22

 

 

Melchor

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Entraron en el coche y se secaron por encima con una toalla que Mara llevaba en la parte de atrás. Tras un par de intentos Edu respondió a la llamada de la inspectora Suárez. En cuanto pronunció el nombre de Melchor, el especialista en falsificación de documentos se echó a reír.

Al parecer Melchor era algo así como un mito, uno de esos nombres que se oyen en los callejones, en los corrillos del barrio más conflictivo o en la esquina más chunga de la cárcel. Las investigaciones en torno a esa figura les habían llevado a contactar con un tal Ángel Estrada, un tipo alto y corpulento de unos cincuenta años, cabello y frondosa barba blanca que dirigía un taller mecánico en las afueras camino de Molina. No había evidencia alguna de que Ángel fuera Melchor, aunque las investigaciones indicaban indudablemente en esa dirección. Durante el tiempo que estuvo vigilado nunca ocurrió el más mínimo indicio de delito, nunca se consiguieron pruebas de actividad directa. Todo lo que tenían eran suposiciones, y éstas no podían llevar a nadie a la cárcel. Vamos, que estaba limpio. Por desgracia no tenían otra cosa, así que Mara y Alonso debían hacerle una visita a ese mecánico. Apuntaron la dirección del taller de coches y se pusieron en camino. Eran sólo las seis y media de la tarde, pero la oscuridad reinante era idéntica a la que se encontrarían a las tres de la madrugada.

El taller se llamaba Estrada Motor y no tenía nada de particular: las persianas arriba, una nave amplia de paredes de hormigón, coches por aquí y por allá, en el suelo, en los elevadores, completos y desguazados. Un chico vestido de azul que trabajaba en las entrañas de un Mercedes clase C dejó lo que estaba haciendo y se dirigió hacia la entrada al advertir la presencia de los investigadores. Tras intercambiar un par de palabras, el chico les indicó que fueran hasta el despacho del fondo del taller, un reducido espacio lleno de trastos y papeles en los que apenas había espacio para entrar. En la pared, el clásico calendario con la rubia tetuda de turno. Tras una mesa de escritorio con un ordenador y una pila de carpetas de cartón se encontraba un tipo que coincidía con la descripción dada por Edu. Alonso pensó para sus adentros que, de tratarse de ese tipo, quien quiera que le pusiera el mote se equivocó, más que Melchor era Papá Noel. El mono que vestía apenas daba abasto con la prominente barriga.

—Sentaos, por favor —indicó Ángel Estrada mientras hacía lo propio en su típica silla de despacho con ruedecitas—. Vosotros diréis.

—Estamos bien así —replicó Mara—. Hay prisa, ¿sabe? Y toda ayuda por su parte puede ser tomada como gesto de buena fe. Quién sabe, quizá pueda revertirle en ayuda para usted dentro de un tiempo.

—¿Ah sí? —Ángel rio de buena gana—. Bueno, no sé en qué podría yo necesitar vuestra ayuda. No me malinterpretéis, pero gracias a Dios nunca he tenido que llamar a la policía para nada. Y me gustaría seguir así, toco madera —Ángel tocó la mesa con sus nudillos—. Pero vamos, dispara.

—Mire, señor Estrada, vamos a dejarnos los formalismos y las tonterías —Mara apoyó sus manos sobre el escritorio y miró directamente a los ojos al dueño del taller—. Sabemos perfectamente quién es y a qué se dedica. Que tengamos algo sólido contra usted es sólo cuestión de tiempo. Pero tenga esto bien presente, tarde temprano a todo cerdo le llega su San Martín.

En ese momento fue cuando la risa de Ángel retumbó en todo el despacho.

—No sé si sentirme halagado o acorralado —afirmó Ángel—. A lo mejor me tenéis en mayor estima de la que merezco.

—Lo dudo mucho, Melchor —dijo Alonso, palabra que provocó un ligero cambio en el rostro de Ángel. Su mirada se centró y su risa se transformó en una leve sonrisa— ¿Dónde esconde los carnets y pasaportes falsos? ¿Eh? Apuesto a que tiene una losa falsa —dijo mientras pisaba fuerte con la punta del zapato en el suelo— o a lo mejor está en una caja fuerte detrás del poster de esa tía buena.

—Bueno, si no traéis orden de registro me temo que nunca lo sabréis… — respondió Melchor curvando sus labios—. He recibido varias visitas de colegas vuestros y nunca han podido relacionarme con nada. Decidme, ¿por qué narices os iba a decir yo algo?

—Porque esto no es un caso de falsificación documental, le estamos pidiendo ayuda en un caso de múltiple homicidio —reveló Mara ante la atónita mirada de Ángel.

—Vaya, vaya, vaya, esto se pone interesante —Ángel se apoyó completamente en el respaldo de su silla y se frotó las manos con avidez— ¿Vosotros sois los que investigáis los crímenes de... cómo se llama, la dama de la sangre?

—Sangrienta —concluyó Alonso—. Cosas de la prensa. Para nosotros simplemente es la asesina.

—Sí, y sabemos que la sospechosa ha usado un car-net falso para alquilar un coche —añadió Mara— y bueno, pues preguntando un poco salió su nombre.

—Pues me temo que lo siento mucho, agentes, pero debo decir eso de que «no sé de qué hablan», más que nada porque es verdad, no sé de qué me estáis hablando. Esto es un humilde taller de coches, ¿no lo veis? Ruedas, grasa, llaves inglesas, todas esas cosas —Ángel se puso de pie y comenzó a andar hacia la puerta del despacho—. Así que si me disculpáis, tengo mucho trabajo que hacer.

—Un momento, espere, no estamos aquí por usted — Mara elevó sus manos, deteniendo el avance de Ángel—. Ahora mismo sus presuntos negocios turbios no están bajo investigación, no nos importan, no hemos venido a atrapar-le. Le garantizo que está a salvo. Sólo queremos saber si ha realizado, distribuido o si conoce a alguien que haya podido hacer un carnet falso a nombre de María Martínez Pérez. Por favor, es de una importancia capital, ya ha matado a cuatro hombres, y no creo que tenga intención de pararse ahora.

El mecánico suspiró y, con un rápido y seco movimiento, hizo crujir su propio cuello, cosa que a Alonso le produjo escalofrío que sacudió todo su cuerpo.

—Ya, bueno, ¿sabes? Quizás debería, pero esos tíos no me dan pena ninguna. No porque hayan sido unos infieles, quien más quien menos ha echado una canita al aire en su vida —esta parte la dijo mirando para Alonso— pero éstos han sido débiles, muy débiles. ¿Podría pasarle a cualquiera? No lo creo, hay que estar siempre alerta, dominante de la situación. No puedes dejar que una tía te coma el coco y te clave un puñal. Esa es mi filosofía.

—No se cree ni usted esa parrafada —dijo Alonso apartándose de la puerta para que Ángel pudiera salir—. Si apareciera una mujer de estas que quitan el hipo, de esas que su sola presencia hacen tambalear toda tu existencia, caería. Sí, se rendiría, bajaría la guardia justo ese segundito y entonces, ¡hala!, adiós cuello. Adiós vida.

—Vale, vale —Ángel elevó sus manos sucias de grasa—. Si algún día me cruzo con alguna de esas te cuento.

El dueño del taller abandonó definitivamente el despacho y se dirigió a otro chaval que se encontraba cambiando las ruedas de un Polo. Se acercó y le dijo algo al oído. El chaval, visiblemente sorprendido se alejó hacia la entrada. Mara y Alonso, que no habían perdido detalle, llegaron hasta la posición de Ángel.

—¿Qué, ya le ha dicho a su chico que eche el cierre y prepare algunos de estos artilugios para torturarnos? — preguntó Alonso con una mezcla de ironía y mala leche.

—Ja, ja. Creo que tienes que ver menos películas de Steven Seagal —dijo Ángel—. Sólo le he dicho que vaya a por algo de merienda. Este barril no se mantiene solo — dijo dando unas palmaditas a su prominente barriga.

—Así que ya está, no nos va a decir nada —dijo la inspectora con seriedad.

—Os he dicho muchas cosas, pero supongo que ninguna que os interesará —admitió Ángel dando una profunda calada a su pitillo—. En fin, si algún día necesitáis de un mecánico os hago una buena rebaja, ¿ok? —Ángel les guiñó un ojo—. Para que veáis que me enrollo.

Las miradas asesinas de Mara y Alonso se clavaron en el divertido dueño del taller, que ya indicaba con su mano la salida. Los investigadores echaron un último vistazo general mientras se iban blasfemando para sus adentros. Aún habría otros supuestos falsificadores por la región, pero esperar que un delincuente hablara sobre sus actividades era como pedirle peras a un olmo. Estaban de nuevo fastidia-dos, perdidos, a cada minuto la dama sangrienta se alejaba y ellos sentían que no podían hacer más para evitarlo.

—Es usted un encanto, todo ejemplo para la raza humana —expresó Alonso ya cerca de la calle—. Siga así, todo para usted y a los demás que les den. Esa es su auténtica filosofía, no se engañe.

Ángel Estrada lanzó su última sonrisa de la tarde y les dijo adiós con la mano.

—Volved pronto a Estrada Motor, ya sabéis, el taller que os cambia el aceite y, según parece, la identidad —dijo con una mueca antes de dar media vuelta y desaparecer entre los amasijos metálicos.

Mara sujetó a Alonso de la mano. Sabía que aquella era la típica provocación en la que caería fácilmente el detective.

—Déjalo, no hay nada que hacer —dijo Mara cabizbaja. —Desgraciado… —Alonso se mordió el labio con rabia—. Siempre hay algo que hacer. Ese tío es más culpable que Bin Laden, se le nota a la legua y encima ni se molesta en ocultarlo. No es tonto el bastardo…

Caía de lo lindo. Los investigadores corrieron hacia el coche, sorteando los charcos y cubriéndose la cabeza de la lluvia con sus abrigos. Mara entró en el asiento del piloto y Alonso en el del copiloto. La primera introdujo la llave en el contacto, la giró y el coche arrancó encendiéndose el cuadro. Antes de salir activó el limpiaparabrisas. Fue entonces cuando vieron cómo un papel empapado les limpiaba el cristal.

—¡Para!, quita la cosa esa —exclamó Alonso, que acababa de ver algo.

—¿Qué cosa, de qué hablas? —preguntó Mara extrañada.

—¡El limpiaparabrisas! Eso no es publicidad —indicó Alonso señalando hacia el papel pillado por la varilla del limpiaparabrisas.

Mara obedeció. El detective se bajó del coche y tomó el papel. Se quedó helado, petrificado, también cada vez más calado, mientras leía la frase que contenía ese trozo de papel mojado. Ansiosa, Mara tocó el claxon, sacando a Alonso de su trance y exhortándole a volver adentro del coche. Una vez en su asiento, Alonso pasó la nota a Mara, quien pudo leer unas letras de tinta corrida por la lluvia que decían: «Pensión Río». Mara y Alonso se miraron, fruncieron sus rostros y finalmente soltaron un suspiro.

—Así que esto es magia, ¿eh? —preguntó Alonso, tomando de nuevo el papel.

—Sí, la magia del soplo anónimo —contestó Mara. La inspectora pisó el acelerador chirriando rueda y se dirigió como una bala bajo la lluvia hacia el centro de la ciudad.

Universo salvaje
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