CAPÍTULO XI
¡El asunto de la Talidomida estalló!
Como Celia dijo meses después:
—Entonces no nos dimos cuenta del cambio que el escándalo de la Talidomida representó para la industria farmacéutica.
El asunto tuvo un comienzo lento, inadvertido a nivel general y, en la mente de los afectados, desconectado de los fármacos.
En Alemania, en el mes de abril de 1961, los médicos se alarmaron ante la inusitada frecuencia de los casos de focomelia, extraño fenómeno por el que los bebés nacen con cuerpos horripilantemente deformados, sin brazos o piernas, con aletas de foca en su lugar. El año anterior habían sido detectados dos casos, cifra en sí ya desproporcionada, ya que en palabras de un médico: «Es mucho más habitual que los niños nazcan con dos cabezas». Y de pronto aparecían niños focomélicos a docenas.
Hubo madres que, al ver a los pequeños monstruos que acababan de parir, chillaban horrorizadas. Otras lloraban al darse cuenta de que su hijo jamás lograría «ser un ser independiente, no podría lavarse, hacer sus necesidades, abrir una puerta, abrazar a una mujer, o escribir su nombre sin ayuda».
Algunas madres se suicidaron; la mayoría necesitaron ser asistidas por psiquiatras. Uno de los padres, hombre de educación muy religiosa, había blasfemado, para corregirse luego: «¡No, si Dios no existe…! ¡No puede existir!».
Pero la causa de la epidemia de focomelia continuó siendo desconocida. (La palabra focomelia proviene del griego, phoke significa foca, melos, miembro). Un estudio avanzó la sugerencia de que podía ser causada por la lluvia radiactiva derivada de las pruebas de bombas atómicas.
Otro habló de un virus.
Además de nacer desprovistos de brazos o piernas, los hubo que nacieron con órganos, tales como riñones, corazón, intestinos, incompletos o en mal funcionamiento, otros nacieron sin orejas. Algunos niños, los más afortunados en opinión de muchos, murieron.
En noviembre de 1961, dos médicos, un pediatra alemán y un obstétrico australiano, conectaron independientemente el uno del otro, y sin saber nada de sus respectivos trabajos, el fenómeno con la Talidomida. Al poco tiempo se afirmó sin lugar a dudas que la causa de la focomelia residía en aquel fármaco.
Las autoridades australianas actuaron con la máxima rapidez y prohibieron la venta del fármaco el mismo mes en que se hizo pública la conexión entre las dos cosas. En Alemania e Inglaterra se prohibió un mes después, en diciembre de 1962. Pero en Estados Unidos, el Kevadon no fue requisado de los circuitos comerciales hasta dos meses después, en febrero de 1962. Y es inexplicable que en Canadá el medicamento siguiera a la venta hasta el mes de marzo, cuatro meses más tarde de su prohibición en Australia, el tiempo suficiente para que más mujeres encinta tomaran el calmante y corrieran el peligro de dar a luz niños deformes.
Celia y Andrew siguieron con atención el caso en las publicaciones médicas y hablaron de ello extensamente.
Una noche, mientras cenaban, Celia dijo:
—No puedes imaginarte cuánto te agradezco que me prohibieras tomar ningún medicamento cuando estaba encinta. Unos minutos antes había contemplado, llena de amor y gratitud, a sus dos hermosos hijos.
—Podría haber tomado Talidomida. Sé de varias esposas de médicos que la han tomado.
Andrew indicó:
—Yo tenía Kevadon en mi gabinete.
—¿Tomaste? —preguntó sobresaltada Celia.
—No. Me la dio un vendedor, pero a mí ese medicamento nunca me cayó bien. Y luego me olvidé que lo tenía.
—¿Dónde lo tienes ahora?
—Hoy me he acordado de que lo tenía y lo he tirado al retrete. Tenía varios centenares de pastillas, No sé dónde he leído que entre los médicos del país se habían repartido dos millones y medio de pastillas.
Durante los meses próximos continuaron lloviendo las noticias sobre la Talidomida. Se estimó que en veinte países habían nacido veinte mil niños deformes, aunque también se reconocía que la cifra exacta era imposible de conocer.
En Estados Unidos la cifra fue relativamente baja, unos dieciocho o diecinueve niños, gracias a que la droga nunca llegó a ser aprobada por Sanidad. De haber sido aprobada, la cifra hubiera podido ser de diez mil niños.
—Debemos agradecérselo a esa tal Kelsey —observó Andrew un domingo del mes de julio de 1962.
La pareja estaba en casa, descansando. Andrew tenía un periódico desplegado sobre el regazo.
«Kelsey» era la doctora Francés Kelsey, una funcionaría médico de Sanidad quien, a pesar de las presiones por parte de la empresa fabricante del fármaco, había rehusado dar el visto bueno a su comercialización y había logrado utilizar toda una serie de tácticas burocráticas para que no fuera aprobada por otros. Es decir, que la doctora Kelsey se había convertido en heroína nacional. El propio John Kennedy le otorgó una medalla de oro, el máximo honor a que puede aspirar todo ciudadano norteamericano.
—Bueno, un poco por casualidad, hizo lo correcto —reconoció Celia-y no pienso regatearle mi agradecimiento por ello. Pero los hay que dicen que ha ganado la medalla por nada, meramente por haber aplazado una decisión, que es lo que acostumbran hacer los burócratas en caso de duda, y ahora ella pretende haber intuido mucho más de lo que verdaderamente intuyó. Además me temo que después del gesto de Kennedy, en el futuro muchos medicamentos útiles van a tardar más de lo necesario en salir a la venta, y otros sufrirán las consecuencias.
—Tienes que comprender —explicó Andrew— que los políticos, aunque sean personas de la integridad de Kennedy, son por naturaleza oportunistas. Tanto Kennedy como Kefauver utilizan el escándalo de la Talidomida para sus fines personales. De todos modos, salta a la vista que hace falta que se promulgue alguna ley que controle la industria en que tú trabajas, nena, porque está claro que en ella hay una pandilla de podridos.
Observación confirmada poco después por los descubrimientos subsiguientes acerca de las prácticas habituales en la firma fabricante de la Talidomida, de su falta de honestidad, de su falta de escrúpulos de ninguna clase, de su tendencia al soborno y de su falta de profesionalidad.
Sorprendentemente, y a pesar de los tejemanejes que precedieron a ello, el presidente Kennedy consiguió firmar y dar status oficial a una serie de leyes justas para regular la cuestión. Aunque no fueron perfectas y aunque contuvieran cláusulas que luego fueron motivo de retardo de la comercialización de medicamentos urgentemente necesitados por el público, las nuevas leyes lograron cambiarla situación de desamparo del consumidor ante el poderío de la industria farmacéutica. Y así fue cómo nació la nueva era, la era de la pos Talidomida.
Además, aquel mismo mes, en octubre de 1962, Celia supo que Eli Gamperdown, presidente general de la compañía Felding-Roth, estaba muriendo de cáncer.
A los pocos días de haberse enterado de la triste noticia, Sam Hawthorne le comunicó con voz excitada que «Eli ha enviado recado diciendo que quería verte. Mañana mismo irás a su casa».
La casa se encontraba a diez kilómetros al sur de Morristown, en el monte del lago Kemble. Situada al fondo de un sinuoso camino asfaltado, ocultada tras espesos arbustos y una bonita arboleda, la casa era una mansión de piedra antigua, recubierta de una pátina verdosa. Desde el exterior, el interior parecía oscuro. Celia comprobó que lo era.
Celia fue recibida por un viejo mayordomo de cuerpo encorvado, que la hizo pasar a un vestíbulo lleno de muebles antiguos. Mientras esperaba, Celia tuvo ocasión de fijarse en el absoluto silencio que reinaba en la casa y pensó que tal vez se debiera al hecho de que Eli no tenía mujer. Hacía muchos años que había enviudado.
A los pocos minutos apareció una enfermera, una mujer joven, vivaracha, enérgica:
—Haga el favor de acompañarme, señora Jordán. El señor Camperdown está impaciente por verla.
Mientras subían por la amplia y curvada escalinata alfombrada, Celia preguntó:
—¿Cómo se encuentra?
La enfermera contestó:
—Débil y sufre mucho, a pesar de los calmantes. Hoy no ha querido tomar ninguno, sin embargo, porque quería estar bien despierto para hablar con usted. —Miró a Celia con curiosidad y añadió—: Espera con impaciencia la entrevista con usted.
Al llegar al rellano de la planta superior, la enfermera hizo pasar a Celia por una puerta.
Al principio Celia tuvo dificultad en reconocer la figura alta y desgarbada que estaba sentada en la cama y apoyada contra unos almohadones. Eli Camperdown, hasta hacía poco el epítome de la persona vigorosa y llena de salud, era ahora un hombre enjuto, débil y frágil. No parecía la misma persona. Con ojos hundidos miraba a Celia, a la vez que contorsionaba la cara con una mueca que demostraba su intento de sonreír. Habló con voz baja y ronca.
—Ya sé que el cáncer no es un espectáculo muy agradable —dijo—. No estaba seguro de si debía hacerla venir, pero me urge hablar con usted personalmente. Gracias por haber venido.
La enfermera, antes de dejarlos solos, había traído una silla y Celia se sentó al lado de la cama.
—Estoy contenta de haber venido, señor Camperdown. Y siento mucho que esté enfermo.
—La mayoría de mis colegas de la firma me llaman Eli. Le agradecería que usted también lo hiciera. Ella sonrió.
—Yo me llamo Celia.
—Sí, ya lo sé. Como también sé que usted ha sido una persona importante en mi vida. —Alzó la mano y señaló hacia una mesita—. Allí encima hay un ejemplar del Life y unos papeles. Tráigamelos, por favor.
Celia le trajo la revista con los papeles. Eli Camperdown comenzó a pasar las páginas con un visible esfuerzo, hasta que encontró lo que buscaba.
—No se si ya lo ha visto.
—Es el artículo sobre la Talidomida, con las fotos de los bebés deformes. Sí, ya lo he visto.
Señaló los otros papeles.
—Ésos son más fotos y documentos sobre el asunto, que todavía no han llegado al público. He seguido con mucho interés el caso. Es horrible, ¿verdad?
—Sí, lo es.
Callaron un momento y luego él dijo:
—Ya sabe que me muero, ¿verdad?
—Sí, me lo han dicho —contestó ella dulcemente.
—He exigido a los médicos que me dijeran la verdad. Tengo una o dos semanas de vida, o quizá sólo unos días. Por eso me trajeron a casa. Para morir tranquilo aquí.
Al ver que Celia iba a decir algo, él la atajó con un gesto:
—No, déjeme hablar y escúcheme con mucha atención.
Calló para descansar un breve instante, el esfuerzo le estaba agotando. Luego continuó.
—No es más que egoísmo, Celia, y nada de eso va a ayudar a esos niños —dijo tocando las fotos—. Pero me alegro de no haber tenido parte en ello, puedo morir con la conciencia tranquila gracias a usted.
Celia se apresuró a contestar:
—Eli, me imagino lo que está pensando, pero yo no…
Él continuó hablando sin hacerle caso.
—Cuando adquirimos la licencia para el medicamento, nuestro proyecto era endosarlo como fuera, sacarlo a la venta y comercializarlo a marchas forzadas. Íbamos a hacer unas pruebas muy extensivas y lograr el visto bueno de Sanidad. Es posible que lo hubiéramos conseguido. No se sabe: estas cosas carecen de lógica, quizá otro funcionario no hubiera puesto objeciones.
Calló de nuevo para recobrar fuerzas y continúo:
—Usted nos convenció de que hiciéramos las pruebas con ancianos; gracias a usted nadie de menos de sesenta años tomó el fármaco. Y no funcionó, y nosotros lo dejamos correr. Luego se la criticó a usted…, lo sé. Pero si todo hubiera sido como lo habíamos proyectado inicialmente… hubiéramos sido los culpables de… —Con los dedos tocó de nuevo las fotos de la revista—. Yo hubiera muerto con este terrible cargo sobre mi conciencia. En cambio ahora…
Celia tenía los ojos arrasados de lágrimas. Le cogió la mano y le dijo:
—Eli descanse en paz.
Él asintió con la cabeza y movió los labios. Ella se acercó inclinándose sobre él para oír lo que decía.
—Celia, creo que usted posee un instinto, un criterio natural para juzgar el bien y el mal… Nuestra industria está al borde de importantes transformaciones…, que yo no veré… En la empresa los hay que creen que usted llegará lejos… Me alegro. Le daré un consejo… Utilice su don, Celia, confíe en su instinto. Cuando tenga poder utilícelo con convicción. No permita que gente inferior a usted le desvíe del camino…
Se le agitó la voz. Un espasmo de dolor le desfiguró la cara.
Celia se dio la vuelta consciente de que algo se había movido a sus espaldas. La enfermera acababa de entrar en la habitación. Traía una bandejita con una jeringa, que puso al lado de la cama. Se inclinó sobre el enfermo y dijo:
—¿Le vuelve a doler, señor Camperdown?
Al ver que él asentía débilmente, le subió la manga del pijama y le aplicó una inyección en el brazo. La tensión del rostro del enfermo se desvaneció casi inmediatamente.
—Ahora se dormirá, señora Jordán. No vale la pena continuar la visita —dijo la enfermera, mirando de nuevo con curiosidad mal disimulada a Celia.
Celia cerró la revista, con los papeles en el interior, y lo volvió a dejar todo encima de la mesa.
—¿Han dicho todo lo que debían decir? —le preguntó la enfermera.
—Sí, creo que sí —respondió Celia.
No se sabe cómo, porque Celia no lo había dicho a nadie, toda la empresa se enteró de la conversación entre ella y el moribundo director.
De resultas de ello Celia se convirtió en el blanco de las miradas, curiosas y respetuosas. Nadie, y Celia tampoco, dudaba de que no había sido un instinto excepcional el que había hecho sugerirle, el día en que se discutió sobre la manera de experimentar con la Talidomida, suministrarla únicamente a ancianos. Pero no era menos cierto que ella había contribuido a marcar el camino de la compañía respecto a aquel fármaco en concreto, camino que había salvado a la empresa del desastre. Eso lo reconocían todos.
Todos excepto el director de investigación, naturalmente. Quien había sido casi el único en recomendar que se distribuyera el medicamento entre ginecólogos y obstétricos, cosa a la que Celia se había opuesto muy específicamente, ahora se negaba a reconocer el mérito de Celia, mientras que a sí mismo se atribuía el de haber decidido no continuar con la comercialización del medicamento una vez demostrado que no daba los resultados esperados. Lo cual era verdad, pero sólo parte de la verdad.
Pero no hubo tiempo de discutir largamente sobre el asunto. Eli Camperdown murió a las dos semanas de la visita de Celia. Su esquela apareció en los periódicos del 8 de noviembre y fueron respetuosamente largas, aunque menos que las dedicadas a Eleanor Roosevelt, dos días antes. Celia comentó a Andrew:
—Tengo la impresión de que dos piezas clave de la historia acaban de desaparecer. Una a nivel mayor que la otra, y que yo he contribuido a marcar la marcha de la menor.
La muerte del presidente general de Felding-Roth causó importantes cambios entre el personal. Uno de los afectados fue Sam Hawthorne, al que nombraron vicepresidente y gerente de las ventas a nivel nacional, mientras que a Teddy Upshaw le ascendieron, con gran alegría de su parte, a gerente de ventas sobre el mostrador, cuyos productos eran comercializados por el sector denominado Bray & Commonwealth de la empresa.
—Es una buenísima oportunidad para vender las cosas como Dios manda, a lo duro —había comentado con optimismo a Celia—. Y a usted la he recomendado como directora del centro de instrucción de vendedores. Pero he de confesarle que va a ser difícil: la casa está llena de hombres que no tragan la idea de una mujer directora de nada. Confieso que yo era uno de éstos, pero el trato con usted, Celia, me ha hecho cambiar de parecer.
Durante las ocho semanas que siguieron, Celia hizo las funciones de directora sin que llegara el nombramiento de tal. A medida que los días pasaban, la frustración y cólera de Celia iban en aumentó, hasta que una mañana de principios del mes de enero, Sam Hawthorne apareció en su despacho sin anunciarse y con la cara radiante.
—¡Lo hemos conseguido! —gritó—. He tenido que hundir el sable en las barrigas de un grupito de gallitos engreídos, pero ya está, se nos ha dado luz verde. Se te ha nombrado directora de la escuela, y, lo que todavía es más importante, se ha reconocido oficialmente que estás integrada con pleno derecho en la vía rápida del escalafón de la empresa.