CAPÍTULO XIII

De todos los testigos que comparecieron ante el subcomité de ética comercial del Senado, durante la investigación de la Montayne, el doctor Gideon Mace fue quien lo pasó peor.

En un momento en que el dramatismo parecía haber disminuido, durante el interrogatorio al que sometieron al doctor Mace, el senador Donahue le señaló con el dedo y con voz atronadora le acusó:

—Usted ha sido quien, en representación del gobierno y de todas las leyes decretadas para proteger al pueblo, echó esta plaga sobre el sexo femenino de Norteamérica. Y sobre sus desgraciados hijitos. No espere, por tanto, salir de aquí incólume, libre de censura o del peso de una conciencia culpable que, espero, le atormentará hasta el fin de sus días.

Lo que Mace había hecho hacía pocos minutos, asombrando al público y a todos los que le oyeron, fue reconocer que antes de recomendar la autorización de la Montayne, había seriamente dudado sobre su pretendida inocuidad, después de leer el primer informe del caso australiano, dudas que no legaron a disiparse nunca.

Urbach, que era quien le estaba interrogando, casi había gritado:

—Entonces ¿por qué la autorizó?

A lo que Mace contestó, con sentimiento y aire derrotado:

—No lo sé, no lo sé.

Era la peor contestación que pudo haber dado y entre el público produjo una audible ola de horror y escándalo que provocó la perorata ya mencionada del senador Donahue.

Hasta entonces, Mace había dado la impresión, aunque de nerviosismo, de dominarse y de ser capaz de dar cuenta de sus actos como el inspector encargado de leer el informe sobre la Montayne y de hacer la pertinente recomendación al Departamento de Sanidad. Había comenzado haciendo una breve exposición de la situación, mencionando el voluminoso informe de la Felding-Roth (ciento veinticinco mil páginas en trescientos siete tomos) y las preguntas acerca de detalles y de datos que él había hecho y que había sido la causa de la demora. Las preguntas, dijo, habían sido contestadas satisfactoriamente. No hizo mención del informe australiano; éste salió a relucir más tarde, durante el interrogatorio.

Cuando el caso australiano salió a relucir, Mace comenzó a dar señales de emocionarse y, de pronto, dio la impresión de que estaba a punto de derrumbarse. A ello había seguido la espantosa confesión:

—No lo sé.

A pesar de que saltaba a la vista que Mace estaba en una situación poco clara, Celia no pudo evitar sentir cierta simpatía hacia él. Pensó que cargarle toda la culpa a él era desproporcionado. Luego lo comentó con Childers Quentin.

—En estas situaciones uno se da cuenta de la superioridad del sistema inglés —observó Quentin.

Al preguntarle Celia por qué, Quentin explicó:

—En Gran Bretaña, el ministro de Sanidad es aconsejado por un comité en pro de una medicina segura y el ministro en persona es quien decide dar la autorización a los nuevos fármacos. Los funcionarios de la administración tienen la importante tarea de informar y aconsejar al ministro, pero el responsable es sólo el ministro, de modo que si pasa algo serio, es él quien tiene que responder de ello ante el Parlamento y cargar con toda la culpa.

»Un ministro inglés no aceptaría la cobardía de que hacen gala los de aquí. No permitiría que un simple funcionario como Mace tuviera que comparecer en el Capitolio y cargar con toda la responsabilidad. Si nosotros tuviéramos algo comparable a su fuerte sistema ético, el secretario de Sanidad, Educación y Bienestar Social se presentaría aquí y daría la cara ante Donahue. ¿Y dónde está? Escondido en su despacho o tal vez fuera de la ciudad.

Otra de las fallas del sistema norteamericano era, según él, la siguiente:

—Una consecuencia de todo ello es que el personal del Departamento de Sanidad va con pies de plomo, con una cautela exagerada, por temor a ser forzados a comparecer ante el Senado y ser sancionados. De modo que, en vez de autorizar medicamentos que no representan ningún riesgo y que, en cambio, son de necesidad para muchos enfermos, prefieren usar tácticas dilatorias y esperar a ver qué pasa. Y así retrasan la marcha normal del progreso científico de la medicina, causan molestias a los médicos y a los hospitales, y a los pacientes.

Cuando finalmente terminaron con Mace, y él se dirigía con aire abatido a la puerta de salida, Celia suspiró aliviada. Y se levantó, movida de simpatía hacia él, para ir a saludarle.

—Doctor Mace, soy Celia Jordán, de Felding-Roth. Quería decirle que…

Se calló, confusa y desanimada. A la sola mención de Felding-Roth, la cara de Mace se había contorsionado y con una mirada que echaba fuego y un odio salvaje como ella jamás había visto, murmuró entre dientes:

—¡Aléjese de mí! ¿Me oye? ¡No vuelva a acercarse a mí!

Sin dar tiempo a Celia a sobreponerse de la sorpresa y poder contestar, Mace se dio la vuelta y se marchó. Quentin, que estaba cerca de ella, le preguntó con curiosidad:

—¿Qué pasa?

Temblando, Celia contestó:

—No lo sé. Todo ha sido al mencionar yo el nombre de la compañía. Se ha puesto fuera de sí.

—Bueno: es natural —explicó Quentin—: Al doctor Mace no le cae en gracia el nombre de la compañía que produjo la Montayne. ¿Y qué?

—Hay algo más, estoy segura.

—Yo de usted no pensaría más en ello.

Sin embargo, aquella expresión de odio en el rostro de Mace quedó grabada en la mente de Celia durante todo lo que quedaba del día.

Vincent Lord había permanecido en Washington un día más y Celia tuvo ocasión de enfrentarse con él y pedirle explicaciones sobre las declaraciones de la tarde anterior. La confrontación tuvo lugar en la suite del hotel donde ella le acusó de embustero, y le preguntó:

—¿Por qué?

Ante la sorpresa de Celia, el director de investigación no intentó negar la veracidad de su acusación y confesó:

—Bueno, me puse nervioso. Lo siento. Usted tiene razón.

—No me pareció nada nervioso.

—No se veía, pero las preguntas me estaban poniendo negro. Y comencé a preguntarme qué sabría el tipo, Urbach.

—¿Saber? ¿Qué podía saber?

Lord vaciló, inseguro de qué contestar.

—No sé; me figuro que no más de lo que sabemos nosotros. En fin: me dije que, contestando como lo hice, era la mejor manera de librarme de él y acabar.

Celia no quedó convencida.

—¿Por qué tenía usted más prisa que los demás para acabar pronto? Ya sé que todo esto es muy desagradable para todos, inclusive para mí, y que todos tenemos remordimientos sobre lo sucedido. Pero con la Montayne nunca se cometió ninguna ilegalidad. —Se calló. Se le acababa de ocurrir una cosa cuando preguntó—: ¿O sí?

—¡No, claro que no!

Pero la contestación llegó unos segundos demasiado tarde y con fuerza desproporcionada.

Entonces Celia recordó aquellas palabras de Sam: «Y hay otra cosa que tú no sabes».

Ella miró intrigada a Lord:

—Vince, diga una cosa. ¿Hay algo acerca de la Montayne y de Felding-Roth que yo no sé?

—No, se lo juro, no hay nada. ¿Por qué habría de haberlo?

Volvía a mentir. Saltaba a la vista. Y Celia cayó en la cuenta de que el secreto de Sam no había ido a parar a la tumba con él, porque Lord también lo sabía. Sin embargo, de momento, no podía preguntar más.

Las sesiones duraron cuatro días. Comparecieron más testigos, entre ellos dos médicos, neurólogos que habían examinado los nacidos con deficiencias a causa de la Montayne. Uno de ellos había estado en Europa estudiando los casos de allí y proyectó diapositivas de los niños que había visitado.

Por el aspecto, estos niños parecían absolutamente normales. Pero casi todos estaban echados, porque, como explicó el especialista:

—No pueden moverse lo más mínimo. Todos estos niños fueron dañados en el cerebro durante la fase embrionaria.

Algunas de las caras de estos niños eran muy hermosas. Uno de ellos, mayor que los otros, tenía ya dos años. Miraba a la cámara, alguien le alzaba la cabeza por detrás, y tenía unos ojos aparentemente llenos de melancolía. El rostro impávido.

—Este niño —dijo el neurólogo ante el silencioso público— nunca será capaz de pensar como nosotros, y casi seguro que jamás tendrá conciencia de lo que sucede a su alrededor.

Aquella cara recordó a Celia la de Bruce a la misma edad, hacía dieciséis años. Bruce les había escrito recientemente desde el colegio universitario de Williams, donde estudiaba ahora:

Queridos papas:
¡Esto me encanta! Lo que más me gusta es que aquí nos exigen pensar; pensar; pensar…

Celia agradeció que hubieran bajado la luz para proyectar las diapositivas, porque no pudo evitar que las lágrimas le rodaran por las mejillas. No tardó en darse cuenta, sin embargo, de que ella no era la única que había tenido que sacar el pañuelo.

El propio senador Donahue, al acabar la exposición el médico, tuvo dificultades con la voz. «Sí —pensó Celia—, a pesar de su fastuosidad y su política, también es capaz de sentir».

Con todo, por la tarde, después del almuerzo, el senador Donahue se había vuelto a endurecer. Era la tarde del cuarto y último día. Celia tenía que comparecer de nuevo como testigo. El senador se había mostrado irritado incluso con el personal de su equipo. Antes que llamaran a Celia, Quentin le advirtió susurrando:

—Al tanto. Algo le habrá sentado mal durante el almuerzo, está de muy mal humor.

El interrogatorio, dirigido por Urbach, como siempre, consistió en preguntas acerca de las declaraciones que otros testigos habían hecho relacionadas con las suyas. Al interrogarla acerca de la afirmación de Vincent Lord, según la cual hubiera aplazado la comercialización de la Montayne, si hubiera estado en sus manos, ella dijo:

—He hablado de ello con él. Mi recuerdo difiere del suyo, pero no veo razón para discutir lo que él aserta.

En cuanto a su visita a las oficinas de la «organización ciudadanos en lucha por una medicina menos peligrosa», Celia manifestó:

—Hay diferencias de interpretación. Visité a la doctora Stavely por iniciativa propia, llevada de un impulso y con intenciones amistosas, convencida de que podríamos beneficiarnos de la conversación. Pero me equivoqué.

Urbach preguntó:

—¿Fue el motivo de la visita hablar de la Montayne?

—No, especialmente.

—Hablaron de la Montayne, ¿verdad?

—Sí.

—¿Creyó que podría convencer a la doctora y a su organización de que interrumpieran la campaña para anular la autorización de la Montayne?

—No. Ni se me ocurrió.

—¿Fue su visita oficial, en nombre de la compañía?

—Ya le he dicho que no. De hecho, hasta hoy nadie de Felding-Roth sabía nada de mi visita a la doctora Stavely.

Donahue puso cara de descontento. Preguntó:

—¿Está diciendo la verdad, señora Jordán?

—No he dicho más que la verdad. —Y llena de cólera añadió—: ¿Quiere hacerme la prueba del polígrafo?

Donahue rugió:

—Esto no es un proceso.

—Perdone, señor, no me había dado cuenta.

Encendido de furia, Donahue hizo señal a Urbach de que podía continuar. El interrogatorio pasó al tema del credo de Felding-Roth.

—Ya ha oído cómo la doctora Stavely ha descrito el documento como una campaña comercial «asquerosa y podrida». ¿Tiene objeciones a tales calificativos? —preguntó Urbach.

—Naturalmente que sí. El credo fue redactado con el objetivo declarado y sincero de delimitar los campos para el futuro de la compañía.

—¿De veras? ¿Está convencida de que no tiene la función de propaganda comercial? Celia presintió que le tendían una trampa. Contestó con cautela:

—No he dicho eso. Pero, honestamente, si la tiene, es de más a más.

A Donahue se le veía inquieto. Urbach se volvió hacia él con mirada interrogativa:

—¿Senador?

El presidente pareció dudar entre si debía intervenir o no. Luego dijo con expresión desabrida:

—Todo depende de cómo se interprete, ¿no es así? ¿A quién debemos creer? ¿A una persona dedicada voluntariamente, desinteresadamente al bien de la humanidad, como es el caso de la doctora Stavely, o a la portavoz de una industria cuya codicia llega al límite de matar a la gente y de mutilarla, vendiendo medicamentos que de antemano sospecha que pueden ser nocivos?

Hubo una conmoción general entre el publico. Incluso los asistentes de Donahue pusieron caras de incomodidad, presintiendo que había exagerado.

Celia decidió olvidarse de todo e inquirió:

—¿Me lo pregunta a mí, senador? ¿O bien es lo que aparenta ser: una declaración sin fundamento y totalmente arbitraria, encaminada a la conclusión que de antemano tiene usted preparada, y que tan obvia ha sido durante las sesiones de estos cuatro días?

Donahue señaló con el dedo a Celia, como lo había hecho antes con Mace.

—Prevengo a la testigo que en este lugar existe un delito denominado contumacia o rebeldía contra el Congreso.

Celia grito sin importarle ya nada:

—¡No me tiente!

El senador retumbó:

—¡Le ordeno que aclare esas palabras!

Celia había llegado demasiado lejos para hacer caso de todas las advertencias y cautelas. Sin oír la súplica que en voz baja le hacía Quentin, y sacudiéndose de encima la mano con que él trataba de calmarla se puso en pie.

—Se lo aclararé recordándole que la misma persona que hoy osa juzgar Felding-Roth, el caso de la Montayne y el Departamento de Sanidad es la misma que hace dos años se quejaba de la demora de la autorización de la Montayne, y la calificaba de ridícula.

—¡Mentira! Eso sí es contumacia, señora. Yo nunca dije tal cosa.

Celia se sintió rebosar de satisfacción. Donahue había olvidado. No era sorprendente, ¡con lo que hablaba sobre cualquier cosa! Y su equipo se había olvidado de recordárselo, suponiendo que ellos supieran que había dicho aquello. Fuera como fuera, Quentin se había equivocado.

Celia tenía una carpeta delante de ella que todavía no había abierto. La había llevado consigo por si acaso. De ella sacó unos recortes de periódico. Leyó el primero:

—Esto salió en el Washington Post el diecisiete de septiembre de mil novecientos setenta y seis.

Sin sentarse, pasó a leer:

—«Sobre el fármaco Montayne, actualmente pendiente de autorización y para ser administrado a las mujeres durante el embarazo, el senador Donahue ha calificado la demora del Departamento de Sanidad como “claramente ridícula vistas las circunstancias”». —Celia añadió—: Lo mismo salió en otros periódicos.

Celia calló.

—Y aquí tengo otra cosa, senador. Sacó otro papel de la carpeta.

Donahue, rojo como un tomate, hizo ademán de coger la maza, pero el senador Jaffee, de la minoría, exclamó:

—¡No, no! Deje hablar a la señora. Me interesa.

—Usted nos acusa a nosotros de matar a la gente —continuó Celia mirando a Donahue—. Aquí tengo constancia de cómo vota usted desde que forma parte del Congreso; es decir, durante los últimos dieciocho años, a favor de los subsidios a las fábricas de tabaco. Con estos votos, senador, ha contribuido usted a matar mucha más gente de cáncer de pulmón que la industria farmacéutica en toda su historia.

Las últimas palabras se perdieron entre la algarabía de gritos y de mazazos de Donahue, que trataba de hacerla callar declarando:

—¡Aplazada la sesión!