CAPÍTULO IV
Si cerraba los ojos, Andrew tenía la impresión de asistir a una asamblea estudiantil, o quizás a una rutinaria reunión de ejecutivos de una empresa fabricante de tornillos.
Oía frases como:
—¿Se pasa una moción sobre este punto?
—Señor presidente, yo propongo que…
—¿Quién apoya la moción?
—Un servidor…
—… moción aprobada y secundada… Que levanten la mano los que…
Un coro de síes.
—¿Alguien en contra?
Silencio.
—… declaro que la moción ha de ser puesta en efecto. Por decisión unánime se suspenden los privilegios de que en este hospital disfrutaba el doctor Noah Townsend…
¿Era posible que el asunto se liquidara de aquella manera? ¿Que la tragedia de la vida de un individuo se acompañara de frases hechas y fórmulas estereotipadas como aquéllas?
Andrew no se avergonzó de notar que tenía la cara bañada en lágrimas. Consciente de que los demás lo estaban mirando, no hizo nada por ocultarlas.
—Doctor Jordán —comenzó a decir el presidente de la junta—, le ruego que me crea si le digo que todos compartimos su sentimiento de tristeza. Noah era, y es, un amigo y un colega. Nosotros le respetamos a usted por lo que ha hecho, reconocemos que era necesario y a la vez muy difícil. Lo que aquí acabamos de decir también es difícil y necesario.
Andrew asintió en silencio.
El presidente era el doctor Ezra Gould, neurólogo y jefe del departamento médico que había sustituido a Townsend hacía tres años. Gould era un hombre de baja estatura y porte modesto, pero con una gran fuerza interior. Era un médico muy respetado en el hospital de Saint Bede. Los demás miembros del comité eran jefes de servicios: de cirugía, obstetricia y ginecología, patología, pediatría, radiología y algunos más. Andrew los conocía a todos bastante bien. Eran personas honradas, sensibles, respetuosas con el prójimo, pero capaces de actuar duramente cuando era necesario, aunque a veces con excesivo retraso, como entonces.
—Señor presidente —dijo Leonard Sweeting—, quiero anunciar al comité que, anticipando la decisión que se acaba de tomar, he preparado una nota informativa del caso para el resto del personal, enfermeras, recepción, farmacia, etcétera. Me he tomado la libertad de escribir que la razón por la que el doctor Townsend es retirado de servicio es su estado de salud. He creído que era más discreto y más conveniente que una especificación ajustada a la verdad. ¿Están todos conformes?
Gould lanzó una mirada interrogativa a su alrededor. Se oyeron murmullos de aprobación.
—Conforme —dijo Gould.
—Me atrevo a sugerir, además —prosiguió el gerente—, que fuera de esta sala se comente lo menos posible la decisión tomada y sus circunstancias.
Leonard Sweeting había llevado la batuta a partir del momento en que se informó al comité de los motivos de la apresurada reunión. Antes de que comenzara, Sweeting había llamado por teléfono a un famoso abogado de la localidad, que era, además, miembro principal de la junta directiva del hospital, un tal Fergus McNair, cuyo despacho estaba ubicado en Morristown. La conversación telefónica había transcurrido ante la presencia de Andrew, y éste, a pesar de no poder oír más que las palabras del gerente, comprendió que el abogado recomendaba con fuerza que el asunto no trascendiera al público. «Protejan al hospital», habían sido sus últimas palabras.
—Haré lo que esté en mi poder —había contestado el gerente.
Inmediatamente después de colgar el teléfono Sweeting se había encaminado a la sala de reunión del comité, contigua a su despacho, y había dejado solo a Andrew. A los pocos minutos se había abierto la puerta y se había llamado a éste.
Los rostros de todos los asistentes estaban sumamente serios.
—Doctor Jordán —dijo el doctor Gould— se nos acaba de informar sobre la índole de la acusación presentada por usted. Le ruego que nos exponga los datos en que se basa.
Andrew repitió lo que había dicho al gerente una hora antes. Luego se le hicieron unas cuantas preguntas y se discutió algunos de los detalles, pero muy brevemente. Leonard Sweeting sacó la ficha clínica de Kurt Wyrazik y la hizo circular entre los asistentes. Todos la leyeron y sacudieron más de una vez la cabeza con expresión de dolorosa perplejidad.
Andrew tuvo la impresión de que si, por un lado nadie se había esperado que el asunto saliera a la luz aquel día, el caso en sí no les sorprendía. A ello siguió la ceremonia de la moción por la que se expulsaba al doctor Noah Townsend del hospital de Saint Bede.
Y después el jefe de pediatría, un desgarbado oriundo del estado de Nueva Inglaterra, de habla muy lenta, dijo:
—Nos falta por discutir qué hacemos con el joven difunto.
—Después de lo que se nos ha dicho, es imperativo que se le practique la autopsia —dijo el gerente—. Yo ya he hablado con su padre, en Kansas, y he obtenido su conformidad. Una hermana suya está por llegar de un momento a otro. La autopsia se hará hoy mismo.
Sweeting miró a su alrededor y vio que todos estaban de acuerdo.
—De acuerdo —concretó el pediatra—, pero ¿qué se hará con la familia?
—Para ser francos —refirió Sweeting—, en su aspecto legal el caso me parece sumamente peligroso y susceptible de tener terribles consecuencias para todos. Yo sugiero que de momento se nos lo confíe a mí y al doctor Gould, y al señor McNair, que no tardará en llegar, para asesorarnos como abogado. Tal vez, más tarde, pondremos al comité al corriente de lo decidido.
—¿Todos conformes? —preguntó el doctor.
Los asistentes asintieron con gestos de la cabeza y con expresión aliviada.
«Tal vez —se dijo Andrew: era la palabra clave—. Tal vez… pondremos al comité al corriente y tal vez no».
Saltaba a la vista que lo que deseaban Leonard Sweeting y Fergus McNair era que el asunto fuera encubierto y que se incinerara y olvidara de una vez por todas a la pobre víctima. Andrew se dijo que era comprensible que así pensaran. Ambos eran responsables del buen funcionamiento del hospital, y de llevarse el caso ante los tribunales, las consecuencias financieras y legales podrían ser espeluznantes. Andrew no sabía, ni le importaba demasiado saber, si el seguro cubriría los gastos de la posible indemnización. Pero estaba bien resuelto a no contribuir a ningún tipo de tapujo.
Entonces el presidente del comité volvió a llamar al orden a los asistentes y dijo:
—Falta por hacer lo más difícil de todo —declaró—. Yo iré personalmente a comunicar la decisión a Noah Townsend, pero agradecería que me acompañara uno de ustedes. ¿Algún voluntario?
Andrew se ofreció:
—Yo estoy dispuesto a acompañarle.
Era lo mínimo que podía nacer por el pobre Noah, pensó.
—Gracias, Andrew-dijo Gould.
Más tarde, al reflexionar solo y con calma sobre lo sucedido, Andrew cayó en la cuenta de que, en el fondo, a Noah Townsend no le habían pillado por sorpresa. En cierta manera los había visto llegar con alivio, como si se quitara un peso de encima.
El doctor Ezra Gould salió del ascensor, acompañado de Andrew y enfiló por el largo corredor al que daban las habitaciones de los pacientes. Al fondo estaba Townsend, de pie, sin hacer nada, como aguardando.
Al aproximarse la pareja, él les hizo una señal con la cabeza y dio la impresión, a lo primero, que se encogía por dentro. Se giró, como si se propusiera alejarse, pero en seguida se volvió de cara a ellos y extendió los brazos, con las manos muy juntas.
—¿Vienen a esposarme? —les preguntó.
Gould pareció desconcertarse y dijo:
—Vengo a hablar con usted, Noah. Vayamos a un lugar menos público.
—Pero ¿por qué? —dijo Townsend casi gritando; una enfermera y varios pacientes giraron las cabezas y los miraron con curiosidad—. ¡Si de todas las maneras se va a enterar todo el hospital antes de que acabe el día!
—De acuerdo —dijo con calma del doctor Gould—. Si insiste, se lo diré aquí mismo. El comité médico de la junta ejecutiva acaba de decidir su expulsión del hospital.
—¿Han reflexionado sobre todo lo que yo he hecho por este hospital? —fue la pregunta casi histérica de Townsend.
—Sí, todos reconocemos que durante muchos años ha prestado un valiosísimo servicio a este hospital. —Gould se había puesto nervioso al darse cuenta del grupo de personas que le escuchaban—. Le ruego, Noah, que vayamos a…
—¿Y por qué no lo han tenido en cuenta?
—Porque su caso ha llegado a límites muy graves, desgraciadamente.
—¡Pregúntele a Andrew todo lo que he trabajado! ¡Ande; pregúnteselo!
—Noah —dijo entonces Andrew—. Les he informado sobre Wyrazik. Lo siento, pero no me ha quedado más remedio que hacerlo.
—¡Ah, sí! ¡Wyrazik! ¡Pobre muchacho! ¡Ha sido una pena! —exclamó Townsend, bajando la voz y sacudiendo la cabeza—. Lo siento, de veras.
De pronto arrancó a llorar convulsivamente, con todo el cuerpo temblando. Entre los sollozos se oían frases rotas como: «… la primera vez… cualquiera comete un error…; no pasará más…; os lo prometo…».
Andrew fue a cogerle del brazo, pero Gould se le adelantó. Le agarró con fuerza y le dijo:
—Vámonos de aquí, Noah. No se encuentra bien. Le acompañaré a su casa.
Con el cuerpo todavía temblando, Townsend se dejó llevar hacia la puerta del ascensor, con las miradas del grupo de curiosos que se había formado en el pasillo clavadas en su espalda.
Gould se volvió a Andrew. Dio un empujoncito a Townsend y dijo:
—Usted quédese para comprobar las órdenes que haya escrito durante estas últimas horas. No quiero que se repita lo de… ¿Me comprende?
Andrew asintió silenciosamente.
Esperó a verlos entrar en el ascensor.
Antes de entrar, Townsend se echó a chillar tratando de deshacerse de la mano que le tenía firmemente agarrado. De pronto, asombrosamente, pareció como si algo se derrumbara en su interior, y le dejara reducido a una mera sombra de lo que había sido, desnudo, sin dignidad ni compostura. Gould le empujó hacia el interior del ascensor sin miramiento pero los gritos de Townsend siguieron oyéndose después de haberse cerrado la puerta. Después, al descender, los gritos fueron perdiendo virulencia hasta hacerse el silencio. Andrew quedó solo en medio del pasillo.
Aquella noche, después de cenar, Ezra Gould llamó por teléfono a la casa de Andrew.
—Necesito hablar con usted lo antes posible —le dijo el jefe del departamento médico—. Esta noche, si es posible. Puedo venir a su casa, si lo prefiere.
—No —dijo Andrew—. Encontrémonos en el hospital.
No se había sentido con ánimos para contar lo sucedido a Celia y, aunque ella se había dado cuenta de que algo grave le pasaba, había optado, como habitualmente, por aguardar a que él hablara.
Cuando Andrew llegó al hospital, el doctor Gould estaba en el pequeño despacho que le habían destinado para su uso particular.
—Pase, pase —le dijo—. Cierre la puerta.
Gould abrió un armario y sacó una botella de whisky y dos vasos.
—No tengo costumbre de hacerlo, pero hoy es una excepción. ¿Le apetece un poco? Andrew se apresuró a contestar agradecido:
—Sí, con hielo, por favor.
Gould escanció whisky en los dos vasos, añadió hielo y agua, y los dos bebieron en silencio.
Después Gould manifestó:
—He estado con Noah casi todo el tiempo desde que nos vimos a la puerta del ascensor. He de comunicarle varias cosas. La primera afectará a su trabajo en el consultorio y a los pacientes de Noah, porque el doctor no volverá a ejercer nunca más.
—¿Cómo está? —preguntó Andrew.
—Mejor sería que me preguntara dónde está —contestó Gould—. Ha ingresado en un hospital psiquiátrico y no es probable que salga de él en vida. Es la opinión de aquellos especialistas.
Gould le contó lo sucedido con voz tensa y fatigada. En cierto momento comentó sombríamente:
—Espero no tener que volver a pasar por algo semejante en mi vida.
Al salir del ascensor en la planta baja, Townsend continuó gritando y Gould lo metió en un cuarto vacío y llamó al psiquiatra del centro. Al llegar éste, entre los dos consiguieron calmar un poco a Townsend y le forzaron a tomar un sedante. Como era obvio que en aquel estado no se lo podía llevar a casa, el psiquiatra había llamado a un hospital especializado. Al poco rato vino a buscarlo una ambulancia que le llevó al Instituto Psiquiátrico de Newark. Gould y el psiquiatra le acompañaron. Cuando llegaron al hospital, el efecto del calmante había pasado, por lo que Townsend se había vuelto a excitar hasta el punto que se le tuvo que atar con una camisa de fuerza.
—¡Fue espantoso! —exclamó entonces Gould, sacándose un pañuelo del bolsillo y secándose el rostro. Fue entonces cuando se dieron todos cuenta de que Townsend había perdido el juicio.
Según palabras de Ezra Gould:
—Por lo visto, hasta entonces Noah había vivido como una concha vacía. No se comprende cómo logró resistir tanto tiempo, pero el hecho es que resistió. Y de pronto, los acontecimientos de hoy hicieron que la concha se desmoronase, se hiciera añicos… y se descubrió que en el interior no había nada que funcionara, nada que todavía estuviéramos a tiempo de salvar.
Una hora antes, añadió Gould, había ido a visitar a la esposa de Noah.
Andrew se enderezó como si acabaran de asestarle un golpe. Durante todo aquel tiempo, no había pensado ni una sola vez en Hilda. Preguntó:
—¿Cómo se lo ha tomado ella?
Gould reflexionó un instante antes de contestar.
—Es difícil saberlo. Apenas ha dicho nada y no ha llorado, ni nada parecido. He tenido la impresión de que se esperaba algo así, sin saber a ciencia cierta lo que iba a pasar. Mejor será que vaya a verla usted personalmente mañana.
—Iré sin falta —se apresuró a decir Andrew.
Gould vaciló antes de reanudar. Miró a Andrew con fijeza y dijo:
—Queda una cosa que discutir. Sobre el pobre Wyrazik…
—Más vale que me adelante a decirle —le interrumpió Andrew con voz firme— que no pienso colaborar en ninguna clase de tapujo.
—De acuerdo —dijo Gould y añadió con voz más dura—: Permítame que le pregunte una cosa: ¿qué se propone hacer? ¿Se propone hacer una declaración pública, a la prensa, por ejemplo? ¿Y se ofrecerá como testigo durante el consiguiente juicio ante los tribunales? ¿Se propone asistir a un abogado sin escrúpulos que deje a la pobre Hilda sin un centavo de los ahorros que ha hecho su marido durante los años en que ha ejercido su carrera? ¿Se propone descargar sobre el hospital el peso de una indemnización que resultará una deuda insoportable para sus: finanzas, hasta el punto de forzarnos a cerrar o a limitar nuestros servicios?
—Es posible que no suceda nada de eso —objetó Andrew.
—Y es posible que sí. Usted lo sabe perfectamente, sabe cómo las gastan los ambiciosos abogados del país.
—No es problema que me incumba a mí —volvió a objetar Andrew—. Lo que me importa es la verdad.
—La verdad nos importa a todos, de acuerdo —dijo Gould—. La ver dad no es monopolio suyo. Pero a veces la verdad puede matizarse por motivos perfectamente honorables y en circunstancias especiales. —Y con voz persuasiva añadió—: Escuche, Andrew. Preste atención.
El jefe del sector médico hizo una pausa para ordenar las ideas y luego prosiguió diciendo:
—Esta tarde ha llegado de Kansas la hermana del difunto. Ha sido recibida y entrevistada por Len Sweeting. Dice que es una mujer común, bastante mayor que su hermano y que, como es natural, está apenada por su muerte. Pero no eran dos hermanos muy unidos, hacía años que no se habían visto, y la muerte no ha significado una tragedia para ella. Su padre también vive en Kansas aquejado de Parkinson desde hace bastante tiempo; no le quedan muchos años de vida.
—No veo qué tiene que ver todo eso… —comenzó a decir Andrew.
—¡Escuche! —le ordenó Gould.
Gould hizo de nuevo una breve pausa antes de reanudar.
—La hermana no ha venido a buscar responsabilidades. No ha preguntado gran cosa y ella misma ha reconocido, sin que nadie se lo preguntara, que su hermano estaba delicado de salud desde hacía muchos años. Desea que su cadáver sea incinerado y llevarse las cenizas a Kansas. Tiene problemas de dinero. Len lo ha descubierto en el curso de la conversación.
—Merece una compensación. Es lo mínimo que…
—¡Exactamente! Con eso estamos todos de acuerdo, Andrew. Y no hay obstáculos en prestarle una ayuda económica.
—¿Qué tipo de ayuda?
—Len y Fergus McNair han trabajado en ello. Toda la tarde. Pasemos por alto los detalles; a nosotros nos puede interesar. El hecho es que las compañías de seguros con las que se ha hablado confidencialmente tienen un gran interés por que la cosa sea solucionada secretamente. Se ha descubierto que Wyrazik enviaba dinero a Kansas para costear el tratamiento de su padre. Tales cantidades pueden seguir siendo enviadas, incluso aumentadas. Los gastos del funeral de Wyrazik correrán a cuenta del hospital. Y se puede asignar una pensión modesta a la hermana para el resto de su vida.
—¿Y cómo lo justificarán ante la hermana sin reconocerse culpables de la muerte de Wyrazik?
—Será arriesgado, lo reconozco —dijo Gould—, pero a Len y a McNair no parece que los preocupe lo más mínimo, y no olvide que son abogados. Me imagino que tiene algo que ver con la clase de persona que ha resultado ser la hermana. Lo más importante es, no obstante, que no nos caigan encima los gastos de indemnización de millones.
—Usted no me parece la persona más indicada para juzgar qué sea lo más importante en el asunto —dijo Andrew.
Gould hizo un ademán de impaciencia.
—Reflexione: no hay viuda, ni huérfanos que requieran una educación, sino simplemente un viejo moribundo y una hermana mayor a la que se le asignará una razonable pensión. —Gould se calló de pronto y luego preguntó con brusquedad—: ¿Y ahora qué piensa?
Se refería a la sonrisa con que Andrew había escuchado la última observación.
—Algo un poco cínico —respondió—. Que si era inevitable que Noah matara a un paciente, no podría haber escogido un caso mejor.
Gould se encogió de hombros.
—La vida está llena de casualidades. ¿Y qué?
—¿Y qué de qué?
—¿Piensa hacer una declaración pública? ¿Acudirá a la prensa?
—Por supuesto que no —contestó Andrew con irritación—. Eso usted ya lo sabe de sobra.
—Entonces ¿por qué seguir preocupándose? Usted ha hecho lo correcto al presentar el caso a la consideración del comité del hospital. No tiene por qué hacer nada más. De usted no depende ninguna decisión. Nadie le pide que mienta y si, por desgracia, el asunto sale a la luz pública y es interrogado oficialmente, se supone que dirá la verdad.
—Eso en cuanto a mí —dijo Andrew—. Pero ¿en cuanto a usted? ¿Qué va a hacer usted? ¿Le dirá a la señorita Wyrazik de qué murió realmente su hermano?
—No —contestó secamente Gould—. Por eso algunos de nosotros estamos más metidos en ello que usted. Pero tal vez nos lo merecemos. Durante el silencio que siguió, Andrew reflexionó: lo que acababa de decir Ezra Gould significaba un reconocimiento, sutil pero obvio, de que Andrew había actuado correctamente, y los otros no, hacía cuatro años al tratar de discutir con sus colegas sobre la adición de Townsend. Andrew estaba ahora seguro de que Len había comentado la conversación entre los dos con otra gente del hospital.
Sin duda el reconocimiento no pasaría de aquello; quedaría en el aire, nunca quedaría por escrito. Pero por lo menos le serviría de lección, no sólo a él sino también a Len, a Gould y a otros. Desgraciadamente, la lección había llegado demasiado tarde para ser de utilidad a Townsend o a Wyrazik.
¿Y ahora qué? Se preguntó Andrew. De momento nada, tal era, al parecer, la respuesta.
En conjunto, el razonamiento de Gould era sensato. Era cierto que Andrew no estaba obligado a mentir, que sólo le pedían que no propagara lo ocurrido, es decir, que colaborara en el tapujo. Pero ¿a quién más valía la pena hablar sobre el asunto y qué sacaría de ello? Pasara lo que pasara, Kurt Wyrazik no resucitaría, y Noah Townsend permanecería en el psiquiátrico.
—De acuerdo, está bien —dijo Andrew—. No hablaré más.
—Gracias —repuso Gould. Miró el reloj—. Ha sido un día muy largo. Me marcho a casa.
Al día siguiente, por la tarde, Andrew fue a ver a Hilda.
Townsend tenía sesenta y tres años, su esposa era cuatro años más joven. Para su edad, era muy atractiva. Conservaba el tipo y el rostro firmes. Tenía el pelo completamente blanco, lo llevaba corto, a la moda. Andrew la encontró vestida con gusto: pantalones de lino blanco y una blusa de seda azul. Y una cadena de oro en torno al cuello.
Andrew fue preparado a encontrarla deshecha o preocupada, tensa. Nada de eso.
Los Townsend vivían en una casa pequeña de dos pisos, muy bonita, en una calle de Morristown, no muy lejos del consultorio de Noah.
No tenían criada y Hilda le abrió la puerta, haciéndole pasar al salón, donde acostumbraban recibir. Era una pieza decorada a base de marrones claros y beige que daba a un jardín.
Una vez sentados, Hilda preguntó con voz muy natural:
—¿Quieres tomar algo, Andrew? ¿Una copa? ¿Unté?
—No, gracias —dijo él y luego añadió—: Lo siento muchísimo, Hilda, no sé qué más decirte.
Ella asintió, como si sobraran las palabras; luego preguntó:
—¿Te molestaba la visita? ¿La obligación de venir a verme?
—Un poco —confesó él.
—Me lo supuse. Pero no hace falta. Y no te sorprendas ni escandalices al verme tan serena, sin llorar, ni retorcerme las manos, ni haciendo ninguna de las escenas que se supone que hacen las mujeres.
Él vaciló sin saber qué debía contestar exactamente, y dijo:
—De acuerdo.
Como si no le hubiera oído, Hilda prosiguió:
—La verdad es que todo eso hace años que lo hice, y durante mucho tiempo. Lo tengo de sobras superado, estoy seca. Más de una vez pensé que se me rompería el corazón a trozos contemplando cómo Noah se complacía en destrozarse a sí mismo. Y cuando me di cuenta de que era inútil tratar de hacerle comprender, o de que me escuchara y me hiciera caso, pensé que iba a morirme. Total que tengo el corazón convertido en una piedra. Ya nada puede conmoverme. ¿Lo comprendes?
—Sí —contestó Andrew, y pensó: «¡Lo poco que sabemos de los sufrimientos ajenos! Hilda Townsend ha debido de vivir años y años ocultándolo todo por lealtad al esposo, y yo no había sospechado nada». Se acordó entonces de las palabras que la noche anterior había dicho Ezra Gould: «Apenas ha dicho nada. He tenido la impresión de que se esperaba algo así, sin saber a ciencia cierta qué».
—Tú sabías lo de Noah y su drogadicción, ¿no es verdad?
—Sí.
La voz de Hilda tomó un matiz acusatorio:
—Eres médico. ¿Por qué no hiciste nada?
—Traté de hacerlo. En el hospital. Hace cuatro años.
—¿Y no te hicieron caso?
—Digamos que no.
—¿No podrías haber insistido?
—Sí —contestó él—. Pensándolo bien, si, podría haber insistido. Ella suspiró.
—Seguramente no hubieras conseguido nada. —Cambió súbitamente de tema—: Fui a verlo esta mañana. Mejor dicho, traté de verlo. Estaba totalmente loco. No me reconoció. No reconoce a nadie.
—Hilda, dime si puedo ayudarte en algo, te lo ruego —dijo con ternura Andrew. Ella fingió no haber oído la pregunta.
—¿Se siente Celia culpable de lo que ha sucedido?
La pregunta desconcertó a Andrew.
—No lo sabe, todavía no se lo he dicho. Se lo diré esta noche, pero en cuanto a sentirse culpable…
—¡Es lo mínimo! —gritó furiosamente Hilda, y con el mismo tono añadió—: Celia forma parte de esta pandilla de traficantes sin escrúpulos que sólo piensan en el dinero y en aumentar las ventas de las drogas. Son capaces de todo para convencer a los médicos que receten drogas o las tomen ellos, o quien sea; la cuestión es vender. ¡Vender!
Andrew dijo en voz baja:
—Noah tomó las drogas independientemente de las actividades de las empresas farmacéuticas.
—Bueno, directamente, quizá —dijo Hilda, alzando la voz—. Pero Noah tomo drogas, y otros toman drogas, porque las empresas que las fabrican no cesan de acosar a los médicos. ¡Es una invasión! A base de anuncios aparentemente inocuos, en las revistas médicas que tienen que leer por fuerza todos los médicos, y por correo, y con viajes gratis y con fiestas, y copas…, todo para que los médicos no piensen en otra cosa que en drogas, drogas, ¡drogas! Les llenan los consultorios con muestras gratis de drogas, les prometen abastecerles de cualquier cosa, de lo que quieran, sin problemas, y gratis. ¡Sin límites, sin preguntas engorrosas! Lo sabes de sobra, Andrew. —Calló un momento—. Quiero hacerte una pregunta.
Él le dijo:
—Te la contestaré si puedo.
—Al consultorio llegaron bandadas de vendedores al detalle. Noah se pasaba el día recibiéndolos. Tú no me dirás que ellos no sabían lo que estaba pasando, qué cantidad de droga tomaba, que no sabían que era un adicto, ¿verdad?
Andrew reflexionó un momento. Recordó la desordenada profusión de botes de pastillas de todas clases que había visto en el despacho de Noah.
—Sí. lo debieron saber.
—Pero no hicieron nada para detener el proceso. ¡Cabrones! Siguieron tranquilamente endosándole lodo lo que pedía. En eso está metida tu mujer. Andrew. En esa porquería. ¿Te das cuenta?
—Algo de razón tienes. Hilda —reconoció Andrew—. Pero eso no es lodo. De lodos modos comprendo que lo veas así.
—¿Ah sí? —preguntó Hilda en un tono en que se mezclaba la ironía con la amargura—. A ver si se lo explicas a Celia. A ver si se decide a cambiar de trabajo.
Entonces. Como si de pronto se le hubiera roto una cuerda. Agachó la cabeza y se echó a llorar desconsoladamente.