CAPÍTULO XI

Si la palabra «demagogo», de dēmagōgos, no hubiera sido acuñada en la antigua Grecia, allá por el tiempo de Cleón, hubiera debido de ser inventada, por necesidad, para describir al senador estadounidense Dennis Donahue. Nadie como él ejemplificaba mejor el significado de la palabra.

Rico y privilegiado de nacimiento, él afirmaba siempre que era «hijo del pueblo», que era «uno del pueblo», y «del terruño», con raíces en la «tierra». Descripción totalmente falsa pero que, como ocurre cuando se machacan las cosas hasta el hastío, había llegado a ser creída por mucha gente.

Otra de las formas en que le gustaba definirse era como «el portavoz de los pobres y desvalidos; el enemigo de sus explotadores». Si en su interior realmente sufría tanto por los pobres y desvalidos, sólo él podía saberlo.

Siempre que en el país surgía una batalla del tipo David contra Goliat, corría él a entrometerse y aponerse a favor de David, incluso en los casos en que Goliat tuviera razón, como podía suceder a veces.

—Hay más Davids en el mundo y son los que cuentan a la hora de votar —dijo un día en que uno de sus ayudantes le pilló en un momento de inhabitual franqueza.

Tal vez por la misma razón, Donahue se ponía siempre a favor de los sindicatos y organizaciones de trabajadores y en contra de la patronal, aun conociendo los abusos que pudieran cometer los primeros.

Trabajo y paro eran campos fértiles para todo político ambicioso. Eso él lo descubrió muy pronto en su carrera. Y por eso, en períodos de paro agudo, se le veía a veces en las filas de los que esperaban cobrar el subsidio de paro o de los que iban a solicitar empleo en una oficina estatal. Según él, iba para «enterarse de primera mano de lo que sentía la gente en paro», propósito admirable contra el que era imposible objetar. Lo curioso era que los medios de comunicación estaban siempre al tanto de su paradero, en tales ocasiones, y nunca faltaban los consabidos reporteros y cámaras para filmarle mientras charlaba con los pobres víctimas del paro.

Uno de sus recientes descubrimientos, en esta línea de abusos contra el «hombre común», había sido la costumbre de los hombres de negocios de descontar de los impuestos el importe del pasaje de primera clase cuando se trasladaban en avión por asuntos de trabajo. Si se empeñaban en viajar en primera clase, aducía él, que se lo paguen de su bolsillo; los otros contribuyentes no tenían por qué subvencionar extravagancias de este tipo. Propuso una ley al Senado por la que se declaraba que los gastos de pasajes de primera clase en avión no eran deducibles a la hora de pagar los impuestos, a sabiendas, sin embargo, de que el proyecto de ley se demoraría o quedaría estancado en cualquier oficina de la administración.

Pero mientras tanto él disfrutaba de la publicidad que esta clase de campañas le proporcionaba. Al decir tiene que él pretendía viajar siempre en clase turista, cuando iba en avión, y que siempre se las arreglaba para ser fotografiado o filmado oportunamente cuando lo hacía. En realidad, lo que nadie, o gente común no sabía, era que habitualmente volaba en aviones privados, financiados por una fundación de su propia familia, o con los aviones de los amigos.

De aspecto, Donahue era un hombre fornido sin estar gordo, y que tenía una cara de querubín que le hacía parecer mucho más joven que los cuarenta y nueve años que ya tenía. La mayoría de las veces, sobre todo si era visto en público, tenía una actitud sumamente jovial y sonriente. Vestía y se peinaba con estudiado desaliño, según la imagen autocreada de «hombre del pueblo».

Los observadores objetivos veían en Donahue un hombre oportunista pero mucha gente le tenía simpatía, y no sólo los miembros de su propio partido, sino incluso muchos de sus contrincantes políticos. Una razón de esto era su sentido del humor y el hecho de que era capaz de reírse de sí mismo y de encajar las bromas en contra de él. Además era un compañero simpático y que nunca aburría.

Esto último hacía que resultara atractivo a las mujeres, cosa de la que él procuraba aprovecharse, a pesar de que estaba casado y de que a menudo aparecía públicamente acompañado de su esposa y de sus hijos.

Tal era el senador Donahue quien, a las diez de la mañana del primer martes del mes de diciembre, llamó al orden a los miembros del subcomité de ética comercial del Senado para anunciarles que las sesiones estaban a punto de comenzar con un breve discurso pronunciado por él mismo.

El comité se reunía en la habitación número SR-253 del viejo edificio del Senado, marco de veras impresionante. El presidente y sus colegas, senadores todos, se habían sentado en torno de una mesa en forma de U, de cara a los testigos y el público. La sala tenía tres ventanas grandes que daban al parque del Senado y a la fuente. Había una chimenea de mármol. Las cortinas eran de color beige, y estaban impresas con el Gran Sello de Estados Unidos.

—Todos los presentes de esta sala —comenzó diciendo el senador Donahue leyendo de un papel que llevaba escrito— conocen la espantosa tragedia de los niños que han nacido con deficiencias mentales y de funcionamiento general, a causa, supuestamente, de un fármaco producido y vendido en el país. Se llama Montayne.

El senador era un orador enérgico que sabía mantener en vilo a los que le escuchaban, en aquel caso a unas cien personas. Las cámaras de televisión estaban enfocadas en él. Junto a Donahue había otros ocho senadores, cinco del partido mayoritario de Donahue, tres de la minoría. A la izquierda del presidente estaba Stanley Urbach, el consejero del comité, antiguo procurador de Boonton. Detrás de los senadores estaban quince miembros del personal del comité, algunos sentados, otros de pie.

—En estas sesiones se investigará —continuó diciendo Donahue— dónde caen las responsabilidades del caso y si…

Celia, programada como el primer testigo, escuchaba el discurso de inauguración. Estaba sentada frente a una mesa tapizada de verde y a su lado estaba su abogado, Childers Quentin. Ella había persuadido a Quentin de que aceptara el cargo de aconsejarla, ya que, como le había dicho ella:

—Qué abogado sabe más que usted sobre el caso Montayne y yo me fío de sus consejos.

El consejo dado por él aquel día había sido muy simple.

—Describa los hechos por completo y sin rodeos, con la mayor brevedad posible y no trate de pasarse de lista o de derrotar a Donahue en sus razonamientos —le había dicho Quentin.

Esta última advertencia había sido motivada por la intención expresada por Celia de sacar a relucir el hecho de que, hacía dos años, ante la inexplicable demora del Departamento de Sanidad en dar la autorización de la Montayne, Donahue había sido una de las voces que se había alzado en contra y «a favor del bien de las futuras madres».

—¡De ninguna manera! —había exclamado Quentin—. Lo más seguro es que Donahue se haya acordado de esto, o si no se lo habrá recordado uno de sus ayudantes, y tendrá la réplica de sobra preparada. Seguramente contestará que es un ejemplo más de cuán fácil es caer víctima de las campañas publicitarias de las compañías farmacéuticas. Algo por el estilo. Y además se ganará su antipatía, y eso no se lo recomiendo de ninguna manera.

El abogado pasó a instruir a Celia sobre cómo funcionaban las cosas en Washington.

—Los senadores de este país ejercen un poder y una influencia extraordinarios, a veces más que el propio presidente, porque es menos público. Tienen mayor libertad de movimientos. No existe ningún departamento gubernamental que esté fuera del alcance de los senadores y nadie osaría no seguir las recomendaciones de un senador, o no cumplir sus deseos, si no son del todo ridículos o ilegales. Gente de la mayor importancia, fuera y dentro del gobierno, se desvelan por contentar a cualquier senador que se les ponga en el camino, y por hacerles un favor, aunque el favor implique perjuicio para otros. Es un sistema de toma y daca, y en este tipo de sistema el poder senatorial, ya sea para construir o para destruir, es la baza más influyente de todas. Por eso hay que ser muy estúpido para enemistarse con un senador en este país.

Celia se tomó en serio la advertencia y procuró no olvidarla ni en un solo momento durante el diálogo con Donahue, a quien detestó desde el primer momento.

A Celia le acompañaba también Vincent Lord que se había sentado al otro lado de Quentin. Mientras Celia iba a pronunciar un breve discurso en nombre de Felding-Roth, además de prestarse al interrogatorio subsiguiente, Lord sólo tenía que responder a las preguntas, si no objetaba a ellas.

El senador Donahue concluyó su perorata, hizo una pausa breve y luego anunció:

—Nuestro primer testigo es la señora Celia Jordán, presidenta de Felding-Roth, de Nueva Jersey. Señora Jordán, ¿tiene la bondad de presentarnos a sus acompañantes?

—Sí, señor —y Celia pasó a presentar a Quentin y a Lord. Donahue asintió.

—Al señor Quentin lo conocemos de sobra. En cuanto al doctor Lord, nos alegra su presencia. Señora Jordán, tengo entendido que viene preparada a pronunciar un discurso de exposición de la actitud de Felding-Roth. Comience, se lo ruego.

Celia comenzó a hablar, sentada frente a la mesa de los testigos en la que había instalado un micrófono:

—Señor presidente y miembros del subcomité: en primer lugar deseo expresar, en nombre de mi compañía, el dolor y la simpatía que sentimos por las familias que forman parte de lo que el senador Donahue ha descrito, hace un instante, muy justamente, como una tragedia mundial. Aunque todavía no contamos con las completas pruebas científicas, que probablemente tardarán años en ser completadas, parece, sin embargo, y sin lugar a dudas, que la Montayne ha sido la causa de la malformación de los fetos del vientre de mujeres embarazadas que tomaron el fármaco, que, a decir verdad, constituye una parte mínima del total de la población, y cuyas circunstancias fueron imprevisibles cuando se hicieron las pruebas del fármaco. Las pruebas, como ustedes saben, se hicieron originalmente en Francia y más tarde en otros países, y luego en Estados Unidos antes de solicitar su autorización al Departamento de Sanidad.

Celia hablaba con la voz clara, pero en tono mesurado y sin excesiva energía, cosa que hacía deliberadamente. El discurso había sido preparado con mucho cuidado; en su redacción habían colaborado varias personas, aunque principalmente ella y Childers Quentin.

Procuró no desviarse del texto que iba leyendo, añadiendo, de vez en cuando, una frase propia y circunstancial.

—Otra cosa que mi compañía desea que quede bien clara es que, respecto a la Montayne, a las pruebas, a su distribución e información, nunca se desvió del camino legal. De hecho, cuando las dudas sobre el fármaco comenzaron a ser serias, Felding-Roth tomó la iniciativa de retirarlo del mercado, antes de que fuera prohibido por Sanidad.

Celia prosiguió:

—Deseo ahora hacer un poco de historia y remontarme a los orígenes de la Montayne, en Francia, donde fue descubierta y puesta a punto por los prestigiosos laboratorios Gironde-Chimie…

El discurso fue preciso e impersonal, lo que había sido deliberadamente decidido durante las consultas con los de Felding-Roth y en el despacho de Childers.

Quentin había preguntado a Celia:

—¿Cómo desea tratar el asunto de su dimisión acerca de la Montayne?

A lo que Celia había replicado:

—De ninguna manera. Mi dimisión fue un asunto personal, un asunto de instinto y de conciencia mía. Ahora he regresado y como representante de la compañía quiero limitarme a informar sobre los procedimientos de ésta en el asunto.

—¿Y qué hay de su conciencia en todo esto?

—Sigue en su sitio e intacta —había contestado ella—. Si me preguntan acerca de mi dimisión, responderé la verdad. Pero no me propongo sacarla a relucir sólo para hacerme la heroína.

Celia le había, además, recordado a Quentin su absoluta falta de base científica al dimitir, defecto del que había sido muy consciente y que había sido la causa de que no permitiera que su decisión trascendiera al público.

Al subcomité le informó seguidamente:

—No había ninguna duda acerca de la Montayne hasta el informe que llegó de Australia en junio de mil novecientos setenta y seis. Incluso entonces no pareció que hubiera motivo de preocupación, sobre todo a la vista de la investigación hecha por el gobierno australiano…

Resiguió, paso a paso, la historia de la Montayne.

Lo cual le tomó cuarenta minutos y Celia concluyó con estas palabras:

—Mi compañía ha obrado de acuerdo con los requisitos legales de comparecencia ante el subcomité mandando los documentos en los que se puede verificar la verdad de todo lo que yo les acabo de decir. Estamos dispuestos a cooperar de la forma que sea y a contestar a todas las preguntas.

El interrogatorio comenzó en el acto. La primera pregunta provino del consejero del comité, Stanley Urbach, hombre de rostro largo y labios delgados, que casi nunca sonreía.

—Señora Jordán, usted ha mencionado el informe que llegó de Australia y que despertó las primeras dudas acerca de la Montayne. Eso ocurrió ocho meses antes de que su compañía sacara a la venta el fármaco en Estados Unidos, ¿no es así?

—Sí señor. —Celia había hecho un rápido cálculo mental.

—En su discurso ha mencionado dos informes más, en contra de Montayne, uno de Francia y el otro de España. Ambos casos tuvieron lugar antes de que su compañía comercializase la Montayne. ¿Correcto?

—No del todo, señor Urbach. Usted ha dicho que los informes eran en contra de la Montayne. En realidad eran suposiciones que los laboratorios de Gironde-Chimie habían investigado meticulosamente y declarado sin fundamento.

Urbach suspiró:

—¿Se conformará la testigo con «informes críticos»?

—Supongo que sí —dijo Celia con la sensación de que iba a ser muy espinoso.

El senador Donahue intervino:

—El punto que desea señalar nuestro asesor está muy claro. ¿Tuvieron sus colegas, su compañía, noticia de la existencia de los tres informes antes de sacar la Montayne a la venta en este país?

—Sí, señor.

—¿Y a pesar de ello decidieron sacar el proyecto adelante y comercializar el fármaco?

—Senador, acerca de todos los nuevos fármacos surgen siempre informes negativos, gente que se declara en contra. Argumentos que son siempre sopesados meticulosamente…

—Le ruego, señora Jordán, que no nos dé una lección sobre los procedimientos y los hábitos de la industria farmacéutica. Mi pregunta requiere un simple «no» o «sí». Repito: una vez al corriente de estos informes, ¿decidió su compañía sacar adelante el plan y vender el fármaco a las mujeres embarazadas de Norteamérica?

Celia vaciló.

—Estamos esperando su respuesta, señora Jordán…

—Sí, senador, pero…

—La respuesta «sí» es suficiente.

Donahue hizo una seña a Urbach.

—Continúe.

—¿No hubiera sido mejor y más prudente —preguntó el señor Urbach— que Felding-Roth hubiera investigado los informes y hubiera aplazado la comercialización de la Montayne?

Celia pensó amargamente: «Tal fue mi recomendación entonces y la causa de mi dimisión». Pero acordándose de su cargo, contestó:

—Ahora está claro que sí. Pero entonces la compañía obraba siguiendo las instrucciones de sus consejeros científicos.

—¿Qué consejeros científicos?

Celia reflexionó antes de responder. Había sido, claro, el doctor Vincent Lord, pero no quiso cometer una injusticia.

—El doctor Vincent Lord, nuestro director de investigación científica, pero que actuaba, naturalmente, aconsejado, a su vez, por los científicos de Gironde-Chimie.

—Interrogaremos luego al doctor Vincent Lord sobre este punto. De momento… —Urbach consultó sus notas—. ¿La decisión de comercializar el fármaco salió adelante a pesar de los informes en contra…, ¡perdón!, de los informes críticos…, tuvo alguna relación con el asunto de los beneficios económicos?

—Bueno: la cuestión económica es siempre un factor…

—¡Señora Jordán! ¿Sí o no?

Celia suspiró disimuladamente. ¿De qué servía? Cada una de las preguntas era una trampa, una manera de forzarla a declarar a favor de una conclusión predecidida.

Reconoció:

—Sí.

—¿Estaba la compañía en una situación crítica económicamente?

—Tal era la opinión general, sí.

—¿A cuánto se estimaba que montarían los beneficios?

Las preguntas despiadadas y cargadas de intención no cesaron. Sin embargo, se preguntó ella, a pesar de rozar de tan cerca la verdad, ¿por qué suenan a falsas? ¿No hubo un tiempo, hacía años, en que ella se había hecho idénticas preguntas? ¿Y no era irónico que fuera ella, y no Sam Hawthorne, quien diera la cara y las contestara? Por primera vez desde su vuelta de Hawai recordó la advertencia de Andrew aquella mañana:

—Si regresas…, lo de Montayne también te salpicará a ti.

Y como de costumbre, Andrew había tenido razón.

La tortura fue interrumpida por la hora del almuerzo.

El senador Donahue le informó:

—Señora Jordán, hemos terminado de momento; pero le ruego que no se marche, es posible que tengamos que hacerle más preguntas luego. —Y entonces el senador anunció—: Después del almuerzo interrogaremos al doctor Vincent Lord.