CAPÍTULO VI
El nacimiento de la primera hija de Celia y Andrew tuvo lugar, según palabras del propio Andrew a sus colegas del hospital, «conforme a los planes de Celia».
Fue en agosto de 1958, nueve meses y una semana después de la boda, y la niña resultó un hermoso bebé de tres kilos y medio que lloraba muy poco. La llamaron Lisa.
Durante el embarazo, Celia había demostrado tener ideas claras y firmes acerca de cómo quería parir, lo que causó conflictos con el ginecólogo, doctor Paul Keating, médico del hospital de Saint Bede, donde trabajaba Andrew.
El doctor era un hombre de mediana edad, bastante engreído, que un buen día le espetó a Andrew:
—Su mujer es una mujer intratable.
—Sí, comprendo por qué lo dice —contestó Andrew, tratando de ser amable—. Pero con ella la vida siempre es muy interesante. Lo curioso del caso es que muchas de las cosas que parecen imposibles para la mayoría de las personas, no lo son para Celia.
Dos días antes, Celia había dicho al doctor Keating:
—He estudiado el método del alumbramiento natural y he comenzado a hacer ejercicios preparatorios.
Al ver la sonrisa indulgente del tocólogo, Celia añadió:
—Quiero tomar parte activa en el parto y ser consciente de todo el proceso. No quiero que me anestesien. Y tampoco quiero que me hagan la episiotomía.
El doctor Keating dejó de sonreír y frunció el ceño:
—Señora Jordán, ambas decisiones dependen del tocólogo y de su criterio sobre la marcha del parto.
—No estoy de acuerdo —rebatió Celia con calma—. Si me aviniera a esto, lo que pasaría sería que me apabullarían en los inevitables instantes de fatiga y debilidad.
—¿Y si ocurre algo imprevisto?
Es distinto. En este caso es usted quien ha de decidir, pero después tendrá que dar pruebas satisfactorias a Andrew y a mí de que las medidas tomadas eran justificadas.
El doctor Keating hizo un gruñido incomprensible y añadió:
—En cuanto a la episiotomía he de informarle que el corte del perineo con tijeras esterilizadas en el instante antes del parto evita que la cabeza del niño lo rasgue…, que le haga una rasgadura que luego puede resultar muy molesta y difícil de cicatrizar. Mientras que el corte hecho de antemano es más fácil de ser curado.
—Quizá sí —dijo Celia—. Pero he oído decir a algunas comadronas e incluso a médicos la opinión opuesta.
Celia no se arredró ante las muestras crecientes de disgusto por parte del doctor y añadió:
—Se conocen muchos casos en que el rasgón natural ha cicatrizado con rapidez, y de episiotomía en que no, en que han causado infecciones o dolores durante meses después del parto.
El doctor Keating la miró con acritud.
—Por lo visto es de las que tiene respuesta para todo.
—No, pero se trata de mi cuerpo y de mi hijo —indicó Celia.
—Volviendo al cuerpo —dijo el doctor—› permítame que le señale que la episiotomía ayuda a mantener prieta la vagina, aunque éste no sea precisamente el motivo por el que se recomienda practicarla.
—Ya sé que el mantenimiento de una vagina prieta favorece el goce de mi compañero de cama, y, en fin, reconozco que no quiero causar disgustos a mi marido por tener la vagina excesivamente dilatada. He decidido hacer determinados ejercicios después del parto para ayudar a tensar los músculos de la pelvis.
Al poco tiempo, y de acuerdo con el propio doctor, Celia cambió de ginecólogo y fue a visitar a un tal doctor Eunice Nashman, persona mayor que el doctor Keating, pero más joven mentalmente y dispuesto a compartir muchas de las ideas de Celia.
Después del parto de Celia, el doctor Nashman confió a Andrew:
—Su esposa es una mujer fuera de lo común. Hubo momentos en que tuvo dolores intensísimos y yo le pregunté si no prefería que la anestesiáramos.
Andrew no había podido asistir al parto, como había sido su intención, porque tuvo que ir a visitar urgentemente a un enfermo. Preguntó con curiosidad:
—¿Qué dijo ella?
El doctor Nashman le explicó:
—Nos pidió que una enfermera la sostuviera en sus brazos. Y así lo hicieron. Una enfermera le pasó un brazo por debajo de la cabeza y la ayudó a pasar el mal trago. Luego, cuando nació la niña, dejamos que permaneciera en contacto con el cuerpo de la madre un largo rato. Fue hermosísimo verlas a las dos juntas, durmiendo pacíficamente.
Tal como estaba previsto, Celia dejó de trabajar un año entero para dedicarse plenamente a su hijita. Aprovechó el tiempo para acabar de arreglar la nueva casa.
—Cada día me gusta más —decía a menudo Andrew, encantado de los arreglos y mejoras efectuados por Celia.
Sin embargo, no perdió el contacto con Felding-Roth. Sam Hawthorne había sido ascendido al puesto de ayudante del administrador de las ventas nacionales y había prometido dar un puesto a Celia en cuanto ella se reintegrara a la empresa.
Fue un buen año para Felding-Roth, Fármacos, S. A. A los pocos meses del éxito de Andrew con la Lotromicina, el Departamento de Alimentos y Drogas del país dio permiso para que el medicamento fuera comercializado. La Lotromicina resultó un buen medicamento estimado internacionalmente, y fue uno de los productos que mayores beneficios económicos aportó a la compañía. El papel que Celia había desempeñado en su lanzamiento izo que los ejecutivos le cobraran respeto y respaldaran a Sam Hawthorne al expresar su deseo de concederle un ascenso a su regreso.
Aparte del historial de la compañía, 1959 no fue un año especialmente espectacular. En enero, Alaska pasó a ser un estado de Estados Unidos y, en julio, 1Q fue también Hawai. En abril se abrió el paso de St. Lawrence Seaway. En mayo, el primer ministro de Israel, David Ben Gurión, prometió al mundo que su país haría las paces con sus vecinos los árabes, Aquel mismo mes, dos monos fueron lanzados al espacio en el interior de un misil norteamericano y sobrevivieron. Lo cual dio esperanzas de que un día los propios humanos pudieran emprender viajes similares por el espacio.
Uno de los acontecimientos del país que llamó la atención de Celia fue una serie de sesiones judiciales, iniciadas en diciembre, presididas por un subcomité del Senado, por el senador Estes Kefauver, concretamente. Durante unas sesiones anteriores, este mismo senador, un demócrata de Texas, había adquirido cierta fama por su manera de proceder a la investigación de delitos, y se le habían despertado las ganas de incrementar su popularidad por aquel método. Esta vez el blanco de las sesiones fue la industria de los fármacos.
La mayoría de los ejecutivos de dicha industria decidió no hacer excesivo caso de Kefauver, al que consideraban personaje muy poco importante. El grupo de presión con que la industria contaba en Washington tenía fuerza; nadie esperaba que las sesiones tuvieran repercusiones a largo plazo. La única que no estaba de acuerdo con esta manera de ver la situación era Celia.
A fin del año, Celia reanudó su trabajo como vendedora al detalle en la zona de Nueva Jersey. A través de conocidos, había localizado una enfermera mayor y retirada que se avino a cuidar de la pequeña Lisa. Celia comprobó que la mujer era competente, emprendiendo un corto viaje con Andrew y dejando la niña al cuidado de la enfermera. Funcionó.
La madre de Celia, Mildred, iba a visitarlos de vez en cuando, encantada de sustituir a la enfermera y de cuidar a su nieta.
Mildred y Andrew se llevaban estupendamente, y Celia inició una relación de amistad con su madre, desconocida para ella. Un motivo fue, quizá, que la hermana de Celia, Janet, se había ido a vivir al oriente Medio con su marido, un geólogo empleado por una compañía petrolera.
De modo que, asistidos por diversos lados, Celia y Andrew pudieron una vez más disfrutar de sus respectivas vidas profesionales.
No obstante, en la carrera de Andrew se produjeron ciertos incidentes que, de alguna manera, llegaron a preocuparle. Concernían a Noah Townsend. Colega de Andrew, demostró en varias ocasiones síntomas de una extraña inestabilidad emocional. O meramente, se dijo Andrew, de rarezas en su comportamiento. Lo que desconcertó a Andrew fue que ninguno de los incidentes guardaba relación con su línea de conducta habitual, digna, controlada, perfectamente honorable.
Los incidentes observados por Andrew fueron tres:
Uno fue cuando Noah, mientras conversaba con Andrew en su despacho, se irritó de mala manera porque le llamaron por teléfono. Cortó con brusquedad la comunicación, arrancó el hilo de la pared y tiró el aparato contra el armario del fichero. El teléfono se rompió, pero al día siguiente fue cambiado por otro y jamás nadie volvió a hablar del incidente.
Seis semanas más tarde, Andrew iba en el coche de Noah. Éste conducía. De pronto Andrew se dio cuenta con horror de que estaban cruzando por el centro de Morristown a toda velocidad, tomando las curvas sin frenar, haciendo rechinar los neumáticos y sin respetar las luces rojas de los semáforos. Andrew no pudo evitar lanzar un grito de advertencia, pero Noah no pareció advertirlo. Tuvieron suerte y no pasó nada, entraron en el aparcamiento del hospital y el coche se detuvo a tiempo, con gran rechinar de neumáticos. Andrew se quejó e intentó pedir una explicación, pero Noah se encogió de hombros sin darle importancia. La próxima vez que Andrew tuvo ocasión de observarle al volante conducía normalmente, con la requerida prudencia.
El tercer incidente, y el más grave y penoso, implicó a la secretaria y recepcionista de su consultorio, la señora Parsons, que había trabajado con Noah muchos años, desde mucho antes de la aparición de Andrew. Era cierto que Violet Parsons se estaba haciendo mayor y que a veces daba señales de una lentitud mental y distracción molestas. Pero nunca había concernido a ningún asunto de importancia, y los pacientes le tenían mucha simpatía por la manera con que les trataba. Se llevaba muy bien con Andrew y su dedicación al doctor Noah Townsend rayaba en adoración, por lo que era motivo corriente de bromas de la casa.
Hasta que un día se produjo un incidente con una factura.
Violet cometió un error al extender un talón para pagar la factura de unos objetos de despacho adquiridos en la empresa que habitualmente les suministraba este tipo de artículos. La factura ascendía a cuarenta y cinco dólares y Violet escribió la cifra al revés, cincuenta y cuatro.
Dejó el talón sobre la mesa escritorio de Noah para que lo firmara. En realidad el error no tenía excesiva importancia, porque el saldo podía ser pasado a la factura del mes próximo sin dificultad.
Pero Noah irrumpió en la sala de recepción, con el talón en la mano, y gritando desaforadamente:
—¡Vieja zorra! ¡Estúpida! Mira lo que has hecho. ¡Así tiras mi dinero!
Andrew estaba casualmente en recepción y tuvo dificultad en encajar el comportamiento de su jefe. Violet Parsons también, pero logró reponerse lo suficiente para contestar con dignidad:
—Doctor Townsend, no estoy acostumbrada a que nadie me trate de esta forma, por lo que me veo forzada a presentar mi dimisión inmediatamente. Me voy en el acto y no pienso volver.
Andrew trató de intervenir y de mediar entre los dos, pero Noah le gritó:
—¡No se meta!
Y Violet dijo:
—Le agradezco la intención, doctor Jordán, pero yo me marcho de aquí.
Al día siguiente, Andrew trató de razonar sobre el incidente con el médico, pero Noah le atajó:
—Trabajaba mal. He contratado a una sustituta que vendrá mañana mismo.
Si los incidentes se hubieran dado con mayor frecuencia y más seguidos, la preocupación de Andrew hubiera sido también mucho mayor. Se limitó a razonar que el doctor comenzaba a tener años y a no soportar con facilidad el apremio y las tensiones del trabajo. Hasta cierto punto era muy natural. Andrew a veces también se había sentido agobiado por el trabajo, y había tenido que hacer un gran esfuerzo por dominarse los nervios. Noah, por lo visto, no conseguía dominarlos siempre.
Sin embargo, los tres incidentes quedaron desagradablemente grabados en la memoria de Andrew.
La carrera de Celia era algo más dinámica que la de Andrew.
En febrero de 1960, una mañana en que había tenido que ir a la oficina central de Felding-Roth, Sara Hawthorne la llamó a su despacho. Encontró a Sam de buen humor. Su nuevo puesto en el departamento nacional de ventas no parecía abrumarle, pensó Celia, y se alegró de comprobarlo. Teniendo en cuenta sus propios planes a larga vista, se alegró también de comprobar su buen aspecto físico, salvo una creciente calvicie; en un año, cuando cumpliera los cuarenta, probablemente sería ya calvo del todo. Pero la calvicie no parecía desmejorar su buen aspecto.
—Quería verte para hablar de la reunión nacional de vendedores —le anunció.
Celia ya sabía que la gran reunión que Felding-Roth celebraba cada dos años con sus representantes y vendedores iba a tener lugar en Nueva York, en el hotel Waldorf Astoria, el próximo abril. La reunión era de carácter privado y estaba cerrada a los extraños. A ella asistían todos los empleados de las compañías de ventas del país, junto con los de las filiales que Felding-Roth tenía en el extranjero. El presidente y los ejecutivos superiores también asistían.
—Se espera mi asistencia —indicó Celia—. Espero que no me vayas a decir que está reservada a los nombres.
—No sólo no está reservada a los hombres, sino que se te pide que tú seas una de las que hablen en público.
—Encantada —se apresuró a decir Celia.
Sam observó secamente:
—Ya me lo suponía. Bueno: ahora veamos sobre qué vas a hablar. Lo he consultado con Eli Camperdown, quien es de la opinión de que debieras decir algo sobre tu experiencia como mujer, como si dijéramos sobre el punto de visto femenino en este tipo de trabajo. El título sugerido es algo así: «Lo que piensa una mujer sobre la venta al detalle de fármacos».
—De acuerdo —asintió Celia.
—De ser posible preferiríamos que hicieras un discurso lleno de humor —bromeó Sam—. Que no resulte excesivamente solemne o pesado. Y nada de controversias. Con una duración de diez a quince minutos.
—Comprendo —repuso Celia con expresión pensativa.
—Si quieres, puedes hacer un borrador y mostrármelo. Yo te sugeriría las posibles enmiendas.
—Gracias por la oferta —replicó ella, que no tenía intención de aceptar que nadie le hiciera enmiendas a lo que ella se proponía decir.
—Las ventas en tu zona han ido estupendamente —la felicitó Sam—. Que continúen así.
—Ésa es mi intención —convino Celia—, aunque facilitaría las cosas si saliera algún nuevo producto. Por cierto, ¿qué pasó con la Talidomida, aquel calmante del que nos habló el señor Camperdown?
—Lo dejamos correr. Lo devolvimos a Chemie-Grünenthal. Les dijimos que muchas gracias, pero que no nos interesaba.
—¿Porqué?
—Según los investigadores de nuestra firma, el calmante no surgía el efecto esperado. Lo administraron en los dos asilos de ancianos que tú sugeriste. Y no dio buenos resultados.
—¿Y ya no se hablará más del asunto?
—En Felding-Roth, no. Me ha llegado la noticia de que la casa Merrell lo ha comprado y lo van a lanzar aquí y en Canadá con el nombre cambiado, Kevadon. Con el éxito que ha tenido en Europa no es sorprendente.
—No pareces muy contento respecto al asunto —observó Celia—. ¿Piensas que nuestra empresa ha cometido un error?
Sam se encogió de hombros.
—Quién sabe. Sólo podemos vender los productos aprobados por nuestro propio laboratorio, y éste fue rechazado. Pero permíteme que te diga, Celia, que cierta gente te ha criticado por hacer que la droga sólo fuera puesta a prueba con gente de edad, que no se administrara a un mayor espectro de personas, tal como había sugerido Vincent Lord.
—¿Tú también lo piensas?
—No. Yo respaldé tu opinión, ¿te acuerdas?
—Sí —contestó Celia—. ¿He de tomarme en serio las críticas? —preguntó con cierta preocupación.
—No, no creo —contestó Sam.
En casa, a la vuelta del trabajo y durante los próximos fines de semana, Celia se dedicó a redactar el discurso, encerrada en el estudio que compartía con Andrew. Éste un domingo le preguntó:
—Estás tramando algo, ¿ver dad?
—Sí —reconoció ella—. Es verdad.
—¿No me dices de qué se trata?
—Te lo diré otro día —contestó Celia—. Si te lo dijera ahora, tratarías de disuadirme.
Andrew sonrió y tuvo el suficiente buen sentido para no insistir.