CAPÍTULO II

A las diez de la mañana, a la puerta del Kahala Hilton Hotel, esperaba a Andrew y a su familia una limusina y su chófer. Hacía calor, aunque sin bochorno, soplaba la brisa del sur: el tiempo que los hawaianos llaman de Kona. El cielo estaba despejado, por él navegaban unos cúmulos blancos como el algodón.

Lisa y Bruce habían tomado el desayuno con sus padres en una suite muy agradable que daba al golf de Waialae y al Pacífico por la parte meridional. El día anterior lo habían pasado charlando sin parar, contando, explicando, describiendo cosas y haciendo muchas preguntas. Lisa había terminado su primer año de universidad y estaba muy contenta. Bruce estaba a punto de terminar la escuela y había solicitado ingresar en el Williams College, del condado de Massachusetts, institución histórica como pocas, señal de que continuaba con su antiguo interés.

Como parte de tal interés, y previendo su visita a Pearl Harbour, Bruce anunció que acababa de estudiar detenidamente lo que había ocurrido en 1941, cuando los japoneses atacaron el puerto. Dijo:

—Si queréis preguntar algo, yo os contestaré.

—¡Estás inaguantable! —exclamó Lisa—. Pero en fin, quizá te preguntaré algo, si me hace falta.

Celia tuvo que hacer un esfuerzo por seguir la charla de la mañana, mientras desayunaban, porque se sentía curiosamente alejada de todo. Era un sentimiento difícil de definir, era como si de pronto su pasado hubiera vuelto, apareciera de nuevo ante ella, o fuera a aparecer en breves momentos, fuera a agregarse al presente. Al despertarse había sentido que iba a tener un día especial, por lo que se había vestido con especial cuidado y atención. Se había puesto una falda plisada de color blanco y una camisa azul marino y blanca. Llevaba sandalias e iba a salir con el bolso de paja blanco. Quería resultar elegante sin excesiva ceremoniosidad; además, las palabras que le vinieron a la mente fueron: respetuosa y atenta. Se estudió en el espejo antes de ir a agregarse al grupo familiar y entonces pensó en su padre, y dijo en voz baja: «Si me pudiera ver ahora: ¡a su hija con sus hijos y con su marido!…».

Como si compartieran, sin saberlo, la misma actitud de Celia, los otros también se habían vestido con especial atención. Lisa iba menos desaliñada de lo habitual, se había puesto un bonito traje de flores que le quedaba muy bien, hacía resaltar su lozana juventud y Celia se vio, un momento, en ella tal como había sido a su edad, a los diecinueve años, hacía ya veintisiete.

Andrew llevaba un traje claro y se había puesto corbata, por primera vez desde hacía muchas semanas. «Mi marido —pensó Celia— está a punto de cumplir cincuenta años y cada día que pasa tiene el aspecto más distinguido e interesante». Bruce tenía todavía un aspecto muy muchachil, aunque era muy serio y estaba muy guapo con el blazer de su escuela y una camisa de cuello abierto.

La familia Jordán se dirigió hacia la limusina; el chófer se llevó un dedo a la gorra a modo de saludo y les abrió la puerta de detrás. Se dirigió a Andrew:

—¿El doctor Jordán? Va al Atizona, ¿verdad?

—Exactamente —contestó Andrew, consultando una nota que llevaba en la mano—. Me dijeron que no fuera al Centro de las Visitas, sino al muelle privado del AEOP.

El chófer enarcó las cejas.

—En tal caso debe de ser usted un VIP.

—Yo, no —dijo Andrew—. Mi esposa —añadió mirando a Celia.

Dentro de la limusina, Lisa preguntó:

—¿Qué es eso del AEOP?

Bruce se apresuró a contestar:

—Almirante de la Escuadra del Océano Pacífico. ¡Papá, vaya enchufe!

Celia miró con expresión intrigada a Andrew.

—¿Cómo lo has conseguido?

—Utilizando tu nombre —contestó Andrew lanzando una mirada burlona—. Por si no lo sabías, cariño, todavía suena y todavía abre puertas. Tienes cantidad de admiradores.

En vista de que los otros seguían preguntando, al fin confesó:

—Llamé por teléfono al gerente regional de Felding-Roth en Hawai.

Celia exclamó:

—¿A Tano Akamura?

—Al mismo. Y me ha mandado decir que te echa mucho de menos. Da la casualidad de que una hermana de la mujer de Akamura está casada con un almirante. El resto fue coser y cantar. De modo que nos dirigiremos al Atizona en la barca de un almirante.

—Bueno —exclamó Bruce—. ¡A eso lo llamo trabajar en serio!

—Gracias —dijo su padre, sonriendo.

—Gracias a ti —repitió Celia y luego preguntó—: ¿Le preguntaste a Taño cómo andan los negocios?

—¿Te refieres a Felding-Roth y a… la Montayne? —inquirió Andrew con voz vacilante.

—Sí.

Él había esperado que ella no hiciera la pregunta y contestó:

—Por lo visto todo va bien.

—Eso no es todo lo que te dijo —dijo Celia—. Desembucha el resto. De mala gana, Andrew añadió:

—Dijo que la Montayne tiene un gran éxito y que se vende como el pan.

Celia asintió con silencio. Era exactamente lo que todos habían supuesto y corroboraba las primeras noticias que había leído acerca de la Montayne. Lo que le hacía de nuevo preguntarse si había obrado bien al marcharse de la empresa. En fin, decidió que lo dejaba para otro día, que aquél no era el momento de pensar en ello.

La limusina avanzaba velozmente, había tomado por las carreteras de Lunalilo y Moanalua y había ya dejado atrás los modernos edificios de Honolulú. A los veinte minutos salieron de la carretera, cerca del estadio de Aloha, y penetraron en la zona reseñada del ejército norteamericano, en la bahía de Aiea. El muelle del Almirante era de reducidas dimensiones y se encontraba en una zona agradable, de atmósfera familiar.

Una lancha de la escuadra, de unos tres metros, llamada la lancha del almirante, esperaba amarrada al muelle, con los motores en marcha. La embarcación iba conducida por dos marineros de la escuadra vestidos de blanco. Media docena de personas estaban ya sentadas, aguardando a que la lancha arrancara, bajo el toldo de la cubierta.

Uno de los marineros, una mujer, dio los «Buenos días» a los Jordán cuando embarcaron. El timonel soltó las amarras y puso en marcha la lancha hacia el tráfico que cruzaba las aguas del puerto.

En el mar la brisa era más fuerte y olas pequeñas rompían contra la proa y los costados de la embarcación, salpicando de vez en cuándo a los pasajeros. El agua del puerto era de color gris verdoso y totalmente opaca.

La mujer marino se encargó de dar las explicaciones de los sitios por los que pasaban, alrededor de la isla de Ford. Andrew, Lisa y Bruce la escucharon con interés, mientras que Celia, ocupada con sus recuerdos personales, sólo pudo captar comentarios sueltos.

—Domingo por la mañana, el siete de diciembre, del año mil novecientos cuarenta y uno… los japoneses lanzaron bombas desde sus aviones y submarinos enanos, atacaron por sorpresa… El primer bombardeo fue a las siete cincuenta y cinco de la mañana…, a las ocho y cinco, unas explosiones sacudieron violentamente el muelle de buques de guerra… A las ocho y diez, el Atizona, tocado en la santabárbara de proa, hizo explosión y se fue a pique… A las ocho y doce el Utah volcó… California y el West Virginia se hundieron… El Oklahoma se hundió de costado… Bajas, dos mil cuatrocientos tres muertos, mil ciento setenta y ocho heridos…

«Hace tanto tiempo de todo eso —pensó ella—; treinta y seis años; más de la mitad de una vida; y, sin embargo, nunca como ahora me ha parecido tan cercano».

La embarcación, empujada por una ráfaga de viento que la embistió cerca de la boca del canal de acceso al puerto de Pearl modificó su curso con un rápido viraje, al encontrarse frente a la punta meridional del islote de Ford. De pronto, los ojos de los pasajeros toparon con el monumento conmemorativo del Arizona, reluciente bajo la luz del sol.

«Aquí fue; por fin he venido a verlo», se dijo Celia. Y recordó unos versos:

Dame la concha del silencio
y emprenderé el peregrinaje.

Al mirar enfrente de ella, pasada la proa de la barca, se le ocurrió la siguiente incongruencia: «El monumento no se parecía en nada a lo que ella se había imaginado. Se parecía, más bien, a un vagón de tren herméticamente cerrado, de color blanco y con taparte del medio abollada».

De nuevo el comentario de la mujer marino que les servía de guía:

—Según palabras del arquitecto, la forma combada hacia dentro por el centro expresa, en contraste con los extremos, fuertes y vigorosos, la derrota inicial y la victoria del final…

¿Se le habría ocurrido aquella idea antes o después? En fin, qué importaba. Lo importante era el buque cuya forma se vislumbraba de manera increíble, a pocos metros debajo de la superficie, dentro del agua gris y verdosa.

—… y el monumento se extiende sobre el barco hundido.

«El barco de mi padre. Su casa cuando no estaba en casa, y el lugar donde murió… cuando yo tenía diez años, a miles de kilómetros de Filadelfia».

Andrew le cogió la mano. Ninguno de los dos habló. Entre los pasajeros de la embarcación había una tirantez, un silencio tenso, como si todos sintieran lo mismo.

El timonel atracó junto a un desembarcadero a la entrada del monumento. La marinera amarró los cabos y por fin la familia Jordán desembarcó con los demás. Dentro del monumento se tenía la impresión de que se pisaba tierra firme, puesto que estaba construido sobre piedras amontonadas en el fondo del agua, sin que llegaran a tocar el buque hundido.

Cerca del centro del monumento, Celia, Andrew y Lisa se detuvieron junto a una abertura de la estructura de cemento por la que se veía la cubierta principal del Atizona, muy cerca, impresionantemente cerca.

«Aquí debajo, en alguna parte, están los huesos de mi padre, o sus restos. ¿Cómo moriría? ¿Fue una muerte rápida y compasiva, o al contrario, espantosa? ¡Espero que fuera lo primero!».

Bruce se acercó a ellos y les dijo en voz baja:

—He encontrado el nombre del abuelo. Venid.

Sus padres y su hermana le siguieron hasta una pared de mármol grabada con numerosos nombres. Se detuvieron junto a los otros espectadores en silencio.

En los pocos minutos que duró el ataque japonés murieron mil ciento setenta y siete hombres en el Arizona. Más tarde no se pudo volver a poner a flote el barco, que se convirtió en la tumba de más de mil muertos.

La inscripción rezaba:

«EN RECUERDO DE LOS VALEROSOS HOMBRES
AQUÍ SEPULTADOS
».

Bruce señaló con el dedo y dijo:

—Mamá, es allí, mira.

«W F DE GREY CEM».

Reinaba un silencio preñado de respeto hacia los sentimientos del prójimo. Luego Celia volvió a encaminarse al lugar donde habían estado hacía unos momentos, desde donde se veía el interior del buque hundido. Aquella proximidad le fascinaba. Mientras miraban, subió una burbuja de aceite. Al tocar la superficie se desparramó en forma de mancha, como un pétalo. A los pocos minutos volvió a subir otra.

—Estas burbujas de aceite provienen del combustible que debió de quedar en los depósitos —explicó Bruce—. No han parado de producirse y de subir desde el día en que el barco se hundió. Nadie sabe cuánto tiempo va a durar el aceite, quizá seguirá subiendo veinte años más.

Celia tocó la mano de su hijo:

—Es mi hijo, tu nieto. Me explica cosas de tu barco…

—Me hubiera gustado conocer al abuelo —dijo Lisa.

Celia iba a hablar cuando de pronto, sin haberlo advertido, sus defensas emocionales se derrumbaron. La simple observación de Lisa había sido la gota que había rebasado la medida. Celia se sintió abrumada de pena y tristeza. Pena por su padre, a quien apenas había conocido, pero cuyo recuerdo ella tanto amaba y que ahora tan vivo era, allí en Pearl Harbour, pena por el recuerdo de su madre, muerta haría diez años aquel mes, precisamente; y pena por el reciente fracaso de la vida profesional de Celia, por el error cometido, por el ignominioso fin de su carrera. Idea ésta que había sido enérgicamente desechada durante los pasados seis meses, y que, tal vez por eso, entonces la acometía con inusitada fuerza. Celia lloró a lágrima viva.

Andrew se dio cuenta de lo que le ocurría y se le acercó, pero Lisa y Bruce se le adelantaron. Los dos muchachos abrazaron a la madre, la consolaron y se pusieron a llorar sin vergüenza.

Andrew, con suma ternura, pasó los brazos en torno del grupo.

La familia cenó reunida en el Maile Room del Hilton de Kahala.

Al sentarse a la mesa, Celia manifestó:

—Andrew, me gustaría beber champán.

—No faltaba más —repuso él y llamó al sommelier y le encargó un botella de Taittinger que, como él sabía, era la marca favorita de su esposa—. Estás muy guapa esta noche —le dijo luego.

—Porque me siento muy bien —contestó ella.

Apenas habían comentado la visita a Pearl Harbour. Cuando Celia había arrancado a llorar, en el interior del monumento, la gente que se encontraba casualmente a su lado se había alejado cortésmente para dejarla llorar en paz. Andrew adivinó que en aquel recinto, evocador de tantas tragedias, aquel tipo de escena debía de darse con frecuencia.

Celia había dormido la mayor parte de la tarde; luego había ido de compras en la tienda del hotel y se había comprado un vistoso traje largo, rojo y blanco, al estilo de Hawai. El que se había puesto para la cena.

—Cuando te canses de este vestido, mamá —le había dicho Lisa—, no lo tires, pues me lo pondré yo.

Llegó el champán.

Cuando las copas estuvieron llenas, Celia alzó la suya y brindó:

—Por todos vosotros, que tanto os quiero y a quien tanto debo. Os quiero decir que yo jamás olvidaré este día de hoy, vuestro consuelo y vuestra: comprensión. Y también quiero que sepáis que todo ha pasado, que ya no estoy triste. Fue como si me hubiera purificado, como si… ¿Cómo se dice?

—Catarsis —dijo Bruce—. Es griego y significa, eso, purificación. Aristóteles la usó para…

—¡Basta! —exclamó Lisa—. A veces te pasas.

Andrew se echó a reír y los otros se rieron con él, inclusive Bruce.

—¿Qué decías, mamá? —preguntó Lisa.

—Pues que he decidido que ya basta de auto compadecerme —dijo Celia— y que ahora debo hacer algo por reorganizar mi vida. Ha sido un viaje magnífico, me lo he pasado estupendamente, pero va a terminar dentro de dos días. —Miró con afecto a Andrew y añadió—: Me imagino que estás impaciente por volver a practicar la medicina.

—Sí, es cierto —asintió él.

—Lo comprendo —observó Celia—. Yo siento algo similar. No pienso estar con los brazos cruzados, en casa; buscaré trabajo.

—¿Qué harás como trabajo? —inquirió Bruce.

Celia sorbió un poco de champaña antes de contestar:

—Lo he pensado mucho y me he preguntado muchas cosas, y a cada pregunta y a cada pregunta he llegado a la misma respuesta. Mi campo, el que yo conozco bien, es el de la industria farmacéutica; de modo que lo mejor será que no me mueva de ahí.

—Estoy de acuerdo —añadió Andrew.

—¿Podrías volver a Felding-Roth? —preguntó Lisa.

—No, he quemado mis puentes. Felding-Roth no me aceptaría, aunque yo les dijera que quería regresar. No, buscaré trabajo en otras compañías.

—Si algunas de ellas no muerden el anzuelo que tú les echas, es que han perdido al juicio comercial —dijo Andrew—. ¿Has pensado en cuáles?

—Sí —dijo Celia—. Hay una que siempre he admirado más que a las otras. Se trata de Merck. Es como el Rolls-Royce de la industria. Llamaré a su puerta antes que a las de las otras compañías.

—¿Y la segunda?

—También me gustan Smith-Kline y Upjohn. Son empresas para las que me enorgullecería trabajar. Pero, en fin, si es necesario, la lista se puede multiplicar.

—No te hará falta —dijo Andrew, alzando su copa—. ¡Que Celia Jordan tenga mucha suerte! —brindó.

Más tarde, cuando ya habían terminado la cena, Bruce preguntó:

—¿Qué haremos mañana?

—Mañana es el último día que pasaremos en Hawai, y yo propongo pasarlo sin hacer nada en la playa —dijo Celia.

Todos estuvieron de acuerdo en que era la mejor manera de pasar el día.