CAPÍTULO XI

Pocos días antes del domingo en que Celia hizo la excursión a Cambridge, Sam y Lilian Hawthorne habían ido a París y de allí habían regresado directamente a Nueva York. Por eso Celia tuvo que esperar hasta el lunes, a las 3 y media, hora inglesa, para ponerse al habla con Sam y comunicarle la buena nueva.

A lo que Sam reaccionó con verdadero entusiasmo y le dijo:

—Estoy encantado y a la vez muy sorprendido, Celia. ¿Cómo diablos lo conseguiste? ¡Eres increíble! Celia había esperado la pregunta, que contestó con sumo tacto:

—Mira: no sé si te va a gustar cómo lo hice.

Entonces le contó la conversación sobre dinero que había tenido con Martin y cómo fue el dinero, más que nada, lo que influyó en su decisión de cambiar de parecer.

Del otro extremo de la línea se oyó un gemido y la voz de Sam que decía:

—¡Vaya, chica, perdona!… ¡Pero pensar que fui yo quien te advirtió que no mencionaras la cuestión del dinero!… ¡Qué plancha!

—¡Cómo ibas a saberlo! —se apresuró a tranquilizarle ella—. Yo tanteé la situación, descubrí los problemas que Martin tenía en la vida práctica y, de pasada, me merecí que él me acusara de persona sin escrúpulos.

—¡Es igual! Lo importante es que hayas logrado lo que deseábamos y dábamos por imposible. Debí de hacerlo como tú, pero no tuve la perspicacia e intuición que hacían falta.

Celia Pensó: «Ni tampoco a Andrew que te aconsejara». En voz alta exclamó:

—¡Por Dios, Sam! ¡Deja de echarte las culpas encima! Es absurdo.

—De acuerdo, pero tienes que prometerme una cosa.

—¿Qué? —preguntó ella.

—Si alguna vez tú y yo no estamos de acuerdo en algo importante, prométeme que me recordarás el incidente de esta vez, de que tú tuviste razón y de que yo me equivoqué.

—Espero que eso no haga falta jamás —indicó Celia. Sam cambió de tema.

—Regresarás esta semana, ¿verdad?

—Pasado mañana. Me gusta Londres, pero echo a faltar a Andrew y a los niños.

—¡Estupendo! Tómate unos días de asueto en cuanto llegues; luego, a las pocas semanas, tendrás que volver a Inglaterra. Hay que hacer varias gestiones antes de poder abrir el instituto; necesitamos encontrar un buen gerente, entre otras cosas. No quiero que Martin malgaste sus energías y su gran talento en detalles administrativos.

—En esto estoy de acuerdo —señaló Celia.

—Otra cosa: estos días en París conseguí la patente de una droga francesa nueva. Todavía está en fase de prueba y tardarán dos años hasta ponerla a punto. Pero parece muy prometedora.

—¡Felicidades! ¿Cómo se llama?

—Se llama Montayne —contestó Sam—. Otro día te daré más detalles sobre ella.

El resto del año 1972 y todo el 1973 fueron unos meses muy estimulantes para Celia. Viajó varias veces a Inglaterra, donde pasó largas temporadas, semanas enteras. Dos de los viajes los hizo acompañada de Andrew; y en otro, Lisa y Bruce pudieron agregarse a ellos por unos días. Andrew tuvo la oportunidad de conocer a Martin; los dos hombres simpatizaron y Andrew le dijo a Celia:

—A Martin lo único que le hace falta es una mujer como tú. Espero que la encuentre pronto.

Durante la visita de los niños, y en las horas libres de Celia, se dedicaron todos juntos a visitar monumentos y lugares históricos a los que «exprimieron», según palabras de Celia.

Bruce ya tenía doce años y demostró poseer un gran sentido de la historia. Un domingo por la mañana, cuando visitaban la Torre de Londres, declaró solemnemente:

—La clave de todo está aquí, mamá, para el que quiere comprender. Aquí puede verse lo que se hizo mal y el porqué. Se puede aprender muchísimo de los errores del pasado.

—Tienes razón —contestó Celia—. La pena es que son pocos los que se den cuenta.

La fascinación de Bruce por la historia continuó con creces durante la visita a Cambridge, que hicieron guiados por Martin. Celia trataba a Martin con cierta regularidad durante las largas temporadas que pasaba en Inglaterra, aunque no tanto como hubiera sido de esperar a causa de la distinta naturaleza de sus respectivos trabajos.

Una vez tomada la decisión de trabajar en Felding-Roth, Martin se hizo cargo de las cosas con energía y entusiasmo, y demostró estar muy al tanto de lo que podía exigir en cuanto a aparatos y a equipo asistente. Lo primero que hizo fue contratar a otro químico especializado en ácidos nucleicos, un tal doctor Rao Sastri, paquistaní de nacionalidad al que nombró subdirector de la sección científica. Contrató a varios técnicos especializados, entre los que había un perito en cultivos de células y otro en la separación electroforética de proteínas y ácidos nucleicos. Se encargó a una mujer la supervisión y el mantenimiento de los centenares de ratas y de conejos destinados a los experimentos.

En sus visitas a Harlow, Martin discurrió sobre la ubicación de los laboratorios, sobre el personal y sobre el utillaje que debía instalarse en los edificios que se estaban acondicionando. De todos modos, estas visitas de Martin siempre eran breves, porque éste continuaba ocupado con sus experimentos en Cambridge. Aparte de estas visitas inaudibles, Martin dejó bien claro que no pensaba dedicar tiempo a las cuestiones administrativas o de organización que otras personas estaban capacitadas para llevar tan bien o mejor que él. Estrategia apoyada por Sam y por Celia.

Ésta contrató a un gerente que se llamaba Nigel Bentley. Era un tipo bajito, delgado, de constitución un poco pajaril, que ya había cumplido los cincuenta años. Bentley acababa de jubilarse de las fuerzas aéreas de Su Alteza Real, donde había trabajado como gerente de un gran hospital. Las calificaciones del ex oficial para el nuevo puesto parecían idóneas y demostró en seguida haber comprendido lo que se esperaba de él.

Celia oyó cómo Bentley decía a Martin:

—Cuanto menos le moleste, señor, es decir, cuanto menos nos veamos, mejor estaré haciendo mi cometido.

A Celia le causó buena impresión esta frase, y le gustó el tratamiento de «señor» dirigido a Martin. Era obvio que Bentley había comprendido qué relación se le pedía que mantuviera con Martin, a pesar de ser mucho más joven que él.

Entre los viajes a Inglaterra, y durante una larga estancia en Estados Unidos, un hito importante de la vida de Celia (por lo menos así lo interpretó ella) tuvo lugar. Fue en septiembre de 1972, cuando acompañaron a Lisa al nuevo internado en que iba a completar sus estudios. Lisa tenía catorce años y la idea de abandonar el hogar la excitaba considerablemente. La escuela era la famosa Emma Willard, en el estado de Nueva York, y toda la familia la acompañó. La noche anterior, mientras cenaban en casa, Celia preguntó nostálgicamente a Andrew:

—¿Qué ha sido de todos esos años?

Pero fue Lisa, la de mayor sentido práctico, quien contestó:

—Pasaron mientras tú conseguías los ascensos en tu carrera mamá. Me imagino que cuando acabe la escuela, tú ya ocuparás el sitio del señor Hawthorne.

Todos se rieron mucho de tal ocurrencia y el buen humor duró hasta el día siguiente cuando, junto con las otras chicas y sus familias, fueron introducidos en la belleza y las tradiciones de la escuela de Emma Willard.

A las dos semanas, Celia estaba de vuelta en Inglaterra. Sam Hawthorne estaba muy ocupado en otros asuntos, y le había dejado casi toda la responsabilidad del sector inglés a ella.

El instituto de investigación de la Felding-Roth fue inaugurado oficialmente en febrero de 1973, mes en que el trabajo de investigación sobre la enfermedad de Alzheimer que Martin había estado haciendo en Cambridge fue trasladado a Harlow.

La compañía había acordado que de momento en el instituto de Inglaterra no se iniciaría ningún otro proyecto. El motivo lo había expuesto Sam confidencialmente en una reunión de la junta directiva:

—El proyecto que tenemos actualmente entre manos se encuentra en una fase crítica y altamente esperanzadora para nosotros. Sus posibilidades comerciales son enormes. Vale la pena concentrarse en él.

La inauguración de Harlow se celebró sin excesiva publicidad.

—El tiempo para celebraciones llegará cuando tengamos algún resultado del que presumir —declaró Sam en su discurso de inauguración.

¿Cuándo sería eso?

—Déjeme dos años —le había dicho Martin a Sam y a Celia.

Después de la inauguración del instituto, los viajes de Celia a Inglaterra fueron menos frecuentes y más cortos. Al principio siguió yendo para ayudar a solucionar los problemas iniciales de funcionamiento. Fue como delegada de Sam Hawthorne, pero, en general, Nigel Bentley se mostró a la altura de la confianza que se había depositado en él como gerente. De Martin no había más nuevas de las que se recibieron a través de los informes de Bentley.

En las oficinas centrales de la compañía, de Nueva Jersey, Celia continuó ocupando el cargo de asistenta especial del presidente y trabajando en los menesteres que le confiaba Sam.

Durante este tiempo reventó el putrefacto forúnculo de Watergate. Celia y Andrew lo siguieron, como el resto de la nación, por las noticias y reportajes televisados a diario por las noches. Como millones de otras personas, no resistieron la fascinación del drama. Celia no pudo por menos de recordar cómo la primera vez que había leído sobre Watergate, en el coche de Sam, camino de Cambridge, había doblado el periódico convencida de que no tenía ningún interés.

La tensión del drama llegó a su cúspide a fines del mes de abril, cuando dos arrogantes asistentes personales de Nixon, Haldeman y Ehrlichman, fueron separados en un intento del presidente por salvar su buena imagen. Pero en octubre, el propio vicepresidente Agnew, fue obligado a dimitir, debido también a acusaciones de cohecho y corrupción, que nada tenían que ver con Watergate. Finalmente, diez meses después, Nixon se convirtió de mala gana en el primer presidente de Estados Unidos que dimitía. Como observó Andrew:

—Diga lo que diga la historia de él, por lo menos tendrá el honor de ser el único presidente norteamericano que se ha merecido un lugar en el Libro de Récords de Guinness.

El sucesor de Nixon se apresuró a eximirle, por decreto, de toda responsabilidad criminal y del consiguiente juicio. Al preguntársele si la decisión no obedecía a una operación de regateo político, el nuevo presidente contestó:

—No, en absoluto. No ha habido regateo de ninguna clase. Al verlo y oírlo, Celia preguntó a Andrew:

—¿Tú te lo crees?

—No.

Y ella dijo con contundencia:

—Yo tampoco.

Por ese tiempo, Bruce también abandonó el hogar para ingresar en un internado de Pottstown, en el estado de Pennsylvania.

Hasta el año 1975, los asuntos de la empresa Felding-Roth, sin llegar a niveles espectaculares, se mantuvieron sobradamente a flote. Sus finanzas fueron vigorizadas gracias a dos fármacos producidos en los laboratorios de la misma compañía: un antiinflamatorio reumático y un bloqueador beta, llamado Acompasón, fármaco ideado para aminorar la velocidad de los latidos del corazón y reducir la presión sanguínea. El fármaco para combatir la artritis reumática tuvo un éxito moderado mientras que el Acompasón resultó ser un producto excelente que salvaba vidas y que se propagó por todo el país.

El Acompasón hubiera ayudado todavía más las finanzas de la empresa de no ser por la morosidad del departamento gubernamental encargado de dar las licencias de fabricación y comercialización. Según la empresa, tardaron dos años de más hasta concederles el permiso.

Según palabras del director de investigación de Felding-Roth los del departamento gubernamental de Sanidad «estaban aquejados de una contagiosa desgana a tomar decisiones de ninguna clase». Opinión repetida por otras firmas farmacéuticas. Corrió el rumor de que un funcionario del departamento exhibía con orgullo una placa en la que rezaba el famoso lema del mariscal Pétain de Francia, durante la primera guerra mundial: «No pasarán». En todo caso, el lema resumía acertadamente el complejo de actitudes y prejuicios demostrados por este sector de la administración.

Durante este tiempo se puso en boga la frase «desfase del sector farmacéutico» para referirse al hecho de que en Estados Unidos no se encontraban fármacos de importantes efectos curativos populares y corrientes en otras partes del mundo.

Sin embargo, cuando alguien trataba de hacer entrar en razón al departamento gubernativo, la respuesta era invariablemente: «Recordad la Talidomida».

Sam Hawthorne abordó el tema en un discurso pronunciado durante un congreso general de la empresa.

—Nadie discute la enorme importancia de leyes que salvaguarden la salud pública y pongan coto a la avidez de novedades de la industria farmacéutica. Pero al querer enmendar la situación, se nos ha colocado en el extremo opuesto, con consecuencias similarmente perjudiciales para todos. La falta de decisión burocrática se ha convertido en una plaga nacional, y a los críticos de nuestra industria que sacan a relucir el tema de la Talidomida yo les digo que actualmente el número de los que han sufrido o muerto a consecuencia de la morosidad gubernativa excede en mucho al número de víctimas de la Talidomida. Actualmente son demasiados los que sufren a causa de la indecisión del gobierno antes de conceder permisos para fármacos altamente beneficiosos.

El discurso fue duro y significó el comienzo de un debate que iba a durar muchos años.

En Felding-Roth se estaba a la expectativa de un prometedor nuevo proyecto.

Se trataba de las negociaciones emprendidas por Sam para obtener la patente del nuevo fármaco francés, Montayne, que, de todos modos, no había todavía llegado a la fase de seguridad y eficacia requeridas por la ley gala para ser fabricado a escala comercial. Faltaba mucho, por tanto, para que se pudiera cursar la solicitud al correspondiente estamento norteamericano.

Montayne era un medicamento para evitar los mareos de las mujeres embarazadas; era un producto muy prometedor, en especial para las mujeres que trabajaban y que, a causa de esos mareos matinales, a menudo no podían presentarse al trabajo, con el subsiguiente riesgo para sus carreras profesionales.

El fármaco había sido descubierto en los laboratorios Gironde-Chimie, firma famosa, y sus descubridores estaban convencidos de la excelencia de sus cualidades. Lo habían administrado a un gran número de animales y a un grupo de personas voluntarias sin que hubieran surgido complicaciones defraudantes. De todas maneras, el director de los laboratorios Gironde-Chimie había escrito confidencialmente a Sam:

«Debido a los accidentes ocurridos en el pasado y a la fragilidad de las personas a que este fármaco va destinado, nos vemos en la necesidad de ser extremadamente cautelosos. Por eso hemos decidido hacer varias pruebas más en distintos tipos de animales y también en personas. Lo que va a retardar el proceso».

Ante el clima en que estaban viviendo por aquellos tiempos, Sam estuvo de acuerdo con extremar las precauciones. Lo cual significó que Felding-Roth se vio obligada a esperar la luz verde de los franceses para poder comenzar a trabajar con Montayne.