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El lujo se paga

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Un tipo alto y moreno vestido como si fuera a una boda y una chica delgadita, de mirada azul y cabellera negra recogida con una cola que vestía chaqueta de cuero y jeans, aguardaban en la puerta de la habitación 604. Él se llamaba Samuel Alonso, detective privado y héroe local; ella era la inspectora de homicidios Mara Suárez. No había lugar a silencios incómodos entre ellos, de eso se encargaba, aunque nadie se lo hubiera pedido, el bueno de Samuel Alonso. —Yo pensé que era reglamentario vestir así. No sé, ¿tan mal voy? —preguntó Alonso pasando sus dedos por la elegante chaqueta de su traje italiano—. Yo me siento muy cómodo.

 

—A ti lo que te pasa es que has visto muchas películas. Te debes creer que somos del FBI o algo así —expresó Mara con desdén—. Pero vamos, cero problemas, como si mañana vienes vestido de payaso. ¿Qué más da?

 

       —Ya, claro. Entonces no me mires así.

       —¿Así cómo? —Mara arqueó una ceja.

—Justamente así, con esa altiva desaprobación —Alonso entrecerró sus ojos—. O quizás sea deseo carnal eso que detecto en tus ojos…

 

—¿De verdad eres tan bueno como dicen? —preguntó Mara con gesto torcido—. Me da la sensación de que sólo eres un tío bastante primitivo y con ínfulas que un día tuvo suerte. Mucha suerte.

 

—Ya estamos. Vale, quizás lleves razón, ve a discutirlo con tu jefe. Por lo que sé me necesitáis más vosotros a mí que yo a vosotros. No me falta trabajo últimamente, ¿sabes? —dijo Alonso en tono fardón—. Tras atrapar al serbio tengo un caché bastante elevado…

Un profundo y prolongado suspiro emergió de Mara.

—El caché no resuelve casos. Lo hace la atención. Y la preparación.

 

En esas, la puerta de la 604 se abrió, emergiendo de la misma un tipo alto y desgarbado con poco pelo y tupido bigote que portaba un pequeño bloc de notas y un bolígrafo.

 

—¿Qué tenemos, Lucas? —le preguntó Mara.

 

—Lo que nos temíamos. Aquí está su cartera, concuerda —respondió el bigotudo Lucas, dándole una billetera de cuero marrón a la inspectora—. Varón de cuarenta y tantos degollado como un carnero. Lleva la ropa puesta, como todos, empalmado, como todos, y no hay una sola huella ni un pelo ni nada que nos valga de pista. Los de la científica han recogido algunas fibras pero dudo que nos conduzcan a nada en concreto. Estamos jodidos.

 

—Gracias, da gusto empezar el día con buenas noticias —terció Mara, apartándose para que Lucas pudiera salir al pasillo.

 

—Pues sí, jefa, es lo que hay. También he mandado re-visar las imágenes de la única cámara en todo el hotel, que es la del hall de entrada y, como era de esperar, tampoco se ha sacado nada en claro —informó con desazón—. Si te parece voy a ver a los camareros y demás empleados. ¿Te espero en la cafetería de abajo?, me han dicho que en este hotel sirven unos desayunos cojonudos —Lucas miró con cierto desprecio a Alonso—. Tú no hace falta que vengas.

 

—Vale, pero iré de todas formas —respondió sin achantarse Alonso—. Voy en ayunas.

 

—Sí, lo que sea —respondió Lucas con evidente disgusto—. Si te entran ganas de vomitar hazme el favor y sal de la habitación, no vaya a ser que estropees alguna evidencia.

 

—¿Por qué crees que si aguanto la nausea contigo no lo haré con un muerto? —preguntó Alonso, dando un paso adelante, poniendo su rostro muy, muy cerca del de Lucas.

 

—¡Chicos, chicos! Estamos en el mismo barco, ¿vale? —exclamó Mara alzando las manos—. Dejaos de chorradas de machitos y hagamos nuestro trabajo que no es poco, ¿eh?

 

Alonso dio un pasito atrás, relajó su gesto, asintió. Lucas respiró hondo y puso pies en polvorosa, renegando por el camino.

 

—Eso es precisamente lo que me jode, que éste no es su trabajo —dijo Lucas, alejándose de la escena con cara de mala leche—. A cascarla.

 

Lucas llegó hasta el ascensor y entró en él no sin antes echar una nueva mirada fulminante a Samuel Alonso, quien en respuesta le guiñó un ojo.

 

—¿Ya? ¿Podemos entrar o te apetece seguir jugando? —preguntó Mara, ejerciendo de mami— ¿Cuándo dejaste el colegio, hace veinte o veinticinco años?

 

—Vale. Lo siento, ya sé que no es muy profesional, pero todos tenéis un nivel de hostilidad hacia mí que no es normal… —confesó Alonso, cambiando el tono.

 

—Claro que sí, tú eres el elemento foráneo, no perteneces al cuerpo. A ningún cuerpo de hecho. Eso puede herir algunas susceptibilidades.

 

—¿Hiere la tuya?

 

—¿La mía? No, tranquilo. Yo estoy curada de espanto —los labios de Mara formaron lo más cercano a una son-risa que Alonso había tenido la oportunidad de ver en la inspectora—. Entremos.

 

La habitación era una de las suites más exclusivas del hotel. Una estancia amplia y lujosa dominada por tonos pastel cuyo espacio se hallaba dividido en dos por unas hermosas puertas correderas: un salón con un par de sofás grises, mesa central sobre alfombra, mini-bar, televisión último modelo adosada a la pared, dormitorio con cama gigante, cabecero blanco acolchado y cadáver sobre la bonita colcha color chocolate. La cabeza del muerto colgaba boca abajo por uno de los lados de la cama. La sangre que horas antes había emanado del cuello manchaba su cara, la cama y el suelo. Su mirada, con los ojos abiertos de par en par, se perdía en el techo. Definitivamente no había tenido una buena noche.

—Así que es esto a lo que se refieren cuando dicen que el lujo se paga —dijo Alonso tras unos segundos de observación en silencio.

 

—¿Qué? —preguntó Mara con cara rara. —Nada, sólo era un chiste.

 

Mara volvió a suspirar, esta vez de forma más notoria.

 —A ver graciosillo, fíjate bien. ¿Te suena de algo este señor? —inquirió Mara, señalando con sus manos abiertas hacia el muerto.

—¿A mí? Pues… —Alonso se acercó con tiento a la zona de la cama sobre la que caía la cabeza del cadáver. El detective ladeó su propia cabeza para intentar ver su rostro boca arriba— pues, pues, pues… No estoy seguro, ¿debe-ría?

 

—Deberías. Ya lo creo que sí.

 

—Joder. De verdad que ahora mismo me pillas en bragas… —el ceño de Alonso indicaba que se estaba esforzando por recordar; un esfuerzo, por el momento, vano.

 

—Vamos a ver, ¿crees que estás aquí por tu cara bonita? ¿O quizás porque hayas salido en los periódicos? —preguntó Mara haciendo aspavientos con los brazos—. Mira, no digo que nuestro cuerpo sea la élite mundial en materia de investigación, pero tampoco está tan mal como para tener que echar mano de novatos como tú.

 

—Creo que discrepo, pero por favor, prosigue con tu perorata —indicó Alonso.

 

—El comisario dijo que fuiste de gran ayuda en un caso de trata de blancas, pero este caso es muy distinto y la verdad es que no has empezado demasiado bien que digamos… —Mara negaba con la cabeza—. En fin, estás aquí porque este hombre, al igual que otros dos asesinados en circunstancias prácticamente idénticas, tiene una conexión directa contigo… Va, segunda oportunidad, míralo bien y haz memoria.

 

De pronto Alonso sintió como si una cascada de agua helada saliera del techo, cayera sobre su cogote y bajara por su espalda. Se mostró tenso, abrió los ojos de hito en hito, se puso lo que se dice en alerta.

 

—Ehm, esto, yo… —balbució mientras buscaba en archivos antiguos de su cerebro, un proceso mental que no duró mucho —. No puede ser… ¡La madre que lo parió!

—¿Ha caído la breva? —preguntó Mara, que no perdía detalle de la graciosa expresión de esfuerzo mental de Alonso—. Toma este guante —Mara le extendió uno de esos finos guantes de látex— y registra el bolsillo interior de su chaqueta.

 

Alonso puso una cara que no había puesto en su vida. Era una mezcla entre asco, miedo e incredulidad.

 

—¿Yo? ¿En serio? ¿Quieres que registre al muerto? —Adelante, te prometo que no muerde —respondió

 

Mara.

 

El detective se puso el guante en la mano derecha y, con sumo cuidado, valiéndose únicamente de dos dedos abrió la solapa izquierda de la chaqueta del difunto y los internó en el bolsillo. El botón no estaba abrochado, lo cual facilitó la acción. Segundos después Alonso sacó una serie de fotografías dobladas, las desdobló y comprobó estupefacto que sus temores se hacían ciertos. Las imágenes mostraban al hombre que tenía delante en actitud simplemente cariñosa primero, y practicando el sexo después, con un mujer. Una secuencia amorosa bien relatada. Sí, conocía a ese tío. Y sí, esas fotografías las había tomado él mismo.

 

—Pero, pero, pero… —dijo Alonso mientras sus ojos hacían chiribitas— ¿Cómo es posible? Yo… esto, ¿qué significa esto?

 

—No te agobies. Suma dos y dos y lo tendrás —afirmó Mara, a la que le divertía sobremanera la reacción de Alonso.

 

—Yo fotografié a este tío con su amante hace… no sé, un par de años, puede que más —los ojos de Alonso se movían a gran velocidad, su lengua también—. Sí, claro que sí. Me contrató su mujer, una señora bastante afable, profesora de inglés creo. Sospechaba que su marido le estaba poniendo la cornamenta y bueno, no se equivocaba. Se los ponía bien puestos.

 

—¿Cuál fue la reacción de la señora, tu cliente, cuando le mostraste estas fotos de su marido con otra? —inquirió Mara.

 

—Bueno, ya sabes, lo que todas, ¡y todos! —Alonso negaba con la cabeza, no podía dejar de mirar sus propias fotografías—. Un mar de lágrimas, rabia contenida. Alguna incluso la tomó con el mobiliario de mi despacho. Ésta en concreto se quedó muy callada, como si necesitara de unos segundos para asimilarlo, y en seguida empezó a llorar. Luego simplemente tomó las fotos, me puso un cheque sobre la mesa y se fue sin darme siquiera las gracias. No la culpo, la verdad.

 

—Debe ser un trabajo muy bonito, testigo directo de cómo la gente destroza sus vidas…

 

—Bueno, hay curros peores —Alonso frunció el ceño— ¿qué me dices de embalsamador?

 

—El caso es que lo confirmas, lo conocías —expresó

 

Mara, cambiando de tema.

 

—Desde luego. Fue un caso mío, no hay duda.

 

Se hizo el silencio. La situación requería de una buena explicación, explicación que debía darse cuanto antes, explicación que Alonso demandaba con cada poro de su piel.

 

—Vamos a ver —Alonso se humedeció los labios y poco a poco iba alejándose de la cama y, como el que no quiere la cosa, iba abandonando el dormitorio— me parece que te toca. Ya es hora de que me cuentes qué demonios pasa con esto y quiénes son los otros dos muertos, ¿también los investigué yo?

 

—Exacto. Según su DNI —la inspectora procedió a abrir la cartera—, este hombre de aquí es Juan Herrera Ruíz, cuarenta y seis años—Alonso asintió. De pronto lo recordó claramente—. Es el tercer cadáver que hallamos en similares circunstancias en las últimas setenta y dos horas. Los otros dos son Pedro Vega Rosell, profesor de instituto, y José Ortega Sánchez, abogado. ¿Te suenan sus nombres?

 

Alonso no tuvo que esforzarse demasiado para acordarse. Resopló. La cosa parecía gorda.

 

—Sí, claro, también me contrataron sus mujeres para que les siguiera la pista…

 

—Eso es —Mara se humedeció los labios con la punta de la lengua—, y sabemos que también fueron infieles a sus señoras puesto que en los bolsillos de sus chaquetas o pantalones hallamos ciertas fotografías comprometidas, algunas más picantonas que otras; al primero besando furtivamente una dama en la calle, el segundo entrando del brazo de una joven en un hotel, y del tercero ya sabes, esos tenían las cortinas de su habitación descorridas. Eso es lo que tienen en común. Tú eres su nexo común.

—Estupefacto me hallo — declaró Alonso con cara de eso, de estupefacción—. Esto es fuerte, muy fuerte. Te escucho, intento asimilarlo pero cuesta horrores, la verdad. Madre mía. ¿Lo dices tú o lo digo yo?

 

—Sí, puedes decirlo tranquilamente —Mara mesó sus cabellos hacia atrás, dejando totalmente descubierto su angelical rostro.

 

—O mucho me equivoco o tenemos por ahí una asesina en serie.

 

Universo salvaje
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