca algo en Wall Street… Felix, comprendo que el horario no es demasiado cómodo. Casi nunca lo es. Si quieres trabajar en los servicios informativos de una cadena de televisión tendrás que salir a la calle, si es necesario el día del cumpleaños de tu mujer… Pero no olvides, Erskine, que podrás poner en tu currículum que has realizado un trabajo especial para la CBA.

Al cabo de una hora, tío Arthur había hecho doce llamadas, con el resultado de siete «seguros» que empezarían a trabajar al día siguiente, más uno probable. Continuó trabajando pacientemente con sus listas.

Otra de las llamadas de tío Arthur fue a su antiguo amigo el profesor Kenneth K. Goldstein, decano de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia. Una vez al corriente del problema de la CBA, el profesor se solidarizó en seguida, ofreciendo su colaboración.

Aunque los dos sabían que la normativa académica impedía la contratación de estudiantes, cabía la posibilidad de que el asunto interesara a algunos graduados que estaban realizando masters en ámbitos de la comunicación y se hallaran disponibles. Y también a otros licenciados recién salidos de la escuela que no hubieran encontrado trabajo todavía.

—Lo que vamos a hacer —le dijo el decano— es clasificarlo como emergencia. Haré todo lo que esté en mi mano para conseguir una docena de nombres. Ya te llamaré.

—¡Columbia siempre! —proclamó tío Arthur antes de proseguir con sus llamadas.

Entretanto, Teddy Cooper regresó a la sala de juntas a preparar el plan de trabajo de los empleados eventuales que llegarían al día siguiente. Con sus dos ayudantes, estudió el Editor and Publisher International Year Book, los listines telefónicos, desplegaron varios planos de la zona, eligieron las bibliotecas y las redacciones de los periódicos que visitarían, trazaron diversos recorridos y establecieron los horarios.

Al mismo tiempo, Cooper redactó una lista de especificaciones para aleccionar a los nuevos reclutas que repasarían los anuncios por palabras de los últimos tres meses de unas ciento sesenta publicaciones. ¿Qué debían buscar?

Además de la ubicación, a menos de cincuenta kilómetros de Larchmont, Cooper consideraba:

  • Una situación relativamente aislada, con escasa actividad a su alrededor. Buscaban a unas personas que querían intimidad y la posibilidad de entrar y salir sin despertar curiosidad. Por tanto, había que descartar las casas o los locales de las zonas densamente pobladas o de gran actividad.
  • Podía tratarse de una pequeña fábrica abandonada, un almacén o una casa grande. Si era una casa, probablemente vieja, en mal estado y, por lo tanto, difícil de alquilar. La casa debía de contar con dependencias suficientes para albergar varios vehículos y un pequeño taller de pintura. Otra de las probabilidades era una granja sin explotar. También había que buscar otra clase de alojamientos que coincidieran con la descripción general, haciendo uso de la imaginación en caso necesario.
  • Debía albergar a cuatro o cinco personas por lo menos y ofrecer cabida para más. Sin embargo, los inquilinos podían estar dispuestos a «vivir sin comodidades», así que no era indispensable que se mencionara la situación de habitabilidad. (En «cabida para más», Cooper incluía mentalmente el alojamiento de los rehenes, aunque no lo mencionaba específicamente.)
  • El local y su ubicación podían ser poco apropiados para cualquiera que buscara alojamiento para un negocio normal o una vivienda. Por tanto, había que prestar especial atención a cualquier anuncio que llevara mucho tiempo apareciendo y de pronto dejara de publicarse. Ese proceso podía indicar la falta de interesados en primer lugar, seguida por una repentina operación de alquiler o venta para un propósito poco habitual.
  • El alquiler, o el precio de venta incluso, era un factor poco determinante en la investigación. Los interesados disponían, casi con absoluta certeza, de fondos en abundancia.

Cooper decidió que aquello era suficiente. Quería dar una idea general bastante amplia, pero no deseaba limitar o desalentar otras iniciativas. También quería aleccionar personalmente a los nuevos reclutas de tío Arthur cuando llegaran al día siguiente y pidió a Rita que le consiguiera un lugar apropiado.

Poco después de las doce del mediodía, Cooper se reunió con tío Arthur a almorzar en la cafetería de la CBA-News. Tío Arthur pidió un bocadillo de atún y un vaso de leche; Cooper se decidió por un filete cubierto por una salsa pringosa, un trozo de tarta de color amarillo rabioso y —con cara de resignación— una taza de agua caliente y un sobrecito de té.

—Por desgracia —dijo tío Arthur como disculpándose—, hoy el «21» está cerrado. Otro día, a lo mejor…

Como era domingo, había mucha menos gente de la habitual en la casa, y se sentaron los dos solos a una mesa. En cuanto se instalaron, Cooper empezó:

—Me gustaría preguntarle, señor…

Tío Arthur le interrumpió con un gesto:

—Tu respeto británico es una delicia. Pero ahora estás en la tierra de la igualdad, donde los plebeyos llaman «Joe» o «¡Eh, tú!», a los reyes y cada vez menos gente escribe «Señor» en los sobres. Aquí todo el mundo sin excepción me conoce por mi nombre de pila.

—Muy bien, Arthur —dijo Cooper un poco cohibido—, sólo me preguntaba qué te parecen los informativos de televisión de hoy en día, comparados con los de…

—¿Comparados con los de mis buenos tiempos, cuando yo contaba para algo? Bueno, es posible que te sorprenda mi respuesta. Son mucho mejores, en conjunto. Los profesionales de la información y la realización son mejores que los de mi época, incluido yo mismo. Y eso se debe a que el tratamiento de la información no deja de progresar, ni ha dejado nunca de hacerlo.

—Pues cantidad de gente piensa todo lo contrario —dijo Cooper enarcando las cejas.

—Eso, mi querido Teddy, se debe al estreñimiento nostálgico. Toda esa gente necesita un enema mental. Una de las soluciones es visitar el Museo de la Radiodifusión de Nueva York —como he hecho yo recientemente— y ver las antiguas emisiones de informativos, de los años sesenta, por ejemplo. Valoradas con los baremos actuales, la mayor parte parece floja, obra de aficionados, y no me refiero sólo a su calidad técnica sino a la profundidad de la investigación periodística.

—Nuestros detractores opinan que en la actualidad investigamos demasiado.

—Generalmente, ésa es una crítica de los que tienen algo que ocultar.

Mientras Cooper sofocaba una risita, tío Arthur continuó:

—Una de las evidencias del progreso del periodismo es que pocas cosas que deban publicarse permanecen ocultas. Los abusos de confianza salen a la luz pública. Desde luego, las personas decentes de la vida pública también, siempre pagan justos por pecadores. Uno de sus castigos es la pérdida de intimidad. Pero, en definitiva, se sirve mejor a la sociedad.

—Entonces, no crees que los reporteros de los viejos tiempos eran mejores que los de hoy.

—No sólo no eran mejores, sino que muchos de ellos no tenían la implacabilidad, la indiferencia ante la autoridad, la voluntad de saltar a la garganta que requiere hoy un periodista de primera fila. Por supuesto, los antiguos reporteros eran buenos para los baremos de la época y unos cuantos eran excepcionales. Pero incluso ésos, si estuvieran entre nosotros, se sentirían embarazados por la devoción que se les dedica.

—¿Devoción?

Cooper abrió mucho los ojos, con curiosidad.

—Oh, sí. ¿No sabías que dedicamos a los profesionales de la comunicación un respeto casi religioso? Utilizamos palabras altisonantes como «sagrada corporación». Pontificamos acerca de la «edad de oro de la televisión» —pasada, naturalmente— y canonizamos a nuestras estrellas del periodismo. En la CBS han creado a San Ed Murrow… que era extraordinario, sin ningún género de dudas. Pero Ed tenía sus debilidades humanas, aunque la leyenda prefiera olvidarlas. Dentro de poco la CBS creará a San Cronkite, aunque me temo que Walter tendrá que morirse primero. Una persona en vida no puede sostener tamaña eminencia. Y eso sólo en la CBS, la organización de servicios informativos más veterana. Las demás, las emisoras más jóvenes, también crearán a sus santos en su día: el de la ABC será inevitablemente San Arledge. Al fin y al cabo, Roone ha configurado el mundo de los informativos en su forma actual, más que ningún otro profesional del ramo.

Tío Arthur se levantó:

—Ha sido muy interesante escuchar tus opiniones, querido Teddy. Pero ahora he de regresar junto a ese ubicuo dueño de nuestras vidas que es el teléfono.

A última hora de la tarde, tío Arthur comunicó que cincuenta y ocho de sus «mejores y más brillantes efectivos» se presentarían a trabajar el lunes por la mañana.