12
La oveja negra
Ginés Alcázar salió del edifico en ruinas poco más de media hora más tarde, cerca de la hora de la comida. Solo y con la lentitud propia de su cojera, atravesó el descampado, dejó el estadio atrás y se dirigió de nuevo a la parada de autobús del centro comercial. Alonso le siguió con debido cuidado y se detuvo a pocos metros de allí, apoyado en una señal de paso de peatones. No tardó mucho en llegar el autobús de la línea uno, que llevaría a Ginés de vuelta a su casa, a comerse su trozo de pan con una lata de aún o lo que fuera y pasar la tarde fumando maría o chocolate en su viejo sofá de escay.
Alonso resopló haciendo evidente la desgana que aquello le producía y acto seguido fue al aparcamiento en busca de su coche. Salió de allí lo más rápido que pudo, y no porque tuviera precisamente prisa, y condujo su coche por el Camino de la Rambla en dirección a El Puntal. El tráfico era más bien escaso, no le pilló ni un semáforo, ni siquiera el dichoso tranvía detuvo su avance. En apenas cinco minutos se encontraba ya superando los enormes resaltos de la entrada de la pedanía y deteniéndose ante un paso de cebra por el que comenzaba a cruzar una señora de unos ochenta y pico años, con el pelo corto y teñido de castaño que vestía un recio jersey de lana beis y una falda negra. Alonso se quedó unos segundos mirando a la anciana, dudando si saludarla o no. Finalmente pudo el decoro a la poca vergüenza. Bajó la ventanilla con la manivela y sacó la cabeza por la abertura antes de gritar la palabra «abuela».
La señora, su abuela, se giró extrañada y aguzó la mirada. Tardó varios segundos en reconocer a aquel tipo despeinado y sonriente. Alonso le hizo una señal de que esperara al otro lado de la acera, miró a ambos lados y aparcó el coche un poco más adelante, entre un contenedor de basura y una furgoneta blanca de reparto. Se aseguró de que el coche estaba bien cerrado, se cercioró igualmente de que no pasaba ningún vehículo y cruzó a unos metros del paso de peatones. El encuentro con la abuela fue más frío de lo que esperaba, aunque bien mirado no podía esperar mucho dado su historial.
—Hola abuela, ¿cómo estás? —Alonso hizo ademán de ir a darle dos besos pero la mujer lo impidió extendiendo su brazo derecho.
—No me vengas con monsergas, Samuel. Hay que ver la poca vergüenza que tienes… —la mujer lo miró de arriba abajo con cierta desaprobación— ¿cuánto hace, eh? Yo tengo la cabeza mala, pero tú que eres joven lo sabrás. ¿Cuándo fue la última vez que viniste a visitarme?
—No sé, abuela… hará ya un tiempo —Alonso se rascaba la nuca.
—¿Un par de años?
—¡Hala! No exageres, mujer, ya que haga un año y medio como mucho…
—Sinvergüenza, que vives a diez minutos de aquí —prosiguió la abuela recriminando— ¿Tampoco te iba el teléfono?
—¿El teléfono? Sabes qué pasa, perdí mi móvil antiguo y en la agenda tenía tu número y muchos otros que perdí… Una pena, la verdad.
—¡Vete a freír espárragos! Excusas más malas me das, hijo… —la señora se dio la vuelta y comenzó a andar calle arriba. Alonso iba detrás—. Si no llega a ser por esa lata de anchoas con ruedas que llevas no te habría ni reconocido… —Abuela, por favor, para un momento —el tono de Alonso era cada vez más suplicante—. Llevas razón, no tengo excusa, soy un nieto de mierda. Lo siento mucho, de verdad.
Aquellas últimas palabras hicieron detener su avance a la anciana, que cerró los ojos, resopló y con las mismas se dio la vuelta. Miró a su nieto de hito en hito, repasando sobre todo su rostro; esa cara que no veía desde hacía casi dos años y que pensó que no volvería a ver nunca más.
—Bueeeeeno, te perdono, pero haz el favor de hablar bien —expresó la anciana, detectando Alonso cierto candor en su voz, ese tono que tan bien le hacía y que hacía tanto que no oía.
—Sí, abuela —el detective sonrió—. Dime, te veo bien, ¿cómo va todo?
—Quédate a comer y te lo cuento— respondió la abuela.
—No creo que pueda, abuela, tengo mucho trabajo y… —Alonso titubeaba, no convencía a nadie.
—Menuda novedad —expresó la anciana con decepción. Alonso extendió sus brazos como esperando una absolución divina.
—Anda, tira, corre a tu trabajo y vuelve dentro de otros dos años y de casualidad… —la abuela volvía a las anda-das—. Con un poco de suerte ya estaré muerta…
—Vaaaale, me quedo —convino al fin el detective—. A ver. ¿Qué hay de comer?
—Pues seguro que algo mejor que lo que llevas comiendo últimamente, mira qué cara y qué color más pajizo me llevas… —los ojos de la abuela le escaneaban—. No se puede sobrevivir sólo con comida de microondas.
Abuela y nieto llegaron a una vieja casita adosada con azulejos blancos en la fachada y puerta marrón con una efigie de Cristo sobre la mirilla. La casa estaba exactamente igual a como la recordaba Alonso, de hecho era exactamente igual a cualquier casa de abuela de la zona: una estrecha entrada con un antiguo mueble recibidor colmado de fotos antiguas, un par de mecedoras con cojines y más allá un salón algo más amplio con una mesa de madera de roble sobre el que había una botella de agua y una barra de pan y sillas a juego, más un enorme mueble con cristaleras que contenía cientos de copas de toda clase y utilidad. Por la puerta de la cocina emergía un agradable aroma a estofado.
—Anda siéntate, que la comida ya casi está.
Alonso hizo lo que le mandaron, mientras proseguía mirando la casa, recordando cosas de la infancia, risas y llantos, reuniones familiares, cenas, comidas, partidas de cartas, parchís; momentos que ya se habían esfumado hacía mucho, pero que no podía evitar revivir encontrándose entre esas cuatro paredes. De pronto era un niño de nuevo, un mocoso que apenas llegaba a la altura de la mesa, que correteaba de aquí para allá con su hermano mayor, haciendo perrerías, riendo, chillando, jugando, siendo simplemente un niño. Al cabo de unos minutos apareció la abuela con la olla, en otro viaje trajo un par de platos y unos vasos. Alonso se adelantó y fue a por las servilletas y los cubiertos. Una vez de vuelta la abuela ya había servido dos contundentes platos humeantes.
—Vaya tela, abuela, tú lo que quieres es que no me pueda mover en toda la tarde —dijo Alonso entre risas mientras introducía la cuchara en el denso caldo de su plato.
—Tú come y calla, que me tienes contenta —sentenció la abuela justo antes de soplar a su primera cucharada.
—Bueno, entonces habla tú, que no soporto los silencios —dijo el detective antes de echarse la primera cucharada a la boca.
—Pues tampoco te creas que hay mucho que contar, aquí estoy, como siempre. Sola, aburría… No hay mucho que hacer más que las cosas de la casa.
—¿Y mi sobrino, viene a verte?
—Alguna vez se deja caer con la madre, sí. Al menos tienen más decencia que tú…
—Eso no lo dudo.
—Pobre zagal, quedarse sin padre tan pronto… —la vieja comenzó a sopar un trozo de pan en el plato—. Ya podías hacer tú más para que el pobre crío no se sintiera tan solo.
—¡Y lo hago! —replicó Alonso—. Rara es la semana en la que no quedo con él y nos vamos al McDonalds o a ver el fútbol —la abuela tenía un curioso semblante de in-credulidad—. Que sí, mujer, créeme, no me olvido del crío.
—Espero que sea verdad porque la familia es lo único que tenemos, ¿me oyes bien? —los grises ojos de la abuela se le clavaron como cuchillos—. Lo único. Si dejamos eso de lado, mala cosa…
Alonso asentía mientras continuaba zampando con cierta ansia. La mujer tenía razón, en lo de la familia y en lo de que hacía tiempo que no comía tan bien.
—Bueno, ¿y tú qué? —preguntó la abuela.
—¿Yo qué de qué?
—Pues de mujeres. ¿Has encontrado ya a una buena moza que te aguante?
—Ja, ja —Alonso rió con gana—. No sé yo si esa opción existe, querida abuela. Soy demasiado… complicado. Es mejor así, hazme caso. Vi a mi ex mujer hace unas semanas y le va de lujo, incluso va a tener un crío. Y me alegro mucho por ella. Si hay algo claro es que está mejor sin mí y yo sin ella. Soy un espíritu libre, abuela, o algo de eso.
—Sí, un judío errante es lo que eres —expresó la abuela con desaprobación—. En fin, qué le vamos a hacer. En toda familia hay una oveja negra, ¿no?
—Qué dura eres, abuela, no te andas con chiquitas, aunque supongo que no vas muy desencaminada…
—Y a ti parece que te gusta.
—Bueno, basta de hablar de mí —el plato de Alonso estaba en las últimas— ¿Qué pasa contigo?
—¿Qué va a pasar? —preguntó la anciana extrañada. —Pues no sé —Alonso vaciló— ¿Has conocido a algún madurito interesante en algún bingo o baile de esos del hogar de pensionista?
—¡Mira que tienes tontería encima, hijo! —censuró la anciana levantando enérgicamente su brazo derecha, cuchara incluida—. Yo ya sólo estoy para una cosa: criar malvas.
—Qué alegría da hablar contigo, contagias un entusiasmo y unas ganas de vivir que no veas… Luego te quejas de que no te visite nunca.
—¿Qué tendrá que ver la velocidad con el tocino? —se preguntó la mujer mientras repelaba su plato con un trozo de pan—. Sólo te digo la verdad, son ochenta y seis años ya.
—¿Tantos? Vaya, no hubiera dicho que tuvieras más de ochenta y cuatro.
—Qué gracioso eres, madre —rio levemente la abuela, concediendo cierta complicidad que ya creía extinta con su nieto.
—Sí, se ve que tenemos algo en común.
De postre había fruta. Alonso cogió una naranja, la abuela dos. Mientras la pelaba miraba a la anciana haciendo lo propio y sonreía. Sonreía encandilado al comprobar cómo en el tiempo en el que él apenas había rascado un poco de cáscara la abuela ya había desgajado toda su naranja y se disponía a hacer lo propio con la segunda, con una maña y una velocidad que sólo la práctica y los años eran capaces de otorgar. Le iba a pedir que le diera una de las suyas ya peladas, pero en ese momento el bolsillo derecho de su pantalón de chándal comenzó a vibrar.
—Lo siento, abuela, tengo que cogerlo, es importante. El detective se levantó de la mesa y sacó el móvil del bolsillo, dio unos pasos y se dirigió a la estrecha entrada. En la pantalla ponía «Inspectora Maravilla».
—¿Diga?... Vale. Sí, sí. ¿Has podido hablar con todos?... Uhm, bueno… ¿Cómo dices? Puf, eso no suena demasiado bien… Sí. Es sospechoso de narices. Sí, sí. Me gustaría acompañarte, si te parece bien… Venga, nos vemos allí en media hora.
Alonso volvió al comedor salón y se acercó hasta la posición de su abuela. Esta vez sí, la anciana puso la mejilla y Samuel la besó, acompañando el beso con un cariñoso abrazo. Estuvieron así un par de segundos, puede que alguno más. Ella olía a agua de rosas.
—Tengo que irme, abuela. Muchas gracias por la invitación, por la comida y por ser como eres. Te prometo que no volverá a pasar un año y medio sin visitarte.
—A ver si es verdad —dijo la abuela finalmente son-riente.
Samuel salió y cerró la puerta tras de sí. Mientras cruzaba la carretera en dirección a su coche la abuela abrió el ventanuco de la puerta y observó a su nieto a través del cristal. No podía evitar querer con todo su corazón a ese desastre con patas, echarlo de menos la mayor parte del tiempo y desearle toda la suerte del mundo haciendo lo que fuera que hacía. Aquella alma perdida era, junto a su bisnieto, la única familia directa que le quedaba, el último eslabón de sangre que le unía al mundo.
El Opel Kadett rojo salió de la plaza de aparcamiento y avanzó hasta perderse de la vista. Aquella fue la última vez que la abuela vio a su nieto.