CAPÍTULO III
En el dormitorio de la suite que ocupaba el matrimonio Jordán, pocos minutos antes de las seis de la madrugada, sonó el teléfono estridentemente. Paró y volvió a sonar.
Celia dormía profundamente. Andrew se encontraba en una suerte de duermevela, y se movió al persistente son del teléfono.
La noche anterior, al acostarse, habían dejado, entreabierta la puerta del balcón, para que entrara la brisa del mar y se oyera el murmullo de sus olas. Ahora, a la luz gris del romper del día, comenzaban a verse los objetos, como si un manipulador oculto de luces iluminara gradualmente la escena, pasando del negro a la luz, enfocando los objetos por separado. Dentro de un cuarto de hora el sol ascendería por la bóveda celestial.
Andrew se despertó e incorporó en la cama. El son del timbre había conseguido penetrar en su conciencia. Descolgó el auricular.
Celia se movió y preguntó medio dormida:
—¿Qué hora es?
—Demasiado temprano —contestó Andrew—. Diga —habló al auricular.
—Una llamad particular para la señora Jordán —dijo la voz de la telefonista.
—¿De parte de quién?
Se oyó la voz de otra mujer:
—Del señor Seth Feingold, de Felding-Roth. La llamada es de Nueva Jersey.
—¿Se ha enterado el señor Feingold de la hora que es en Hawai?
—Sí, señor.
Celia se había despertado y acababa de incorporarse.
—¿Es Seth? Déjame hablar con él.
Andrew le pasó el auricular. Después de otro cambio de centralita, Celia oyó la voz de su viejo amigo.
—¿Celia, estás ahí?
—Sí.
—Acaban de decirme que te hemos despertado, perdóname, aquí son las doce del mediodía y no podíamos esperar más. Ella preguntó, intrigada:
—¿Por qué hablas en plural? ¿Esperar a qué?
—Celia, he de decirte una cosa muy importante. Escucha con atención. La voz de Feingold revelaba fatiga. Ella dijo:
—Habla.
—Te llamo de parte de la junta directiva, con instrucciones, en primer lugar, de decirte que cuando dimitiste, por las razones que todos sabemos, tenías razón tú y todos los demás estábamos equivocados…
Le tembló la voz, calló un instante y luego prosiguió:
—Todos estábamos equivocados.
Ella se preguntó si estaba soñando. No podía creer que aquello fuera realidad.
—Seth, no te entiendo. No estarás hablando de la Montayne, supongo…
—Sí, por desgracia se trata de la Montayne.
—Por las noticias que me han llegado, la Montayne ha sido un éxito.
Celia se acordó del informe altamente positivo que Andrew le había transmitido de boca de Tano, el representante de Felding-Roth en Hawai.
—Es lo que pensábamos todos, hasta hace poco. De pronto todo ha cambiado, espantosamente. Estamos en una situación horrible.
—Espera un momento, por favor.
Cubrió el micrófono con la mano y dijo a Andrew:
—Ha sucedido algo muy grave. No sé de qué se trata. Escucha por el teléfono del cuarto de baño.
Celia dio tiempo a que Andrew cogiera el otro aparato, y entonces dijo:
—Seth, sigue.
—Te he dicho la primera cosa, Celia; la segunda es que la junta quiere que vuelvas a trabajar en la compañía.
Celia no podía creer lo que acababa de oír. Calló un momento y luego prosiguió:
—Empieza por el comienzo, por favor.
—Bueno, lo haré.
Celia tuvo la sensación de que veía a Seth ordenando las ideas antes de ponerse a hablar, y se preguntó por qué llamaba él, en vez de Sam Hawthorne.
—Recordarás los informes de niños nacidos con graves defectos cerebrales. En estado vegetativo, la espantosa palabra. Los informes de Australia, de Francia y España, ¿verdad?
—Claro que sí.
—Ha habido muchos más casos, de esos países y de otros. Tantos que no creo que ya nadie dude de que la causa es la Montayne.
—¡Dios mío!
Celia se llevó la mano que tenía libre a la cara. Su primer pensamiento fue: «¡Que no sea verdad! ¡Eso es una pesadilla y no es verdad! No quiero que se demuestre que yo tenía razón, no, de esa manera no».
Luego vio a Andrew, por la puerta abierta del cuarto de baño, vio su cara sombría y se fijó en la luz que comenzaba a entrar, cada vez con mayor intensidad, de fuera. Tuvo que reconocer que no soñaba.
Seth seguía hablando, dando detalles:
—… comenzó hará dos meses y medio, noticias sueltas…, casos similares a los primeros…, aumentaron los números…, recientemente, un aluvión… y todas las madres habían tomado la Montayne durante el embarazo…, unos trescientos bebés en estado vegetativo por todo el mundo, hasta ahora… aparecerán más, sobre todo en Estados Unidos, donde la Montayne está a la venta desde hace unos meses solamente…
Celia cerró los ojos y la historia continuó espantosamente. Cientos de niños que hubieran podido ser normales, que nunca serán capaces de pensar, ni de caminar, ni de tomar un trago de agua sin la asistencia de una persona mayor, ni ser nunca como los demás… Y aparecerán más.
De buena gana se hubiera puesto a llorar, amargamente, se hubiera puesto a gritar para desfogarse de la cólera y del sentimiento de frustración que la abrumaban. ¿A quién gritar, sin embargo? A nadie, y las lágrimas no servían de nada.
¿Hubiera podido hacer más por detener la desgracia?
¡Sí!
Hubiera podido hacerse sentir después de la dimisión, haber hablado públicamente sobre sus dudas acerca de la Montayne, y no quedarse callada en casa. ¿Hubiera servido de algo? ¿Le hubiera hecho caso la gente? Seguramente no, aunque quizá si sólo una persona le hubiera hecho caso, se habría salvado un niño, y su esfuerzo hubiera quedado recompensado.
Como si le leyera el pensamiento, a miles de kilómetros de distancia, Seth dijo:
—Nos abruman las preguntas y los remordimientos, Celia. Hemos pasado noches enteras en blanco, y todos nos sentimos culpables. Tú, en cambio, puedes dormir tranquila. Tú hiciste lo que pudiste. No fue culpa tuya si los demás no te hicieron caso.
Celia pensó: ¡Qué cómodo aceptar ese razonamiento! Estaba segura de que hasta su muerte continuaría preguntándose si no hubiera podido hacer algo más.
De pronto, la preocupó otra cosa todavía más sería.
—¿Se ha hecho público todo lo que me acabas de decir, Seth? ¿Se ha dado a conocer y se ha recalcado la importancia y la urgencia de los datos que tenéis? ¿Se ha advertido a las mujeres que no deben tomar la Montayne?
—Pues… no; de esa forma, no exactamente. Se ha dicho algo, han dado noticias sueltas, pero no todo. Es sorprendente. Eso explicaba, se dijo Celia, por qué ni ella ni Andrew no habían oído decir nada malo acerca de la Montayne.
Seth prosiguió:
—Por lo visto, los periodistas todavía no se han hecho una idea de lo que está sucediendo. Pero mucho nos tememos que no tardarán.
—¿Os teméis que…?
Celia cayó en la cuenta de que nadie había hecho nada para dar a conocer al país lo que estaba ocurriendo, los peligros a que se estaban exponiendo con la Montayne. Ésta continuaba a la venta y continuaba siendo recetada. Celia se acordó de nuevo del informe de Taño, transmitido por Andrew: «La Montayne se vendía muy bien». Con un escalofrío, preguntó:
—¿Qué se ha hecho para retirarlo de la venta? Seth contestó hablando con cautela:
—Gironde-Chimie nos ha dicho que lo van a retirar de Francia esta misma semana. En Inglaterra se está recetando y tomando disposiciones para hacer pública la noticia. Y en Australia ya no se vende.
Celia levantó la voz al manifestar:
—Yo te preguntaba sobre Estados Unidos.
—Te aseguro, Celia, que se ha hecho todo lo requerido por la ley. Todos los datos que han llegado a Felding-Roth han sido transmitidos diligentemente al Departamento de Sanidad. Vincent Lord se ha encargado de ello personalmente. Ahora esperamos a ver qué decide Sanidad.
—¡Esperar a que decidan ellos! ¡Dios mío! ¿Qué otra decisión esperáis si lo que hay que hacer es retirar la Montayne inmediatamente de la venta y de las farmacias?
Seth dijo:
—Los abogados nos han aconsejado, advertido, más bien dicho, que no fuéramos nosotros quienes levantáramos la liebre, que esperáramos las disposiciones de Sanidad.
Celia estuvo a punto de ponerse a chillar. Se dominó y dijo:
—Sanidad lo hace todo a paso de tortuga. Puede que tarde semanas en dar el aviso al público.
—Es posible. Pero los abogados han insistido… Por lo visto, si retiramos el fármaco nosotros mismos, significaría admisión de error y nos declararíamos responsables; es decir, susceptibles de ser demandados, y entonces las consecuencias financieras serían…
—¿Qué importan las consecuencias financieras cuando todavía hay mujeres que toman la Montayne? Peligro que nazcan niños…
Celia se calló, consciente de que razonar era inútil, que la conversación no llevaba a ninguna parte, y volvió a preguntarse por qué hablaba con Seth, en vez de con Sam Hawthorne.
Entonces exigió:
—Quiero hablar con Sam.
—Por desgracia, no es posible. De momento por lo menos.
Se hizo un silencio incómodo.
—Sam… no se encuentra bien. Tiene problemas personales. Por eso, es una de las razones por las que te necesitamos en la compañía.
—Deja de dar rodeos. ¿Qué quieres decir?
—Te lo quería decir más tarde porque es una noticia muy triste —refirió Seth en voz baja y dramática—. No sé si te acordarás de que justo antes de que te fueras, Sam tuvo un nieto.
—El niño de Juliet, sí —afirmó Celia, acordándose de la pequeña fiesta celebrada en el despacho de Sam, que ella había aguado con sus dudas acerca de la Montayne.
—Por lo visto, Juliet, durante el embarazo, tenía muchos mareos y Sam le dio la Montayne.
Celia se quedó repentinamente helada al oír las últimas palabras de Seth. Presintió lo que iba a oír.
—Hace una semana los médicos han confirmado que el niño de Juliet ha sufrido las consecuencias adversas de Montayne. —La voz de Seth estaba a punto de quebrarse—. El nieto de Sam es deficiente mental, es incapaz de mover piernas y brazos…; un vegetal, como los otros.
Celia soltó un gritito de angustia, luego preguntó con incredulidad:
—¿Cómo pudo Sam hacer una cosa así? La Montayne todavía no estaba autorizada.
—Teníamos muestras gratis para repartir entre los médicos, no sé si te acuerdas. Sam las tomó y se las dio secretamente a Juliet. Supongo que estaba tan seguro de la Montayne, que no pensó en el riesgo. Además, recuerda, que era casi una cuestión de puntillo personal; al fin y al cabo había sido él quien había hecho el contrato con los de Gironde-Chimie, y también fue el primero en oír hablar del fármaco.
—Me acuerdo perfectamente —asintió Celia con la cabeza hecha un revoltijo de frustración, cólera, amargura y pena.
Seth cortó por lo sano al decir:
—Te necesitamos, Celia. Como te imaginarás, Sam no está para nada, atormentado de dolor y de sentido de culpabilidad. Pero no es sólo Sam. Aquí está todo en un lío. Estamos como un buque que hace agua, a punto de irnos a pique si no se hace nada urgentemente. Necesitamos que se estime el daño causado y se enderece rápidamente. Tú eres la persona con suficiente experiencia y conocimientos para hacerlo, Celia. Aquí todo el mundo te respeta, tiene fe en tu criterio, sobre todo ahora. Vuelve como vicepresidente de la ejecutiva y el sueldo será generoso.
Vicepresidente de la ejecutiva de Felding-Roth. ¡Vaya! Mucho mejor que vicepresidente de ventas, el puesto que perdió al dimitir. En otros tiempos, un ascenso como aquél hubiera significado un hito importantísimo en su vida. ¡Qué extraño que ahora significara tan poco!…
—Ya supondrás que no estoy solo —observó Seth—. Estoy con otros de la junta que escuchan la conversación con sumo interés. Estamos esperando la respuesta, con la esperanza de que sea afirmativa.
Celia vio que Andrew le hacía señas desde el cuarto de baño. Y dijo por segunda vez durante aquella conversación telefónica:
—Espera un momento, por favor.
Andrew colgó el aparato y se acercó a Celia. Ella había tapado el micrófono con la mano y le preguntó:
—¿Qué opinas tú?
Él le dijo:
—Eres tú la que debe decidir. Pero piensa una cosa: si vuelves nadie tendrá en cuenta tu dimisión y los meses que has pasado fuera. Lo de la Montayne también te salpicará a ti, te harán tan responsable como a los demás.
—Es cierto —afirmó ella—. Pero trabajé en la compañía muchos años. Pasé los mejores tiempos con ellos y ahora me necesitan. Pero sólo volveré con la condición de que…
Volvió a hablar por teléfono:
—Seth, he escuchado atentamente todo lo que me has dicho. Acepto con una condición.
—Dila.
—Que se retire la Montayne de la venta y que la iniciativa sea tomada por Felding-Roth ahora mismo, hoy, que se haga público el riesgo. No esperéis a mañana, ni a la semana próxima, y no esperéis a que Sanidad decida nada.
—Esto es imposible, Celia. Ya te he dicho qué nos han advertido los abogados: sería reconocernos responsables. Es como si nos dispusiéramos alegremente a perder una millonada de dólares…, arruinarnos.
—Demandas habrá de todos modos.
—Sí, claro. Pero no queremos empeorar la situación. La retirada del fármaco no puede tardar. Mientras tanto, podemos hablar de…
—No se tiene que hablar de nada. Quiero que se haga inmediatamente. Que se haga público hoy mismo por la televisión y la radio, y en todos los periódicos del país dentro de las veinticuatro horas próximas. De lo contrario, no regreso.
Entonces fue Seth quien arguyó:
—Espera un momento.
Celia oyó voces que discutían en voz baja. Había desacuerdos y oyó a Seth que decía: «Es inflexible», y al poco rato: «Lo dice en serio. Y pensad que nosotros la necesitamos a ella más que ella a nosotros».
La discusión de Nueva Jersey continuó unos minutos más, aunque Celia llegó a oír muy poco. Por fin, Seth volvió al teléfono:
—Celia, estamos de acuerdo con cumplir tu condición. Haremos lo que tú dices inmediatamente. Te lo garantizo yo, personalmente. A ver… ¿Cuándo podrás estar aquí y comenzar a trabajar?
Ella contestó:
—Tomaré el primer avión. Estaré en el despacho mañana por la mañana.