CAPÍTULO X
La personalidad del doctor Vincent Lord, director de investigación de la empresa Felding-Roth, era de naturaleza complicada, o «enmarañada» como hubieran dicho algunos. Uno de sus colegas había observado con ironía:
—Vince actúa como si todo él girara vertiginosamente en un centrifugado, sin saber cómo salir de él… o cómo le gustaría salir.
Lo paradójico era que pudiera decirse una cosa así de una persona con una carrera brillante como la suya. A los treinta y seis años de edad —es decir, en edad relativamente joven— había conseguido ascender a una plataforma en la que muchos soñaban y no podrían alcanzarla jamás. Pero el hecho de que se tratara de una plataforma, de una base desde la cual saltar a algo nuevo, le inquietaba y le hacía preguntarse cómo había llegado allí, por qué y adonde llegaría a partir de aquel punto.
El doctor Lord era el tipo de persona de la que fácilmente podía decirse que, de no haber habido desengaños en su vida, él mismo se los hubiera inventado o imaginado. Dicho en otras palabras: sus desengaños eran más imaginados que reales.
Uno de los que más sufrimientos le producía era la falta de respeto, o el poco respeto que, a su ver, le profesaba la comunidad académica. Era bien conocido que los académicos abrigaban determinados prejuicios en contra de los científicos al servicio de as industrias farmacéuticas. Habitualmente se tendía a considerarlos como científicos de segunda clase.
Sin embargo, el doctor Vincent Lord había decidido libremente, sin presiones de ninguna clase, abandonar la universidad para trabajar en Felding-Roth. Aunque el motivo principal que le había movido al cambio había sido un sentimiento de amargura y frustración, dirigidos contra la universidad, sentimiento que no había desaparecido en él y que había llegado a convertirse en rasgo distintivo de su descontentadizo carácter. A veces, no obstante, él mismo se preguntaba si no se había precipitado al abandonar la carrera académica. Si no se hubiera convertido en un científico de renombre internacional de permanecer en ella.
Todo había ocurrido hacía seis años, en 1954.
Este año, Vincent Lord se había convertido en el doctor Lord con un doctorado de química orgánica. La escuela que se lo había otorgado era conocida como una de las mejores del mundo: era la Champaign-Urban de la Universidad de Illinois, y en ella Lord había demostrado ser un estudiante excepcional.
Su aspecto físico respondía al de un científico universitario. Tenía el rostro fino, de rasgos delicados y agradables. Lo menos agradable en él era su constante adustez, el que nunca sonriera. De vista bastante deficiente, probablemente debido a las horas que había dedicado al estudio, sus ojos verdes y oscuros miraban atentamente desde detrás de las lentes de unas gafas que no se sacaba jamás. Alto de estatura, delgado: la comida no presentaba ningún aliciente para él, fuera del ser necesaria para sustentarse. Las mujeres atraídas espontáneamente por hombres de carácter sensible le encontraban atractivo. En cuanto a los hombres, los había que no le encontraban peros, y otros que le profesaban descarada hostilidad.
El doctor Lord era un experto en esteroides, es decir, en las hormonas masculinas y femeninas, testosterona, estrógeno, progesterona, que regulan la fertilidad, la agresividad sexual y el control de nacimientos. Drogas que, por aquel tiempo, en los comienzos de la píldora anticonceptiva, tenían un gran interés científico y comercial.
Conseguido el doctorado y ante los buenos resultados de su síntesis de esteroides, lo lógico era que el doctor Lord comenzara un posdoctorado de dos años en la misma universidad de Illinois.
La universidad le ayudó a obtener el puesto, financiado por una beca del estado, y los dos años transcurrieron entre continuados éxitos en el campo científico y con muy pocos problemas personales. Sus únicos problemas surgieron de la costumbre del propio doctor Lord, costumbre que casi era una obsesión, de preguntarse si hacía realmente lo que más le convenía en aquel momento, si no hubiera sido mejor tomar por otros derroteros.
No paraba de preguntarse si no hubiera sido mejor salir de «casa» —es decir, de la Universidad de Illinois—, si no debiera haber roto los vínculos que le ataban a ella y escapar a Europa. Si en Europa no hubiera obtenido una instrucción menos estrecha, más completa… Preguntas en su mayoría innecesarias, pero que no cesaban de multiplicarse. Y de resultas estaba siempre de mal humor, y perdía amigos.
Y no obstante, otra de sus paradojas era que en el fondo estaba muy satisfecho de sí mismo, de su trabajo, y no sin razón.
Por tanto, no le sorprendió lo más mínimo que, al finalizar el período de dos años del posdoctorado, la misma Universidad de Illinois le ofreciera un puesto de ayudante de cátedra. Puesto que aceptó. Se quedó «en casa». Por lo que, con el tiempo, no pudo evitar volverse a preguntar si no hubiera sido mejor para él y para su carrera marcharse a Europa.
Un diablillo, de haber visto el interior de Vincent Lord, se hubiera preguntado: «¿Y todo eso… por qué?».
Durante la época que trabajó como ayudante de cátedra, su reputación como especialista en el campo de los esteroides aumentó aceleradamente no sólo en la universidad, sino en otras partes. En cuatro años publicó quince artículos, algunos en prestigiosísimas revistas médicas, como Journal of the American Chemical Society y Journal of Biological Chemistry. Cosa bastante inusitada teniendo en cuenta el bajo escalafón que ocupaba en el tótem universitario.
Pero eso era precisamente lo que le ponía furioso.
En el mundo de la ciencia universitaria los ascensos son muy lentos. El puesto a que le era legítimo aspirar desde su posición como ayudante de cátedra, era el de adjunto de cátedra. Puesto de carácter vitalicio, que significaba la integración definitiva en la comunidad académica. Llegar a él implicaba que le reconocieran: Lo has conseguido. Felicidades. Formas parte de la elite académica. Has conseguido algo que nadie te podrá quitar. De ahora en adelante eres libre de conducir tu trabajo de investigación como mejor te parezca, los límites que te impondrán los de arriba son mínimos.
Vincent Lord aspiraba con ahínco escalar este puesto. Y no estaba dispuesto a esperar los dos años que se suponían como mínimo plazo de espera.
Un buen día decidió acelerar el proceso. Encantado ante su buena ocurrencia, y sin comprender por qué no se le había ocurrido antes, preparó una bibliografía, pidió una entrevista con el decano para la semana próxima, y envió la bibliografía al decano para que la leyera antes de la concertada entrevista.
El decano, Robert Harris, era un hombre bajito, de rostro curtido y carácter sesudo, aunque la sesudez le impidiera a veces tomar con rapidez las decisiones de carácter socrático que a menudo se esperaban de su cargo. De formación científica, continuaba en contacto con el pequeño laboratorio en que había efectuado la mayor parte de su trabajo anterior, y asistía a reuniones científicas varias veces al año. Aunque se pasaba casi todo el día al frente de la administración de la escuela química de que era decano.
Una mañana del mes de marzo de 1957, el decano doctor Harris se encontraba en su despacho, hojeando la bibliografía del doctor Lord y preguntándose por qué se la había enviado. Teniendo en cuenta su temperamento desabrido y antojadizo, las razones podían ser mil y todas distintas. Pero paciencia, el doctor Lord no tardaría en presentarse personalmente en su oficina.
Cerró la abultada carpeta cuyo contenido había leído con suma atención, porque el decano era individuo muy concienzudo, y se tiró atrás contra el respaldo de la silla, buscando la postura idónea para dedicarse, un momento, a reflexionar sobre los datos y las impresiones personales que tenía de Vincent Lord.
El hombre era potencialmente un genio. De eso no cabía duda. De no haberse dado cuenta hasta entonces, el decano hubiera tenido las pruebas definitivas de ello allí sobre la mesa. En su campo, Vincent Lord podía alcanzar, y seguramente alcanzaría, la cima. Con un poco de suerte, cosa de la que nadie puede prescindir, científico o cualquier otra cosa, haría algún descubrimiento sensacional que le haría famoso, a él y a la Universidad de Illinois. Todo era correcto, se le había dado luz verde…, y, sin embargo, el decano recordó que a veces el doctor Vincent Lord le había causado una extraña desazón.
El motivo no había sido nunca su carácter difícil y desabrido; eso iba frecuentemente a la par con un talento fuera de lo común. Las universidades son, se dijo suspirando resignadamente el decano, un caldo de cultivo de celos y rivalidades, y sorprendía cómo muchas veces las discusiones sobre minucias realmente mezquinas cobraban mucha más importancia que asuntos verdaderamente importantes.
No, era otra cosa, algo más, algo que ya había surgido hacía tiempo y que había vuelto a surgir recientemente. Era lo siguiente: ¿traslucíase en el doctor Vincent Lord una predisposición a la deshonestidad intelectual, al fraude científico?
Cuatro años ha, el doctor Lord había redactado una serie de artículos sobre unos experimentos que, según él, habían desembocado en resultados sensacionales. El artículo se hubiera publicado, de no ser que un colega de la misma universidad, un químico orgánico mayor que Lord, hizo los mismos experimentos y obtuvo resultados distintos. Ante lo cual tuvo que hacerse una investigación más exhaustiva sobre el asunto, y Vincent Lord se vio obligado a rectificar lo antes dicho. Aparentemente había incurrido de buena fe en ciertos errores de interpretación, por lo que tuvo que reescribir el artículo y modificar las conclusiones. El artículo, en su nueva forma, no creó la expectativa ni la sensación que Lord había anunciado respecto a su primera versión.
El incidente en sí mismo carecía de importancia. Al doctor Lord le había sucedido lo que de vez en cuando sucede a los mejores científicos. Quién no comete errores. Pero cuando un científico comete un error, se considera como lógico y ético que él mismo reescriba y modifique todo lo que hubiera escrito y publicado sobre el supuesto erróneo anteriormente*
La diferencia, en el caso de Lord, estaba en que sus superiores no pudieron por menos de barruntar, ante su reacción al ser confrontado con los hechos, que posiblemente él ya supiera algo de los errores cometidos, que seguramente había descubierto él mismo después de haber escrito y compuesto el artículo, y que había optado por no decir nada, como si hubiera esperado que nadie se diera cuenta.
Durante una temporada se habló bastante en la universidad del sentido ético entre los investigadores y hombres de ciencia. Luego, como consecuencia de otros trabajos y de los excelentes resultados posteriormente alcanzados por Lord, los rumores se disiparon y el incidente fue olvidado.
El decano también lo había olvidado, o casi. Hasta hacía dos semanas en San Francisco, en una reunión científica.
—Oiga, Bobby —le había espetado un profesor de la Universidad de Stanford, antiguo colega de Harris, una noche mientras tomaban unas copas juntos—: yo de ustedes iría con mucho cuidado con ese Lord que trabaja en su escuela. Entre nosotros los hay que han encontrado ligeramente sospechosos sus dos últimos artículos. Sus síntesis son correctas, pero los resultados sensacionales que él deduce de ellas son imaginarios.
Al pedirle más detalles Harris, el profesor dijo:
—No digo que el tipo sea un farsante, no, no es eso. Todo el mundo sabe que vale, que tiene auténtico talento, pero da la impresión de que es un chico con prisas excesivas, y ya sabe usted lo peligroso que puede ser esto en la investigación. La tentación de saltarse ciertos detalles, minucias incómodas, de interpretar las cosas de cierta manera y no de otra. Es peligrosísimo. La arrogancia y la ambición desmesurada en un científico puede causar estragos.
El decano Harris había puesto cara de preocupación y le había dado las gracias por la advertencia.
De regreso a la escuela, había mandado llamar al jefe del departamento donde trabajaba Lord y le había repetido las palabras del profesor de Stanford. El decano entonces le había preguntado: «¿Qué hay de los dos últimos artículos publicados por Lord?».
Al día siguiente apareció el jefe del departamento de Lord con la respuesta. Sí, el propio doctor Lord reconocía que los resultados publicados en sus últimos artículos habían suscitado controversia; que se había comprometido a repetir los experimentos y que, de demostrarse necesario, estaba dispuesto a corregir públicamente lo escrito.
A primera vista, todo bien. De todos modos, era difícil no preguntarse una vez más: ¿Qué hubiera hecho Lord si no le hubieran llamado la atención otros científicos?
Y ahora, dos semanas más tarde, el decano Harris volvió a preguntarse lo mismo, en el preciso instante en que le anunció la secretaria:
—Acaba de llegar el doctor Lord.
—Sí, usted mismo acaba de ver mi trabajo de estos años —explicó Lord diez minutos más tarde—. En mi opinión supera en brillantez y excelencia a todo de lo que es capaz un adjunto de la escuela. Honestamente, me parece que he hecho un trabajo excepcional y que por eso me merezco que se me haga una excepción y se me conceda el ascenso antes de los dos años de rigor.
El decano enlazó las manos frente a su rostro, observó al doctor Lord por encima de las yemas de los dedos, y dijo:
—No me parece que sufra excesivamente de ser tenido en menos por sus colegas y superiores.
—¡Claro que no! —Respuesta que saltó espontáneamente de los labios de Lord. Sus ojos verdes estaban fijos en la cara del decano—. Tengo muy presente el trabajo que he hecho durante estos años. Y conozco mucha gente de la escuela que ha trabajado menos que yo.
—Mire: deje a los demás en paz —le atajó el decano—. No hablamos de los demás, hablamos de usted.
Lord se sonrojó.
—No sé por qué hemos de gastar tantas palabras. El asunto está muy claro. Se lo acabo de exponer.
—Sí, lo ha hecho con mucha elocuencia-respondió el decano Harris, resuelto a no perder la paciencia.
Al fin y al cabo, Lord estaba en lo cierto respecto a su trabajo. Sus resultados eran superiores en valor y cantidad a lo que comúnmente alcanzaba un hombre de sus años. Era una estupidez exigirle falsa modestia. Y en cuanto a su agresividad, tampoco costaba mucho perdonársela. Muchos científicos no tenían tiempo que perder en las minucias del comportamiento diplomático.
¿Debía, por tanto, dar el visto bueno al ascenso acelerado de Lord? No. El decano Harris sabía ya que de aquello ni hablar.
—Tenga presente, doctor Lord —reanudó el decano—, que yo no decido por mi cuenta los ascensos del personal de la escuela. Como decano he de basarme en las decisiones del comité de la facultad.
—Eso es… —y Lord se mordió la lengua antes de acabar la frase.
«¡Qué pena! —se dijo el decano—. De haber dicho una “memez”, o una “mentira”, hubiera tenido la excusa perfecta para deshacerme de él y ponerle de patitas en la calle. Pero se ha enmendado a tiempo, no ha olvidado que estamos celebrando una entrevista formal, y que no debemos cambiar de tono».
—Los ascensos sugeridos por usted siempre son aceptados —comentó entonces Vincent Lord no sin cierto sarcasmo.
Detestaba demostrar acato a un hombre al que consideraba inferior como científico, que se había convertido en un triste burócrata. Por desgracia, era un burócrata respaldado por todo el peso de la universidad.
El decano Harris optó por no contestar. Lo que acababa de decir Lord era cierto, pero lo era debido a su prudencia de no tomar decisiones a sabiendas de que serían controvertidas por el resto del comité. Aunque el decano fuera el miembro más antiguo y con mayor autoridad de la facultad, ésta, en su conjunto, tenía más poder que el decano solo. Por eso sabía que jamás se avenaría a aprobar el ascenso inmediato de Lord.
Por la universidad circulaban rumores desagradables sobre los dos recientes artículos de Vincent Lord. El chismorreo de hacía unos años, además del asunto de la ética profesional de los científicos, asuntos casi olvidados, estaban a punto de cobrar vigencia.
Era absurdo, se dijo el decano, aplazar el momento de comunicar lo que había definitivamente decidido.
—Escuche, doctor Lord —dijo en voz baja—. No pienso abogar por su ascenso inmediato.
—¿Por qué no?
—Las razones presentadas por usted no me parecen suficientes.
—¡Explique la palabra «suficiente»!
Las palabras hacían saltado como una orden y el decano sintió que su paciencia había llegado al límite. Contestó fríamente:
—Creo que ha llegado el momento de poner fin a la entrevista. Buenos días.
Pero Lord no dio muestras de levantarse de la silla. Continuaba mirando fijamente al decano:
—Le pido que haga el favor de pensárselo mejor. Si no lo hace, es posible que se arrepienta de ello.
—¿Arrepentirme? ¿En qué sentido?
—Podría marcharme.
A lo que el decano contestó con sinceridad:
—Me apenaría que usted nos abandonara, doctor Lord; usted ha contribuido al buen nombre de la universidad y creo que seguirá haciéndolo. Pero, por otro lado, si usted decide marcharse, no será el fin de la universidad.
Lord se puso en pie, rojo de ira. Salió del despacho sin decir nada y cerró con un portazo a sus espaldas.
El decano se repitió, una vez más, que parte de su trabajo consistía en tratar a personas dotadas con gran facilidad para perder los estribos, y reanudó su trabajo de hacía unas horas.
A diferencia del decano, Lord no se olvidó del incidente. Al contrario, el incidente, cual disco rayado, dio vueltas y más vueltas en su mente, haciendo aumentar hasta grados peligrosos la amargura y el rencor a que Lord tenía tendencia natural. Y el blanco de su odio no fue meramente el decano Harris, sino toda la universidad.
Vincent Lord sospechó, aunque no se hubiera mencionado en la entrevista, que las correcciones y enmiendas que tenía que hacer en sus recientes artículos, teman mucho que ver con la negativa de Harris. Sospecha que dio pábulo a su rencor debido a que, a su parecer, las enmiendas eran minucias insignificantes comparadas con el conjunto de su contribución a la ciencia. Sí, sabía perfectamente cómo había cometido los errores. Se debían a su impaciencia, a sus prisas, a su exceso de entusiasmo. Había permitido, por un brevísimo momento, que sus deseos se antepusieran a la realidad y a la necesaria cautela científica. Pero había sido la tentación de un momento, no volvería a ocurrir, de eso él estaba seguro. Además, ¿no se había avenido a publicar las enmiendas? ¿Por qué dar tanta importancia al asunto? Por mera mezquindad.
A Vincent Lord no le pasó por la mente que el incidente en sí no había sido lo que predisponía a sus colegas en contra de él, como tampoco el incidente de hacía cuatro años, sino que la dificultad residía principalmente en sus defectos de carácter, en la falta de actitud razonable y de comprensión demostrada constantemente por él, y en su obvio sentimiento de rencor y amargura.
Por tanto, cuando tres meses después, durante una reunión científica en San Antonio, se le acercó un representante de Felding-Roth para proponerle que fuera a trabajar en sus laboratorios, su reacción, aunque no inmediatamente afirmativa, fue un «por qué no», «ya me lo pensaré».
La propuesta en sí no tenía nada de extraño. Era habitual que las grandes empresas fabricantes de fármacos estuvieran al tanto de los nuevos investigadores en campos de utilidad a la industria de los medicamentos. No olvidaban jamás, cuando leían algún artículo particularmente interesante, enviar una tarjeta de fe). Licitación al autor. Siempre que podían asistían a las reuniones de científicos atentos al proceso de los investigadores sobre los que ya le tenían echado el ojo. Tal había sido el caso de Vincent Lord. Hacía tiempo que había sido marcado como posible «objetivo» de reclutamiento.
La oferta era interesante desde el punto de vista científico. Y el salario también: era el doble del sueldo de la universidad. Mil cuatrocientos dólares anuales.
Aunque para ser justos con Vincent Lord, es necesario concretar que el dinero no fue factor importante en su decisión final. Su estilo de vida era muy simple; no tenía dificultad ninguna en vivir con el sueldo que le había asignado la universidad. Pero el dinero ofrecido por la empresa Felding-Roth era una muestra de la estima en que le tenían como científico. A las dos semanas de reflexión, Lord aceptó la propuesta. Abandonó la universidad sin apenas despedirse de nadie. Comenzó a trabajar en Felding-Roth en septiembre de 1957.
Casi inmediatamente sucedió algo extraordinario. A principios de noviembre, el director del laboratorio de investigación de la firma cayó muerto sobre el microscopio en que estaba trabajando. De una hemorragia cerebral. Ahí estaba Vincent Lord con los requisitos necesarios para ocupar el puesto. Fue nombrado director.
A los tres años el doctor Lord se había convertido en toda una institución en la empresa. Todo el mundo le respetaba. Su talento y competencia no fueron nunca puestos en duda. Administraba eficazmente su departamento, con el mínimo de intervención exterior, y sus relaciones con el resto del personal eran buenas, a pesar de su difícil carácter. Y su trabajo personal seguía una marcha prometedora.
En su posición, la mayoría de las personas se hubieran sentido satisfechas. Pero el doctor Vincent Lord estaba constantemente aquejado del síndrome del «y si no hubiera…» que le hacía revisar constantemente las decisiones tomadas en el pasado, y dudar de ellas. Continuaba furioso porque en la Universidad de Illinois no hubieran querido ascenderle inmediatamente. Y en la firma también tenía problemas no con la gente de su departamento, sino con personas de otros. Había varias personas de las que desconfiaba profundamente, entre ellas aquella inoportuna mujer, Celia Jordán. A Celia Jordán le hacían demasiado caso. Su ascenso no le había hecho ninguna gracia. La consideraba una rival en cuanto a prestigio y popularidad.
Cabía la posibilidad, por supuesto, de que a la furcia se le subieran los humos a la cabeza y la empresa tuviera que pararle los pies. Y la hicieran desaparecer. El doctor Lord esperaba impacientemente que ocurriera esto.
Claro que todo esto perdería importancia, que incluso olvidaría su antiguo rencor contra la universidad, si determinada cosa tuviera lugar. Porque en tal caso nadie podría competir con su poder y buen nombre.
A Vincent Lord le inspiraba fundamentalmente* como a la mayoría de los científicos, el reto de lo desconocido. Y como la mayoría de los científicos, soñaba con hacer un descubrimiento definitivo, uno de esos descubrimientos que abren inimaginados horizontes a la ciencia y graban el nombre de su descubridor en los anales de la historia.
Sueño que al doctor Lord le parecía encontrarse razonablemente próximo.
Después de tres años de trabajar en la empresa había conseguido una nueva fórmula química que daba señales de ser una espectacular revelación, susceptible de convertirse en un medicamento revolucionario. Todavía faltaba completarla. Era necesario investigar y hacer pruebas con animales dos años más, por lo menos, pero los resultados preliminares eran prometedores. Con su experiencia, lucidez y visión científica, Vincent Lord podía estar casi seguro de ello.
Una vez comercializado, el nuevo medicamento aportaría beneficios incalculables a la empresa. Pero eso era lo de menos. Lo importante era la fama internacional que alcanzaría Vincent Lord. Sólo era cuestión de tiempo.
Ya les enseñaría él con qué clase de persona habían estado jugando. ¡Dios mío, cómo soñaba con aquel momento!