CAPÍTULO IX

Junio de 1972. Londres era una fiesta de color y espectáculos históricos que encantó a Celia.

Los parques y jardines públicos estaban atiborrados de flores, rosas, lirios, azaleas, irises, que perfumaban el aire. Los turistas y los londinenses se tumbaban a tomar el sol. La guardia montada de la reina celebraba su cumpleaños a la música de una serie de bandas.

En Hyde Park los jinetes cabalgaban, elegantemente ataviados, a lo largo de Rotten Row. A las orillas de su lago, Serpentine, niños de aire modosito se dedicaban a echar migas de pan a los patos que nadaban abriéndose paso entre los numerosos bañistas. En Epsom se celebraban las anuales carreras de caballos, que este año ganaron el potro Roberto y el jinete Lester Piggot, por sexta vez consecutiva en el Derby.

—No tengo la impresión de que haya venido a trabajar —refirió Celia a Sam—. Más bien siento que debería ser yo la que remunera a la compañía por el privilegio de estar aquí.

Celia se hospedaba en el hotel Berkeley, de Knightsbridge. Desde este lugar había hecho media docena de viajes, intentando encontrar un local adecuado para el nuevo instituto de la Felding-Roth. Celia esta vez estaba sola, porque Andrew no había podido dejar el trabajo y acompañarla. Sam y Lilian Hawthorne se alojaban en el Claridge’s.

Fue al Claridge’s a donde Celia se dirigió para comunicar las nuevas acerca del local, a la tercera semana del mes de junio.

—He recorrido todo el país —dijo a Sam—, y creo que el mejor sitio se encuentra en el condado de Essex, en Harlow.

Lilian se extrañó:

—Es la primera vez que oigo este nombre.

—Harlow era un pueblecito —le aclaró Celia— que se ha convertido en lo que los ingleses llaman «una nueva ciudad», una de entre las treinta y pico construidas por el gobierno en su intento de «descentralizar» la industria, sacarla de las grandes ciudades.

»El sitio reúne las condiciones que buscamos nosotros —continuó diciendo—. Se encuentra cerca de Londres, tiene estación de tren, buenas carreteras y un aeropuerto muy próximo. Hay casas en número suficiente, escuelas, está rodeado de campos; en una palabra, el sitio ideal para que en él viva el personal de la empresa.

Sam se interesó:

—Dame detalles del edificio.

—Pertenece a una compañía llamada Comthrust que se dedica a fabricar aparatos de intercomunicaciones de poca envergadura. Está en crisis y desearían vender la planta que construyeron en Harlow. La venden por poco dinero, pero al contado. Sus dimensiones corresponden bastante a lo que nosotros buscamos. No ha sido utilizada nunca.

—¿Es fácil convertirla en laboratorio?

—Muy fácil —contestó Celia, desplegando varios planos—. Mira los planos.

—Mientras vosotros habláis de cosas aburridas, yo me marcho de compras a Harrods —les anunció de pronto Lilian.

Dos días después Sam y Celia fueron a Harlow. Fueron en el Jaguar que Sam había alquilado, y mientras éste conducía, Celia leyó el Herald Tribune.

En el periódico se hablaba de las conversaciones para la paz en Vietnam, que habían quedado interrumpidas, pero que se esperaba que fueran reanudadas pronto en París. En un hospital de Maryland habían extraído una bala al gobernador de Alabama George Wallace, a quien habían intentado asesinar hacía un mes. El presidente Nixon había hablado sobre la guerra de Vietnam, asegurando a los norteamericanos que «Hanoi estaba a punto de perder la partida en que se había enzarzado desesperadamente».

Una noticia de Washington D. C. apenas llamó la atención de Celia: se había descubierto un extraño «robo» en el cuartel general que el Partido Demócrata tenía en un sitio llamado Watergate.

Celia dejó el periódico y preguntó a Sam:

—¿Qué tal las entrevistas con los científicos?

—No muy bien —contestó él con una mueca—. La mayoría de ellos se parecen demasiado a Vincent Lord; engreídos, poco flexibles, conscientes de su status y al borde del estancamiento. Yo busco a una persona llena de ideas interesantes, estimulante y joven, si es posible.

—¿Cómo la reconocerás el día que la encuentres?

—Eso es como el enamoramiento: cuando pasa lo reconoces en el acto. Puede que no te des cuenta de las razones, pero sabes que aquélla es la persona.

Los cuarenta kilómetros de carretera que había entre Londres y Harlow los encontraron repletos de coches, hasta que abandonaron la autopista y se metieron por una zona de casas bajas, espaciosas avenidas y campos. Las zonas industriales estaban un poco más allá, discretamente disimuladas. Se veían edificios antiguos que habían sido restaurados. Pasaron por delante de una iglesia del siglo XI y Sam dijo:

—Bajemos del coche y caminemos un poco.

—Es una tierra muy antigua —dijo Celia, observando la curiosa mezcla de estilos antiguos y modernos—. En ella se han encontrado restos de la Edad de Piedra. Se sabe que fue un asentamiento sajón y que el nombre de Harlow es sajón y significa «colma del ejército». Y en el siglo uno después de Cristo llegaron los romanos y construyeron un templo.

—Trataremos de añadir un poco de historia de la nuestra al conjunto —refirió Sam—. ¿Dónde está el edificio en cuestión?

Celia señaló hacia la parte del oeste.

—Detrás de aquellos árboles. Se encuentra en una zona industrial llamada Pinnacles.

—Vamos a verlo.

Era ya mediodía.

Sam miró el edificio al bajar del coche, que aparcó frente a su entrada. La parte destinada a despachos y salas de exhibición era de cemento armado y de cristal, y estaba dividida en dos plantas. El resto consistía en una espaciosa nave de armazón metálica. Sam se dio cuenta en seguida de que Celia tenía razón, que el edificio podía ser transformado sin dificultad en laboratorio.

A pocos metros del Jaguar, había aparcado otro coche. Se abrió una puerta y salió un hombre rechoncho que se acercó a la pareja. Celia se lo presentó a Sam como el señor LaMarre, el agente de la inmobiliaria a quien se había encomendado la venta del edificio.

Después de estrecharse las manos, el señor LaMarre se sacó un manojo de llaves del bolsillo y dijo:

—Vayamos dentro. Si se propone comprar el pajar, mejor será que también le enseñemos la paja.

Entraron en el edificio y al cabo de media hora Sam dijo a Celia:

—Es lo que buscábamos. Dile que nos interesa y luego comunica a nuestros abogados que comiencen los trámites necesarios para la compra. Que lo hagan lo más rápidamente posible.

Mientras Celia iba a hablar con el señor LaMarre, Sam regresó al Jaguar. Al poco rato, regresó también Celia y él le propuso:

—Vayamos a Cambridge. Harlow está a medio camino y tengo cita con el doctor Peat-Smith, el joven que está investigando sobre la enfermedad de Alzheimer y el deterioro del cerebro.

—Me alegro de saber que has encontrado tiempo para ir a verlo; me temía que no lo hicieras —dijo Celia.

Condujeron una hora más a través de la campiña iluminada de sol, y entraron en Cambridge por la larga calle de Trumpington.

—Verás que es una ciudad histórica llena de encanto —indicó Sam—. A la izquierda puedes ver Peterhouse, el colegio más antiguo de la universidad. ¿Es la primera vez que la visitas?

—Sí —afirmó Celia, fascinada en el acto por la serie de antiguos edificios apretados los unos contra los otros.

Sam se había parado a hacer una llamada telefónica y encargar almuerzo para tres en el Garden House, donde los esperaba Martin Peat-Smith.

El hotel era una casa pintoresca situada en la parte de los jardines traseros de los colegios que daba al río Cam. Por el río se veían numerosos jóvenes en largas barcas que hacían avanzar mediante un remo muy largo.

En recepción fueron abordados por un joven fornido, no muy alto, con una despeinada mata de pelo rubio en la cabeza, y una propensión a sonreír inesperadamente con expresión infantil. Era Martin Peat-Smith. Celia pensó que no tenía nada de guapo, pero que daba la impresión de poseer una fuerte y atrayente personalidad.

—¿La señora Jordán y el señor Hawthorne? —les preguntó con voz culta, despreocupada, que hacía juego con su desmañada y atractiva apariencia.

—Sí —contestó Celia—, sólo que por importancia ha invertido el orden.

—¡Ah, lo tendré en cuenta para la próxima vez! —dijo él, no se supo si en broma o en serio.

Al estrecharse las manos los tres, Celia se fijó en el traje de lana escocesa con los codos forrados de cuero por fuera, y en sus pantalones manchados, y sin afeitar. Él se dio cuenta de lo que ella pensaba y dijo con naturalidad:

—Vengo directamente del laboratorio; no crea que, si no, me hubiera puesto el único traje que tengo. Celia se sonrojó.

—Perdone mi grosería —dijo.

—No hace falta. Sólo que me gusta aclarar las situaciones —explicó él con su infantil sonrisa.

—Una buena costumbre —notó Sam—. ¿Vamos al comedor?

Fueron conducidos a una mesa que daba a un jardín lleno de rosas, bordeado por el río. Encargaron bebidas: Celia, el acostumbrado daiquiri; Sara, un martini, y Peat-Smith, un vaso de vino blanco.

—El doctor Lord me ha informado sobre su investigación —comentó Sam—. Tengo entendido que ha solicitado una beca para continuarla a Felding-Roth.

—Así es —asintió Peat-Smith—. Me he quedado sin dinero para continuar mi proyecto de estudiar la enfermedad de Alzheimer y el envejecimiento del cerebro en general. La universidad no tiene dinero, o por lo menos no para dármelo a mí, por eso lo estoy buscando en otros sitios.

Sam se apresuró a tranquilizarle:

—No es inusual. Nuestra empresa tiene la costumbre de dotar con becas ciertos proyectos de investigación. Si me parece que vale la pena, se tendrá en consideración su solicitud.

—Muy bien. —El doctor Peat-Smith dio, entonces, las primeras muestras de nerviosismo, seguramente porque necesitaba en serio el dinero, pensó Celia—. Se lo explicaré, pero antes dígame qué saben de la enfermedad de Alzheimer.

—Muy poco —reconoció Sam.

—No es una enfermedad que esté en boga —explicó el joven científico—. Por lo menos, todavía no. Y para colmo no existe ninguna teoría firme sobre sus causas.

—¿Es cierto que sólo afecta a la gente de cierta edad? —preguntó Celia.

—A los que han pasado los cincuenta, y sobre todo después de los sesenta y cinco años. Pero también puede afectar a gente más joven. Se conocen casos de jóvenes de veintisiete años.

Peat-Smith sorbió un poco de vino y prosiguió hablando:

—Es una enfermedad gradual que comienza con fallos de la memoria. Las personas aquejadas comienzan por olvidar cosas muy simples, como atarse los zapatos, para qué sirve un interruptor de la luz, o dónde acostumbran a sentarse durante las comidas. Al empeorar, se olvidan de más cosas. A menudo no identifican a personas de la familia, al marido o a la mujer. A veces se olvidan de cómo se cogen los cubiertos y hace falta darles de comer como a los inválidos; cuando tienen sed, pueden no acordarse de cómo se pide agua. A menudo padecen de incontinencia, y en los peores casos resultan agresivos y destructivos. Es una enfermedad de la que se acaba muriendo, pero al cabo de diez o quince años, años que son un infierno para quienes han de vivir con ellos.

Peat-Smith se calló, luego prosiguió diciendo:

—Lo que pasa en el cerebro se observa en la autopsia. La enfermedad daña la zona cortical donde se encuentra la memoria y los sentidos.

Retuerce y corta las fibras y los filamentos de los nervios. Ensucia el cerebro con trocitos de una sustancia escamosa que llamamos plaque.

—Dígame adonde se propone llegar con sus estudios —dijo Sam.

—Yo investigo desde el punto de vista genético. Puesto que no existen modelos animales de esta enfermedad, por lo visto es una enfermedad que no aqueja a los animales; mis estudios con animales son sobre los procesos químicos del envejecimiento mental. Es decir, sobre el ácido nucleico, del que soy especialista.

—Mis conocimientos de química son bastante rudimentarios —refirió Celia—. Del ácido nucleico sólo sé que constituye los «bloques de construcción» del ADN de nuestros genes.

—Exactamente —asintió Peat-Smith sonriendo—. Es probable que la medicina avance de forma revolucionaria cuando descubramos más cosas sobre el funcionamiento químico del ADN, sobre cómo funcionan los genes y por qué a veces funcionan mal. A eso me dedico ahora, con ralas jóvenes y viejas, tratando de descubrir las diferencias, según la edad, entre sus distintos ácidos ribonucleicos mensajeros, producido por su ADN.

—Pero una cosa es la enfermedad de Alzheimer y otra el envejecimiento normal de una persona, ¿verdad? —le interrumpió Sam.

—Parece que sí, pero también parece que son dos cosas que se entrecruzan-contestó Peat-Smith.

Al callar, Celia se dio cuenta de que hacía un esfuerzo por organizar y formular sus conocimientos en un lenguaje accesible a ellos dos.

—Es posible que una persona aquejada de la enfermedad de Alzheimer haya sufrido de una aberración en el ADN, donde se contiene el código genético. Sin embargo, una persona que haya nacido con un ADN normal, puede dañarlo de diversas maneras, fumando o comiendo alimentos inapropiados, por ejemplo. Durante una temporada, nuestro sistema de reparación del ADN se hará cargo de ello, y no pasará nada, pero al cabo de un tiempo, al hacernos viejos, el mecanismo de reparación se deteriora o deja de funcionar. Yo investigo en parte las razones por las que este mecanismo pierde capacidad…

—Se nota que es profesor —dijo Celia al terminar él su explicación—. Le gusta enseñar, ¿verdad?

Peat-Smith se sorprendió y dijo:

—En la universidad todos enseñamos, es lo normal, pero es cierto que me gusta hacerlo.

Celia pensó que era otra faceta interesante de la personalidad del joven.

—Comienzo a comprender las preguntas. ¿A qué distancia se encuentra de las respuestas? —inquirió.

—Quién sabe, tal vez a varios años luz, o tal vez muy cerca. Éste es el riesgo que corre di que da la beca —terminó con su sonrisa.

El maitre les trajo la carta y el joven calló para leerla y decidir qué quería comer.

Una vez hubieron todos decidido, Peat-Smith añadió:

—Espero que luego visiten mi laboratorio y podré explicarles mejor Yo que hago.

—Después del almuerzo continuaremos hablando de eso —observó Sam. Mientras comían, Celia preguntó al joven:

—¿Qué cargo ocupa en la universidad, doctor Peat-Smith?

—Soy lo que en sus universidades correspondía adjunto de cátedra. Es decir, que tengo asignado un espacio en los laboratorios de bioquímica, además de un técnico que me asiste, y disfruto de libertad para investigar en lo que prefiera, si tengo dinero, naturalmente.

—Hablando de dinero —dijo Sam—, creo que usted pidió sesenta mil dólares, ¿verdad?

—Sí, son tres años y es la cantidad mínima para comprar aparatos y animales, pagar el sueldo de tres técnicos y nacer los experimentos. Yo no tocaría este dinero. —Peat-Smith hizo una mueca—. Pero es mucho dinero, ¿verdad?

—Sí —dijo Sam gravemente.

Pero no era cierto, tanto Sam como Celia sabían que era una cantidad ridícula comparada con la que acostumbraban gastar en el instituto de investigación de la empresa. La pregunta, de todos modos, era si el proyecto de Peat-Smith tenía el suficiente valor comercial para financiarlo.

—Tengo la impresión de que es un estudioso apasionado de la enfermedad de Alzheimer —dijo Celia—. ¿Hay una razón especial para ello?

El joven vaciló un momento. Luego miró directamente los ojos de Celia y dijo:

—Mi madre tiene sesenta y un años, yo soy su único hijo y, por tanto, me siento muy unido a ella. Hace cuatro años que sufre de la enfermedad de Alzheimer. Mi padre la cuida, y yo voy a verla a diario. Desgraciadamente no tiene idea de quién soy.

El edificio de los laboratorios de bioquímica de la Universidad de Cambridge era de estilo neorrenacentista y consistía en tres pisos de muros de ladrillo rojo. Era un edificio simple y poco impresionante. Se encontraba en la Tennis Court, donde no había pista de tenis ninguna. Martin Peat-Smith, que había ido a almorzar montado en bicicleta, medio de transporte aparentemente habitual en Cambridge, pedaleó con energía delante del Jaguar de Sam y Celia para llegar al mismo tiempo que ellos.

Se encontraron a la puerta de entrada del edificio y Peat-Smith les advirtió:

—No se sorprendan al observar cuán modestas son nuestras instalaciones. Nos falta espacio, ya verán, y dinero —añadió con una rápida sonrisa—. Muchos de los que nos visitan no pueden disimular su sorpresa.

A pesar de la advertencia, Celia se escandalizó al ver el interior de los laboratorios.

—¡Si parece un calabozo! —susurró a Sam—. ¿Cómo pueden trabajar aquí?

Habían bajado al sótano. Los pasillos y vestíbulos estaban mal iluminados. Las habitaciones que se abrían ante ellos aparecían desordenadas y de proporciones mezquinas. Los aparatos parecían anticuados, viejos. La de Peat-Smith no era más grande que la cocina de una casa pequeña, y Peat-Smith les dijo que lo compartía con otro profesor que investigaba algo distinto.

Mientras hablaban los tres, el otro había entrado y salido varias veces, acompañado de su asistente, cosa que había entorpecido la conversación del grupito.

En el laboratorio había estantes de madera, sobre los que se veían tomas de electricidad y de gas. Los de electricidad daban la impresión de haber sido montados precaria y peligrosamente. En las paredes había otros estantes más pequeños atiborrados de libros y de papeles, y de aparatos aparentemente fuera de uso, entre los que Celia vio retortas de modelo muy viejo, como los que ella había usado, hacía quince años, en la universidad. Parte del estante mayor hacía las veces de mesa escritorio, y enfrente de ella había una vieja silla de estilo Windsor.

Había varias jaulas con ratas; en total, unas veinte, dos en cada jaula.

El piso del laboratorio no había sido fregado desde hacía bastante tiempo. Como tampoco las ventanas, largas y estrechas, bastante altas, desde las que sólo se veía la parte inferior de unos coches aparcados. La impresión de conjunto era bastante deprimente.

—No te fijes en las apariencias —refirió Sam a Celia— y piensa que de aquí han salido varios premios Nobel. Aquí se ha hecho la historia de la ciencia.

—Sí, señor —prorrumpió Martin Peat-Smith—. Uno de los premios Nobel fue Fred Sanger, el que descubrió la estructura del ácido amínico de la molécula de la insulina en un laboratorio del piso de arriba. —Entonces, al notar cómo miraba Celia los viejos aparatos, añadió—: En los laboratorios no acostumbramos tirar nunca ningún aparato, señora Jordán, porque nunca se sabe cuándo podremos necesitarlo de nuevo. Muchas veces hemos de improvisar para efectuar los experimentos.

—En las universidades norteamericanas ocurre lo mismo —convino Sam.

—Claro que sí —dijo Peat-Smith—, pero me imagino que eso de aquí debe de chocarles comparado con los laboratorios que tienen en su empresa.

Celia, al recordar entonces los blancos y espaciosos laboratorios de Felding-Roth, en Nueva Jersey, contestó:

—Sí, para serle franca.

Peat-Smith acababa de traer dos taburetes. Ofreció la silla a Celia, uno de los taburetes a Sam, y él se sentó en el otro.

—En mi trabajo —comenzó a decir entonces— no sólo hay implicadas una serie de dificultades teóricas, sino también enormes problemas técnicos. Es necesario encontrar la forma de transferir la información de un núcleo celular del cerebro al mecanismo de la célula que produce las proteínas y los péptidos.

Inconscientemente encendido por su propia aclaración, se puso a utilizar el argot científico sin darse cuenta con quién hablaba.

—… cogemos una mezcla de ácido ribonucleico mensajero de ratas jóvenes y viejas y lo inyectamos a un sistema libre de células…, las cadenas matrices del ácido ribonucleico producen proteínas…, una larga ristra de ARN puede codificar varias proteínas…, luego, las proteínas son separadas por electroforesis…, una técnica que pudiera hacer uso de una enzima transcriptasa revertida; luego, si el ARN y el ADN no se mezclan, significa que la rata vieja ha perdido capacidad genética, y aprendemos algo sobre qué péptidos cambian…; puede que sea un péptido solo…

La charla continuó por más de una hora, con agudos comentarios de Sam interpuestos que impresionaron mucho a Celia. Aunque Sam no había estudiado ciencias, su larga experiencia en Felding-Roth le había familiarizado con el mundo científico.

El entusiasmo de Peat-Smith era tan obvio que contagió a los otros dos. Y cuanto más le oían hablar, con claridad y concisión admirables, mayor era el respeto que sentían por él.

Hacia el final de la charla, el científico señaló a las ratas de las jaulas.

—Tenemos muchas más, cientos de ellas, en la habitación de los animales. —Tocó a una rata grande que parecía dormida y dijo—: Esa vieja tiene dos años y medio; el equivalente a setenta años del hombre. Mañana la mataremos para comparar la composición química de su cerebro con la de una rata nacida hace pocos días. Pero para encontrar una respuesta nos hace falta matar muchas más, hacer muchos más análisis químicos, y mucho más tiempo.

Sam asintió.

—Lo del tiempo lo comprendemos perfectamente. Resumiendo doctor: ¿cómo concreta el objetivo a que quiere llegar con su trabajo actual?

Peat-Smith reflexionó antes de responder. Luego, muy alegremente, contestó:

—Mi objetivo es descubrir un péptido del cerebro que refuerce la memoria de los jóvenes y que, con la edad, deje de ser producido por el cuerpo humano. Una vez encontrado y aislado dicho péptido, aprender a fabricarlo nosotros mismos por técnicas genéticas. Después de lo cual se podrá administrar a gente de todas las edades, para frenar y compensar la pérdida de la memoria y tal vez para eliminar totalmente el envejecimiento del cerebro.

El resumen fue hecho con una impresionante modestia y tranquilidad. Luego se produjo un silencio que ni Sam ni Celia tuvieron ganas de romper por mucho rato. Celia tuvo la impresión de que, a pesar de la lúgubre estancia en que se encontraba, estaba asistiendo a un importante e histórico momento.

Sam rompió finalmente el silencio:

—Doctor Peat-Smith, le concedo la beca que solicita.

Peat-Smith puso cara de perplejidad:

—Quiere decir…, ¿tan simple es?

Sam sonrió.

—Como presidente de Felding-Roth tengo la suficiente autoridad para decidirlo. La única condición a la donación del dinero que usted pide es que nos permita mantenernos en contacto con su trabajo y tener acceso antes que nadie a la droga que de su trabajo pueda resultar.

—Desde luego —asintió Peat-Smith.

Sam extendió la mano y el joven la tomó para estrecharla.

—¡Felicidades y mucha suerte!

Media hora más tarde, los tres tomaban el té en la cafetería de los laboratorios de bioquímica, invitados por Martin. De pie, tratando de mantener en equilibrio las tazas en el platito con una galleta, Martin les explicó que aquella pieza constituía el centro social del personal que trabajaba en el edificio.

La pieza, tan poco elegante y tan sobria como el resto del edificio, tenía mesas largas de madera con sillas que hacían juego, y estaba muy llena de gente. Había personas de todas las edades, sexos y formas, pero las conversaciones que se oían no guardaban relación ninguna con la ciencia. Los había que discutían sobre permisos de aparcamiento, y un miembro de cierta edad de la facultad se quejaba de haber perdido el derecho vitalicio a cierta plaza por culpa de otro miembro mucho más joven. Se oyeron los comentarios entusiastas de alguien que había asistido a una subasta de vino blanco. Otros analizaban una película: El padrino, con Marlon Brando y Al Pacino.

Después de ciertas maniobras, Martin Peat-Smith consiguió encontrar un rincón donde acomodarse los tres.

—¿Siempre está así? —preguntó Celia.

Martin asintió con aire divertido.

—Sí, todos vienen porque es la única hora en que podemos charlar.

—No da la impresión de que sea un lugar para conversaciones privadas —observó Sam. Martin se encogió de hombros.

—A veces es pesado, lo reconozco. Pero uno se acostumbra a ello.

—Pero ¿es necesario acostumbrarse a todo? —Al ver que no había respuesta, Sam continuó diciendo—: Me pregunto, Martin, si no le interesaría continuar su trabajo en un local más espacioso y moderno.

El científico preguntó esbozando una sonrisa:

—¿Dónde?

—Lo que yo le sugiero es que deje Cambridge y venga a trabajar con nosotros en los laboratorios de Felding-Roth. Sería en Inglaterra donde proyectamos…

—¡Perdone! —exclamó Martin con expresión preocupada—. ¿Me permite una pregunta?

—¡No faltaría más!

—¿La beca que me ha ofrecido está vinculada a esta segunda oferta?

—No, son dos cosas aparte, se lo aseguro —señaló Sam.

—Gracias, me había alarmado —prorrumpió él, volviendo a sonreír—. No quiero parecerle grosero, pero me parece que más vale que le diga una cosa.

—Diga —se apresuró a animarle Celia.

—Yo soy un científico universitario y no pienso cambiar —declaró Martin—. Por muchas razones; y una de ellas es mi libertad. Quiero libertad para investigar, sin presiones comerciales.

—Con nosotros gozaría de libertad… —comenzó a decir Sam, y se calló al ver cómo Martin sacudía la cabeza.

—Habría factores de tipo comercial que tener en cuenta. Sea franco conmigo —dijo. Sam no tuvo más remedio que reconocer:

—A veces, claro. Es un negocio, a fin de cuentas.

—Exactamente. Aquí, en cambio, no hay ningún tipo de presión comercial. Es pura ciencia, puro conocimiento. Eso es lo único que me interesa, ¿otra taza de té?

—No, gracias —dijo Celia, y Sam la secundó, moviendo negativamente la cabeza. Los dos se levantaron.

Una vez fuera, junto al Jaguar aparcado, Martin dijo:

—Gracias por todo, inclusive la oferta de un puesto en su empresa. Y a usted también, Celia. Pero yo permaneceré en Cambridge, porque, aparte de lo que he dicho, es muy bello.

—Ha sido un placer —adujo Sam—. En cuanto a lo de no querer trabajar con nosotros, lo lamento mucho, pero lo comprendo.

Los dos subieron al coche.

Desde la ventanilla abierta, Celia dijo a Martin:

—Me ha gustado mucho conocer Cambridge, lo encuentro muy bonito. Espero tener tiempo para volver otro día.

—¿Cuánto tiempo va a permanecer en Inglaterra? —preguntó Martin.

—Un par de semanas más —contestó ella.

—Vuelva a pasar un día. Será un placer acompañarla.

—Para mí también —dijo Celia.

Y mientras Sam arrancaba el motor, ellos dos acordaron una cita para dentro de diez días: para un domingo.

En el Jaguar, de vuelta a Londres, Celia y Sam guardaron silencio; ambos ocupados con sus íntimos pensamientos, hasta que salieron a la autopista. Entonces Celia preguntó en voz baja:

—Te gustaría poder convencerle, ¿verdad? Nombrarle director del instituto.

—Claro —asintió Sam con voz frustrada—. Es un genio, me parece, una persona de primera clase, el mejor que he visto desde que estoy aquí. Pero no podrá ser. Es un universitario hasta la médula. Ya has oído lo que ha dicho, nada le hará cambiar de opinión.

—No estoy tan segura —dudó Celia.