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Los sesenta eventuales contratados por la CBA-News llevaban una semana y media estudiando los periódicos locales de la zona, en busca de la posible guarida de los secuestradores de la familia Sloane. Sin embargo, no habían realizado progreso alguno, ni tampoco se habían producido novedades en otras áreas.
El FBI, sin llegar a admitir claramente que estaba en un punto muerto, no tenía nada nuevo que añadir. La CIA, de cuya intervención también se rumoreaba, no había hecho ninguna declaración.
Por lo visto, lo que esperaba todo el mundo era alguna notificación de los secuestradores, presumiblemente con alguna exigencia. Hasta ese momento, eso tampoco se había producido.
La historia del secuestro seguía ocupando bastante espacio en la prensa, aunque en las páginas interiores de los periódicos, y en los telediarios había dejado de ser noticia de titulares.
Pese a la aparente caída de interés del público, abundaban las especulaciones. En los medios de comunicación existía la creciente convicción de que los rehenes estaban fuera del país. Y en cuanto a su ubicación concreta, la mayor parte de las conjeturas apuntaban a Oriente Medio.
Sólo la CBA-News tenía indicaciones de lo contrario. La identificación del terrorista colombiano Ulises Rodríguez, descubierta por el equipo especial de investigación de la emisora, que lo relacionaba con la banda de secuestradores y posiblemente en funciones de jefe, había centrado su foco de atención en América Latina. Por desgracia, no habían podido determinar ningún país en concreto como base de los secuestradores.
Con sorpresa de todos los involucrados, el dato de la implicación de Rodríguez no trascendió el ámbito de la CBA. Creían que el descubrimiento no tardaría en llegar a conocimiento de otros medios de comunicación, que lo publicarían, y aunque eso todavía podía ocurrir en el momento menos pensado, no había sucedido aún. Había incluso cierto desasosiego en el seno de la CBA, porque el departamento de informativos todavía no había comunicado al FBI su descubrimiento acerca de Rodríguez.
Entretanto, la CBA mantenía viva la historia del secuestro, mucho más que las demás emisoras, utilizando una técnica copiada de su rival, la CBS. Durante la crisis de los rehenes de Irán, entre 1979 y 1981, Walter Cronkite, a la sazón presentador del noticiario de la noche de la CBS, concluía todos los informativos con las palabras: «Y así están las cosas hoy, (fecha), eneavo día de cautiverio de los rehenes norteamericanos en Irán». (El número total de días llegó a 444).
Como escribió Barbara Matusow, historiadora y conciencia viva de la radiodifusión, en su libro The Evening Stars, Cronkite «decidió que los rehenes… eran tan importantes, que había que mantener la atención nacional centrada en ellos todos los días, sin falta».
De forma similar, Harry Partridge, que seguía ejerciendo de segundo presentador en todos los asuntos relativos al secuestro de los Sloane, empezaba siempre:
—Hoy, día (tal) desde el brutal secuestro de la esposa, el hijo y el padre del presentador de la CBA-News Crawford Sloane…
Y luego daba la noticia.
Con fines de política editorial, Les Chippingham había aprobado, con la aceptación del director de realización Chuck Insen, la inclusión de una referencia al secuestro en todos los boletines de la CBA-News, aunque sólo fuera para mencionar la ausencia de novedades.
Pero el miércoles por la mañana, a los diez días de iniciarse la investigación en los periódicos locales, se produjo un acontecimiento que puso en trance una vez más a toda la organización de noticias. El suceso logró poner fin a la frustrante inactividad que aquejaba a todos los miembros del equipo especial.
En ese momento, Harry Partridge se hallaba en su despacho particular. Levantó los ojos y vio a Teddy Cooper en el umbral, seguido por Jonathan Mony, el joven de color que le había causado tan buena impresión el día que reunieron a todos los eventuales.
—Puede que tengamos algo, Harry —dijo Cooper.
Partridge les hizo pasar.
—Que te lo cuente Jonathan. —Cooper señaló a Mony—. Adelante.
—Señor Partridge, ayer estuve en la redacción de un periódico en Astoria —empezó Mony sin vacilaciones—. Eso está en Queens, cerca de Jackson Heights. Hice todo lo habitual, y no encontré nada. Al salir de allí, vi la oficina de un semanario publicado en español, Semana. No estaba en la lista, pero entré.
—¿Sabes español?
—Sí, bastante —asintió Mony—. Bueno, les pedí los números de las fechas que estamos revisando y me los trajeron. Tampoco descubrí nada, pero cuando me iba, me dieron un ejemplar de su último número. Me lo llevé a casa y lo estuve hojeando anoche.
—Y nos lo ha traído esta mañana —intervino Cooper.
Sacó una revista de pequeño formato y la abrió sobre la mesa, delante de Partridge.
—Ahí… Ésa es la columna que te interesará, me imagino, y una traducción de Jonathan.
Partridge echó un vistazo al periódico y luego leyó la traducción, mecanografiada en un folio.
- Nadie se creería, la verdad, que hay quien sale a comprar
ataúdes como usted o yo podemos comprar queso en la tienda de la
esquina. Y sin embargo, así es. Y si no, que se lo pregunten a
Alberto Godoy, propietario de una casa de pompas fúnebres.
Al parecer, se presentó un hombre de la calle y le compró dos ataúdes como si tal cosa: uno mediano y otro pequeño. Dijo que eran para sus padres, el más pequeño para su mamá. Qué os parece… ¡menuda indirecta para sus pobres padres! «Vamos, rápido, papá, mamá, se acabó lo que se daba…».
Y no se vayan, que hay más. La semana pasada, es decir seis semanas después, vuelve el mismo tío, pidiéndole otro ataúd como los otros dos, de tamaño mediano. Se lo lleva puesto y lo paga al contado, igual que los anteriores. Esta vez no explicó para quién era. Me pregunto si su mujer le habrá puesto los cuernos.
Les diré quién está encantado: Alberto Godoy. Dice que no tiene inconveniente en seguir atendiendo negocios de esa clase.
—Una cosa más, Harry —dijo Cooper—. Hace unos minutos hemos telefoneado a la redacción de Semana. Hemos tenido suerte. El autor de la columna estaba allí.
—Me ha dicho —prosiguió Mony— que la escribió el viernes de hace dos semanas. Acababa de ver a Godoy en un bar y éste había vendido el tercer ataúd ese mismo día.
—Y eso —dijo Cooper— era justo al día siguiente del secuestro.
—Un momento —dijo Partridge—. No digáis nada más. Dejadme pensar. Mientras los otros guardaban silencio, reflexionó.
Tranquilo, se dijo, no eches las campanas al vuelo. Pero la coincidencia era inconfundible: primero, dos ataúdes, comprados seis semanas antes del secuestro, poco antes de los treinta días —según habían calculado los miembros del equipo especial— de vigilancia de la familia Sloane, y dentro del plazo máximo de tres meses para el conjunto de la operación. Segundo, el tamaño de esos ataúdes: uno mediano y el otro pequeño; este último, al parecer, para una anciana, pero que también podía servir para un niño de once años.
Tercero, el tercer ataúd, según el artículo, de tamaño mediano. Hecho establecido: Angus Sloane, el padre de Crawf, se había presentado en casa de sus hijos casi sin avisar, después de telefonearles el día anterior. Por lo tanto, si la familia no le esperaba, los secuestradores tampoco. Luego le habían capturado y se lo habían llevado con Jessica y el niño. Y entonces tenían tres prisioneros en vez de dos.
Preguntas: ¿Tenían ya dos ataúdes los secuestradores? ¿Les había obligado a comprar otro la presencia del anciano? ¿Estaba destinado a él el ataúd suplementario comprado en las pompas fúnebres de Godoy al día siguiente del secuestro?
¿O era todo aquello una increíble coincidencia? Podía ser. O no.
Partridge levantó la vista hacia los otros dos, que le estaban mirando con mucha atención.
—El asunto plantea ciertos interrogantes, ¿no? —dijo Cooper.
—¿Tú crees que…?
—Creo que tal vez hayamos descubierto cómo han sacado del país a la señora Sloane y compañía.
—¿Metidos en un ataúd? ¿Crees que los han matado?
—Drogado —señaló Cooper, negando con la cabeza—. Se ha hecho otras veces.
Su afirmación confirmó los pensamientos de Partridge.
—¿Qué hacemos ahora, señor Partridge? —preguntó Mony.
—En cuanto podamos, entrevistar a ese empresario de pompas fúnebres… —Partridge cogió el folio con la traducción del artículo, al que habían añadido la dirección del interesado—, ese Godoy. Lo haré personalmente.
—Me gustaría acompañarle.
—Creo que se lo ha ganado, Harry —le apremió Cooper.
—Yo también. —Partridge sonrió a Mony—. Buen trabajo, Jonathan.
El joven investigador estaba resplandeciente.
Partridge decidió que irían inmediatamente, con un cámara.
—Teddy, me parece que Minh Van Canh está en la sala de juntas. Dile que coja su equipo y nos acompañe.
En cuanto salió Cooper, Partridge descolgó el teléfono y pidió un coche de la compañía.
Al salir, Partridge y Mony pasaron por la sala de redacción, donde coincidieron con Don Kettering, el comentarista de temas económicos. Cuando llegó la noticia del secuestro de los Sloane, Kettering había dado el boletín especial desde el estudio de avances.
—¿Alguna novedad, Harry? —le preguntó.
Impecablemente vestido con un traje marrón, el fino bigote bien arreglado, Kettering, como siempre, parecía un próspero hombre de negocios.
Partridge estuvo a punto de soltarle una evasiva para no perder tiempo, pero luego recapacitó. Respetaba a Kettering, no sólo como especialista, sino como periodista de primera clase. Con su experiencia, cabía la posibilidad de que Kettering se encontrara más en su salsa que Partridge con el asunto que iban a tratar.
—Ha surgido algo, Don. ¿Qué estabas haciendo?
—Poca cosa. Wall Street está muy tranquilo hoy. ¿Quieres ayuda?
—Tal vez. Vente con nosotros. Te lo explicaré por el camino.
—Deja que lo comunique a la Herradura —le dijo Kettering, cogiendo el teléfono de la mesa más próxima—, ahora mismo voy.
Un Jeep Wagoneer de la CBA se detuvo ante la entrada principal de la emisora un minuto después de que Partridge, Mony y Minh Van Canh salieran a la calle. El cámara subió por la parte trasera con el equipo, asistido por Mony. Partridge se sentó delante, al lado del conductor. Cuando estaba cerrando la portezuela apareció Don Kettering, que se fue a la parte de atrás.
—Vamos a Queens —instruyó Partridge al chófer.
Había cogido el número de Semana y la traducción de Mony, y le leyó la dirección de la empresa de pompas fúnebres.
El automóvil giró en redondo y puso rumbo hacia el este, hacia el puente Queensboro.
—Don —dijo Partridge, volviéndose en su asiento—, mira lo que hemos descubierto. Nos preguntamos si…
Veinte minutos más tarde, en el apestoso y desordenado despachito de Alberto Godoy, Harry Partridge, Don Kettering y Jonathan Mony observaban al obeso y calvo empresario de pompas fúnebres al otro lado de su mesa. El trío había penetrado en la oficina haciendo caso omiso de las preguntas de la recepcionista.
Siguiendo las órdenes de Partridge, Minh Van Canh se había quedado fuera, en el Jeep. Si necesitaban imágenes, ya le llamarían más tarde. Mientras, Van Canh estaba filmando discretamente el edificio de la oficina de Godoy desde el interior del automóvil.
Con su habitual cigarrillo entre los labios, el enterrador observaba con suspicacia a sus visitantes. Ellos, por su parte, ya habían advertido la sordidez del establecimiento, los rasgos abotargados de Godoy que sugerían su adicción al alcohol y las manchas de comida en su chaqueta negra y sus pantalones de rayas grises. Aquél era un establecimiento de tres al cuarto y probablemente funcionaría con pocos escrúpulos.
—Señor Godoy —dijo Partridge—, como ya he dicho a la señorita, somos todos de la CBA-News.
Godoy adquirió una expresión de interés.
—¿No le he visto yo en la tele? ¿Hablando desde la Casa Blanca?
—Ése es John Cochran. A veces, la gente nos confunde. No, él trabaja en la NBC. Yo soy Harry Partridge.
Godoy se dio una palmada en la rodilla:
—Usted es el que habla del secuestro.
—Sí, y por eso hemos venido a verle. ¿Podemos sentarnos?
Godoy señaló las sillas. Partridge y sus acompañantes se sentaron frente a él.
Partridge sacó el ejemplar de Semana, se lo mostró y le dijo:
—¿Lo ha leído usted?
Godoy puso mala cara:
—¡Vaya un maldito hijo de perra! No tenía derecho a publicar una cosa que oyó de refilón, y que yo no le dije a él en persona.
—Entonces, lo ha leído y sabe de qué se trata.
—Claro que lo sé. ¿Y qué?
—Pues que nos gustaría que nos contestase unas preguntas, señor Godoy. Primero, el nombre de la persona que le compró los ataúdes… y su descripción.
El enterrador meneó la cabeza:
—Eso es asunto mío.
—Es muy importante. —Partridge bajó deliberadamente la voz, manteniendo un tono amistoso—. Incluso es posible que esté relacionado con una cosa que acaba usted de mencionar… el secuestro de la familia Sloane.
—No le veo la relación. —Y Godoy añadió, tozudo—: Además, es cosa mía, así que no les importa. Y si no tienen nada más que decir, tengo trabajo.
Don Kettering tomó la palabra por primera vez:
—¿Y qué nos dice de lo que cobró por los ataúdes, Godoy? ¿No nos quiere decir cuánto?
La cara del gordo se sonrojó.
—Cuántas veces tendré que decírselo. Es asunto mío. Y ustedes ocúpense de los suyos.
—Oh, claro —replicó Kettering—. De hecho, pensamos hacer nuestro trabajo y acudir directamente a la oficina de recaudación municipal de Nueva York. Aunque el artículo dice —señaló la revista Semana— que le pagaron en efectivo los tres ataúdes, estoy seguro de que usted los cobró, los declaró y pagó el impuesto correspondiente, lo cual es un dato de conocimiento público, incluido el nombre del comprador. —Se volvió hacia Partridge—: Harry, este ciudadano no quiere cooperar, mejor será que nos vayamos ahora mismo a la delegación de hacienda…
Godoy, que un minuto antes había palidecido, estalló:
—¡Eh, esperen un momento!
Kettering le miró con la mayor inocencia:
—¿Cómo?
—Quizá yo…
—Quizá usted no haya pagado el impuesto de venta, ni tampoco lo haya declarado, aunque apuesto a que sí lo cobró.
La voz de Kettering era cortante; abandonando toda pretensión de simpatía, se inclinó sobre la mesa del enterrador.
Partridge, que no había visto nunca al comentarista económico en semejante actitud, se alegró de haberle llevado.
—Escúcheme atentamente, Godoy —continuó Kettering—: una emisora como la nuestra tiene mucha influencia, y si hace falta la emplearemos, sobre todo porque en este momento estamos luchando por uno de los nuestros, contra un crimen inmundo, el secuestro de su familia. Necesitamos una respuesta rápida a nuestras preguntas, y si nos ayuda usted, nosotros intentaremos colaborar, olvidando lo que no nos incumbe, como el tema de los impuestos municipales… y estatales, porque, probablemente, también habrá defraudado usted en su declaración de renta. Pero si no nos contesta usted con sinceridad, le vamos a mandar, y hoy mismo, al FBI, la policía de Nueva York, la brigada de delitos monetarios y los inspectores de hacienda. Así que usted mismo: puede hablar con nosotros o con ellos.
Godoy se pasó la lengua por los labios.
—Responderé a sus preguntas, amigos.
Su voz sonó nerviosa.
—Tu turno, Harry —cedió Kettering.
—Señor Godoy —empezó Partridge—, ¿quién le compró esos ataúdes?
—Dijo que se llamaba Novack. Pero yo no me lo creí.
—Tal vez acertó usted. ¿Qué más sabe de él?
—Nada.
Partridge se metió la mano en el bolsillo.
—Voy a enseñarle una cosa, dígame sólo qué le parece —dijo, tendiéndole el dibujo al carboncillo de Ulises Rodríguez a los veinte años.
—¡Es él! —exclamó Godoy sin dudarlo—. Es Novack. Está más viejo que en el retrato.
—Sí, ya lo sabemos. ¿Está usted absolutamente seguro?
—Segurísimo. Le vi dos veces. Se sentó ahí mismo, donde está usted ahora.
Por vez primera desde que se había desencadenado todo esa mañana, Partridge sintió una oleada de satisfacción. El equipo especial había dado un paso más en la investigación. Habían establecido una firme conexión entre los ataúdes y el secuestro. Mirando a Kettering y Mony, vio que ellos dos habían llegado a la misma conclusión.
—Repítame su conversación con Novack —le dijo a Alberto Godoy—, desde el principio.
Durante el interrogatorio, Partridge sacó todo lo que pudo del empresario de pompas fúnebres. Al final, sin embargo, era bastante poco y comprendieron que Ulises Rodríguez había tenido gran cuidado en no dejar huellas.
—¿Alguna otra cosa, Don? —preguntó Partridge a Kettering.
—Un par. —Kettering se dirigió a Godoy—: A ver, el dinero en efectivo que le entregó ese Novack. Creo que ha dicho que, en total, eran cerca de diez mil dólares, casi todo en billetes de cien. ¿Verdad?
—Sí.
—¿Tenían algo especial?
Godoy sacudió la cabeza.
—¿Qué puede tener el dinero en especial, aparte de ser dinero?
—¿Eran billetes nuevos?
El hombre hizo memoria:
—Algunos sí, pero la mayor parte, no.
—¿Y qué ha sido de todo ese dinero?
—Me lo he gastado, he pagado algunas facturas… —Godoy se encogió de hombros—. Hoy día, el dinero se esfuma.
Jonathan Mony no había dejado de estudiar al empresario de pompas fúnebres con sumo detenimiento a lo largo del interrogatorio. Al principio, cuando empezaron a hablar del dinero, le pareció detectar cierto nerviosismo en Godoy. Y de nuevo, la misma impresión. En una libretita escribió un mensaje, que pasó a Kettering. Está mintiendo. Le queda algo de dinero. Le da miedo confesárnoslo porque le preocupa el tema de los impuestos.
El comentarista económico leyó la nota, dedicó a su autor un gesto casi imperceptible y se la devolvió. Con voz pausada y levantándose como para marcharse, preguntó a Godoy:
—¿Recuerda usted alguna otra cosa, o guarda usted algo que pueda sernos de utilidad? —dijo empezando a volverse.
Godoy, más relajado, y deseando concluir la conversación, contestó:
—Nada de nada.
Kettering dio un brinco. Con la cara contraída en una mueca y rojo de ira, se acercó a la mesa, se echó para adelante y agarró al otro por las solapas. Tiró de él hacia delante hasta que tuvieron las caras muy juntas, y le escupió:
—Godoy, eres un maldito embustero. Todavía te queda algo de dinero. Y puesto que no has querido enseñárnoslo, veremos si los de hacienda lo encuentran. Te dije que no les llamaríamos si colaborabas. Bueno, pues eso ya no vale.
Kettering empujó a Godoy, que se desplomó en su butaca. Sacó de un bolsillo un cuaderno de direcciones y cogió el teléfono de una mesita.
—¡No! —gritó Godoy, empujando la mesa del teléfono. Respirando entrecortadamente, gruñó—: ¡Cerdo! De acuerdo, se lo enseñaré.
—Mira —dijo Kettering—, es tu última oportunidad. La próxima vez…
Godoy se levantó y descolgó un diploma de la pared que había a su espalda. Disimulaba una caja de caudales. El empresario de pompas fúnebres manipuló la combinación de la cerradura.
Unos minutos después, Kettering estaba examinando atentamente, bajo la mirada de los demás, los billetes que Godoy había extraído de su caja fuerte —unos cuatro mil dólares—. El comentarista económico inspeccionó meticulosamente todos los billetes por los dos lados y luego los fue colocando en tres montones, dos de ellos mucho más pequeños que el tercero. Al final tendió el montón más nutrido a Godoy y se guardó los otros dos.
—Vamos a quedarnos con éstos, a cambio del correspondiente recibo de la CBA-News. Puede usted anotar sus números de serie, si lo desea, y el señor Partridge y yo le firmaremos un recibo. Le garantizo personalmente que le devolveremos todo el dinero, sin más preguntas, antes de cuarenta y ocho horas.
—Supongo que esto será correcto —murmuró Godoy a regañadientes.
Kettering indicó a Partridge y Mony que se acercaran. Los billetes que les enseñó eran todos de cien dólares.
—Mucha gente —les dijo— toma precauciones con los billetes de cien dólares, por si son falsos. Así que anotan en cada billete su procedencia. Por ejemplo, si alquilas un coche y pagas en billetes de cien dólares, la compañía anota el número del contrato en los billetes, para seguirte la pista si hay algún problema. Por la misma razón, en algunos bancos, los cajeros escriben el nombre del cuentacorrentista o el número de su cuenta en los billetes de cien dólares que entregan.
—Lo había visto en algunos billetes —dijo Partridge— y me preguntaba el motivo.
—Yo no —intervino Mony—, no suelen pasar demasiados por mis manos.
—Quédate en la tele, muchacho —le dijo Kettering, sonriendo— y los tendrás.
—Todas estas marcas en los billetes —prosiguió el experto en temas financieros— son ilegales, por supuesto. Deteriorar la moneda en circulación puede ser un delito, aunque rara vez es perseguido. En cualquier caso, en este montón de billetes hay nombres anotados, y en el otro, números. Si te parece, Harry, mostraré los grupos de cifras a mis amigos de la banca, que pueden reconocer quién los utiliza, y luego intentaré llegar hasta ellos a través de las computadoras. Y en cuanto a los nombres, buscaré en los listines de teléfonos, a ver si consigo localizar a los usuarios de estos billetes.
—Entiendo lo que quieres decir, Don —dijo Partridge—. Pero explícame exactamente adonde quieres ir a parar.
—A los bancos. Todos los datos que reunamos deben conducirnos a los bancos que negociaron esos billetes en un momento dado. Algún empleado habrá escrito en ellos los números o los nombres que has visto. Y después, con mucha suerte, podremos identificar el banco que manejó realmente todo ese dinero e hizo entrega de él.
—Claro —dijo Mony—. El que se lo entregó a los secuestradores, que lo usaron para comprarle los ataúdes al señor Godoy.
—Exactamente —asintió Kettering—. Desde luego, será un disparo a ciegas, pero si sale bien, sabremos qué banco utilizaron los secuestradores y probablemente dónde tenían una cuenta. —El periodista se encogió de hombros—. Y cuando sepamos todo eso, Harry, tu investigador puede proseguir a partir de ahí.
—Fantástico, Don —exclamó Partridge—. Y no creas que se nos dan tan mal los tiros a ciegas.
Al ver el ejemplar de Semana que les había conducido hasta allí, recordó las palabras del tío Arthur, cuando iniciaron la búsqueda en los anuncios por palabras: «Lo bueno de los disparos a ciegas es que, aunque no se descubra exactamente lo que se andaba buscando, siempre acaba uno tropezando con otra cosa que resulta útil por algún motivo».