8
Poco después de las 6.30 se reanudó la vigilancia de la casa de Sloane en Larchmont. Esa mañana, los colombianos Carlos y Julio iban en un Chevrolet Celebrity, muy hundidos en los asientos delanteros del automóvil, técnica habitual de observación para que los vehículos que pasaban no advirtieran la vigilancia. El coche estaba aparcado a cierta distancia de la casa de Sloane, en una calle transversal, muy apropiada, y la observación se hacía a través de los retrovisores exterior e interior.
Los dos ocupantes del coche estaban tensos, sabiendo que aquel iba a ser un día de acción, la culminación de un plan elaborado larga y minuciosamente. A las 7.30 sucedió un acontecimiento imprevisto: un taxi se detuvo frente a la casa de Sloane. De él emergió un hombre mayor con una maleta. Entró en la casa y permaneció en ella. La inesperada presencia del recién llegado significaba una complicación y ocasionó una llamada por el teléfono del coche al cuartel general de la banda, a unos cuarenta kilómetros de allí.
Su sofisticado sistema de comunicaciones y su extensa red de vehículos de transporte tipificaba una operación donde no se había reparado en gastos. Los conspiradores que habían ideado y organizado la vigilancia y el resto del plan eran expertos, tenían buenos recursos y acceso a grandes cantidades de dinero.
Estaban vinculados al cártel colombiano de Medellín, una coalición de barones de la droga sin escrúpulos, criminales y fabulosamente ricos. El cártel, que actuaba con un salvajismo bestial, era responsable de incontables asesinatos sangrientos, incluido el del candidato a la presidencia de Colombia, el senador Luis Carlos Galán, en 1989. Desde 1981, más de 220 jueces y funcionarios de justicia habían sido asesinados, aparte de policías y periodistas entre otros. En 1986, una alianza de Medellín con la facción de guerrilla socialista M-19 acabó en una orgía mortal que se llevó noventa vidas, incluyendo a la mitad de los miembros del Tribunal Supremo de Colombia. A pesar del repulsivo saldo del cártel de Medellín, disfrutaba de muy buenas relaciones con la Iglesia católica. Varios jefazos del cártel presumían de sus capillas privadas. Un cardenal había hablado favorablemente de los miembros de Medellín y un obispo había admitido sin remordimiento haber aceptado dinero de los narcotraficantes.
El asesinato no era el único sistema de actuación del cártel. La corrupción y el soborno a gran escala financiados por los barones de la droga se extendían como un inmenso cáncer por el gobierno colombiano, el estamento judicial, policial y militar, empezando por los niveles más altos y filtrándose hasta los más modestos. Una cínica descripción del trato habitual que dispensaban a los funcionarios era el de plata o plomo*[2].
En una temporada, entre 1989 y 1990, durante la oleada de horror que siguió al asesinato de Galán, los líderes del cártel fueron incomodados por el reforzamiento de medidas legales contra ellos, que incluían una modesta intervención de los Estados Unidos. Las represalias, que la organización denominó con acierto «guerra total», consistieron en violencia en masa, bombas y todavía más asesinatos, en un proceso que parecía no tener fin. Pero la supervivencia del cártel y su ubicuo tráfico de drogas —quizá con nuevos líderes y nuevas bases— nunca se puso en duda.
Concretamente, en esta operación clandestina en los Estados Unidos, el cártel no actuaba con fines propios, sino para la organización terrorista peruana Sendero Luminoso, de ideología maoísta. Ésta estaba adquiriendo cada vez más poder en Perú, sobre todo recientemente, mientras el gobierno oficial daba muestras crecientes de ineptitud y debilidad. Al principio, los dos dominios de Sendero se habían limitado a la cordillera de los Andes, y ciudades como Ayacucho y Cuzco, pero, actualmente, sus cuadrillas de asesinos y de artificieros rondaban a sus anchas por Lima, la capital.
Existían dos poderosas razones para la vinculación de Sendero Luminoso y el cártel de Medellín. En primer lugar, Sendero Luminoso solía emplear habitualmente a criminales externos a la organización para llevar a cabo los secuestros, que eran frecuentes en Perú, a pesar de no tener demasiada publicidad en los medios de comunicación norteamericanos. Y en segundo lugar, controlaba la mayor parte del valle de Huallaga del Perú, donde se cultiva el sesenta por ciento de la producción mundial de coca. Las hojas de coca se transforman en pasta de coca —la base de la cocaína— que se traslada en avión desde lugares remotos hasta los centros del cártel.
A través del proceso completo, el dinero de la droga contribuye en gran medida a la financiación de Sendero Luminoso; la organización exige un tributo tanto a los cultivadores de coca como a los traficantes, y el cártel de Medellín actúa de intermediario.
En el Chevrolet de vigilancia, los dos matones colombianos estaban repasando una colección de fotos que Carlos, el experto en fotografía, había tomado con una máquina Polaroid de todas las personas que habían pasado por la casa de Sloane en las últimas cuatro semanas. El viejo que acababa de llegar no aparecía en ninguna.
Julio se comunicó en clave por el teléfono del coche:
—Ha llegado un paquete azul. Entrega número dos. El paquete está en el almacén. No podemos cursar la orden.
Traducción: Ha llegado un hombre. En taxi. Ha entrado en la casa. No sabemos quién es. Su foto no está.
—¿Cuál es el número del albarán? —preguntó la áspera voz de Miguel, el jefe del plan, por teléfono.
Julio, incómodo con las claves, maldijo por lo bajo mientras pasaba las páginas de la libreta de códigos para descifrar la pregunta. Significaba: ¿Qué edad tiene ese hombre?
Julio miró a Carlos, pidiendo ayuda.
—Un viejo*… ¿De qué edad?
Carlos cogió el cuaderno y encontró la clave.
—Contéstale albarán setenta y cinco.
La respuesta de Julio provocó una nueva pregunta:
—¿Hay algo de particular respecto al paquete?
Abandonando los códigos, Julio se pasó al lenguaje ordinario:
—Ha traído una maleta. Como si fuera a quedarse.
En una destartalada casa de las afueras de Hackensack, Nueva Jersey, el hombre que se hacía llamar Miguel maldijo entre dientes el descuido de Julio. ¡Menudos pendejos* tenía a sus órdenes! En el cuaderno de claves había una frase perfecta para responder a su pregunta. Y él les había advertido a todos, una y mil veces, que cualquiera podía escuchar una conversación por otro radioteléfono. En todos los grandes almacenes vendían receptores capaces de sintonizar cualquier conversación por radio. Miguel había oído comentar que una emisora de radio se jactaba de haber desbaratado varias tramas criminales gracias a sus aparatos de rastreo.
¡Estúpidos!* Sencillamente, no podía soportar a los idiotas que le habían asignado; cuando el éxito de su misión, más la vida y la libertad de todos ellos estaban en juego… era importantísimo tener precaución, y estar en guardia, no sólo la mayor parte del tiempo, sino siempre.
El mismo Miguel había sido obsesivamente prudente desde hacía tanto tiempo que ya ni se acordaba. Por eso no le habían arrestado nunca, a pesar de figurar en las listas de «más buscados» de la policía de todo el continente americano y de algunos países europeos, incluyendo a la Interpol. Era casi tan buscado en el mundo occidental como su colega terrorista Abu Nidal en la otra orilla del Atlántico. Miguel se permitía un cierto orgullo al respecto, aunque sin olvidar nunca que el orgullo podía degenerar en un exceso de confianza, y aquélla era otra de las cosas que había que evitar.
A pesar de todas sus experiencias delictivas, Miguel era todavía joven, rondando los treinta y tantos. Siempre había tenido una apariencia anodina, de aspecto normal; cualquiera que se cruzara con él por la calle le consideraría un empleado de banca o, como máximo, gerente de un pequeño comercio. Ello se debía en parte a sus propios esfuerzos por no llamar la atención. También tenía gran cuidado en ser educado con los extranjeros, pero no hasta el punto de crear una impresión capaz de dejar huella; la mayor parte de la gente que se encontraba con él para cosas intrascendentes tendía a olvidar que le conocía.
En el pasado, esa vulgaridad había sido muy beneficiosa para Miguel, lo mismo que su habilidad para no irradiar autoridad. Disimulaba perfectamente sus dotes de mando, excepto cuando las ejercía sobre sus subordinados, y entonces eran inconfundibles.
Una de las ventajas de Miguel en esa empresa concreta era que, a pesar de ser colombiano, parecía un auténtico norteamericano y se expresaba como tal. A finales de los años sesenta y principios de los setenta había asistido a la universidad de Berkeley, en California, como estudiante extranjero, donde se diplomó en lengua inglesa, que aprendió pacientemente a hablar sin asomo de acento.
En aquella época utilizaba su nombre real: Ulises Rodríguez.
Sus padres, en situación acomodada, le habían pagado los estudios en Berkeley. El padre de Miguel, neurocirujano de Bogotá, deseaba que su único hijo estudiara la carrera de medicina, perspectiva que nunca había interesado lo más mínimo a Miguel. En cambio, con el inicio de la década, el joven había previsto algunos cambios básicos en Colombia: la transformación de un país próspero y democrático donde imperaba la legalidad, en una guarida sin ley para mafiosos increíblemente ricos, regida por la dictadura, el terror y el salvajismo. El oro de la nueva Colombia era la marihuana; más adelante sería la cocaína.
La naturaleza de Miguel era tan extraordinaria que la transición en ciernes no le desconcertó. Él codiciaba formar parte de la acción.
Entretanto, cedió a sus inclinaciones en Berkeley, donde descubrió que estaba totalmente desprovisto de conciencia y era capaz de matar a sus congéneres con rapidez y decisión, sin remordimientos ni mal sabor de boca.
La primera vez fue después de tener relaciones sexuales con una joven a la que acababa de conocer en una calle de Berkeley, al bajarse ambos del mismo autobús. Mientras se alejaban de la parada del autobús, trabaron conversación, y descubrieron que ambos eran estudiantes de primer curso. Miguel cayó bien a la chica, que le invitó a su apartamento, al final de la desastrada avenida Telegraph, en Oakland. En aquella época, mucho antes de la era de las angustias del SIDA, tales encuentros eran normales.
Después de una enérgica sesión de sexo, él se quedó dormido y al despertarse descubrió a la muchacha registrándole tranquilamente la cartera. Contenía varios carnés de identidad con nombres ficticios, pues ya entonces se estaba entrenando para su futuro al margen de la ley. La chica se interesaba demasiado por sus papeles para su propio bien; acaso fuera una especie de soplona, aunque él nunca llegó a averiguarlo.
Lo que hizo fue saltar de la cama, agarrarla y estrangularla. Miguel todavía recordaba su expresión de incredulidad mientras se retorcía, intentando desasirse. Después le miró a los ojos, en una súplica muda y desesperada, justo antes de perder el conocimiento. Fue interesante desde el punto de vista científico descubrir que el hecho de matarla no le preocupó en absoluto.
Al contrario, calculó con una calma glacial las posibilidades de que le cogieran, que le parecieron nulas. En el autobús nadie les había visto juntos; de hecho, todavía no se conocían. Era poco probable que alguien les hubiera visto alejándose de la parada del autobús. Al entrar en el edificio no habían tropezado con nadie, ni tampoco en el ascensor que les dejó en la cuarta planta.
Tomándose el tiempo necesario, limpió con un trapo todas las superficies donde pudiera haber dejado sus huellas dactilares. Luego, envolviéndose la mano en el pañuelo, apagó las luces y abandonó el apartamento, cerrando la puerta al salir.
Evitó el ascensor y bajó por las escaleras de emergencia, cerciorándose de que el vestíbulo estuviera vacío antes de atravesarlo para ganar la calle.
Al día siguiente y durante varios más, compró los periódicos locales en busca de alguna noticia sobre la chica muerta. Pero pasó casi una semana antes de que se descubriera el cuerpo medio en descomposición; luego, tras dos o tres días sin novedades y, al parecer, ninguna pista, la prensa perdió interés y la historia se olvidó.
Las investigaciones que se llevaron a cabo no le habían relacionado con el asesinato de la joven.
Durante su estancia en Berkeley, Miguel había matado en otras dos ocasiones. Lo hizo del otro lado de la bahía de San Francisco: lo que él suponía que se llamarían «asesinatos a sangre fría» de individuos totalmente desconocidos para él, aunque los consideró necesarios para perfeccionar sus incipientes habilidades mercenarias. Debió de llevarlos a cabo atinadamente, porque en ninguno de ambos casos fue considerado sospechoso, ni siquiera fue interrogado por la policía.
Al terminar sus estudios universitarios y regresar a Colombia, Miguel coqueteó con la floreciente organización de los barones de la hierba. Tenía el título de piloto y realizó varios vuelos con cargamentos de pasta de coca peruana para su elaboración en Colombia. Pronto, su amistad con la familia Ochoa, de gran influencia, le ayudó a meterse en asuntos de mayor envergadura. Después empezaron las orgías de muerte de la M-19 y la «guerra total» del cártel de Medellín, a finales de 1989. Miguel participó en los asesinatos más importantes y en la mayoría de los menores; a estas alturas ya había perdido la cuenta de los cadáveres que tenía en su haber. Inevitablemente, su nombre alcanzó fama internacional, pero gracias a sus meticulosas precauciones, había poca cosa más en su expediente.
Las conexiones de Miguel —o Ulises Rodríguez— con el cártel de Medellín, la M-19 y, más recientemente, Sendero Luminoso fueron estrechándose con el paso de los años. A pesar de todo, él mantenía su independencia, era un delincuente internacional, un terrorista a sueldo muy solicitado por su eficiencia.
Por supuesto, se entendía que la política también tenía algo que ver. Miguel era un socialista visceral, odiaba apasionadamente al capitalismo y despreciaba a los Estados Unidos, considerándolos hipócritas y decadentes. Pero también era escéptico en lo relativo a la política de cualquier signo y sencillamente disfrutaba, como si de un afrodisíaco se tratara, con el peligro, el riesgo y la acción de la vida que llevaba.
Esa clase de vida le había conducido a los Estados Unidos hacía mes y medio para una misión clandestina, la preparación de lo que iba a suceder hoy, y que el mundo entero no tardaría en conocer.
El camino que había planeado originariamente para entrar en los Estados Unidos era tortuoso pero seguro: desde Bogotá, en Colombia, a Río de Janeiro y luego a Miami. En Río cambiaría de pasaporte y de identidad, aterrizando en Miami como un editor brasileño de viaje a Nueva York para asistir a una feria de libros. Pero un contacto clandestino del Departamento de Estado norteamericano había advertido al cártel de Medellín que la oficina de Inmigración de Miami había pedido urgentemente toda la información que se pudiera reunir sobre Miguel, en especial acerca de las identidades que había utilizado anteriormente.
Miguel había empleado efectivamente la identidad del editor brasileño con anterioridad, y pese a su convencimiento de que no había sido desenmascarada, le pareció más sensato evitar la escala en Miami. Por tanto, aunque ello supusiera un relativo retraso, de Río se dirigió a Londres, donde consiguió una nueva identidad y un flamante pasaporte oficial británico sin estrenar. El proceso no fue difícil.
¡Ay de las inocentes democracias! ¡Qué estúpidas e ingenuas eran! ¡Qué sencillo era pervertir sus encomiadas libertades y sus benévolos sistemas en beneficio de los propósitos de quienes, como Miguel, no creían en ellos!
Antes de llegar a Londres, se había puesto al corriente del modo de conseguirlo.
En primer lugar se dirigió a St. Catherine House, en la encrucijada de Kingsway y Aldwych, al registro de nacimientos, matrimonios y defunciones de Inglaterra y Gales. Allí solicitó tres certificados de nacimiento.
¿De quién? De tres hombres cuyas fechas de nacimiento coincidieran, o fueran muy cercanas, a la suya.
Sin hablar con nadie, sin que nadie le preguntara nada, cogió cinco impresos en blanco de solicitud de certificado de nacimiento. A continuación se dirigió a unas estanterías donde se guardaban unos libros, identificados por años, y escogió el de 1951. Los volúmenes estaban divididos alfabéticamente y por trimestres. Cogió el correspondiente al último trimestre, de la M a la R.
Su fecha de nacimiento era el 14 de noviembre de ese año. Fue pasando las páginas hasta que encontró a un tal Dudley Martin, nacido en Keighley, Yorkshire, el 13 de noviembre. El nombre le pareció adecuado; no era demasiado llamativo ni tan trillado y común como Smith. ¡Perfecto!* Miguel copió todos sus datos en uno de los impresos en tinta roja.
Ahora necesitaba dos nombres más. Tenía la intención de solicitar tres pasaportes; recurriría a uno de estos dos en caso de que algo saliera mal con el primero. Siempre cabía la posibilidad de que el tal Dudley Martin acabara de solicitar el pasaporte. En tal caso, se le negaría este otro.
Copió los datos de los otros individuos en sus correspondientes impresos. Eligió adrede sus apellidos en una inicial suficientemente alejada de la M de Martin; uno de ellos empezaba por B y el otro por Y, porque los funcionarios del departamento de pasaportes se dividían el trabajo por secciones alfabéticas. Su precaución garantizaba que sus tres solicitudes serían atendidas por tres empleados distintos, y nadie advertiría su posible similitud.
Miguel puso gran cuidado en no dejar sus huellas dactilares en los impresos que rellenó. Por eso había cogido cinco: los dos impresos de los extremos eran para aislarle de los demás y pensaba destruirlos posteriormente. Se había enterado de que nada borraba completamente las huellas digitales, ni siquiera una meticulosa limpieza; las nuevas técnicas de detección de huellas dactilares, la ninhidrina y el láser ion-argón, las revelaban.
Su siguiente paso fue acercarse a la ventanilla de caja.
Allí presentó las tres solicitudes, arreglándoselas para no tocar los impresos. El cajero le pidió cinco libras por cada certificado, que él pagó en efectivo. Le dijeron que los certificados de nacimiento estarían listos a los dos días.
Durante ese tiempo se agenció tres direcciones distintas.
Encontró en el Kelly’s London Business Directory varias agencias administrativas situadas en calles de poca categoría, que se encargaban, entre otras funciones, de recibir y almacenar el correo de sus clientes. Acudió a la primera de ellas y dejó una fianza de cincuenta libras, al contado una vez más. Llevaba preparada una historia: que estaba iniciando un modesto negocio y todavía no podía permitirse montar un despacho ni pagar a una secretaria. Allí tampoco le hicieron preguntas. Repitió la operación en otras dos agencias, sin despertar en ellas la más mínima curiosidad. Ya disponía de tres direcciones distintas para sus solicitudes de pasaporte, que no conducían hasta él.
Después se hizo tres series de fotografías para el pasaporte en un fotomatón automático, cambiando levemente su apariencia en cada ocasión. Para una se puso un bigote y una barba postizos, para la segunda iba afeitado y con un peinado distinto y para la tercera se colocó unas gafas de gruesos cristales, bastante distintivas.
Al día siguiente fue a St. Catherine House a recoger los tres certificados de nacimiento. Como la vez anterior, nadie demostró el menor interés por averiguar para qué los quería.
Ya había conseguido los impresos de solicitud de pasaporte en una oficina de correos, procurando no dejar en ellos sus huellas dactilares, una vez más. Se puso unos guantes de goma para rellenarlos. En el recuadro del domicilio del solicitante escribió las direcciones de las tres agencias previamente contratadas.
Cada solicitud debía ir acompañada por dos fotos. Una de ellas, firmada por una «persona profesionalmente cualificada» como un médico, un ingeniero o un abogado, que identificara al solicitante, y declarando que le conocía desde hacía dos años por lo menos. Basándose en los consejos que le habían dado, Miguel falsificó las firmas y las declaraciones, distorsionando su caligrafía y con nombres y direcciones elegidos al azar en el listín de teléfonos de Londres. También se compró un juego de sellos de goma para dar mayor convicción a sus avalistas.
Pese a la advertencia del impreso respecto a que se verificaban las firmas, en realidad era algo que se hacía rara vez, y la probabilidad de que se descubriera una declaración falsa era remotísima. Había demasiadas solicitudes y faltaba personal, sencillamente.
Por último, Miguel manipuló las tres fotos de «identificación», las que llevaban la declaración firmada y, por lo tanto, no figurarían en los pasaportes que iba a solicitar, sino que permanecerían en los archivos del despacho de pasaportes. Con una esponja suave, les aplicó una solución muy rebajada de Domestos, una lejía de uso doméstico. Aquello le garantizaba que a los dos o tres meses, las fotografías del archivo se difuminarían y no quedaría foto alguna de Miguel, alias Dudley Martin o los otros dos nombres.
Después, Miguel echó al correo sus solicitudes, cada una con su giro postal de quince libras. Sabía que tardarían unas cuatro semanas, como mínimo, en tramitar los pasaportes y mandárselos. Era una tediosa espera, pero valía la pena en aras de la seguridad.
Durante su inactividad forzosa se envió a sí mismo varias cartas a las agencias que había contratado. Después, a los dos o tres días telefoneaba, preguntando si había correo para él. En caso afirmativo, decía que mandaría a un mensajero a recogerlo. Entonces reclutaba a algún joven desconocido por la calle, le daba unas libras por el recado y cuando éste regresaba, observaba cuidadosamente si le seguía alguien antes de acudir a su encuentro. Miguel pretendía recoger los pasaportes, cuando se los enviaran, por el mismo procedimiento.
Los tres pasaportes fueron llegando con pocos días de diferencia durante la quinta semana, y todos fueron recogidos sin tropiezos. Cuando tuvo el tercero en sus manos, Miguel sonrió: ¡Excelente! Utilizaría primero el pasaporte a nombre de Dudley Martin, reservándose los otros dos para más adelante.
Faltaba dar el último paso: comprar el billete de avión a los Estados Unidos. Miguel lo hizo ese mismo día.
Hasta 1988, los ciudadanos británicos necesitaban un visado para entrar en los Estados Unidos. En ese momento ya no hacía falta visado, siempre y cuando la visita no excediera de noventa días y el viajero tuviera billete de vuelta. Aunque Miguel no tenía la menor intención de utilizar su billete de vuelta y pensaba destruirlo posteriormente, su coste era una fruslería en comparación con los riesgos de otra escaramuza con la burocracia. Y en cuanto al límite de noventa días, le tenía completamente sin cuidado. Aunque no pensaba permanecer tanto tiempo en los Estados Unidos, cuando se fuera lo haría clandestinamente o con otra identidad, pero no con el pasaporte de Dudley Martin.
Las nuevas normas americanas sobre los visados habían encantado a Miguel. Una vez más, esos sistemas tolerantes eran una ventaja para sus fines.
A la mañana siguiente embarcó rumbo a Nueva York, aterrizó en el aeropuerto John F. Kennedy y pasó el control de pasaportes sin ninguna dificultad.
Una vez en Nueva York, Miguel se dirigió inmediatamente al distrito de Queens, donde residía una nutrida comunidad colombiana y un agente del cártel de Medellín le había preparado un piso franco.
«Little Colombia» se extendía entre las calles Sesenta y nueve y Ochenta y nueve, en Jackson Heights. Próspero centro de narcóticos, era una de las zonas más peligrosas y de mayor criminalidad de Nueva York, donde la violencia era endémica y el asesinato algo corriente. Los oficiales de policía uniformados rara vez se aventuraban por allí a solas, y ni siquiera en parejas osaban recorrerlo a pie cuando caía la noche.
La reputación del distrito no molestaba a Miguel en absoluto; de hecho la consideraba una protección mientras esbozaba sus planes, conseguía fondos por métodos ilícitos y reunía al pequeño equipo que iba a liderar. Los siete miembros del comando, incluido el propio Miguel, habían sido seleccionados en Bogotá.
Julio, en ese momento en misión de vigilancia, y Socorro, la única mujer del grupo, eran colombianos, agentes del cártel de Medellín infiltrados en el país en situación de reserva. Varios años atrás habían sido enviados a los Estados Unidos, en calidad de inmigrantes, con la sola instrucción de establecerse y esperar a que se requirieran sus servicios para alguna actividad relacionada con la droga o cualquier otro propósito criminal. Había llegado ese momento.
Julio era un especialista en comunicaciones. Durante su compás de espera, Socorro se había graduado como enfermera.
Socorro tenía una afiliación adicional. A través de unos amigos peruanos se había hecho simpatizante de la organización revolucionaria Sendero Luminoso, a la cual servía como agente en los Estados Unidos, a tiempo parcial. Tales implicaciones entre causas políticas y crimen organizado con fines crematísticos eran bastante frecuentes entre los latinoamericanos. En este caso y debido a su doble conexión, Socorro ejercía el papel de observadora para Sendero Luminoso.
Tres de los cuatro restantes eran colombianos y se hacían llamar Rafael, Luis y Carlos. Rafael era mecánico y muy habilidoso para todas las tareas manuales. Luis había sido elegido por su habilidad al volante; era un experto despistando persecuciones, sobre todo en la huida de los escenarios de los crímenes. Carlos era joven, listo y había organizado la vigilancia de las últimas cuatro semanas. Los tres hablaban inglés con soltura, y ya habían estado con anterioridad en los Estados Unidos varias veces. En esta ocasión habían llegado por separado, con pasaporte falso y nombre ficticio, y no se conocían entre sí. Tenían instrucciones de presentarse al mismo agente de Medellín que había recibido a Miguel, y luego de ponerse a las órdenes de éste.
El último miembro del equipo era un norteamericano llamado Baudelio. Miguel desconfiaba de Baudelio, aunque sus conocimientos y su experiencia eran esenciales para el éxito de su operación.
Miguel, en el centro provisional de operaciones del grupo colombiano, en Hackensack, tuvo un arranque de rabia al pensar en Baudelio, el americano renegado. Aquello aumentaba su irritación contra Julio por haber descuidado el uso del lenguaje cifrado durante su comunicación por radioteléfono desde el puesto de observación del domicilio de Sloane, en Larchmont. Sin soltar el receptor telefónico y dominando sus sentimientos personales, Miguel meditó su respuesta.
El informe de vigilancia se refería a un hombre de unos setenta y cinco años, que acababa de entrar en casa de Sloane hacía unos minutos, con una maleta y, según las imprudentes palabras de Julio, «como si fuera a quedarse».
Antes de salir de Bogotá, Miguel había recibido un amplio dossier, que no había difundido entre los demás miembros del grupo. Uno de los datos de su documentación era que Sloane tenía padre, y su descripción coincidía con la del recién llegado. Miguel reflexionó: el hecho de que el viejo fuera a visitar a su hijo y pensara quedarse una temporada representaba una contrariedad, pero nada más. Probablemente tendrían que matarle ese mismo día, pero ello tampoco constituía el menor problema.
Pulsando la tecla de transmisión, Miguel ordenó:
—No hay instrucciones respecto al paquete azul. Informadme sólo de los nuevos encargos.
Los «nuevos encargos» eran los posibles cambios en dicha situación.
—Bien —dijo Julio acusando brevemente recibo.
Después de cortar, Miguel consultó su reloj: casi las 7.45. Dentro de dos horas, los siete miembros de su comando estarían en sus puestos, listos para la acción. Todos sus movimientos habían sido meticulosamente planeados, adelantándose a cualquier eventualidad y con toda clase de precauciones. Cuando se iniciara la operación haría falta improvisar algunas cosas sobre la marcha, pero no muchas.
Y era imposible retrasarla. Otros movimientos, que debían coordinarse con los suyos, ya estaban en marcha del otro lado de la frontera.