CAPÍTULO IX
Noah Townsend, a sus cincuenta y ocho años, parecía el compendio viviente de las cualidades requeridas idóneamente a todo médico maduro y de experiencia. Era un hombre concienzudo que trataba a todo el mundo que aparecía en su despacho, en busca de consejo, fuera pobre o rico, con igual interés. Su aspecto era el de una persona distinguida: sus modales correctos con dignidad. De resultas, el doctor Townsend tenía uno de los consultorios más visitados por devotos pacientes que le querían con auténtica lealtad; y con razón, porque siempre les había tratado bien. Se consideraba que el doctor tenía excepcionales dotes para diagnosticar. La mujer de Townsend, Hilda, le había contado a Andrew:
—A veces, mientras estamos en una fiesta, o en una cena, me dice en voz baja: «¿Ves aquel tipo del fondo? Está gravísimo y no lo sabe». O «¿Ves a aquella mujer? Morirá dentro de seis meses». Y siempre acierta. Siempre.
Los pacientes de Townsend tenían una fe absoluta en su infalibilidad. Corrían anécdotas sobre sus dotes y los había que le llamaban «el brujo». Hubo uno que le trajo una máscara auténtica de brujo al regreso de un viaje por África. Townsend la había colgado en la pared de su despacho y estaba muy orgulloso de poseerla.
Andrew también sentía profundo respeto por las dotes de su jefe. Entre los dos había surgido una afectuosa relación y Townsend siempre le había tratado con excepcional atención y generosidad.
Andrew le respetaba, además, porque se había fijado en el cuida do con que Townsend procuraba estar al corriente de los últimos descubrimientos y adelantos en medicina y no rezagarse excesivamente, como suele ocurrir con médicos que hace muchos años que salieron de la escuela. Sin embargo, Andrew también había notado, sobre todo aquellos últimos meses, una peculiar tendencia a la vaguedad, a la imprecisión y a hablar embrolladamente. A ello se añadieron los extraños incidentes ya mencionados. Síntomas que comenzaron a inquietar a Andrew, quien procuró por largo tiempo atribuirlo al efecto lógico del cansancio y agobio que implicaba su trabajo. Ambos habían tenido más trabajo del acostumbrado durante aquellos meses, se dijo.
Una tarde de noviembre, hacía un mes, las vagas sospechas habían cobrado cuerpo, se habían convertido en pruebas mucho más palpables.
Sucedió que Andrew quiso discutir con Townsend sobre los detalles de cómo iban a organizarse sus días de asueto, de cómo iban a repartirse las horas de sustitución respectiva, y Andrew, una tarde en que notó que no había ningún paciente en el despacho de Townsend, llamó a la puerta con los nudillos y entró sin esperar respuesta, como había hecho cientos de veces anteriormente.
Townsend estaba sentado de espaldas a la puerta y se volvió rápidamente, sin conseguir ocultar el montón de pastillas que tenía en la palma de la mano. Se sonrojó, pero se sobrepuso casi en el acto, y con aire ligeramente fanfarrón se llevó las pastillas a la boca y bebió un vaso de agua.
Era imposible que ninguno de los dos no reconociera lo que acababa de suceder, y Townsend trató de quitarle hierro al asunto.
—¡Bueno! Conque me has pescado con las manos en la masa, ¿eh? ¡Recargando las baterías! Sí, reconozco que estos días ando muy cansado y lo necesito, ¿sabes? Pero no te preocupes: lo tengo bien controlado. Figúrate, con la de casos que he llegado a ver…, no, no, yo no caeré, descuida. Sé muy bien dónde están los límites.
La explicación no convenció a Andrew. Mucho menos convincente todavía era su forma embrollada y confusa de hablar, que indicaba que la toma que acababa de presenciar no era la primera del día.
Andrew preguntó con una dureza de la que en seguida se arrepintió:
—¿Qué eran exactamente?
De nuevo la risa en falso del médico.
—Nada: unas cuantas pastillas de dexedrín, un poco de persodán y un toque de darvon por el sabor, ¿sabes? Vamos: no pongas esta cara. No tiene importancia.
Luego añadió con cierta agresividad.
—Ya te he dicho que lo tengo controlado. Bueno: ¿y tú a qué has venido?
Andrew procuró calmarse interiormente y hablar de lo que le había traído, que en aquel instante se le antojó totalmente absurdo. Habló con rapidez, tratando de no entretenerse, con prisas de marcharse y estar solo.
Andrew estaba realmente horrorizado por la mezcla de drogas que acababa de tomar su colega; debían de haber sido unas doce o quince pastillas, que, según había reconocido Noah, eran calmantes y estimulantes, mezcla contradictoria que ningún médico osaría recetar a ningún enfermo. Andrew no era entendido en drogadicción, pero se dio cuenta de que la actitud descuidada y despreocupada de su colega eran síntomas infalibles de una adición en serio. Una mezcla como aquélla de fármacos era tan destructora y perniciosa como la más peligrosa de las drogas vendidas por un traficante vulgar.
¿Qué hacer? Lo más urgente, decidió Andrew, era enterarse con mayor detalle sobre el problema.
Pasó las dos semanas siguientes consultando revistas y libros en las bibliotecas médicas. En el hospital de Saint Bede había una pequeña; y en Newark había otra similar. En los catálogos de las dos aparecían mencionados artículos acerca de médicos drogadictos, y lo primero que Andrew sacó en claro de su lectura fue que era un problema bastante extendido. La Asociación de Médicos Americana calculaba que el cinco por ciento de los médicos del país sufrían este problema. Ya fuera abuso de drogas, de alcohol o cosas parecidas. Andrew se dijo que si organización tan respetable como aquélla reconocía aquella cifra, la cifra real era probablemente bastante más elevada. Otras estimaciones reconocían un diez o quince por ciento.
Una de las conclusiones a que parecían llegar todos los que hablaban del tema era que la causa se hallaba en el exceso de confianza.
Todos los afectados parecían convencidísimos de que su profesión y experiencia no les permitirían caer en abusos. Y casi todos se equivocaban. En la mente de Andrew no pudieron por menos de resonar las palabras de Noah Townsend: «Lo tengo controlado…; conozco los límites…; con los casos que he visto, ya comprenderás que no…».
La mayoría de los médicos conseguían ocultar su vicio durante un largo período de tiempo, debido a la facilidad con la que podían echar mano de las pastillas. Andrew había discutido la situación con Celia más de una vez: la facilidad que los médicos tenían de suministro gratis de todo tipo de fármacos, y en cantidades prácticamente ilimitadas. Sólo tenían que pedirlo al vendedor al detalle.
A pesar de la vergüenza que le causó, Andrew inspeccionó, a escondidas de Townsend, su armario de fármacos y botiquín. Lo que descubrió le dejó anonadado.
El armario hubiera debido estar cerrado con llave y no lo estaba. Andrew aprovechó las horas que Townsend dedicaba a hacer la gran visita general al hospital para hurgar en él. Entre la gran cantidad de pastillas acumuladas, había almacenados varios narcóticos.
Andrew también almacenaba cierta cantidad de fármacos en su despacho, fármacos que a veces regalaba apacientes de los que conocía su relativa apurada situación económica. Pero, por razones de seguridad, no guardaba narcóticos. ¿A qué se debía tanto descuido en una persona de la experiencia y responsabilidad de Townsend? ¿Y cómo había logrado mantenerlo en secreto durante tanto tiempo? ¿Cómo podía tomar todo aquello y no perder el autocontrol? Las respuestas no podían ser sencillas.
Lo que para colmo acabó de escandalizar y de sorprender a Andrew fue descubrir que en todo el país no existía ni un solo programa de ayuda para este problema. Nada para ayudar a los médicos a sobreponerse a la adicción, ni nada para proteger a sus pacientes del peligro en que incurrían. Los de la profesión hacían todo lo posible por esconder el problema. En los casos en que no había sido posible hacerlo, lo ocultaron al público y lo guardaron en secreto entre ellos. Por lo visto nunca se había dado el caso de un médico llamando la atención del cuerpo sobre otro médico por abuso de fármacos. Y tampoco encontró ningún caso en que un médico hubiera perdido la licencia de ejercer su profesión a causa de su adición.
Y, sin embargo, no podía evitar preguntarse: ¿No debía tomar medidas para proteger a los clientes de Townsend, que, de alguna manera, también lo eran de él? Andrew trataba a los pacientes de Townsend los días en que éste estaba de asueto. ¿Hasta cuándo podría seguir Townsend diagnosticando y recetando medicamentos sin incurrir en errores?; ¿y estar al frente de un negocio de la envergadura del hospital de Saint Bede?
Cuanto más pensaba en ello, mayor era la complejidad de las preguntas, y más imprecisamente se le aparecían las respuestas. Finalmente se confió a Celia.
Fue a la última hora de una tarde, unos días antes de Nochebuena. Celia y Andrew habían estado con Lisa adornando el árbol de Navidad. Era el primer año en que la niña tomaba conciencia de la importancia de la fiesta que denominaba «nada». Por fin la niña, rendida de tanta excitación y novedad, se había dormido, por lo que Andrew la había llevado en brazos a la cama. Antes de regresar al salón, se había detenido unos minutos a observar el tranquilo sueño de Bruce en su cunita.
Mientras tanto Celia le había preparado un whisky con soda.
—Te lo he hecho cargadito —indicó Celia—. He pensado que lo ibas a necesitar.
Al darse cuenta de la mirada interrogante de Andrew, añadió:
—Te ha hecho bien pasar unas horas con Lisa, ¿verdad? Es la primera vez, en muchas semanas, que se te ve realmente tranquilo y relajado. Pero sigues preocupado, ¿eh?
Él había preguntado con tono de sorpresa:
—¿Tanto se nota?
—Cariño —había contestado Celia—. Hace cuatro años que estamos casados.
—Los cuatro años más felices de mi vida —había dicho emocionado Andrew.
Mientras sorbía la bebida y hacía comentarios sobre el árbol, Celia aguardaba a que surgiera el momento de preguntar claramente:
—Andrew, ¿de qué se trata?
A lo que Andrew le espetó:
—Si se veía tanto que algo me preocupaba, ¿por qué no me lo preguntaste antes? A lo que Celia había respondido:
—Preferí esperar que tú tomaras la iniciativa de hablar de ello. —Y luego le miró a la cara y le preguntó—: ¿Quieres hablar de ello ahora?
—Sí, ahora sí —contestó Andrew.
—¡Dios mío! —exclamó Celia en voz baja cuando Andrew hubo acabado de hablar.
—Ahora comprenderás por qué he puesto esta cara durante estas semanas: hay motivos de sobra —dijo él.
Celia se le acercó, le abrazó, poniendo su cara junto a la suya.
—¡Pobrecito amor mío! —se condolió—. Lo que has sufrido sin saberlo yo.
—Mira: el que necesita compasión es Noah —repuso él.
—Desde luego, pero soy mujer, y tu esposa, Andrew. No soporto verte de esta manera.
—Aconséjame qué puedo hacer —replicó Andrew con voz seca.
—Sé muy bien lo que haría yo —dijo Celia—. Andrew, tú solo no puedes cargar con tanta responsabilidad, tienes que compartirla con alguien. Has de decírselo a alguien más, aparte de mí.
—¿A quién sugieres que se lo diga?
—Pues a cualquiera del hospital, a uno con la suficiente autoridad para tomar cartas en el asunto, y ayudar a Noah.
—Eso es imposible; si se lo digo a alguien comenzará a correr el rumor, le destituirán, son capaces de quitarle la licencia de médico, de destrozar su vida. No, no pudo hacerlo, es imposible.
—¿Qué otra cosa se te ocurre entonces?
—No tengo ni idea —contestó él con voz lúgubre.
—Quiero ayudarte, y se me ocurre una idea —dijo Celia.
—Espero que sea mejor que la primera.
—Habla con alguien del hospital, pero no en concreto, sino en abstracto. Habla en general, descubre qué actitud toman sobre el asunto.
—¿Se te ocurre una persona determinada?
—Habla con el gerente, por ejemplo.
—¿Con Len Sweeting? No sé —dudó Andrew, dando una vuelta a la habitación. Se detuvo frente al árbol de Navidad—. Bueno: es una idea que se puede intentar.
—Supongo que habrán pasado unas buenas Navidades —comenzó Leonard Sweeting.
—Sí, las pasamos muy bien —asintió Andrew con voz firme.
Se encontraban en el despacho del gerente del hospital, la puerta estaba cerrada. Sweeting estaba sentado detrás de la mesa y Andrew en un sillón de delante.
El gerente era un antiguo abogado, de tipo alto y delgado que hubiera podido ser un buen jugador de pelota base si no fuera que era muy aficionado al extraño pasatiempo de lanzar herraduras de caballo, deporte en que ya había ganado varias copas. Le gustaba decir que ganar aquellas copas era mucho más fácil que conseguir poner a los médicos de acuerdo sobre cualquier asunto. Hacía años que había dejado el oficio de leguleyo por el de gerente de hospital y, ahora, pasados los cuarenta años, daba la impresión de saber más de medicina que muchos médicos. Andrew había tenido ocasión de conocer mejor a Sweeting a raíz de la aventura de la Lotromicina, y desde entonces le respetaba y estimaba.
El gerente tenía unas cejas muy pobladas que hacía subir y bajar expresivamente al hablar.
—Ha mencionado un problema, Andrew —señaló de pronto con cierta brusquedad—. Dígame qué es.
—Se trata de un médico amigo mío; en realidad, me ha pedido que haga la siguiente consulta porque él no sabe a quién dirigirse. Trabaja en un hospital y ha descubierto una irregularidad que no sabe cómo manejar.
—¿Qué tipo de irregularidad?
—Está relacionada con el abuso de fármacos —explicó Andrew y pasó a esbozar una situación fingida, pero paralela a la suya, con mucho cuidado de no dar detalles que pudieran traicionarle.
Mientras hablaba, notó la expresión de desaliento que tomaban los ojos de Sweeting, cómo su amabilidad de hacía unos minutos se evaporaba rápidamente. Las cejas del gerente acabaron fruncidas sombríamente. Y de pronto se puso de pie con un gesto impaciente.
—Mire, Andrew: no me venga con problemas ajenos cuando aquí, en este mismo hospital, estamos abrumados por los nuestros. Mi consejo, de todos modos, en una situación como la de su amigo, es que vaya con muchísima cautela. Es muy peligroso acusar a un colega médico. Y ahora ya me perdonará, pero me esperan…
¡Conque lo sabía!… De golpe y porrazo, Andrew comprendió que Sweeting sabía perfectamente de quién estaca hablando. La historia del amigo no había cuajado. Andrew no comprendía cómo era posible, pero saltaba a la vista que Leonard Sweeting conocía la situación desde hacía mucho tiempo. Y que no quería saber nada de ella. De momento lo único que quería era deshacerse de Andrew.
Y había algo más: si Sweeting lo sabía, lo más probable era que muchos más lo supieran también. Muchos de los médicos más antiguos del hospital, que ocupaban puestos superiores al suyo. Y ellos tampoco tomaban medidas de ninguna clase.
Andrew se levantó, un poco avergonzado de su ingenuidad. Len Sweeting le acompañó hasta la puerta, amable de nuevo, y con un brazo le agarró cariñosamente de los hombros.
—Siento tener que despedirle con tantas prisas, pero espero unas visitas muy importantes, unas personas que seguramente nos van a donar una considerable suma de dinero. Como comprenderá, no estamos para despreciar donaciones de este tipo. Además espero también a su jefe, a Noah. En este tipo de situación, Noah es de gran utilidad; sus modales y su personalidad agradable predisponen a estas personas a nuestro favor. No sé cómo podríamos seguir funcionando sin la ayuda del doctor Townsend.
Ya estaba dicho. Aquél era el mensaje, la consigna: «Deja en paz a Noah Townsend». Porque Townsend tiene amistades influyentes, con dinero, que nos ayudan a financiar el hospital. Sepultemos el problema, colegas; tal vez, si lo ocultamos bien, conseguiremos borrarlo, hacerlo desaparecer.
Y por supuesto, si Andrew hubiera intentado decir explícitamente lo que el gerente acababa de implicar, éste lo negaría con fuerza, le acusaría de haber interpretado mal sus palabras.
Por fin, aquel mismo día, un poco más tarde, Andrew decidió hacer todo lo posible para olvidar el asunto, hacer lo mismo que los demás, es decir, nada. Lo único que se propuso es vigilar más atentamente a Noah y procurar que sus enfermos no sufrieran las consecuencias.
Al contar a Celia cómo habían ido las cosas, ella le miró con cara extraña y dijo:
—Eres tú quien debe decidir y comprendo que hayas decidido eso. Pero yo creo que acabarás arrepintiéndote de ello.