10
Aproximadamente a la misma hora en que Crawford Sloane salía de su casa de Larchmont en dirección a las oficinas de la CBA, Harry Partridge se despertaba en Canadá, en Port Credit, cerca de Toronto. Había dormido profundamente y de momento se preguntó dónde estaba. Era una experiencia frecuente, porque estaba acostumbrado a despertarse en lugares muy diversos.
Mientras sus pensamientos se organizaban, advirtió el entorno familiar de un dormitorio y supo que si se sentaba en la cama —cosa que no le apetecía todavía— vería por la ventana la inmensa extensión del lago Ontario.
Estaba en el apartamento que utilizaba como base, como retiro, y la naturaleza nómada de su trabajo significaba que sólo pasaba allí breves temporadas cada año. Y aunque guardaba en él sus escasas pertenencias —ropa, libros, fotografías enmarcadas y un puñado de recuerdos de otras épocas y lugares—, el apartamento no estaba inscrito a su nombre. Según la tarjeta que había junto al timbre del vestíbulo, seis pisos más abajo, la inquilina oficial era V. Williams (la V era de Vivien), que residía allí permanentemente.
Cada mes, desde donde estuviera, Partridge enviaba a Vivien un cheque suficiente para pagar el alquiler del apartamento y, a cambio, ella vivía en él y le cuidaba su guarida. El arreglo, que tenía otras disposiciones que incluían relaciones sexuales fortuitas, convenía a ambos.
Vivien era enfermera y trabajaba en el hospital de Queensway, no muy lejos de allí, y en ese momento Partridge la oía trajinar por la cocina. Según todas las probabilidades, estaba preparando té, pues sabía que le gustaba el té por la mañana y no tardaría en traérselo. Mientras tanto, él dejó vagar sus pensamientos hasta los sucesos de la víspera y su viaje desde Dallas hasta el aeropuerto internacional de Pearson, en Toronto…
La experiencia del aeropuerto de Dallas-Fort Worth había sido una tarea profesional cogida al vuelo. Lo que Partridge había hecho formaba parte de su trabajo, trabajo que la CBA le pagaba generosamente. Sin embargo, al pensar en ello la noche anterior y luego de nuevo esa mañana, Partridge era consciente de la tragedia que subyacía bajo la superficie de la noticia. Según los últimos informes que había oído, más de setenta pasajeros del aparato de Muskegon Airlines habían perdido la vida, además de los heridos graves, y habían muerto los seis pasajeros de la avioneta que chocó en el aire con el Airbus. Sabía que, en ese momento, muchas familias afectadas y sus amigos estaban luchando, entre lágrimas, por asumir su brusca pérdida.
Ese pensamiento le recordó que algunas veces le habría gustado llorar a él también, compartir el llanto de los demás, por las cosas que había presenciado durante su carrera profesional, incluyendo quizás la tragedia de la víspera. Pero nunca había podido… excepto en una ocasión, la única, que Harry ahuyentaba de su mente en cuanto su memoria la sacaba a la superficie. Lo que sí recordaba era la primera vez que se planteó su aparente incapacidad para llorar.
En los primeros años de su carrera periodística, Harry Partridge se hallaba en Gran Bretaña cuando se produjo una tragedia en Gales. Sucedió en Aberfan, un pueblo minero, donde un desprendimiento de escoria sepultó una escuela. Murieron ciento dieciséis niños.
Partridge llegó al escenario de la tragedia poco después del desastre, a tiempo para ver el rescate de los cadáveres. Debían limpiar con mangueras cada patético cuerpecito, cubierto de lodo negro y apestoso, antes de colocarlos en unos carros para su identificación.
A su alrededor, contemplando la misma escena, los otros reporteros, los fotógrafos, la policía, los espectadores, lloraban a lágrima viva. Partridge había deseado llorar también, pero no lo consiguió. Horrorizado, pero con los ojos secos, había realizado su reportaje y se había marchado.
Desde entonces había presenciado innumerables escenas merecedoras de llanto, pero nunca había derramado una sola lágrima.
¿Tendría alguna deficiencia, alguna frialdad interior? Una vez le formuló esa pregunta a una amiga suya, psiquiatra, después de irse de copas y pasar la noche juntos.
—No te pasa nada malo —le contestó ella—, si no, no te preocuparía lo suficiente como para hacerme la pregunta. Lo que tienes es un mecanismo de defensa que despersonaliza lo que sientes. Lo almacenas todo y sepultas tus emociones en tu interior… Algún día aflorarán, estallará todo hacia fuera y llorarás. ¡Llorarás a mares…!
Pues bien, su erudita compañera de cama había tenido razón, y ese día llegó… Pero no quería pensar en ello, y ahuyentó esa imagen justo cuando Vivien entraba en su habitación con la bandeja del desayuno.
Era una mujer en la cuarentena, de rasgos angulares y fuertes y pelo negro y liso, entreverado de gris. No era una belleza, ni siquiera guapa, pero era cariñosa, generosa y tenía muy buen carácter. Vivien se había quedado viuda antes de conocer a Partridge y, según había ido advirtiendo, su matrimonio no había sido feliz, aunque ella apenas hablaba de ello. Tenía una hija en Vancouver, que iba a verla algunas veces, pero nunca cuando esperaba a Partridge.
Harry apreciaba mucho a Vivien, aunque no estaba enamorado de ella y ya la conocía lo suficiente como para saber que nunca se enamoraría. Él sospechaba que Vivien sí estaba enamorada de él y le querría más aún si él le daba pie. Pero ella aceptaba la relación tal y como estaba.
Mientras Harry se tomaba el té, Vivien le observaba con curiosidad, notando que su larguirucha figura estaba más flaca de lo que debería; además, a pesar del aspecto juvenil que seguía teniendo, su cara mostraba signos de cansancio y tensión. Su rebelde flequillo rubio, mucho más gris, necesitaba un repaso de tijeras.
—Bien, ¿cuál es el veredicto? —le preguntó Partridge, consciente de su inspección.
—¡Pero si no hay más que verte! —dijo ella meneando la cabeza con fingida desesperación—. Te despido sano y en forma. Dos meses y medio después vuelves cansado, pálido y subalimentado.
—Ya lo sé, Viv. —Hizo una mueca—. Es la vida que llevo. Demasiadas tensiones, horarios fatales, comida asquerosa y alcohol. —Y tras una sonrisa—: Así que aquí estoy, hecho un desastre, como siempre. ¿Qué puedes hacer por mí?
—En primer lugar —dijo ella con una mezcla de afecto y firmeza—, te voy a dar un buen desayuno como Dios manda. No hace falta que te levantes, te lo traeré a la cama. En cuanto a las otras comidas, te daré cosas nutritivas como pescado y aves, verduras, fruta fresca. En cuanto desayunes, te pienso arreglar el pelo. Después te voy a llevar a la sauna y a que te den un masaje: ya tengo hora.
—¡Me encanta! —exclamó Partridge tumbándose en la cama y desperezándose.
—Mañana —siguió Vivien—, supongo que te apetecerá ir a ver a tus viejos colegas de la CBC… como siempre. Pero para la noche tengo entradas para un concierto de Mozart en el Roy Thompson Hall de Toronto. La música te dejará como nuevo, sé que te encanta. Y por lo demás, puedes descansar o hacer lo que te apetezca. —Se encogió de hombros—. Tal vez, entre otras cosas, te den ganas de hacer el amor. Anoche lo intentaste, pero estabas demasiado cansado, te quedaste dormido.
Por un momento, Partridge sintió más gratitud por Vivien que nunca en su vida. Era como una roca, un refugio sólido. La víspera, cuando llegó por fin su vuelo al aeropuerto de Toronto, a altas horas de la noche, ella le estaba esperando y le había traído a casa.
—¿No tienes que trabajar? —le preguntó él.
—Tenía pendientes varios días de vacaciones. He conseguido que me los den a partir de hoy. Otra de las enfermeras me sustituye.
—Viv —le dijo—, vales tu peso en oro.
Cuando Vivien se fue a prepararle el desayuno, los pensamientos de Partridge volvieron al día anterior.
Crawford Sloane le había telefoneado para felicitarle… Habían tenido que buscarle por todo el aeropuerto de Dallas-Fort Worth.
La voz de Crawf sonaba tensa, como casi siempre que hablaba con él. Algunas veces, Partridge tenía ganas de decirle: «Mira, Crawf, si crees que te guardo algún rencor por lo de Jessica, tu puesto en la compañía o lo que sea, ¡olvídalo! Nunca te lo he echado en cara, y menos ahora». Pero sabía que un comentario de esa índole daría todavía más tirantez a su relación, y Crawf probablemente no le creería, de todos modos.
Partridge sabía que en Vietnam Sloane nunca se alejaba mucho de Saigón para aparecer todo lo posible en los informativos de la CBA. Pero entonces no le había importado, y seguía sin importarle. Él tenía sus propias prioridades. Una de ellas podría incluso denominarse adicción… la adicción a las imágenes y los sonidos de la guerra.
La guerra… la sangrienta confusión de la batalla… el estruendo y los fogonazos de la artillería pesada, el penetrante silbido y el horripilante estallido de las bombas que caían… el tableteo estentóreo de las ametralladoras, sin saber quién disparaba, a quién ni desde dónde… la emoción casi sensual de saberse atacado, a pesar de estar temblando de miedo… todo aquello fascinaba a Partridge, descargaba su adrenalina, hacía latir su sangre en las venas.
Descubrió esa sensación en Vietnam, su experiencia de iniciación a la guerra. Y la llevaba dentro desde entonces. Se había dicho más de una vez: Te gusta, admítelo. Y luego lo había reconocido: Sí, me gusta, y hay que ser un estúpido hijo de puta.
Estúpido o no, nunca había puesto objeciones cuando la CBA le mandaba al frente. Partridge sabía que sus colegas le llamaban «el guerrillero», el nombre levemente despectivo de los corresponsales de televisión adictos a la guerra. Una adicción, se decía, peor que la de la heroína o la cocaína, y con un desenlace previsiblemente casi tan fatal.
Pero en el cuartel general de informativos de la CBA también se sabía —y eso era lo más importante— que para esa clase de reportajes, Harry Partridge era el mejor.
Por lo tanto, a él no le había inquietado en exceso que Sloane ganara la butaca de presentador de Últimas Noticias. Como todo corresponsal, Partridge había hecho sus cábalas respecto a ocupar ese cargo cumbre, pero cuando se lo dieron a Sloane, Partridge estaba disfrutando tanto que no le importó.
Sin embargo, curiosamente, el tema del puesto de presentador había salido a discusión no hacía mucho tiempo, cuando menos lo esperaba. Hacía dos semanas, Chuck Insen, el director de realización, tras avisarle de que aquélla era «una conversación confidencial muy delicada», había confiado a Partridge que cabía la posibilidad de que se produjeran cambios de importancia en el telediario nacional.
—En tal caso —le preguntó Insen—, ¿te interesaría volver del frente y sentarte ante las cámaras? Serías un presentador cojonudo.
Partridge se había quedado tan sorprendido que no había sabido qué responderle.
—No tienes que contestarme ahora mismo —le había dicho Insen—. Sólo quiero que lo pienses por si te lo planteo más adelante.
Posteriormente, y a través de sus contactos internos, Partridge se había enterado de la lucha por el poder en curso entre Chuck Insen y Crawford Sloane. Pero aun en caso de que venciera Insen, lo cual le parecía improbable, Partridge dudaba que el trabajo de presentador permanente le gustara, o que fuera capaz de soportarlo siquiera. Sobre todo, se decía irónicamente, mientras siguieran llamándole los tiroteos desde tantas partes del globo.
Inevitablemente, cuando pensaba en Crawford Sloane por cosas personales, siempre emergía el recuerdo de Jessica, aunque no era más que un recuerdo, porque ya no había nada entre ellos dos, ni siquiera una relación esporádica, y apenas coincidían… tal vez una o dos veces al año, en reuniones sociales. Partridge nunca había culpado a Sloane de la pérdida de Jessica, y reconocía que su propia convicción, equivocada, había sido la causa. Cuando podía haberse casado con ella, Partridge decidió que no y Sloane simplemente se presentó, demostrando ser el más listo de los dos, con mejor sentido de los valores en aquella época…
Vivien reapareció en su dormitorio con un desayuno pantagruélico. Como había prometido, era una alimentación muy sana: zumo de naranja natural, un porridge caliente muy espeso con azúcar moreno y leche, seguido por unos huevos escalfados sobre una tostada de pan integral, café bien cargado recién molido y más tostadas con miel de Alberta.
El detalle de la miel emocionó especialmente a Partridge. Le recordó —y tal era su propósito— su lugar de nacimiento, donde había dado los primeros pasos como periodista en la emisora de radio local. Recordó que le había contado a Vivien su trabajo en las famosas cadenas 20 por 20: es decir, veinte minutos de rock-and-roll, la programación principal, intercalados con cuatro o cinco noticias telegráficas sacadas del teletipo de la Associated Press. El joven Harry Partridge se encargaba de recitar estas últimas. Sonrió con los recuerdos: parecía todo tan lejano…
Después de desayunar, vagó un poco por el apartamento y observó:
—Esto se está poniendo muy desastrado. Necesita una mano de pintura y algunos muebles nuevos.
—Ya lo sé —reconoció Vivien—. He hablado con los dueños del edificio sobre lo de la pintura. Pero dicen que el apartamento no les da para gastar ni un céntimo.
—¡Joder! Hazlo por tu cuenta. Busca un pintor y encárgale lo que haga falta. Te dejaré dinero antes de irme.
—Tú siempre tan generoso… Por cierto, ¿sigues con ese chanchullo maravilloso para no pagar el impuesto sobre la renta?
—Pues claro —sonrió Partridge.
—¿Y eso vale para todo el mundo y en cualquier parte?
—No, no para todo el mundo, pero es perfectamente legal y honrado. Yo no hago declaración de renta, no tengo que hacerla. Me ahorro un montón de tiempo y de dinero.
—Nunca he entendido cómo te las apañas.
—No me importa explicártelo —le dijo él—, aunque normalmente no hablo de ello. La gente que tiene que pagar ese impuesto se muere de envidia, porque a la desgracia no le gusta estar sola.
El factor crucial, le explicó, era ser ciudadano canadiense, utilizar pasaporte canadiense y trabajar en el extranjero.
—Lo que no entiende mucha gente es que los Estados Unidos son la única nación desarrollada del mundo que grava a sus ciudadanos vivan donde vivan. Los americanos residentes en el extranjero pagan también sus impuestos al Tío Sam. En Canadá se funciona de otra manera. Los canadienses que salen del país no están sujetos a los impuestos canadienses, y una vez le demuestras a Hacienda que vives fuera, dejan de tener interés en ti. Y a los británicos les pasa lo mismo.
»En cuanto a mí —prosiguió—, la CBA me ingresa todos los meses el salario en mi cuenta corriente del Chase Manhattan de Nueva York. Yo lo transfiero desde allí a otros países: las Bahamas, Singapur, las islas Anglonormandas, donde mis ahorros producen intereses totalmente libres de impuestos.
—¿Y qué pasa con los impuestos de los países en los que trabajas?
—Como corresponsal de televisión nunca me quedo en un sitio el tiempo suficiente para tener que contribuir. Eso incluye también a los Estados Unidos, siempre y cuando no pase allí más de ciento veinte días al año, y puedes estar segura de que nunca me quedo tanto tiempo. Y en cuanto a Canadá, aquí no tengo domicilio propio, ni siquiera éste. Ésta es tu casa, Viv, como ambos sabemos.
»Lo importante —añadió Partridge— es no hacer trampas. Defraudar al fisco no es sólo ilegal, es una estupidez, y no merece la pena correr ese riesgo. Eludirlo es otra cosa… —Se interrumpió—. ¡Espera! Te voy a enseñar una cosa.
Partridge sacó de una cartera un recorte de prensa muy sobado.
—Es de una decisión de 1934, de uno de los más importantes juristas americanos. Ha sido utilizada por otros jueces en muchas ocasiones. —Y leyó en voz alta—: Cualquiera puede arreglar sus asuntos de forma que sus impuestos resulten lo más bajos posible: nadie está obligado a elegir la fórmula que otorgue más dinero al Tesoro público; ni siquiera es un deber patriótico incrementar los impuestos personales.
—Comprendo por qué te envidia la gente —dijo Vivien—. ¿Hay muchos compañeros tuyos de la televisión que hacen lo mismo?
—Te sorprendería su número. Las ventajas fiscales son una de las razones por las que los canadienses deciden trabajar en el extranjero para las cadenas estadounidenses.
Aunque no las mencionó, había otras razones, que incluían los sueldos de las emisoras de televisión norteamericanas, que eran sustancialmente más altos. Pero había algo más importante aún: trabajar para una de ellas era el colmo del prestigio y significaba moverse por los entresijos de los asuntos del mundo.
Por su parte, las cadenas de televisión norteamericanas estaban encantadas con sus corresponsales canadienses, que llegaban bien entrenados desde la CBC y la CTV. También sabían que a los espectadores americanos les gustaba el acento canadiense; era una de las razones de la popularidad de muchas de las nuevas figuras: Peter Jennings, Robert MacNeil, Morley Safer, Allen Pizzery, Barrie Dunsmore, Peter Kent, John Blackstone, Hilary Bowker, Harry Partridge y otros.
Continuando su vagabundeo por el apartamento, Partridge vio sobre un aparador las entradas para el concierto de Mozart del día siguiente. Sabía que le gustaría y le agradeció una vez más a Vivien que recordara sus preferencias.
Partridge estaba encantado con las tres semanas de vacaciones, de descanso y ocio que tenía por delante… o eso creía él.