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Trece
El despacho y a la vez hogar de Samuel Alonso, sito en la calle Saavedra Fajardo, se encontraba a escasos pasos de todo cuanto merecía ser visitado del centro histórico de la ciudad, con lo bueno y lo malo que eso conlleva. Mucha actividad social, mucho ajetreo, mucho follón.
El estrecho y alargado espacio se hallaba prácticamente lleno entre el nuevo sofá-cama de Ikea, el viejo escritorio con su par de sillas y las estanterías de las paredes que alojaban libros, archivadores y no poco polvo. Como buena investigadora, a Mara no le pasaron por alto ni la pequeña nevera estratégicamente oculta en un rincón tras una voluminosa planta ni los restos de migas sobre la mesa, justo al lado del abre cartas y los bolígrafos.
—Así que aún vives aquí… —afirmó más que preguntó la inspectora.
—Sí, es mi casa —respondió el detective abriendo los brazos—. Ya sé que no es lo más cómodo ni ideal del mundo, pero al menos estoy a gusto… Ya sabes, aparte de que no puedo permitirme otra cosa.
—¿No has dicho que no te faltaba el trabajo?
—Bah, tengo algo más de actividad que hace unos meses, pero tampoco es que me bañe en oro. Sólo trataba de impresionar —Alonso dejó su abrigo gris tres cuartos en el perchero de la entrada y se dirigió al escritorio. De uno de los cajones sacó un pequeño ordenador portátil. Lo abrió y pulsó el botón de encendido—. A ver si sacamos algo en claro de aquí porque de momento lo tenemos un poco jodido todo.
—No digas eso —Mara hizo el gesto de espantar una mosca— sólo llevamos un par de horas en este caso. Juntos, me refiero. No hay que ser tan ansioso. Las prisas no llevan a ninguna parte. A ninguna buena, al menos.
—Ya, lo que sí sabemos es que los hombres somos unos hijos de puta.
—Nada nuevo bajo el sol —dijo Mara, tomando asiento en una de las dos sillas que se encontraban frente al escritorio. Alonso hizo lo propio a su lado, girando el portátil para que ambos pudieran ver su contenido.
—Dime, ¿y qué pasa contigo? No pareces casada — Alonso echó una rápida mirada a su mano derecha— ¿Novio?, ¿novia?, ¿perro? —preguntó tras introducir la clave de inicio de sesión.
—Muy gracioso. No creo que sea de tu incumbencia —Mara pareció sonrojarse durante un instante, el tiempo justo como para que Alonso se percatara de ello.
—Venga ya, prácticamente lo sabes todo sobre mí: divorciado, solitario, dificultad para mantener relaciones. En la prensa les faltó decir cuántas veces me cepillo los dientes al día. Es como si yo fuese de dominio público y tú un in-forme clasificado de esos. Si nuestra relación personal fluye nos irá mejor en el ámbito profesional, en la investigación. Ocurre en todos los trabajos, da igual de lo que se trate, el ambiente de trabajo, la relación entre compis siempre influye para bien o para mal.
—Es impresionante el rollo que tienes, Alonso —dijo Mara, fijándose en la pantalla del portátil mientras Alonso accedía a una de las carpetas de «Mis documentos» llamada «Informes»—. Vale, tengo una especie de novio.
—Un especie de novio. Suena tan apasionante como intrigante…
—Sí, un tío con el que a veces quedo. A veces cenamos. A veces...
—¿A veces te dice que te quiere? —preguntó el detective clavando su oscura y penetrante mirada en la azulada de Mara.
—Eh, no… eso, eso sí que no te importa —Mara se sentía algo incómoda. Acarició su nuca y cambió de tema— ¿Has encontrado ya algo de provecho, don alcahuete?
—Ajá. ¿Ves este listado? —Alonso señaló la pantalla con el dedo—. Estos son todos los nombres de los tíos a los que investigué relacionados con infidelidades en los últimos cuatro años. Como ves tampoco son tantos, trece, incluyendo los tres fiambres.
—Aún así son bastantes.
—Trece en cuatro años da una ridícula media de tres casos al año… —dijo Alonso, casi meditando—. No me extraña que casi me muriera de hambre y tuviera que poner copas en el bar de un colega.
—Eso también suena apasionante, pero viene poco al caso —dijo con ironía Mara mientras seguía leyendo la pantalla—. A ver… ahí están Pedro Vega, José Ortega y Juan Herrera. Abre los archivos, a ver si encontramos alguna otra conexión aparte de la evidente.
Lo hizo, pero no encontraron nada. Cotejaron datos, cruzaron estadísticas. Nada. Uno lo hacía con su amiguita de turno en la oficina, cuando ya no quedaba nadie. Otro tenía más posibles e iba siempre a un hotel de cuatro estrellas del centro. Y el último, cómo ya había apuntado Alonso antes, usaba su casa de la playa en Torrevieja para correrse sus particulares juergas adúlteras.
—No me estaré metiendo en ningún follón de violación de confidencialidad y esas cosas, ¿no? —preguntó Alonso con cierta duda.
—Tenemos carta blanca, no te preocupes por eso —tranquilizó la inspectora, visiblemente concentrada —. Está todo arreglado. Sólo trata de concentrarte, de ver más allá de las letras. Debe de haber algo más. No tendrás archivos más antiguos, ¿verdad?
—No. Cumplo escrupulosamente con la ley. Tras cinco años elimino informes, no hay nada más que lo que ves — confesó el detective—. En cuanto a lo de las fotografías, eliminé recientemente las de los casos más antiguos, quedándome sólo con las de los casos del último año. Es una nueva ley que entró en vigor hace unos meses.
—Mierda.
—Ya te digo.
Ese «mierda» y ese «ya te digo» significaban que estaban cada vez peor. Significaban que la asesina había robado los informes antes de que Alonso eliminara los de los últimos años, antes de la nueva ley, ya que el primer cadáver, Pedro Vega, que fue infiel a su mujer el 12 de enero de 2011, llevaba las fotos de su infidelidad consigo cuando su cuerpo fue encontrado con la garganta abierta.
—Así que hay diez víctimas potenciales —Mara hacía cábalas en voz alta— y de las diez tiene fotos para llevar a cabo su ritual, su escenificación.
—Eso parece… lo debe de llevar preparando durante mucho tiempo —terció Alonso, visiblemente fastidiado—. Hija de la grandísima...
—Ya te lo dije, estos asesinatos son fríos, calculados y ejecutados con precisión matemática —Mara resopló, le llevó las manos a la cabeza y peinó hacia atrás con sus dedos sus cabellos.
—¿Cuál es el siguiente paso entonces? Llamar a esos diez tíos y decirles: «hey, andad con ojo que hay por ahí una tiparraca que se encarga de liar y matar a adúlteros desprevenidos».
—Pues sí, hay que hacerlo —asintió Mara— pero mejor me encargo yo de decírselo, seguro que apreciarán un poco de tacto, cosa de la que no sé si dispones.
—Bueno, de lo que sí dispongo es de un par de cervecitas bien frías —ofreció Alonso, con su típica sonrisa de relajado encantador.
No fueron necesarias las palabras, el gesto de Mara, danzando entre una mueca de asco y una sonrisa que final-mente no saldría, se lo dejaba bien claro todo. La inspectora sacó de su bolsillo su teléfono móvil y comenzó a marcar el número del primer tipo de la lista. El uno de diez. Estaba siendo una mañana fría y frustrante, y ahora iba a ser también larga. Alonso se repantigó en su silla y comenzó a escuchar, una a una, las llamadas de aviso de Mara. Al principio creían que se trataba de una broma, más de uno también lo siguió creyendo aun cuando la llamada llegaba a su fin. En teoría no debía ser difícil mantener la fidelidad, no acercarse a ninguna hembra que no fuera su santa es-posa durante unos días, y mucho menos dejarse embaucar por una chica cañón que de repente le encontrara el tipo más interesante y atractivo del planeta. Pero eso era sólo la teoría. La práctica les decía a Alonso y a Mara que la carne es débil, aberrantemente débil, y que la duda ante un hecho tan peliculero y novelesco como cruzarse con una asesina devora hombres era más grande que la credulidad. Podían avisarles a todos, pero no podían vigilar a todos. Y ni mucho menos protegerlos a todos.
Alonso sintió unas imperiosas ganas de fumar. Su reino por un cigarrillo. Encima no le quedaban chicles.