11

 

 

Género humano

 

 

 

 

 

 

Un nuevo día amaneció, como era de esperar. Sol y unas pocas nubes, temperatura suave, y un incómodo dolor de cabeza. Alonso se tomó un Gelocatil, volvió a transformar el sofá-cama de su despacho en solamente sofá, se dio una ducha rápida, se secó y se peinó. Frente al espejo pudo observar cómo la herida de su pómulo estaba tan bien que ya ni precisaba tirita. Ese fue el momento en que entró en acción una ligera pero significativa variación: en lugar del traje y la camisa se puso un chándal, una camiseta y una sudadera gris con capucha. Hacía años que no recordaba haber salido así a la calle.

Samuel Alonso no era un tipo al que le gustara hacer ejercicio, ni al aire libre ni en gimnasios, guardaba la figura gracias a la genética y a que prácticamente no le gustaba ningún dulce. Así que, sintiéndose extraño, abandonó su piso-despacho como todo un deportista obligado por las circunstancias. Debía seguir a Ginés, y Ginés frecuentaba lugares en los que el detective pasaría más desapercibido vestido de chándal que de etiqueta.

Cogió el coche y se fue a la calle de Ginés, estacionó a unos metros delante de su edificio y esperó. Silbó con la radio, se rascó repetidas veces la cabeza, bostezó en no pocas ocasiones y maldijo aquellos momentos tan aburridos de su trabajo. Entonces, un buen rato después, apareció Ginés por la puerta. Cojera, collarín, todo en regla. Ese tío sabía bien lo que se hacía, si es que se hacía algo. A lo mejor todo era cierto y los de la empresa E-Master eran unos paranoicos, aunque lo que estaba fuera de toda duda es que Ginés Alcázar olía y mucho a chamusquina.

Ginés siguió su rutina de siempre: compró una palmera de chocolate en la confitería frente a su casa y se fue andando, y comiéndosela, hasta la parada del bus. Cuando llegó el número uno se subió y Alonso lo siguió. El bus fue haciendo una pesada e interminable ruta dirección norte hacia las afueras de la ciudad, deteniéndose en casi cada parada por la que pasaba. Desesperado, Alonso permanecía detrás.

Tras media hora larga de travesía, el bus llegó a su última parada: el centro comercial Nueva Condomina. Ginés se apeó por la puerta trasera y echó a andar en dirección opuesta a las tiendas. Alonso dejó el coche en el aparca-miento al aire libre y continuó el seguimiento a pie. Dejó la cámara de vídeo en el coche, demasiado llamativa también; no quería que se repitiera una escena como la del día anterior. La cámara del móvil sería suficiente si es que había algo que inmortalizar.

Ginés dejó la zona comercial atrás, también el estadio de fútbol y se fue alejando incluso de la zona asfaltada, cruzando un descampado de tierra y matojos hasta un edificio a medio construir, uno más de los hijos tontos de la crisis, un proyecto de bloques de viviendas que se quedó en eso, en un mero proyecto inacabado. Tenía la forma, cinco pisos hasta el cielo, de los cuales tan sólo el primero poseía pare-des. El resto tan sólo esqueleto de hormigón.

Alonso se quedó en una de las esquinas del estadio y desde allí vio a Ginés terminar de pasar por el descampado y entrar por un agujero en el edificio. El detective permaneció quieto unos minutos, ¿le había entrado un apretón a ese tío? No parecía, ya que para ello podría haber usado los múltiples baños de los centros comerciales. Puede que se reuniera con alguien allí, o que sólo hubiera entrado allí para colocarse, o visitar a algún mendigo o camello del que fuera colega. Cualquier cosa era posible tratándose de tal personaje.

Pasaron diez minutos, luego cinco más. Alonso había contado hasta tres tíos de pinta parecida a la de Ginés (y, por qué no decirlo, a la suya propia en aquellos momentos) que habían entrado por el mismo agujero. Conforme pasaban los minutos la curiosidad iba creciendo en los adentros de Alonso, unas ganas de conocer que fueron dando paso a una decisión de dudoso juicio: tras proferir una maldición al aire, Alonso se puso la capucha, metió las manos en los bolsillos del chándal y echó a andar en dirección al descampado. Miró disimuladamente a diestra y siniestra. Nada ni nadie había allí para vigilarle, estaban solos el sol, la escoria y él.

Conforme se acercaba al edificio podía escuchar un sordo bullicio que sin duda emergía de su interior. Jadeos y ladridos. Con el valor por bandera, y la poca vergüenza y desprecio por su seguridad de que hacía gala últimamente, Alonso llegó hasta el agujero, se agachó y entró. Apenas tuvo tiempo de ver las cuatro paredes plagadas de grafitis y los dos toneles con papeles ardiendo en su interior que daban luz a aquella especie de cueva, cuando fue interpelado por un tipo de larga cabellera negra y perilla de chivo.

—Santo y seña —dijo el tipo al que el aliento le olía a cebolla cruda.

—¿Cómo? —preguntó Alonso a la par que se quitaba la capucha.

—Si no dices la palabra mágica no puedes entrar, colega…

Alonso respiró hondo, le miró, sonrió, se asqueó cuan-do volvió a abrir la boca y finalmente metió despacio la mano en uno de los bolillos de su sudadera y la sacó con un par de billetes de veinte.

—Verás, soy un tipo parco en palabras… ¿Te vale esto? —preguntó el detective meneando los billetes con aire chulesco.

El tío de la perilla cambió el semblante de forma radical, frunció el ceño, apretó la mandíbula y se cruzó de brazos. Por un momento pareciera que iba a reventar como un ciquitroque, que estallaría una tormenta que conduciría al detective afuera al descampado. Pero no.

—¡Estaba de coña, colega! —dijo entre risas—. Anda, pasa, tira por esa puerta y luego sigue el pasillico a la izquierda. Ah, y que tengas suerte, macho.

El detective asintió y elevó un dedo en un signo más o menos de agradecimiento y se dispuso a seguir las indicaciones de aquel chalado. Cruzó un umbral, se adentró por un angosto pasillo de paredes desnudas sin enlucir y fue a parar a otro umbral en el que los gritos y la luz se iban haciendo cada vez más intensos. Y no sólo eso, también el calor humano y la peste a tigre comenzaban a inundar las fosas del valiente investigador. Cuando traspasó el último umbral, que tenía incluso el dintel de madera desnudo, comprendió al fin de dónde procedía aquel escándalo y aquel hedor.

Tragó saliva y se dirigió hacia la enloquecida muchedumbre que jaleaba a dos perros fuertes y altos de los que Alonso desconocía la raza. Dos perrazos cuadrados, híper musculados y con las fauces babosas y ensangrentadas que se enfrentaban a muerte en singular combate en una especie de ring delimitado con una serie de bloques de cemento de la misma inacabada obra. Uno tirando a negro y el otro tirando a marrón, el primero con unas heridas bastante feas en el lomo, el segundo en mejor forma y ferocidad. Si iba a apostar por alguno, y desde luego tenía que hacerlo si no quería levantar sospechas, apostar al marrón era la mejor opción de no salir de allí perdiendo dinero. Aguantando la nausea y tragándose la rabia que le provocaba contemplar aquel dantesco espectáculo, se fue introduciendo entre aquella pandilla de fracasados escandalosos, justo en una posición en la que le quedaba justo enfrente su objetivo: el electricista fumeta y ahora aficionado a las peleas de perros ilegales Ginés Alcázar, que se encontraba realmente emocionado y chillando como el que más incongruentes alaridos que se perdían entre aquel sucio bullicio.

¿Vuoi apostare? —le preguntó de repente un tipo bajito vestido de chándal Adidas negro con los ribetes dorados con el pelo cortado a cepillo y lucido con unas dudosas mechas rubias.

¿Apostare? —preguntó Alonso a aquel tipo que, o le estaba vacilando, o era de verdad italiano.

Ma claro, coglione, apostare. ¿pa qué has venuto si no?

—Ya, ya… ehm, venga —Alonso sacó los dos billetes que había enseñado antes— veinte por el marrón.

—¿Torpedo?

—¿Eh?

Il suo nome es Torpedo, il cane se llama Torpedo —dijo el italiano, con cierta cara de mala leche.

—¿Qué más da su nombre? Quiero apostar veinte por ese, ese —Alonso señaló con el dedo al perro marrón, al parecer llamado Torpedo, el cual se ensañaba con el cuello del negro—. El marrón, ragazzo.

¿Ragazzo? ¿Sei un poliglota o qué? —preguntó el italiano bastante gesticulante.

—Parece que lo soy más que tú, amigo. ¿Aceptas o no la apuesta? —Alonso pasó el billete azul por la cara del italiano.

Va bene —el italiano tomó el billete de veinte con gesto de mosqueo y se lo guardó en el bolsillo del pantalón.

—Grazie tante —convino Alonso con sorna. Torpedo seguía encarnizado en la zona del cuello y el lomo de su adversario, en un combate que se antojaba en las últimas. Fue entonces cuando el negro se revolvió, re-naciendo de lo que parecían sus cenizas, saltando sobre su contrincante y profiriéndole un bocado profundo en una de sus patas delanteras, lo cual hizo que Torpedo cayera sobre la tierra de aquel repugnante cuadrilátero. Lo que vino a continuación fue harto desagradable para Alonso. Al resto pareció gustarle dadas sus caras de satisfacción. Al menos a los que habían ganado algo de dinero con aquella crueldad. El detective cerró los ojos un instante. Para cuando fue a abrirlos el perro negro se estaba dando un festín con las entrañas de Torpedo, que yacía de lado tumbado sobre un creciente charco de sangre.

—Puaj… —expresó Alonso, que no podía fingir la repugnancia que le causaba aquella visión. Afortunadamente fue recibido por el corredor de apuestas italiano como disgusto por perder los veinte pavos.

—Mala fortuna, stronzo, puede que la próxima volta… —dijo, ahora sí, con una gran sonrisa en los labios.

—Ya, se te ve muy afectado —le respondió el detective echando un último vistazo al perro hecho picadillo—. Me voy a tomar el aire, Garibaldi.

Se dio media vuelta y se dirigió hacia la salida sorteando a los sudorosos y embrutecidos tipos de aquel lugar. Justo antes de cruzar el umbral que le llevaría de vuelta a la civilización, echó un último vistazo a aquel desagradable lugar, centrando su mirada en Ginés, la joyita hecha hombre al que le había ido bien la mañana, dada la genuina sonrisa que portaba y el taco de billetes que sostenía en su mano derecha.

Alonso escupió al suelo y se largó, atravesando de nuevo el pasillo y volviendo a la estancia del portero de la perilla.

—¿Ya te vas, macho? —le preguntó el portero— ¿Tan mal te ha ido?

—Ya sabes lo que pasa con estas cosas, cuando no tienes el día te despluman bien rápido…

—Vaya, jodíos perros…

—Sí, jodíos perros.

Atravesó el campo de tierra y volvió a resguardarse en la esquina del estadio de fútbol. La vida no dejaba de sorprenderle, incluso cuando ya nada debería hacerlo, ya que no tenía en alta estima al género humano últimamente: asesinos, ladrones, drogadictos, violadores, maltratadores, vengadores, estafadores, sanguijuelas bípedas que no dudarían en absorber hasta la última gota de un inocente si aquello les reportara algún tipo de bien. El egoísmo crecía a su alrededor como la mala hierba, sin control ni previsión, salvaje, despiadado, por todas partes, arraigando en todas los sectores de la sociedad, y a todas las edades. ¿Qué placer se puede obtener de ver a un perro reventando a bocados a otro? ¿Por qué existe gente que encuentra emoción en algo que la mayoría tildaría de inhumana crueldad? ¿Por qué la inmundicia nunca se puede terminar de limpiar? Esas y otras preguntas cruciales sobre la humanidad surcaban la mente de Alonso mientras aguardaba a que Ginés abandonara aquel monstruoso lugar.

Universo salvaje
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