36
Universo salvaje
La puerta del edificio de la calle Plaza Nueva de San Antón se encontraba abierta, el cartero estaba dentro dejando unas cartas en los desvencijados buzones. Con naturalidad, Alonso cruzó el umbral, saludó y sujetó para posteriormente cerrar la puerta cuando el cartero hubo abandonado el edificio. Una vez solo, subió cuatro tramos de escaleras hasta llegar a la segunda planta y se quedó mirando la puerta B, la de su hombre. Anduvo a tientas hasta ella y pegó la oreja en la madera. Se concentró y creyó oír a Ginés hablando con alguien, alguien que se oía muy bajito, muy lejano, casi como si se encontrara en otra galaxia. ¿Un amigo? ¿Una novia? No lo tenía nada claro. Se despegó un momento de la puerta y anduvo errante por el rellano, sopesando sus opciones, lo que estaba bien y lo que no en ese preciso momento. Antes de llamar decidió darle una nueva oportunidad al oído. Pegó otra vez la cabeza a la vieja madera y aguzó el oído, tratando de liberar su mente lo máximo posible y concentrarse en lo que quisiera que estuviera pasando al otro lado. Fue entonces cuando, cerrando los ojos y consiguiendo evadirse del silencio que flotaba en aquel húmedo y gris pasillo, creyó escuchar algo que interpretó como un llanto. Se alejó de la puerta B y se fue a la de al lado, pegando la oreja ahora sobre la madera de la A. Nada, allí el silencio era sepulcral. Parecía que no había nadie, aquello no era cosa de los vecinos. Volvió de puntillas a la puerta de Ginés y volvió a pegarse a la puerta. Esa suerte de llanto de nuevo, un leve murmuro amortiguado por varias paredes. No sabía qué narices hacer, qué demonios iba a decir, pero una alarma saltó en su interior, un incesante hormigueo en la boca del estómago que le obligaba a querer saber qué era lo que estaba ocurriendo allí dentro, en la hasta ese día solitaria mazmorra del cojo. Decidió pues llamar a la puerta.
Esperó unos instantes y volvió a golpear la puerta con vigor. Un portazo dentro y el murmullo cesó por completo, en lugar de eso comenzó a oír una respiración contenida y unos sigilosos pasos que se acercaban al otro lado de la puerta. Cuando éstos cesaron se hizo de nuevo un silencio atroz, artificial, pesado, ninguno respiraba ni fuera ni dentro.
—Vamos, tío, sé que estas ahí. Abre la puerta, se me ha olvidado darte una cosa. —dijo entonces Alonso, en guardia y mirando directamente a la mirilla—. Te he oído llegar hasta la puerta, Ginés. Abre, tengo una mercancía nueva que no recordaba que llevaba en el otro bolsillo.
Un sonido metálico, la cadena poniéndose, seguido de un par de crujidos y la puerta se abrió. Al otro lado, por los escasos veinte centímetros que dejaba la cadena entre marco y puerta se dibujó la cara de Ginés y su inseparable collarín.
—¿Qué, qué haces aquí, tío? —preguntó Ginés con evidente signo de enfado e incomprensión— ¿Có-mo sa-bías que…? Tú, eh, ¿me has seguido?
—¿De qué hablas? Antes me dijiste dónde vivías, ¿re-cuerdas? —Alonso esbozó una sonrisa— ¿Quieres o no quieres probar mi nueva mercancía? Te aseguro que te hará volar como un Boeing 747…
Ginés le miró de arriba abajo, se mordió el labio inferior, parecía tener el baile de San Vito. Detuvo su mirada primero en el bolsillo donde supuestamente Alonso guardaba la nueva mercancía, luego subió unos centímetros y escudriñó su jovial rostro. Al fin se decidió.
—Anda pasa —dijo Ginés a la par que descorría la cadena y abría la puerta— pero tengo prisa, ya sabes…
—Sí, sí. La parienta y los críos.
Una vez dentro Alonso volvió a escuchar ese murmullo. Esta vez le pareció más un gemido que le hizo focalizar toda su atención en una puerta cerrada al fondo de la mugrienta sala en la que se hallaba. Se trataba de un piso viejo, sucio y descuidado, bien propio de una persona que sufriera el síndrome de Diógenes. La escasa luz que entraba entre las rendijas de una vieja persiana de tablillas se proyectaba sobre un estrecho salón color crema, con un sofá hundido, una mesa llena de basura, latas de refrescos y cervezas, bolas de papel de aluminio, cartones de pizzas, bolsas de plástico y un televisor antiguo sobre el que había varios calcetines y calzoncillos estirados. A la derecha la puerta cerrada, llamándole en silencio. Conforme se acercaba a ella el murmullo sordo, ahogado, iba en aumento.
—¿A dónde vas, tío? —Ginés cogió amistosamente del hombro a Alonso, haciéndole girar sobre sus talones e invitándole con un ademán a alejarse de la puerta y avanzar hacia el sofá—. Siéntate un rato. Saca esa mierda misteriosa…
Alonso sonrió, pero no dijo nada. Dejó al silencio respirar. Ginés lo miraba con gesto extrañado, mosca, sus nervios iban en aumento. Entonces volvió a escuchar el gemido o lo que quiera que pareciera ser un gemido. Un sonido enlatado, extraño, desesperado. Un llanto ahogado. No podía aguantar más.
—¿Qué es eso? ¿A quién tienes ahí dentro? —preguntó Alonso con firmeza, señalando hacia la puerta— ¿Eh? ¿Por qué no me dejas ver que pasa ahí?
—¿Qué dices, socio? Yo no oigo nada —Ginés se hacía el sueco, acompañando a Alonso hacia el sofá—. No te emparanoies. Vamos, siéntate en…
—¿Ah no? Cierra la boca y abre bien los oídos —dijo el detective, deteniendo su avance.
De nuevo atmósfera, un murmuro ahogado en algún confín perdido del interior de esa habitación. Eso más el incesante latido de dos corazones.
—Eso, justamente eso, ¿no me digas que no oyes eso? —Alonso señalaba su propia oreja—. Es como un…
—Bah, socio, ¿qué te pasa? —dijo Ginés haciendo un ademán con la mano—. Es mi mujer que está mala, ya te lo he dicho antes…
—¡No! De eso nada, has dicho que ha ido a por los críos —el gesto de Alonso se ensombreció—. Maldito mentiroso, ¡ya basta! Basta de gilipolleces. Tú ya no tienes mujer, ni tampoco hijos. Vamos, ¿a quién tienes ahí dentro? Abre esa puerta o lo haré yo…
Ginés le miró con ojos de carnero degollado, sintió tal vuelco en su interior que prácticamente quedó paralizado. Paralizado y atemorizado. Una gota de sudor comenzó a recorrer su frente, deslizándose por el resto de la cara hasta caer al suelo. Segundos, apenas disponía de un par de segundos para decidir qué iba a hacer, para tratar de salir de aquella situación de la mejor manera posible. Era difícil, tan complicado que lo que implicaba iba a poner las cosas muy, pero que muy feas. Fue entonces cuando metió su mano por la cintura del pantalón.
—Lárgate, te lo digo por las buenas —amenazó Ginés, dejando ver la pequeña navaja que portaba en la mano derecha—. Me importa una mierda que seas poli, esto es… no tienes derecho, quiero que te vayas. ¡Fuera!
—Nadie ha dicho nunca que yo sea poli —dijo Alonso, quien sin perder la navaja de vista ni por un segundo, avanzaba despacio hacia la habitación—. Tira eso.
—No des ni un paso más, tío —dijo Ginés blandiendo con poca firmeza el cuchillo—. No quiero rajarte, pero si das un paso más te juro que te abro en canal.
El detective reparó en la muleta, colocada justo al lado del sofá. Miró a Ginés y miró a la muleta. Ginés, muleta, Ginés, muleta. Era la salida más lógica. Aquello pasó muy rápido, un movimiento brusco, un destello. Sin perder un segundo más, el detective se abalanzó sobre la muleta y la blandió a lo alto.
—Creo que el que no puede dar ni un paso eres tú, figura —dijo Alonso, blandiendo la muleta como si fuera un bate de beisbol—. Quita de en medio, voy a abrir esa puerta.
—¡No, no! De eso nada —sus manos temblaban—. No des un paso más o te saco las tripas ¿Me oyes? Te destriparé como a un puto pescao…
—Última oportunidad, capullo —dijo Alonso con los dientes bien apretados—. Tira ese cuchillo y aparta o te reviento la cabeza.
A continuación tuvo lugar una de esas escenas que ocurren bajo los efectos de la adrenalina. De forma rápida, instintiva, inconsciente. Alonso dio un paso al frente y sintió como la navaja de Ginés rasgaba la carne de su antebrazo. Aquello no le produjo dolor, al menos no en ese momento, tan sólo un ardor reafirmó su determinación, le dio la excusa perfecta que necesitaba para quitárselo de en medio. Un instante después asestó un terrible muletazo en la cabeza de Ginés, que cayó sobre la alfombra como un saco de patatas, despidiendo en el aire un chorro de sangre que impactó contra la pantalla del televisor y pintó la polvorienta alfombra.
Sin un segundo que perder, entre los estertores de Ginés, Alonso soltó la muleta y se dirigió a la puerta cerrada. Allí el sonido era mucho más nítido e inconfundible, se confirmaba el gemido. El detective cerró los ojos y deseó con todas sus fuerzas no ver algo parecido a lo que al final vio. Algo horrible que llevaba unos minutos danzando por su cabeza. Algo aborrecible. Algo demasiado duro como para vivir con ello. Posó su mano sobre el pomo, respiró hondo y lo giró, empujando suavemente para que la puerta se abriera por completo. La habitación era pequeña, oscura, olía a días y días cerrada. Sobre el suelo, un lecho pegajoso de mollejas, manchas de fluidos y demás porquería; había un cartón de leche. Sí, ese cartón de leche semidesnatada. A su lado había un colchón sin sábanas, pútrido y húmedo, y sobre el colchón un niño de siete u ocho años atado y con un trozo de cinta de carrocero en la boca.
Aquella imagen, la más dura que había tenido la desgracia de contemplar en su vida, dejó al detective petrificado durante unos segundos, breve lapso que en su fuero interno fue intenso e interminable, como una pesadilla de la que eres consciente pero de la que no puedes despertar por más que te empeñes; un infierno recalcitrante, oscuro e infinito en el que el dolor era una forma de vida. Sin saber muy bien cómo, logró apretar los dientes, luego los puños y salir de su letargo para librar al niño de sus ataduras y quitarle la cinta de la boca. El pobre no pudo dejar de llorar por más que Alonso trató de tranquilizarlo. ¡Cómo iba a lograrlo si ni siquiera él estaba tranquilo! Si los nervios le llevaban en volandas, ardiendo en un inmisericorde fuego de sufrimiento. Tampoco pudo evitar orinarse encima cuando Alonso le examinó por encima para comprobar si tenía alguna herida. Ninguna por fuera, pero seguro que un mar por dentro. La rabia, la impotencia, consumían cada centímetro de su cuerpo.
Alonso salió un momento de la habitación y observó a Ginés tumbado sobre un buen montón de porquería que había arrastrado en su caída. El desgraciado parecía intentar moverse, quizás para intentar alcanzar el cuchillo que se le había escapado de las manos tras el muletazo, quizás para tratar de salir de allí arrastrándose como una serpiente. El detective avanzó unos pasos y dio una patada a la navaja, alejándola de su dueño. Después se le quedó mirando fija-mente, sin decir nada, ni una sola palabra. Sólo trataba de escrutar su mirada, intentar comprender sus motivaciones, meterse dentro para entender cómo una persona puede llegar a tal límite de repulsiva vileza. Ginés quiso decir algo, abrió la boca y emitió un quejido, pero Alonso no estaba dispuesto a escuchar nada más de aquella boca de cloaca. En realidad lo que quería es que aquel desecho dejara de hablar para siempre, que pasara a convertirse nada más que en un repulsivo recuerdo, borrarlo por completo de la faz de la tierra. Así que agarró de nuevo la muleta, la sujetó con firmeza, le miró a los ojos y sólo pudo enviarle odio, repulsa y castigo. Elevó el brazo y la muleta zumbó en el aire. Deseaba golpear ese repugnante rostro, golpearlo una y otra vez hasta que no fuera más que una papilla, una sangrienta máscara, darle su merecido, impartir la arcana justicia del ojo por ojo, diente por diente.
Se le habían abierto las puertas a un universo salvaje, intacto, donde nada necesitaba justificación, un universo donde la ley no tenía cabida, donde la sangre se cobraba con más sangre, donde debía hacer pagar el dolor con dolor. Entonces advirtió la silueta del niño en la puerta y se detuvo. Miró esos enormes ojos y no vio odio, sólo miedo. Siguió mirando esos enormes y preciosos ojos y no vio venganza, sólo el deseo de salir de allí, de volver a los brazos de su familia. Aquella inocencia, las ganas de vivir, le hicieron apiadarse del monstruo, soltar la muleta, salir de aquel estado primario de enajenación. Comprendió entonces lo que debía hacer, cuál era su siguiente movimiento. Decidió llamar a una ambulancia.