CAPÍTULO XVII

—Resultó que sí —dijo Celia años más tarde al recordar estos tiempos—, que tuvimos graves problemas durante los primeros meses después del lanzamiento del Péptido 7 al mercado. Todos los responsables de Felding-Roth sufrieron de insomnio, pasaron largas horas de tensión y ansiedad, mordiéndose las uñas. Pero lo extraño fue que los problemas que surgieron fueron de una índole totalmente diferente de la que nos habíamos temido. —Se echaba a reír y añadía—: Es la prueba de que nunca puede saberse cómo va a reaccionar la gente.

Los problemas de los que Celia hablaba eran de suministro.

Desde el primer día que se puso el Péptido 7 a la venta, en las farmacias y con receta del médico, comenzó a haber problemas de escasez. La demanda superó inmediatamente a la oferta. Delante de las puertas de las farmacias se formaron largas colas de gente que esperaba poder adquirir el nuevo fármaco y cuando se enteraban de que en la farmacia donde hacían cola, se habían terminado las existencias, corrían a hacer cola frente a otra.

Una de las causas descubiertas posteriormente, según dijo Bill Ingram, fue que «los médicos y los farmacéuticos reservaban las existencias para su uso particular y para sus amigos».

La escasez fue desesperante durante un tiempo tanto en Estados Unidos como en Gran Bretaña. Gente de toda la vida de Felding-Roth nunca habían visto nada igual. Se produjeron frenéticas llamadas telefónicas entre las oficinas de Nueva Jersey y las plantas de Irlanda, Puerto Rico, Chicago y Manchester (en estas dos últimas se fabricaban los frascos y las bombas de dedo) y el instituto de Harlow. Especialmente de Puerto Rico no paraban de «llegar gritos histéricos exigiendo más frascos, que rellenaban y embarcaban a una velocidad vertiginosa», según explicó un empleado de Felding-Roth.

Las plantas de Irlanda y de Puerto Rico funcionaban veinticuatro horas al día, se habían creado nuevos turnos y empleado más obreros. Más de una vez se había tenido que fletar un vuelo chárter para trasladar el ingrediente del Péptido 7 de Irlanda a Puerto Rico.

Ingram fue el que cargó con todo el peso de estos difíciles meses.

—Vivíamos al día, haciendo auténticos malabarismos con las existencias que teníamos a mano, tratando de contentar a todos los clientes.

Pero luego se echaba a reír, se olvidaba de la ansiedad pasada, y decía:

—¡Benditos todos! Todo el mundo contribuyó al máximo, se mató trabajando. Incluso los médicos y los farmacéuticos contribuyeron con sus favoritismos a que el fármaco fuera la mina de oro que ha resultado ser.

La palabra «oro» era la más indicada. Según la revista Fortune, en un artículo publicado al año de aparecer el Péptido 7 como una tromba en el mundo farmacéutico, los beneficios producidos por el nuevo fármaco se estimaban que montaban a seiscientos millones de dólares.

El artículo fue encabezado por el titular siguiente: «Felding-Roth descubre que ser rico es mejor».

Todo esto causó que las acciones de Felding-Roth en la Bolsa de Nueva York se pusieran por los cielos. En un mes su valor se triplicó, en un año volvió a doblarse y se dobló de nuevo durante los ocho meses siguientes. En vista de lo cual, los directivos decidieron dividir cada una en cinco participaciones para mantener precios asequibles en el mercado.

Incluso así se descubrió que la estimación de Fortune había quedado corta en cien millones de dólares.

En el artículo de Fortune se dijo también: «Desde el famoso Tagamet de Smith-Klein, salido en 1976 para combatir las úlceras, no se había visto un producto como el fenomenal Péptido 7.»

El éxito no se limitó al campo monetario.

Miles y miles de personas de mediana y avanzada edad tomaron la medicina, dos veces al día, y aseguraron sentirse mucho mejor, con memorias más seguras y mayor vitalidad. Si se les preguntaba qué entendían por «vitalidad», si se referían a mayor poder sexual, algunos contestaban que sí, otros sonreían y declaraban que aquello era un asunto privado.

Los expertos en fármacos dieron mucha importancia al factor de mejoramiento de la memoria. Personas olvidadizas se acordaban de todo desde que se pulverizaban la nariz dos veces al día con el Péptido 7. Se acordaban de los nombres de todo el mundo, de los números de teléfonos. Los esposos no se olvidaban ya de la fecha del cumpleaños de sus mujeres, ni de sus aniversarios de boda. Un señor de avanzada edad afirmó haberse aprendido de memoria, sin esfuerzo, todo el horario de los autobuses del barrio. Le hicieron una prueba, y resultó ser verdad. Los psicólogos hicieron sus pruebas y confirmaron el éxito.

Aunque considerado de menor importancia, su efecto contra la obesidad no tardó en convertirse en un hecho incontrovertible y de grandes ventajas. Los gordos, incluidos los más jóvenes, perdieron peso y cobraron salud. El efecto no tardó en ser aceptado por los médicos y Felding-Roth solicitó autorización, en los tres países para que pudiera indicarse específicamente para ello. Nadie dudaba de que la autorización iba a ser concedida.

Muchos otros países se precipitaron a adquirir la licencia y la autorización para el Péptido 7.

Todavía era demasiado temprano para saber si el fármaco podía reducir la aparición del mal de Alzheimer. Se tardarían años en saberlo con seguridad, pero se tenían grandes esperanzas de que así fuera.

De lo que no cabía duda era de que el Péptido 7 se recetaba en exceso, como había sucedido en el pasado con otros medicamentos. La diferencia era que no producía efectos secundarios nocivos, incluso cuando se tomaba innecesariamente. No perjudicaba, y no producía adicción.

Una mujer de Texas escribió quejándose de que j cada vez que lo tomaba, y luego copulaba, al cabo de un rato le venía dolor de cabeza. La carta fue debidamente enviada por Felding-Roth al correspondiente Departamento de Sanidad, que se encargó de investigar el asunto. Por fin se dejó correr al descubrir que la mujer autora de la carta tenía ochenta y dos años.

Un hombre de California demandó a la compañía aduciendo que por culpa del Péptido 7 tenía que renovar completamente su vestuario. Por lo visto había perdido tanto peso que toda la ropa le venía grande. Ni que decir tiene que la demanda fue rechazada.

No hubo quejas más serias que éstas.

Los médicos parecían entusiasmados. A sus pacientes recomendaban el Péptido 7 como medicamento sumamente beneficioso, seguro y uno de los mayores progresos de toda la historia de la medicina. Se recetaba en los hospitales. Los médicos de vida social nunca iban a una cena sin el bloc de las recetas en el bolsillo, porque sabían que seguramente alguna señora les pediría que les recetara el Péptido 7 y que si no la defraudaban seguramente iban a ser invitados a otra fiesta.

Respecto a la reacción de los médicos, Celia dijo a Andrew:

—Bueno: esta vez te has equivocado. A los médicos no les afectó el sensacionalismo del principio, parece que más bien fue al contrario.

—Sí, me equivoqué —reconoció Andrew— y supongo que me lo vas a recordar toda la vida. Pero me alegro de que haya sido así, amor mío. Me alegro por ti y por Martin.

La publicidad continuaba sin disminuir debido seguramente, pensó Celia, a que el medicamento estaba ayudando a hacer más feliz a mucha gente. En los periódicos salían frecuentes menciones del efecto beneficioso del fármaco, y en la televisión también se hablaba a menudo de ello.

Bill Ingram recordó a Celia:

—Una vez usted me dijo que ya llegaría el día en que el sensacionalismo de la televisión obraría a nuestro favor. Bien: parece que el día ha llegado.

Ingram había sido ascendido a vicepresidente de la ejecutiva hacía un año y sobre él recaía la gran responsabilidad que había tenido Celia con anterioridad. Actualmente la mayor preocupación de ésta era qué hacer con el dinero ganado, que no paraba de acumularse.

Seth Feingold ya se había retirado, pero continuaba funcionando como asesor financiero y de vez en cuando aparecía por las oficinas de la compañía. Al año y medio del lanzamiento del Péptido 7, urgió a Celia:

—Hace falta acelerar las decisiones sobre cómo gastar el dinero ganado, de lo contrario todo se irá en impuestos.

Una manera de utilizar el dinero era adquiriendo más compañías. Celia recomendó, y la junta aceptó, comprarla firma de Chicago que fabricaba los envases del Péptido 7. Luego se adquirió una empresa de Arizona que se especializaba en nuevos sistemas de suministro de fármacos. Se comenzaron a hacer negociaciones para adquirir una fábrica óptica, y se iban a destinar varios millones a la construcción de un nuevo centro de investigación en ingeniería genética. Se ampliaría el campo de las operaciones por el extranjero.

Se proyectó la construcción de un nuevo cuartel general de oficinas, porque el edificio de Boonton había quedado pequeño y varios departamentos habían tenido que instalarse en edificios aparte, algunos excesivamente alejados del central. La nueva estructura se edificaría en Morristown, y parte del nuevo complejo sería un hotel.

Se compró un jet, tipo Gulfstream III, para que lo usaran Celia e Ingram en sus frecuentes viajes por Norteamérica.

Seth sugirió a Celia acerca del dinero ganado:

—Parte de este dinero podrá destinarse a indemnizar a más niños víctimas de la Montayne.

—Me alegro de saberlo —dijo Celia.

Hacía tiempo que se había dado cuenta de que la suma destinada para ello, y que habían acordado juntamente con Childers Quentin, se estaba agotando.

—Nunca podré librarme del sentimiento de culpabilidad acerca de la Montayne —comentó Seth.

Lo cual sirvió para que Celia no olvidara que, a pesar de los grandes éxitos financieros y médicos del tipo del Péptido 7, la industria pasaba, a veces, también por momentos sombríos debido a importantes equivocaciones.

Ni que decir tiene que con todo eso Martin Peat-Smith estaba en el séptimo cielo. Ni en sus pasados momentos de mayor optimismo se había imaginado un éxito igual. Su nombre era conocido en todo el mundo, su persona admirada y respetada. Y muy solicitada. Le habían elegido miembro de la Royal Society, la institución científica más antigua de Inglaterra. Le pedían que pronunciara conferencias por todas partes. Se hablaba de concederle el Premio Nobel. De concederle un título nobiliario.

Martin consiguió, a pesar de todo, preservar su intimidad. Hizo cambiar su número de teléfono y sacarlo del listín. Nigel Bentley se encargó de protegerle de los visitantes que no fueran personas íntimas o realmente necesarias de ser recibidas.

Otro cambio fue que Yvonne decidió irse a vivir a Cambridge en lugar de en Harlow, con Martin.

El traslado se hizo sin roces ni dificultades de ningún tipo. Como dijo ella, había resuelto hacer su vida, nada más. Últimamente, Martin había tenido que ausentarse con frecuencia, hasta el punto de que Yvonne se había encontrado sola en Harlow, a la vuelta de las clases en Cambridge. Martin comprendió los motivos de Yvonne y no se opuso a su decisión. Ella había esperado que él protestara, aunque sólo fuera por mero formalismo, pero al ver que no lo hacía, lo aceptó con calma, sin aparente decepción. Acordaron que continuarían viéndose de vez en cuando, y que serían amigos.

Sólo Yvonne supo, en el momento de partir, cuán triste y dividida se sintió por dentro. Se sobrepuso al recordar lo feliz que la hacía estar en el tercer curso de veterinaria.

Martin tuvo que ausentarse la semana inmediatamente después de la marcha de Yvonne. Cuando regresó a casa, la encontró fría y oscura. Hacía cinco años que no le ocurría aquello y no le gustó. Al cabo de otra semana le gustó todavía menos. Descubrió que se sentía solo y que echaba de menos la conversación y la presencia de Yvonne. Una noche, al acostarse, se le ocurrió decirse que era como si en su vida se hubiera apagado una luz.

El día siguiente, Celia le llamó de Nueva Jersey por un asunto de negocios. Al final de la conversación, ella comentó:

—Te noto deprimido. ¿Qué te pasa?

Entonces él, sin habérselo propuesto de antemano, le contó que Yvonne se había marchado.

—No lo entiendo —dijo Celia—. ¿Por qué la has dejado marchar?

—No era cuestión de dejarla o no. Es libre de decidir lo que quiera.

—¿Intentaste convencerla de que no lo hiciera?

—No.

—¿Por qué no?

—Porque no hubiera sido justo —repuso Martin—. Es su vida.

—Sí, de acuerdo —dijo Celia—. Y sin duda quiere más de lo que tú le ofreces. ¿No se te ha ocurrido darle algo más, como, por ejemplo, el matrimonio?

—La verdad es que se me ocurrió el día que se marchó. Pero no dije nada, porque hubiera hecho mal efecto…

—¡Dios nos asista! —exclamó Celia—. Oye, Martin: si pudiera te iba a dar una buena azotaina. ¿Cómo se puede ser tan tonto y descubrir el Péptido 7? ¿No ves que ella te quiere?

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Martin con voz dubitativa.

—Porque soy mujer y porque he estado con ella, y en menos de cinco minutos me di cuenta.

Se produjo un silencio y luego Celia preguntó:

—¿Qué harás ahora?

—Si no es demasiado tarde…, le pediré que se case conmigo.

—¿Y cómo lo harás?

—Podría llamarla por teléfono, por ejemplo.

—Martin —observó Celia— como superior tuya en la compañía, te ordeno que salgas del despacho en que te encuentras inmediatamente, cojas el coche y vayas a buscar a Yvonne, esté donde esté. Lo que hagas luego que la hayas encontrado, es asunto tuyo, pero te aconsejo que te arrodilles, si hace falta, y que le digas que la amas. La razón por la que te ordeno todo esto es porque dudo mucho que vuelvas a encontrar a una persona mejor, que te quiera más que ella. ¡Ah!, y podrías comprarle un ramo de flores. De flores, ¿entiendes? Me consta: una vez me enviaste un ramo precioso. ¿Te acuerdas?

Momentos después, el personal del instituto de Harlow quedó boquiabierto al ver al director pasar como una exhalación por el pasillo, correr hacia donde tenía el coche y arrancar disparado como si se le escapara el tren.

El regalo de boda de Celia y Andrew a Martin y a Yvonne fue una bandeja de plata grabada con unos versos de Francis Quarles, del poema A una novia, escrito en el siglo XVII:

Que todas las alegrías sean como el mes de mayo,
que todos los días sean como los de una boda,
que el dolor, la enfermedad y las preocupaciones
sean entes remotos para ti.

Y después hubo lo de la Hexina W.

Faltaba un año para que saliera al mercado.