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De castaño a oscuro
Era hora de poner todas las cartas sobre la mesa, metafórica y literalmente hablando. Alonso se precipitó hacia su despacho y comenzó a sacar todo cuanto tenía impreso acerca de Juan Herrera y Cristóbal Key. No sólo sus propios informes de los trabajitos realizados años atrás, también los de la policía que había fotocopiado de Mara y que aún tenía en su poder, así como las noticias que pudo encontrar en Internet. De un rápido vistazo a los informes llegaron las primeras conexiones. Encendió el portátil y, mientras iniciaba sesión, hizo un par de llamadas, una a la empresa para la que trabajaba el difunto Juan Herrera y otra a Julián, su conocido de la prensa. Cinco minutos más navegando por Internet le bastaron a Alonso para convencerse no ya de una teoría, sino de un hecho que él creía fehaciente; un hecho fehaciente para el que desgraciadamente no tenía pruebas, lo cual constituía, técnicamente hablando, una absoluta incongruencia.
Pero no estaba dispuesto a desistir. Las pruebas se encontrarían en algún lugar, siempre había pruebas, sólo había que saber qué buscar, dónde hacerlo y tener los recursos necesarios para encontrarlas. Y eso era precisamente lo que no tenía: recursos, herramientas, permisos, logística en general… cosas que sí tenían, y de sobra, en el Cuerpo Nacional de Policía. O al menos eso pensaba el bueno de Samuel.
En un tiempo récord, y bajo pena de haberse ganado una multa o haber atropellado a alguien, Alonso llegó a la comisaría de El Carmen, aparcó más mal que bien el coche y llegó hasta la puerta del despacho del comisario Garrido. Iba a llamar con los nudillos cuando descubrió que el comisario se hallaba a su lado, tratando de entrar a su propio despacho, acompañado por el subinspector Lucas.
—¿Se puede saber qué haces tú aquí? —preguntó Lucas, tan simpático como siempre.
Alonso no llegó ni a mirarlo, dirigió sus palabras directamente al comisario.
—Buenos días, comisario, ¿tiene un momento? Debo decirle algo de suma importancia…
El comisario le miró de arriba abajo, respiró hondo y apretó la mandíbula. Estaba teniendo un dejá vu, y no le gustaba ni un pelo.
—Creo que ya le dejé bien clara mi postura el otro día —comenzó Garrido—. Le recomendé, y de muy buenas maneras, que lo dejara estar, que descansara, que nada bue-no le iba a traer seguir empecinado en esto.
—Recuerdo perfectamente sus palabras señor comisa-rio, pero el otro día no disponía de la información que sí que tengo hoy. Por favor, necesito hablar con usted en privado, serán cinco minutos, ni uno más —Alonso juntó sus manos en una suerte de rezo o súplica—. Cinco minutos y quedará convencido de que yo estaba en lo correcto. La dama sangrienta no actuó sola.
Lucas dio un paso adelante con toda la intención de agarrar a Alonso, pero una mano en el hombro le hizo cambiar de opinión.
—A ver, diga lo que tenga que decir de una buena vez —convino el comisario, resoplando—, pero tenga una cosa bien clara. Hoy, a diferencia del otro día, no estoy para chorradas.
—Por el amor de Dios, jefe, le recomiendo que no pierda ni un segundo con este desgraciado —dijo Lucas con gesto de asco—. Échele un vistazo, parece que haya estado durmiendo en un contenedor de basura.
—Escuchémosle, un minuto. Vamos, habla, acabemos con esto de una buena vez —dijo el comisario con tono decidido.
—Créame, señor, esto no es ninguna chorrada. Joder, ojalá lo fuera… —Alonso hizo una pausa, se pasó la mano por el pelo y se humedeció los labios— ¿Recuerda la gala benéfica del pasado domingo en el Silken? —Alonso hizo una leve pausa, el comisario asintió—, pues en ella estuvieron presentes varias personalidades de la vida política, cultural y también económica. Aquí la clave es el célebre Murcia World, el parque temático con hoteles, casinos, atracciones y toda la pesca que se va a empezar a construir para finales de año. Pues bien, como se puede imaginar, hay un buen número de constructoras detrás de un contrato con ellos. Y la cosa no es para menos, estamos hablando de un negocio no de millones de euros, sino de cientos de millones de euros. Mucha, mucha, pero que mucha pasta.
—¿Y qué? —interrumpió Lucas.
—Pues que en dicha cena había representación de las dos empresas mejor situadas para obtener la concesión —prosiguió Alonso haciendo oídos sordos a la desagradable voz de Lucas—, una era Franca Constructores y la otra Buildup. En la primera hay un accionista mayorista cuyo nombre es Juan y apellido Herrera que fue encontrado en una habitación del hotel con la garganta rajada y unas fotos comprometedoras en el bolsillo, seguro que les suena; en la segunda un tipo llamado Cristóbal Key, director comercial, y marido de una de las mujeres que me contrató hace años para probar su infidelidad.
Durante unos segundos se hizo el silencio. La ausencia de sonido fue tal que únicamente faltó una rueda de matojos volando por ahí.
—Me quema ser repetitivo —expresó Lucas—. Pero ¿y qué?
—Juan Herrera y Cristóbal Key, dos hombres a los que investigué en su día, dos maridos infieles, dos personas que competían por el mismo condenado contrato. Uno de ellos está criando malvas, el otro por el contrario se encuentra en Londres negociando un trato de varios millones de euros —explicó Alonso con pasión—. Por Dios, ¿voy a tener que hacer un esquema en la pizarra?
El comisario carraspeó, miró a Alonso y después miró a Lucas. Sus ojos se volvieron a posar sobre los del detective, elevó las palmas de sus manos.
—Vamos a ver, voy a decirlo en voz alta a ver si así parece menos locura —dijo el comisario con tono calma-do— ¿Nos estás diciendo que ese tal Key mató a Juan Herrera, y a otros cinco tíos más, haciéndolo pasar todo por los crímenes de un asesino en serie, sólo para conseguir un contrato para construir un parque temático?
—¡Sí! —respondió Alonso elevando las palmas de sus manos, como dando gracias al cielo— ¡Sí! Eso es exacta mente lo que estoy diciendo.
—¡Venga ya! —reprobó Lucas con un gruñido.
—¡Que sí, joder! ¿No lo veis? Es una locura, ya lo sé, pero si lo pensáis detenidamente es brillante —explicó el detective con vehemencia—. Armó todo ese Cristo, desvió nuestra atención hacia un tipo muy específico de sospechoso, un loco, un psicópata, una mujer. A él sólo le interesaba el asesinato de Juan Herrera, pero si sólo contrataba a un profesional para liquidarlo la sospecha caería sobre él tarde o temprano, su principal competidor en los negocios. Vosotros investigaríais conexiones económicas, su trabajo y llegaríais hasta él fácilmente. Así, con el circo de la dama sangrienta se aseguraba de que todos mirásemos en otra dirección, mientras él se llenaba los bolsillos.
El comisario negaba, Lucas se echaba las manos a la cabeza y resoplaba como un búfalo. No lo veían para nada claro. Aquello les sonaba más a novela negra que a un hecho contrastable.
—Estás muy, pero que muy mal de la cabeza, chaval —dijo Lucas, señalándole con el dedo—. Eso que dices no tiene ni pies ni cabeza, eres un pirao.
—¡Cierra de una vez la boca, morsa! —exclamó Alonso con los puños cerrados, conteniendo su ira.
—Vamos a ver, calma señores, no nos comportemos como animales —medió el comisario, posicionándose rápidamente entre detective y subinspector—. A relajarse todo el mundo, ¿eh? No voy a consentir estas gilipolleces en mi comisaria. ¡Estamos! —tanto el detective como el subinspector bajaron sus miradas hasta el suelo—. Ya está bien de imbecilidades. A ver, Alonso, ¿tienes alguna prueba de todo eso que estás diciendo?
El detective privado suspiró. Sabía que ahí estaba el punto más débil de su ya de por sí inestable historia. No quería pronunciar las palabras que estaban a punto de salir de su boca, pero no podía postergarlas más.
—Esa es la cosa, señor —comenzó a decir con tono abatido—, que a pesar de estar total y absolutamente con-vencido de la culpabilidad de Key no tengo aún ninguna prueba en su contra.
—¡Lo sabía! —exclamó Lucas dando una palmada. —Sólo tenéis que investigar a Key —Alonso respiró hondo, debía volver al tono sereno—. Mirad sus cuentas, registrad su casa, investigad sus llamadas telefónicas, estableced una cronología de sus pasos en el último mes. Estoy seguro de que habló con la dama sangrienta en más de una ocasión. Fijo que sale algo, sólo hay que ir tras él, meterlo en una habitación y hacerle hablar… ¡Vamos! ¡Es él!
El comisario Garrido le dedicó una mirada de compasión. Una mirada que Alonso no tardó en identificar. Una mirada que le hizo más daño de lo que esperaba.
—Lo siento Alonso, agradezco mucho la ayuda que nos has prestado, pero creo que esto está pasando de castaño a oscuro —el comisario frunció el ceño—. Mírate, te ves fatal y te escuchas aún peor. Eso que dices no son más que conjeturas, hechos circunstanciales que tú mismo te dedicas a unir sin ninguna base sólida detrás. Sólo son teorías absurdas que la mente se cree porque quiere creérselas. ¿No lo entiendes? Te estás auto convenciendo de algo, porque en realidad no tienes nada.
—No, no puede pasar de esto… —el tono de Alonso se rasgó— ¿Qué hay de la asesina, tienen ya más datos, informes?
—Mira, la asesina está helándose en el depósito, la inspectora Mara lucha por su vida conectada a diez tubos y tú estás delirando —el comisario agarró el pomo de la puerta de su despacho y giró—. Esa es la realidad, esos son los hechos. Lo demás, sintiéndolo mucho, no es más que literatura barata. Vete a casa y, por favor, piénsatelo dos veces antes de volver aquí con barbaridades de ese estilo.
El comisario entró en el despacho y la puerta se cerró tras de sí. Fuera quedaron Alonso y Lucas, cara a cara, aguantando un silencio y unos nervios que les devoraban las entrañas. Era obvio que no se soportaban desde el primer minuto en que se conocieron, y la relación había llegado ya al límite de lo soportable. Una palabra, sólo fue necesaria una palabra de esos labios coronados por un descuidado bigote para que los puños hablasen, la sangre saltase, los moratones se marcaran y los agentes se tiraran como locos a separarlos y Alonso pasara un par de horas en un calabozo. La palabra fue «fracasado».