CAPÍTULO XII
A última hora de la tarde del día siguiente.
A mediodía Sam había recibido un informe clasificado de urgente por parte de Celia. Al poco rato, Sam convocó una reunión de ejecutivos para las cuatro y media de la tarde. Ahora al acercarse Celia a las piezas ocupadas por el presidente, oyó risas que salían de una puerta abierta que daba al pasillo. De momento se le antojó una incongruencia.
Entró en la recepción de los cuartos de Sam y dos secretarias la saludaron sonriendo.
—Parece como si hicieran una fiesta —dijo Celia a Maggie.
—En cierto modo, sí —asintió la secretaria de nuevo con una sonrisa. Señaló hacia otra puerta abierta—. ¿Por qué no entra? El señor Hawthorne tiene una noticia para usted.
Celia entró en la pieza, llena de humo de puros. Estaban Sam, Vincent Lord, Seth Feingold, Bill Ingram y varios vicepresidentes, entre ellos Glen Nicholson, un veterano de la compañía encargado del sector de fabricación, un tal doctor Starburt, del departamento de estimación de riesgos, y Julián Hammond, un individuo más bien joven, al frente de los asuntos públicos. Todos fumaban habanos; a Bill Ingram se le notaba cierta inseguridad. Era la primera vez que Celia le veía fumar.
—¡Ha llegado Celia! —dijo uno—. ¡Sam, dale un puro!
—¡No, no! —dijo Sam—. Para las señoras tengo otra cosa.
Con la cara radiante se dirigió a su escritorio, detrás del cual había amontonadas una serie de cajas de bombones, de marca Turtles. Le dio una a Celia.
—En honor de mi nieto, que en este momento —Sam miró el reloj— cumple veinte minutos de edad. Por un momento la gravedad de Celia se esfumó.
—¡Es maravilloso, Sam! ¡Felicidades!
—Gracias. Ya sé que tradicionalmente es el padre quien reparte puros y bombones, pero yo he querido iniciar la costumbre de incluir a los abuelos en la tradición.
—¡Una tradición estupenda! —exclamó Nicholson, el del sector de fabricación.
Celia dijo:
—Turtles es mi marca favorita.
Entonces se fijó que Bill Ingram estaba muy pálido y había apagado el puro. Ella preguntó:
—¿Cómo se encuentra Juliet?
—Estupendamente —contestó Sam—. Me acaba de llamar Lilian del hospital y me ha dado la noticia: madre e hijo muy bien; peso, tres kilos y medio.
—Iré a ver a Juliet mañana, probablemente —aseguró Celia.
—Se lo diré. Pienso ir después de la reunión.
Saltaba a la vista que Sam estaba eufórico. El doctor Starburt sugirió:
—¿Por qué no la aplazamos para mañana?
—No —dijo Sam—, mejor será que nos quitemos eso de encima. No se alargará, me imagino.
Vincent Lord puntualizó:
—No hay motivo para que se alargue.
A Celia de pronto se le cayó el alma a los pies, convencida de que todo andaba mal, que la conjunción del nacimiento del nieto de Sam y el problema de Montayne era lo peor que hubiera podido pasar. La felicidad y buen humor de Sam, que los otros compartían, iban a eclipsar la gravedad del asunto.
Precedidos por Sam, todos pasaron a la sala de reunión y se acomodaron en torno de una mesa. Sam la encabezaba. Sin introducción de ninguna clase dijo Sam:
—Esta mañana he mandado una copia de tu informe, Celia, a todos los convocados a esta reunión. A Xav Rivkin también, pero como estaba haciendo los preparativos para marcharse a Washington unos días, le he convencido de que no valía la pena que cambiara los planes. —Sam miró a su alrededor—. ¿Lo han leído todos?
Afirmación general.
Sam dijo:
—Estupendo.
Celia había redactado aquel informe con sumo interés y cuidado, por lo que se alegró de que todo el mundo lo hubiera leído. Hablaba del proceso del caso australiano y exponía los datos que había descubierto en la transcripción completa y que no habían aparecido en las anteriores versiones abreviadas, de las que tenía noticia la empresa. Había también expuesto los casos más recientes de Francia y de España y las subsiguientes acusaciones contra la Montayne. Por fin había expuesto los argumentos aducidos por Gironde-Chimie, con los que demostraban la falta de fundamento de las acusaciones contra Montayne.
En el informe Celia no llegaba a ninguna conclusión, la dejaba para el final del debate, que suponía que se iba a entablar en la reunión.
—Ante todo permíteme que te diga, Celia —comenzó Sam—, que has hecho muy bien en llamamos la atención sobre estos casos. Son importantes, porque más de uno los sacará a relucir, un día u otro, y no nos cogerán desprevenidos. Hemos de estar preparados para dar nuestra versión de la historia, la versión correcta de la historia de Montayne. Tal habrá sido tu objetivo, ¿verdad? —concluyó, mirando interrogativamente a Celia.
Pregunta inesperada y que ella no supo contestar con más que un:
—Bueno, en parte…
Sam, asintió silenciosamente y prosiguió:
—Quiero que me aclaren otra cosa. Vince, ¿por qué no me puso al corriente de los informes de Gironde-Chimie cuando llegaron?
Los músculos del rostro del director de investigación se contrajeron ligeramente.
—Sam, si le mantuviera al corriente de todas las consultas que me llegan, no tendría tiempo de hacer nada. Además considero que mi trabajo consiste en estimar científicamente los informes y decidir cuándo vale la pena llamar la atención de usted acerca de ellos.
Explicación que, por lo visto, satisfizo a Sam, porque éste dijo:
—Dénos su opinión sobre esos informes.
—En ambos casos está de sobra demostrado que Montayne no es la causa de los incidentes. La meticulosidad de Gironde-Chimie es impresionante.
—¿Y el caso australiano? ¿Los puntos sobre los que Celia nos llama la atención le parecen a usted suficientes para ser motivo de alarma?
Celia pensó: «Aquí estamos sentados y hablando tranquilamente de “casos”, “incidentes” y “conclusiones”, cuando de lo que se trata es de niños nacidos en estado vegetativo, a causa o no de los efectos de Montayne. El centro de la cuestión son unos niños que en su vida no podrán mover los brazos y las piernas, ni llegar a disfrutar de una vida normal. ¿Por qué tanta indiferencia? ¿Es la indiferencia real o es mera falta de imaginación por nuestra parte, respecto a unos niños que han nacido en países lejanos? Seguramente nos tranquiliza que hayan nacido tan lejos, no como el nieto de Sam, al volver de la esquina, y cuyo nacimiento celebramos con puros, bombones y champán».
Lord contestaba la pregunta de Sam sin hacer apenas un esfuerzo por disimular su disgusto hacia Celia.
—Los puntos a los que usted se refiere no cambian en nada nuestra actitud. La verdad es que no alcanzo a comprender por qué se los menciona.
Se oyeron murmullos de alivio.
—Pero puesto que estamos reunidos a causa de ellos —prosiguió Lord—, he traído unas notas para comentar científicamente los tres incidentes: el australiano, el francés y el español. —Vaciló un instante—: Ya sé que hay prisa…
Sam preguntó:
—¿Cuánto tiempo tomará en total?
—Le prometo que no más de diez minutos.
Sam echó una rápida mirada a su reloj de pulsera.
—Adelante, entonces. Pero no se alargue más de la cuenta.
«¡Eso es fatal! —pensó Celia, nerviosamente—. Es una cuestión de una importancia fundamental, demasiado importante para ser tratada con precipitación».
Sin embargo hizo un esfuerzo por detener sus pensamientos y por concentrarse en las palabras de Vincent Lord. El director de investigación habló en tono que infundía confianza y convencía, como el de un experto. Examinó las circunstancias en que se movían los antecesores, principalmente las madres, de los tres niños y señaló que un embarazo puede ser afectado por causas diversas y dañar el feto, y una de ellas era «la mezcla de fármacos en el organismo, en especial de fármacos y de alcohol», mezcla frecuentemente desastrosa y que se detectaba en los tres «incidentes».
Por tanto, concluyó Lord, visto que en los tres casos se habían dado circunstancias adversas a un parto normal, era absurdo culpar a Montayne, sobre todo teniendo en cuenta su impecable reputación.
Llegó a pronunciar las palabras «histeria» y «fraude probable», referidas a los intentos de echar las culpas a la Montayne, además de la publicidad que con ello se ganaba.
Los otros escucharon muy serios y parecieron convencerse en seguida. Tal vez con razón, se dijo Celia. Ojalá pudiera estar ella tan segura como Vincent. Lo deseaba de veras y reconocía que éste era más entendido en la materia que ella. Sin embargo, ella, quien ayer, sin ir más lejos, era de las más convencidas sobre las estupendas cualidades de la Montayne, ahora dudaba. No lo podía remediar.
Lord concluyó elocuentemente:
—Cada vez que aparece un nuevo fármaco salen personas que aseguran que tiene efectos secundarios nocivos para la salud, convencidas de que son mayores que los beneficios. A veces tienen razón y los informes están basados en criterios profesionales dignos de tener en cuenta, pero otras veces, no, están hechos al buen tuntún por gente que no entiende de ello.
»No obstante, nuestro deber hacia el público y para proteger a las empresas de la posibilidad de cometer errores catastróficos, es examinar todos los argumentos y objeciones en contra de todos los fármacos, con cuidado, sin emociones, objetiva y científicamente. Es indudable que no podemos pasar por alto ninguna queja, ninguna crítica adversa referida a un producto farmacéutico.
»Lo que hace falta descubrir en cada caso es si los males sufridos por las personas que han tomado el fármaco han sido producidos o causados por el fármaco en cuestión, sin olvidar nunca que hay muchas causas posibles.
»En el caso del que hablamos ahora, puedo asegurarles que el examen ha sido minucioso y que las causas de los males no pueden haber sido causados por la Montayne. No han sido causados por la Montayne, ésta es la verdad.
»Finalmente quiero señalar que cuando se culpa erróneamente a un fármaco de un mal que no ha causado, y se retira del uso general dicho fármaco, mucha gente sufre las consecuencias de la prohibición al no poder tomar un medicamento que les curaría la dolencia que sufren. En mi opinión las mujeres embarazadas no deberían ser privadas de los beneficios de la Montayne.
Conclusión que impresionó a todos, incluso a Celia. Sam expresó el sentimiento general al decir:
—Gracias, Vince. Nos ha quitado un peso de encima. —Retiró un poco la silla, en la que estaba sentado, de la mesa, y añadió—: Me parece que no hace falta votar ni tomar una resolución formal. Me parece obvio que debemos continuar con la campaña de la Montayne y supongo que todos están de acuerdo.
Los otros hombres asintieron.
—Bueno —dijo Sam—, eso es todo. Ahora, si me lo permiten…
—Lo siento —señaló Celia—, pero me temo que eso no sea todo. Todos la miraron.
Sam preguntó con impaciencia:
—¿Y ahora qué pasa?
—Quiero preguntar una cosa a Vince.
—Bueno…, pregunta.
Celia miró las notas que acababa de tomar.
—Vince acaba de declarar que la Montayne no es la causa de los tres nacimientos ocurridos en Australia, Francia y España, en los que tres niños han nacido en estado vegetativo, niños, no olvidemos, que jamás podrán moverse y que carecen de cerebro con funcionamiento normal.
«Yo no tengo miedo a decir las cosas como son», pensó Celia. Lord dijo:
—Me alegra comprobar que me ha escuchado.
Celia pasó por alto el desagradable comentario y preguntó:
—Puesto que la Montayne no ha sido la causa, ¿qué ha sido, entonces?
—Ya he dicho que las causas pueden ser varias, incluso muchas.
—Pero ¿cuáles son? —insistió ella.
El director de investigación alzó las manos al cielo.
—¡Por Dios! ¡Yo qué sé! Cada caso es distinto probablemente. De lo que estoy seguro es que científicamente no se puede echar la culpa a la Montayne.
—Lo cierto es, entonces, que no se sabe con seguridad lo que dañó el feto y fue causa de sus deficiencias… Lord dijo con exasperación:
—¡Ya se lo he dicho! En palabras distintas, pero…
—Celia —interrumpió Sam—. ¿Qué te propones?
—Lo que me propongo —contestó ella— es expresar mi desazón; es decir, que, a pesar de la confianza expresada por Vince, yo no estoy tan segura. Salta a la vista que nadie sabe la causa. Yo tengo mis dudas.
Alguien preguntó:
—¿Qué clase de dudas?
—Dudo de la Montayne —profirió Celia, mirando las caras de los asistentes—. Presiento, intuyo, si prefieren, que algo no está bien, algo que no sabemos todavía qué es. Y quedan preguntas por contestar, con respuestas que todavía no sabemos.
Lord dijo en tono despectivo:
—Intuición femenina, me imagino.
Ella le espetó:
—¿Qué hay de malo en ella?
Sam los atajó:
—¡Calma todo el mundo! —Se dirigió a Celia—: Suelta de una vez tu propuesta.
—Propongo aplazar el lanzamiento de la Montayne —indico Celia. De pronto sintió todas las miradas fijas en ella.
Sam apretaba los labios.
—¿Aplazar por cuánto tiempo y por qué razón?
Celia contestó hablando con énfasis y midiendo las palabras cautelosamente.
—Propongo que lo aplacemos seis meses. Durante este tiempo es posible que surjan más casos de nacimientos similares a los tres casos discutidos. O que no haya ninguno más, que es lo que espero. Pero, de repetirse los casos, es posible que obtengamos información de la que ahora carecemos y que, tal vez, podamos estar más seguros y confiar más en la Montayne.
Se produjo un silencio tenso, que rompió Sam.
—¡No lo dices en serio!
—Lo digo muy en serio —recalcó Celia, mirándole a la cara.
Hacía una hora, cuando fue a la reunión, todavía no sabía qué debía hacer. Se había sentido incómoda debido a cierta ambigüedad. Ambigüedad que había desaparecido como por ensalmo ante la contundencia de Vincent Lord al exponer sus argumentos y ante su confianza en la inocuidad de la Montayne, que habían surtido, en ella, el efecto contrario al esperado: la hacían dudar de la Montayne más que antes.
Y sí, reconoció, tomaba aquella actitud por instinto. Pero hasta entonces su instinto nunca había fallado.
Celia sabía que convencer a los otros era una tarea muy ardua, casi imposible, sobre todo a Sam. Pero era necesario convencerlos. Tenían que comprender que a todos interesaba obrar con suma cautela: para empezar, con las mujeres embarazadas; con la empresa, Felding-Roth, y con todos los que tenían la más mínima responsabilidad en la marcha de la empresa. Y era necesario aplazar el lanzamiento del fármaco.
—¿Te has hecho una idea de lo que costaría aplazar el lanzamiento de la Montayne? —le preguntó Sam, todavía bajo los efectos del shock.
—Por supuesto que sí —insistió Celia a punto de perder los estribos—. ¿Quién mejor que yo para saberlo? ¿Quién ha trabajado más que yo en su comercialización y publicidad?
—Por eso me parece increíble —observó Sam.
—Por eso deberías comprender que he reflexionado bien en lo que digo. Sam miró a Seth Feingold.
—¿A cuánto se elevaría, según usted, el costo del aplazamiento de la Montayne?
El viejo señor puso cara de sentirse incómodo. Era amigo de Celia. Y no entendía nada de ciencia. Saltaba a la vista que hubiera preferido no tener que meterse en aquel berenjenal. Bill Ingram también ponía cara de incomodidad y azoramiento; Celia presintió que Bill estaba en conflicto entre la lealtad y simpatía hacia ella y sus propias convicciones personales acerca del fármaco. Bueno: todos tenemos problemas, cada uno al suyo, se dijo Celia.
Una cosa había quedado resuelta: ya nadie tenía prisa. Sam y los demás habían tenido que reconocer que el asunto exigía ser debatido con más detenimiento.
Feingold agachaba la cabeza y hacía números con una pluma. Alzó la mirada y dijo:
—En cifras redondas hemos destinado treinta y dos millones de dólares a la Montayne. Todavía no los hemos gastado todos; de modo que un cuarto, aproximadamente, todavía podrían ser salvados. Pero no he incluido costos generales, bastante considerables. En cuanto al costo concreto del aplazamiento, es imposible decir nada concreto. Todo depende de lo largo que sea el aplazamiento y de las ventas subsiguientes al aplazamiento.
—Por supuesto que una de las consecuencias de aplazar ahora la comercialización de la Montayne será una merma del número de ventas —intervino Hammond—. Eso seguro. La prensa se va a poner las botas, para empezar. Hablarán mal del fármaco y, en cierto modo, será peor que dejándolo correr por completo.
Se giró hacia Celia con expresión acusadora:
—De hacer lo que usted nos propone, y por motivos vaguísimos, ¿ha pensado en cómo se nos echarán encima los directivos de la junta y los accionistas? ¿Y ha pensado en el número de empleados que tendremos que despedir? Muchos definitivamente.
—Sí —contesto Celia, esforzándose por conservar la calma y disimular el tormento que su decisión le estaba causando—. He pensado en todo ello. He pasado toda una noche en blanco pensando.
Sam la miraba detenidamente, encogió los hombros con escepticismo y se volvió a Feingold.
—Por lo que usted dice perderemos unos veintiocho millones, sin contar los beneficios que habríamos hecho y que no haremos si la aplazamos.
Feingold lanzó una mirada compungida hacia Celia, a la vez que decía:
—Es la pérdida potencial, más o menos.
—¿Pero, nos podemos permitir una pérdida así? —preguntó sombríamente Sam.
Feingold sacudió la cabeza tristemente.
—No.
—La pérdida sería mucho peor si lanzáramos la Montayne y luego surgieran problemas —insistió Celia. Glen Nicholson reconoció:
—Vale la pena pensar en eso.
Fue la única voz que habló a favor, aunque con inseguridad, de Celia. Ella no pudo por menos de lanzar una rápida mirada de agradecimiento al jefe de manufacturación.
Vincent Lord aseguró:
—Pero no surgirá ningún problema. En fin: depende de si ustedes están dispuestos a reconocer a la señora como la gran experta en materia científica.
Se oyeron unas risitas que Sam se apresuró a cortar con un gesto.
—Celia, te ruego que me escuches —masculló Sam con voz seria y más nerviosa que hacía unos momentos. De nuevo se miraron a los ojos—. Te pido que por favor reflexiones lo que dices. Es posible que llegues a darte cuenta de que te has precipitado en tus conclusiones y que de pronto, ahora, te des cuenta de tu error. Puede pasarnos a todos. De hecho, a mí me ha sucedido más de una vez y he tenido que tragarme el orgullo y reconocer el error. De hacer eso tú, te aseguro que ninguno de nosotros te lo echaríamos en cuenta, no se volvería a hablar de ello. Te ruego que tengas la bondad de cambiar de opinión. Reflexiona y te darás cuenta de por qué te lo digo.
Celia no dijo nada de momento, no quería precipitarse a tomar un camino del que luego se arrepentiría. Sam acababa de ofrecerle la posibilidad de retractarse sin problemas, una salida, por decirlo así. Sólo terna que decir una palabra, pronunciar una frase y todo volvería a su cauce normal. Allí no habría pasado nada. La oferta era muy tentadora.
Antes de que ella contestara, Sam añadió:
—Personalmente te la estás jugando en serio.
Celia supo en seguida a qué se refería. Su cargo de vicepresidente no había sido confirmado oficialmente todavía. Y si lo que estaba sucediendo en aquella reunión proseguía su cauce lógico, seguramente no sería confirmado jamás.
Sam tenía razón. Se la estaba jugando en serio.
Se tomó unos instantes más de tiempo para reflexionar, luego dijo con voz baja y firme:
—Lo siento, Sam; lo he meditado bien. Sé lo que me juego. Pero no tengo más remedio que recomendar el aplazamiento de la Montayne.
¡Ya estaba! La cara de Sam se nubló, luego se contrajo de cólera y ella comprendió que ya no podía retractarse.
—De acuerdo —contestó él con tirantez—. Por lo menos sabemos a qué atenernos. —Se calló unos segundos y luego prosiguió diciendo—: Antes he dicho que no votaríamos ninguna resolución. Me retracto: quiero que quede constancia de todo lo que decidamos en esta reunión. Seth, le ruego que tome nota por escrito.
Feingold, todavía con rostro compungido, sacó de nuevo la pluma.
—Yo ya he expuesto lo que pienso del asunto —reanudó Sam—. Estoy a favor de continuar los preparativos de la campaña y lanzamiento de Montayne tal como habíamos planeado. Ahora me hace falta saber quién está de acuerdo conmigo y quién no. Los que estén de acuerdo conmigo, que levanten la mano.
La mano de Vincent Lord fue la primera. Luego siguieron las del doctor Starburt, Hammond y la de los otros dos vicepresidentes. Nicholson acabó levantándola, después de dudar unos instantes. Bill Ingram también dudó; miró a Celia silenciosamente, suplicante. Pero Celia desvió los ojos, se negó a ayudarle; tenía que decidir él por su cuenta. Al cabo de un instante, también alzó la mano.
Sam y los otros miraban a Seth Feingold. El viejo suspiró, dejó la pluma sobre la mesa y levantó la mano.
—Nueve contra uno —indicó Sam—. No cabe duda de que la empresa continuará tal como hasta ahora con los preparativos del lanzamiento de la Montayne.
Volvió a producirse un tenso silencio como si nadie supiera qué decir o añadir. Sam se puso en pie.
—Como ya saben —comenzó—, antes de la reunión yo me disponía a ir al hospital para ver al nieto que mi hija acaba de dar a luz. Me voy ahora.
Lo dijo sin la alegría de hacía un rato. Sam saludó con una inclinación de cabeza a los otros hombres y a Celia la pasó por alto.
Celia permaneció sentada. Bill Ingram se le acercó.
—Lo siento… —empezó a decir.
Ella le mandó callar con un gesto:
—No me importa. No quiero saber nada.
De pronto, inesperadamente cayó en la cuenta de que todo lo que con tanto esfuerzo había conseguido labrarse para ella, se derrumbaba, se iba abajo: su puesto en la empresa, su autoridad, su reputación, su futuro. ¿Podía seguir allí? No lo sabía.
Bill le dijo:
—Perdone la pregunta, pero… ¿qué va a hacer ahora? —Al ver que ella no contestaba, prosiguió—: Una vez expuestos sus reparos, declarando que no deberíamos seguir con los preparativos de la Montayne… ¡No puede seguir a la cabeza de la campaña de ventas!
Celia contestó con voz apagada, decidida a no tomar ninguna decisión de momento.
—No sé. No sé nada.
Sabía, sin embargo, que aquella noche tendría que aclararse. Seth Feingold le dijo:
—No me ha gustado nada votar contra ti, Celia.
Pero ya sabes…, yo no entiendo nada de estas cosas de la ciencia. Ella le miró fijamente.
—En tal caso lo correcto hubiera sido abstenerse. Él sacudió la cabeza con pena y se marchó.
Todos se marcharon y Celia quedó a solas.