CAPÍTULO VI
Los paisajes y las costumbres de países exóticos fascinaban a Andrew. Mientras Celia hacía sus transacciones con los funcionarios locales, de las filiales extranjeras de Felding-Roth, él se dedicaba a explorar las laberínticas ciudades del país o a saborear de sus rincones campestres y más idílicos. Llegó a conocer al dedillo el Parque Colón de Buenos Aires y los pastos de las pampas, llenas de ganado. También conoció Bogotá, la capital colombiana rodeada por un círculo de montanas gigantescas, por cuyas «calles» bajaba el agua helada y cristalina de los Andes, y donde los carros tirados por mulos bregaban junto a los automóviles para abrirse paso. En Costa Rica, Andrew conoció bien la Meseta Central, corazón del país, detrás de cuyos límites se extendían inmensos Bosques de árboles de caoba y de cedros. Desde Montevideo, de sus callejuelas congestionadas de tráfico, hizo excursiones a los perfumados valles uruguayos llenos de verbena y de numerosas hierbas aromáticas. Estuvo en Sao Paulo, la bulliciosa ciudad de Brasil, al borde de un escarpado montículo, y en las llanuras herbosas de tierra roja, la térra roxa, del interior.
Cuando los acompañaban los niños, Andrew se los llevaba de excursión. A veces se limitaban a visitar los puntos de interés histórico de la localidad en que se encontraban, para que Celia pudiera agregarse al grupo una vez terminado el trabajo.
Una de las cosas que más divertían a Andrew era salir de compras por las tiendas y comercios indígenas.
Le fascinaban las «droguerías», atiborradas de cosas. Charló con los dependientes y dueños de las farmacias en el español y portugués que comenzaba a hablar adecuadamente. Lenguas que él ya sabía un poco antes y que Celia actualmente estaba aprendiendo, por lo que con frecuencia las estudiaban juntos, para ayudarse mutuamente.
Sin embargo, no todos los viajes resultaron igualmente entretenidos y felices. De vez en cuando se acusó el cansancio producido por el trato con gente desconocida y de costumbres extrañas y provocó fricciones en el matrimonio. En una ocasión la fricción desembocó en una terrible pelea, difícil de olvidar más tarde.
Ocurrió en Ecuador y comenzó como acostumbran comenzar todas las peleas matrimoniales, por una bagatela aparentemente sin importancia.
Estaban pasando unos días con Lisa y Bruce en Quito, ciudad ubicada en una plataforma de la cima de los Andes. El lugar se caracterizaba por terribles contrastes, sobre todo entre la religión y la realidad de la vida de la población. Quito estaba llena de iglesias y de monasterios repletos de imágenes de maderas preciosas, de oro y de plata. En cambio, su población iba descalza, estaba constituida por los campesinos más pobres del continente.
Con su pobreza contrastaba también escandalosamente el hotel principal de Quito, donde se alojaba la familia Jordán. Hotel al que regresó una tarde Celia, agotada y exasperada por el día de trabajo poco fructífero que acababa de pasar, bregando con el representante indígena de su empresa, el gerente señor Antonio José Moreno.
El señor Moreno era un hombre gordo y engreído que no disimulaba su parecer sobre la inoportunidad de las visitas de los funcionarios de la empresa central, que, según él, no comprendían ni sabían nada de cómo marchaban los negocios en su país. Cada vez que Celia le había sugerido cambios de procedimiento, él había respondido con un «en este país se hace así, señora». Si a ello Celia contestaba que las costumbres del país estaban peligrosamente plagadas de deshonestidades y falta de ética, el señor Moreno se limitaba a encogerse de hombros.
Una de las preocupaciones de Celia era la poca información que de los fármacos se daba a los médicos y gente del país. Especialmente sobre los nocivos efectos secundarios de los medicamentos fabricados por Felding-Roth. A lo que el señor Moreno contestó:
—Las otras compañías también lo hacen así. Decir demasiado sobre peligros y riesgos que tal vez no vayan a ocurrir, resultaría perjudicial para el negocio.
Celia tenía competencia para dar órdenes, pero sabía que, una vez regresara a Estados Unidos, el señor Moreno quedaría con las manos libres para interpretarlas como mejor le conviniera.
Aquella tarde, de vuelta a la suite que ocupaban en el hotel, nerviosa por las frustraciones del día, preguntó a Andrew:
—¿Dónde están los niños?
—Durmiendo —contestó él—. Se han acostado temprano porque estaban agotados. Ha sido un día muy pesado.
Celia se irritó al comprender que se quedaba sin ver a los niños, con los que había contado pasar aquella tarde, irritación que incrementó la frialdad e indiferencia con que le había contestado Andrew. No pudo evitar espetarle:
—No has sido tú el único que ha pasado un mal día.
—Yo no he dicho que hubiera tenido un mal día, sino que había sido pesado —observó él—. Aunque reconozco que con algunos malos tragos.
Una de las cosas de la que ninguno de los dos era consciente era el efecto que la altitud de la ciudad tenía en sus humores.
En Celia producía un cansancio mayor que el habitual y en Andrew una cierta agresividad y propensión a saltar, incomprensible en un hombre normalmente tan ecuánime como él.
Celia repitió:
—¡Malos tragos! ¡Serás exagerado!
—¡No exagero! ¡Mira eso! —exclamó Andrew, señalando con el dedo una serie de botellas y de cajas que había sobre una mesa. Con un mohín de repugnancia, Celia le dijo:
—He pasado el día con potingues de éstos, estoy empachada. Sácalos de aquí.
—¿No te interesan? —preguntó él con sarcasmo.
—¡No! ¡Nada!
—Ya, ya me lo esperaba. Porque lo que hay en esta mesa es muy desagradable para la industria farmacéutica en que tú trabajas. Hoy me he dedicado a recorrer comercios y a hacer una serie de preguntas —añadió, cogiendo un frasco del montón.
Abrió el frasco y lo vació sobre la palma de la mano.
—¿Reconoces estas pastillas?
—¡Desde luego que no! —dijo Celia, sacándose los zapatos con un puntapié y dejándolos tirados en el lugar donde cayeron—. Además me importa un rábano.
—Te importa un rábano, ¿eh? Pues, para que lo sepas, esas pastillas son de Talidomida y las he comprado en la farmacia del barrio, sin receta.
Celia se sobresaltó y el tono poco amistoso del diálogo hubiera podido encontrar fin en este punto, de no ser que Andrew añadió:
—El hecho de que cualquiera pueda comprarlas cinco años después de haber sido declaradas como peligrosas y retiradas del mercado norteamericano, y el hecho de que cualquiera pueda comprar cientos de otras drogas similarmente reconocidas como peligrosas en nuestro país, demuestra que en el país los gobiernos no tienen control sobre las etiquetas y que a las empresas farmacéuticas americanas, como Felding-Roth, les importa un rábano todo.
Palabras que a Celia sonaron desmesuradamente injustas después de la discusión que había tenido con el gerente local para tratar de cambiar, precisamente, la falta de control a la que Andrew se refería. La injusticia la encolerizó y la sacó fuera de sí. En vez de contarle a Andrew lo que sucedía entre ella y el señor Moreno, optó por contestarle con las mismas palabras que el gerente local le había contestado a ella:
—¿Y tú qué sabes de los problemas del país? ¿Cómo te atreves a venir aquí y decir a la gente cómo debe solucionar sus problemas?
Andrew se puso blanco como el papel.
—¡Tengo el derecho que tiene todo médico! Porque yo sé a ciencia cierta que una mujer encinta que toma estas pastillas dará a luz un niño con aletas de foca en vez de brazos. ¿Sabes qué me ha dicho el farmacéutico? Que sí, que ya había oído hablar de los peligros de la Talidomida, pero que no sabía que aquellas pastillas fueran lo mismo porque se llaman Ondasil. Y por si no lo sabías la Talidomida ha sido vendida con cincuenta y tres nombres diferentes por las compañías farmacéuticas.
Sin aguardar a que ella contestara nada, prosiguió hecho una furia:
—¿Por qué vender una droga con tantos nombres distintos? Desde luego no para orientar a los médicos o al público en general. Todo lo contrario, para confundir a todo el mundo y facilitar las cosas a as empresas fabricantes de fármacos cuando las cosas les van mal dadas. ¡Mira eso!
Andrew cogió otro frasco del montón de la mesa. Celia alcanzó a leer la etiqueta: «Cloromicetina».
—En Estados Unidos, si compras eso —explicó Andrew— se te advierte sobre sus posibles efectos secundarios especialmente sobre la discrasia sanguínea, que puede matarte. ¡Y aquí nada de nada!
Luego cogió otro frasco.
—Eso también lo he comprado hoy. Lotromicina, fabricada por Felding-Roth, la que nosotros dos conocemos tan bien. Y de la que los dos sabemos que es peligrosa para los que sufren del riñón, y para las mujeres embarazadas o que amamantan a sus hijos. ¿Tú crees que se han molestado a imprimir alguna advertencia? ¡Claro que no! Si esto es Ecuador, a miles de kilómetros de Nueva Jersey. ¿Qué le importa Ecuador a la Felding-Roth? ¿O a Celia Jordán?
—¡Cómo te atreves a decir eso! —chilló ella. Andrew perdió los estribos:
—¿Qué cómo me atrevo? Pues es muy fácil, porque te he visto cambiar. He visto cómo has ido cambiando, poco a poco, durante once años. La chica de antes, de principios, llena de ideales y preocupada por muchas cosas, ha dejado paso a una mujer desaprensiva, a la que no le ha importado demasiado pasar un par de años vendiendo porquerías y engañando a los incautos, y sin más excusa que la de que si no lo hacía ella, lo haría otro, y sin detenerse nunca a pensar sobre las consecuencias de lo que hacía. ¿Qué ha sido de la valiente chica que me trajo la Lotromicina? —prosiguió Andrew, alzando la voz. ¿De la mujer que se empeñó en elevar el sentido moral de la industria farmacéutica y se arriesgó a perder su puesto de trabajo por ello? ¿Quieres que te diga qué ha sido de ella? ¿Sí? Pues es muy sencillo: se ha vendido.
Andrew entonces calló y luego hizo una última pregunta:
—¿Valía la pena el cambio? ¿Valía la pena dejar los ideales por la ambición y la carrera en la empresa?
—¡Cabrón!
De instinto, sin detenerse a reflexionar, Celia se agachó y cogió uno de los zapatos que había en el suelo. Lo arrojó contra Andrew con tanta mala fortuna que le dio con el tacón en plena cara. Le causó una rasgadura en la mejilla y comenzó a brotar sangre. Pero Celia no se dio cuenta. Ciega, se enzarzó en una venenosa sarta de insultos:
—¿Con qué derecho osas tú predicarme sobre ética y principios? ¿De qué principio alardeas tú, si puede saberse? ¿Qué hiciste de tus nobles ideales cuando te cruzaste de brazos ante la caída de Noah? ¿Cuando permitiste que continuara practicando la profesión de médico a sabiendas del riesgo que ello comportaba para todos? ¡Y no le eches la culpa al hospital! ¡Que tú hubieras podido hacer mucho más de lo que hiciste! ¡Lo sabes de sobra! ¿Y de quién fue la culpa de que muriera aquel joven? ¿De Noah? ¿Sólo de Noah? ¿No fue tuya? ¿No fuiste tú quien le mataste? Tú, que hubieras podido tomar cartas en el asunto y, por el contrario, decidiste no hacer nada. ¡Tu deber era hacer algo!; ¿no te has preguntado nunca cuántos enfermos debe de haber matado Noah en esos cinco años? ¿Cuánta gente ha muerto a causa de tu negligencia? ¿Me has oído, hipócrita? ¡Contéstame!
Celia se calló de pronto. Se calló no porque se le hubieran terminado las palabras, sino porque jamás había visto tanta angustia en el rostro de Andrew. Se llevo la mano a la boca.
—¡Dios mío! —exclamó para sí—. ¿Qué he hecho?
Después ya no fue sólo la angustia de Andrew lo que vio, sino el horror de su mirada fija en algo que debía de ocurrir a sus espaldas. Celia se dio la vuelta para poder seguir su mirada. Dos figuras en pijama acababan de entrar en la habitación. En su furia, ambos adultos se habían olvidado de que en el cuarto contiguo dormían Lisa y Bruce.
—¡Mamá! ¡Papá! —gritó Lisa, sollozando.
Bruce lloraba a lágrima viva.
Celia corrió a cogerlos en sus brazos, llorando también. Pero Lisa se le adelantó. Evitó a su madre y fue directa a Andrew.
—¡Papá, estás herido! —Entonces vio el zapato y comprendió—. ¿Mamá, que has hecho?
Andrew se tocó la cara que todavía sangraba. En un instante apareció sangre por todas partes. En las manos, en el suelo, en su camisa. Bruce corrió al lado de Lisa y se abrazó a su padre. Celia los miró con expresión de impotencia y llena de remordimientos.
Fue Andrew quien los sacó a todos del atolladero.
—¡No! —dijo con voz firme a los niños—. ¡Eso no! ¡Eso no debéis hacerlo nunca! ¡No os pongáis de parte mía y en contra de vuestra madre! Los dos nos hemos comportado como unos tontos, la culpa es de los dos. Ya hablaremos de ello. Somos una familia unida, nada puede separarnos.
Luego de repente, los cuatro se abrazaron, emocionados, como si no quisieran separarse jamás.
Al poco rato, Lisa, de diez años, se encargó de limpiar la herida de la cara de su padre.
Más tarde, cuando los niños se hubieron acostado de nuevo, Andrew y Celia se reconciliaron en la intimidad e hicieron el amor con apasionado abandono, mucho más apasionadamente que otras veces. Celia gritó:
—¡Más a fondo! ¡Hazme daño!
Y Andrew, sin preocuparse de mantener la suavidad habitual, la agarró, se hundió en ella brutalmente, una y otra vez.
Fue como si al furia que los había encendido hacía unas horas hubiera echado abajo la barrera de su secreta pasión y como si finalmente se encontraran.
Después, a pesar del cansancio, estuvieron hablando hasta latas horas de la noche.
—Ha sido el tipo de charla —dijo luego Andrew— que nos hacía falta, pero que aplazábamos no sé por qué razón los dos.
Sobre lo que ambos estuvieron de acuerdo fue que en las respectivas y mutuas acusaciones había habido un grano de verdad.
—Es cierto —reconoció Celia— que yo no soy tan exigente como antes. No es que haya olvidado mis principios, sino que algunos ya no me parecen importantes. No me enorgullezco de ello, y casi diría que de buena gana volvería a la situación anterior, pero, si he de serte honesta, te diré que no estoy segura de que pueda.
—Me imagino que eso le pasa a todo el mundo al hacerse mayor —dijo Andrew—. Pensamos que somos más cuerdos, más razonables, pero en realidad es que hemos visto que el camino está sembrado de obstáculos y razones prácticas imposibles de vencer, de ahí que aumente nuestra tolerancia.
—Yo quiero tratar de mejorarme —dijo Celia—. Lo digo sinceramente. Asegurarme de que lo que acaba de ocurrir entre nosotros ha servido de algo.
—Supongo que yo debería decir lo mismo —dijo Andrew.
Antes había dicho a Celia:
—Me has tocado una cuerda muy sensible cuando has hablado de mi responsabilidad respecto a la muerte de Wyrazik. ¿Hubiera podido salvar a Wyrazik de haber actuado antes respecto a Noah? Claro que sí, y de nada sirve tratar de engañarse creyendo lo contrario y procurando vivir de ilusiones. Lo único que puedo aducir es que nadie que haya trabajado varios años en medicina puede estar seguro de haber actuado siempre impecablemente y, tal vez de no haber contribuido, aunque sólo sea por mera omisión, a la muerte de alguien. Es inevitable, lo cual no es excusa para no tratar siempre de superarse, pero por lo menos puede servir como lección.
Al día siguiente, Andrew fue al médico, que le dio tres puntos. Éste le dijo con una sonrisa:
—Es posible que le quede una cicatriz. Así le servirá de advertencia a su mujer para la próxima vez que vaya a perder los estribos.
Andrew le había explicado que la herida era debida a una caída, por lo que quedaba demostrado que en Quito era inútil tratar de guardar un secreto.
—No sabes cuánto lo siento —dijo Celia, mirando la herida mientras comían los cuatro.
—No creas —dijo Andrew—. Hubo momentos en que yo hubiera hecho igual, sólo que los zapatos caían demasiado lejos del alcance de mi mano. Además, yo no tengo tanta puntería como tú.
—No bromees sobre eso —repuso Celia, sacudiendo la cabeza.
Entonces Bruce, que no había dicho nada durante toda la comida, preguntó:
—¿Os vais a divorciar?
Hizo la pregunta con la cara muy seria y tensa, y saltaba a la vista que había esperado mucho rato para hacerla.
Andrew se disponía a contestar con otra broma, cuando Celia le atajó de un gesto y dijo.
—Te prometo, Bruce, que mientras papá y yo vivamos viviremos juntos y felices siempre.
—Sí, yo también te lo prometo —dijo Andrew, y la cara del niño se iluminó de alegría, y la de Lisa también.
—Me alegro de saberlo —balbució sencillamente Bruce.
Y con esas simples palabras se puso fin al desgraciado episodio.
La mayor parte de los viajes en familia que Celia hizo durante el lustro que trabajó para Ventas Internacionales transcurrieron de modo más pacífico y agradable. En cuanto a su carrera, Celia consolidó su buena fama entre los ejecutivos más antiguos de Felding-Roth. A pesar de los obstáculos puestos por el propio personal de la central norteamericana, consiguió ajustar las normas que regían el etiquetaje de los medicamentos hasta aproximarlas a las que reglan en Norteamérica. De todos modos, tal como ella misma reconoció a Andrew, el «progreso» no fue muy grande.
—Llegará el día en que alguien armará un escándalo público sobre el tema. —Dijo Celia—. Entonces promulgarán leyes que nos obligarán a ser más estrictos y a enmendar la situación definitivamente. Pero todavía no ha llegado ese día.
Una idea innovadora que sí maduró en este tiempo fue la de promocionar más mujeres como vendedoras de fármacos en general. Celia se inspiró en lo que observó en Perú, donde gran parte del equipo de vendedores y representantes de la firma eran mujeres. Celia descubrió que el motivo no tenía nada que ver con la liberación de la mujer, sino con la eficacia en las ventas. En Perú se considera una grosería imperdonable hacer esperar a una mujer, por esa razón las vendedoras de fármacos conseguían acceso muy fácilmente al despacho de los médicos. A ellas se las hacía pasar delante de los vendedores masculinos, que hacía horas que estaban en la sala de espera.
El descubrimiento inspiró a Celia para redactar un largo informe en que recomendó a Felding-Roth que contratara a mayor número de mujeres como vendedores en Estados Unidos.
—Recuerdo que cuando me dedicaba a vender en el país, a veces tenía que esperar largas horas hasta ver al doctor, y otras se me nacía pasar en seguida, porque era mujer, creo.
En la discusión posterior sobre el tema, Sam dijo:
—Lo que sugieres es promocionar a las mujeres aprovechándose de una situación equívoca, de un distorsionado concepto de la femineidad.
—¿Y qué hay de malo en eso? —preguntó Celia—. Durante siglos los hombres han utilizado la masculinidad a su favor, en perjuicio de las mujeres. Ahora nos toca a nosotras hacer una maniobra similar. Todo el mundo tiene perfecto derecho de utilizar las situaciones a su favor, si puede.
Finalmente, el informe de Celia fue tomado en serio y Felding-Roth inició una política de empleo femenino que no tardó en ser copiada por las otras empresas con entusiasmo.
Y durante este tiempo, aparte el negocio de los fármacos, muchas otras cosas fueron siguiendo su curso. La tragedia de Vietnam, por ejemplo, fue yendo de mal en peor; cientos de jóvenes norteamericanos fueron muertos por hombrecitos vestidos de pijama negro, sin que nadie en Estados Unidos alcanzara jamás a comprender el motivo. Surgió un nuevo culto de música rockera llamado Woodstock, que se quemó y extinguió al poco tiempo. La Unión Soviética invadió Checoslovaquia, poniendo fin a la nueva libertad que habían alcanzado sus ciudadanos. El doctor Martin Luther King y Robert Kennedy fueron asesinados. Nixon fue elegido presidente de Estados Unidos y Golda Meir primer ministro de Israel. Jackie Kennedy se casó con Aristóteles Onassis. Murió Eisenhower. Kissinger fue a China, Armstrong a la Luna, Edward Kennedy a Chappaquiddick.
Luego, en febrero de 1972, Sam Hawthorne, a sus cincuenta y un años, fue nombrado presidente y ejecutivo máximo de la empresa Felding-Roth. Su ascenso al poder fue repentino, y tuvo lugar en un momento crítico en la historia de la empresa.