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Público
Llevaba dos horas y pico en el coche cuando al fin Ginés se dignó a salir de casa. Alonso se limpió las migas de una bolsa de patatas fritas que se había comido, estiró la espalda no sin dolor y comprobó que sus piernas se encontraban un poco entumecidas cuando dijo de abandonar el auto. Cerró la puerta con llave y, siempre desde la otra acera, se dispuso a seguir a su cojo objetivo.
La noche había caído hacía rato. Ni una nube manchaba el firmamento; lástima que la contaminación lumínica no dejara apreciar más que alguna brillante estrella en el anaranjado cielo. El cartel luminoso de una farmacia marcaba siete grados, temperatura acentuada por un gran porcentaje de humedad que hacía que el frío se metiera hasta el tuétano. El detective frotó sus manos y suspiró, maldiciendo a los dioses por ese insoportable helor, comprobando que su aliento parecía una bocanada de humo de uno de sus ama-dos y extrañados cigarrillos. Deseó que aquel infeliz no fuera muy lejos o que, al menos, entrara pronto a algún lugar con cierta calidez. No era esa una noche para ir de paseo. La gente escaseaba y la hora invitaba a subir a casa o a entrar a algún restaurante o bar a tomar la cena; cuatro paredes y un techo donde guarecerse de aquel infierno helado.
Su deseo se vio cumplido un par de minutos más tarde, en el Pak Don Kebab. Ginés entraba al restaurante turco mientras Alonso se paraba justo en la acera de enfrente, en uno de esos bares que tienen parte de la barra abierta a la calle. Pidió un botellín de agua al camarero, y esperó. Al otro lado de la calle, a través de unos cristales un tanto empañados podía ver a Ginés, que apoyaba la muleta en el mostrador y realizaba su pedido a un tipo alto y rechoncho con un buen mostacho negro, quien acto seguido comenzaba a cortar tiras del enorme trozo de carne ensartado que tenía detrás.
Fue entonces cuando la voz del presentador de las Noticias de las 21:00 llamó la atención de Alonso, que se desentendió momentáneamente de lo que ocurría en el Kebab para entrar en el bar para poder ver mejor la televisión. La noticia le dejó un gran «mierda» en los labios.
Un tipo trajeado delante de un fondo con el mapamundi decía: «… según nuestras fuentes, serían cuatro los asesina-dos en los últimos tres días, todos ellos hombres casados, presuntamente adúlteros, de edades comprendidas entre los cuarenta y los cincuenta años. A espera de confirmación oficial, se especula con la opción de que estos crímenes sean obra de un asesino en serie, probablemente una mujer, tanto por la elección de las víctimas como porque todos los cuerpos presentarían las mismas heridas y habrían sido hallados en circunstancias similares. Una impactante noticia de la que esperamos poder ofrecerles más novedades pronto. En otro orden de cosas, continúa en paradero desconocido…»
Ya está, ya era público, el caso, a saber cómo, había salido a la palestra. La policía había tenido mucho cuidado para que no trascendiera. No le interesaba tener a la opinión pública, a la prensa, revoloteando e hincando el diente a diestra y siniestra. Pero tanto ellos como Alonso sabían que era inevitable; los días pasaban y los progresos no llegaban, y había un buen número de personas entre agentes, personal médico, familiares y posibles víctimas que sabían del tema. El caso es que ya no había vuelta de hoja posible, había salido en televisión, ya no podían esconderlo más.
Alonso le dio un buen trago al botellín y puso dos monedas de euro sobre la barra. A renglón seguido salió a la calle y vio a Ginés recoger una bolsa que el turco había llenado con dos rollos envueltos en papel de plata y salir del Kebab dirección a su casa. El detective, con la prudencia acostumbrada y marcando las distancias adecuadas, siguió en paralelo al lento Ginés y su par de rollos de comida turca hasta casa. ¿Esperaba visita? ¿Tenía mucha hambre? Pronto sabría si era una u otra cosa. El caso era un auténtico fastidio, un peñazo infumable en el que los días pasaban y no sacaba nada en claro. Afortunadamente E-Master pagaba bien por sus servicios, y mientras el bolsillo estuviera lleno Alonso estaba contento. Abrió su Opel Kadett, se sentó en el asiento de piloto y lo reclinó una chispa hacia atrás. Puso la llave en el contacto y enchufó la calefacción. Asombrosa-mente funcionaba. Tamborileo con los dedos en el volante hasta que vio una luz encenderse en la ventana del piso de Ginés, luz que desapareció cuando éste cerró la persiana. El detective tenía dos opciones: quedarse un rato más ahí sin hacer nada o irse a casa a no hacer nada.
Sin darse apenas cuenta sus ojos se cerraron, el calor y el cansancio le transportaron. Se acabó el episodio, la serie continuaría al día siguiente.