En el compartimiento de primera clase ya se había retirado el servicio del almuerzo. Andrew volvió a su asiento después de una breve ausencia.

—Mientras estaba ahí dentro —indicó a Celia señalando los lavabos del avión— se me ha ocurrido que damos demasiadas cosas por descontadas. Cuando Lindbergh cruzó el atlántico volando, y de eso no hace tantos años, no podía moverse de su asiento y tenía que orinar dentro de un bote.

—Me alegro de que eso haya cambiado —observó riendo Celia—. ¿Y nada más? Presiento que ibas a filosofar en serio.

—Bueno: he estado pensando en tu trabajo, en la industria farmacéutica y se me han ocurrido un par de cosillas que pueden ponerte de buen humor.

—Desembucha, que lo necesito.

—Las personas como tú, agobiadas por tantos problemas, a menudo os absorbéis tanto en lo que lleváis entre manos, que sólo veis los nubarrones de la tormenta, y os olvidáis de que también sale el arco iris.

—A ver: recuérdame unos cuantos arco iris.

—Pues bien: cuando comenzamos a vivir juntos y me trajiste la Lotromicina. Todavía continúa siendo un fármaco seguro, sólido que salva vidas humanas, imprescindible para los médicos. Ya no se habla de ella, porque ya no es noticia, pero sigue ahí. Ha habido muchos más desde los años cincuenta; en cierta manera ha sido un período de importantes cambios en la medicina, y gracias a ti, yo los he vivido de cerca.

»Hace años, después de la segunda guerra mundial, cuando comencé a trabajar, los médicos no podíamos hacer mucho más que asistir al paciente sentándonos a su lado y esperar. Había muchas enfermedades que no sabíamos cómo curar, no teníamos armas. Eso ha cambiado radicalmente. Ahora disponemos de un arsenal de medicamentos que curan. Gracias a tu industria.

—Eso es música celestial —rió Celia—. Sigue.

—Por ejemplo, la hipertensión —prosiguió Andrew—. Hace veinte años teníamos medios muy limitados para tratarla. A menudo no surtían efecto. Con frecuencia se moría la gente a causa de ella. Actualmente, hay cientos de medicamentos y todos son seguros. La frecuencia de un ataque de apoplejía se ha reducido en un cincuenta por ciento, y sigue disminuyendo. Gracias a los medicamentos, hay menos ataques cardiacos. Ya no hay tuberculosis, úlceras. La vida de los diabéticos ha mejorado considerablemente. Y es lo mismo en muchos otros campos de la medicina. Actualmente existen muchos medicamentos maravillosos. Yo los receto a diario.

—Nombra unos cuantos.

—Corgard, Procardia, Indocin, Orinase, Torazine, Tagamet, Lasix, Apresonil, Staidpace, Mandol, Prednisone, Levodopa, Cytoxan, Isoniazid, Péptido 7. ¿Más? —preguntó por fin Andrew.

—Ya basta. ¿Y con eso qué quieres decir? —preguntó Celia a su vez.

—Que el número de medicamentos de acción beneficiosa es mayor que el de medicamentos que han resultado ser nocivos. Por cada uno de los nocivos, como la Talidomida, Selacryn, Montayne, Oraflex, Bendectin, de los que tanto oyes hablar por televisión y por la radio, Ha habido cien medicamentos estupendos. Y no son sólo las compañías farmacéuticas las que salen ganando. Somos todos, la gente, los que estamos sanos en vez de estar enfermos, vivos en vez de muertos. —Andrew hizo una pausa y luego añadió—: Si esto fuera un discurso, diría que lo que tu industria ha hecho, cariño, a pesar de sus defectos, es un gran bien a la humanidad.

—¡Ya basta! —exclamó Celia—. No continúes, porque lo estropearías. Me has animado —dijo riendo—. Voy a cerrar los ojos y a pensar.

A los diez minutos, Celia volvía a abrir los ojos y dijo:

—Andrew, querido, quiero decirte una cosa; a ti, que me has ayudado tanto y, quien, en cierto modo, has sido mi confesor. Quiero decir que me siento culpable por lo sucedido con la Hexina W. Estoy segura de que obré mal. Si hubiera sido más dura habría hecho las preguntas que hacía falta hacer, habría podido evitar unas cuantas muertes. Di por sentado cosas que por experiencia pasada no hubiera tenido que dejar pasar. El éxito y el poder se me subieron a la cabeza, estaba tan animada por lo del Péptido 7 que perdí lucidez con lo de la Hexina W. En parte es lo que le ocurrió a Sam con la Montayne, añora lo comprendo.

—Espero que no digas todo esto en la sala del tribunal —bromeó Andrew.

—Descuida, no soy tan tonta. Pero necesitaba confesar mi culpa a alguien.

—¿Qué pasará con Vincent Lord?

—He decidido que le costearemos la defensa, pero en cuanto al resto, allá él.

—A pesar de tu confesión y de tus argumentos —observó Andrew con dulzura—, no seas excesivamente dura contigo misma. Eres tan humana como los demás. Y no Hay nadie perfecto. Tú eres mejor que muchos.

—Sé que podría hacer las cosas mejor —reconoció Celia con su acostumbrada voz de persona práctica y decidida—. Por eso, porque lo sé, me apetece continuar. Tengo sólo cincuenta y tres años y todavía puedo hacer mucho en Felding-Roth.

—Así lo espero —repuso Andrew—. Como hasta ahora.

Callaron los dos; luego Andrew vio que Celia había cerrado de nuevo los ojos y dormía.

Celia no despertó hasta que el avión no comenzó a prepararse para el aterrizaje. Tocó el brazo de Andrew y él la miró.

—Gracias, amor mío —dijo Celia sonriendo—. Gracias por todo. Se me han ocurrido más cosas y he tomado una decisión. Pase lo que pase, venceré. Saldré adelante.

Andrew no dijo nada y le tomó la mano. No se la soltó durante la maniobra de aterrizaje en el aeropuerto de Nueva York.