21

 

 

Escala de preocupaciones

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El paso siguiente estaba bien claro: había que seguir la pista del carnet falso, o lo que es lo mismo, llegar hasta el que lo había fabricado. Casualmente Mara conocía a Edu, un tipo de la Unidad Contra las Redes de Inmigración y Falsedades Documentales con el que compartió promoción en su año de entrada al cuerpo. La llamada telefónica no duró mucho. Tras explicarle la cuestión por encima, la inspectora recibió un nombre: Fernando Salas, el mayor falsificador de documentos de la zona en la última década.

El tal Salas había sido condenado a ocho años de prisión por falsificar una docena de DNI, pasaportes y carnets de conducir. Una docena de cada. Tras cumplir la mitad de dicha condena, había sido puesto en libertad condicional por buena conducta. Así que Mara y Samuel ya tenían nueva visita que hacer.

Siguiendo con la dinámica del día, Mara y Alonso corrieron al coche y pusieron rumbo a la dirección facilitada por el bueno de Edu. Salas vivía en el barrio de La Fama, en uno de esos aviejados bloques de edificios con numerosas pintadas y grafitis de la calle Maestro Javier Paulino Torres. Aparcaron tras dar tres o cuatro vueltas por la zona en busca de un hueco y avanzaron raudos hacia el edificio en cuestión.

La oscuridad iba ganando la batalla a la luz aquel día, las pocas gotas de primera hora de la tarde se habían transformado en una fina pero constante lluvia. Llegaron a la entrada y tras encontrar el portón de acero cerrado llamaron al timbre que les había indicado Edu. Tras el «¿quién?» vino el «¿señor Fernando Salas?» seguido del «sí» y concluido con un «somos la policía, necesitamos hablar con usted». Tras aquel intercambio de frases rugió el mecanismo que hacía que la puerta se abriera.

El interior del edificio no era mucho mejor que el exterior. La sensación de abandono y dejadez era total, la porquería acumulada, las pintadas, los buzones llenos de cartas y publicidad y la penumbra apenas rota por la escasa iluminación de un par de bombillas desnudas hacían de él un lugar bastante desapacible. Subieron hasta el segundo piso y encontraron una vieja puerta de madera entreabierta que, nada más aparecer ellos, comenzó a abrirse accionada por un hombre de unos cuarenta y pocos años, de estatura media, pelo largo y negro recogido en una cola y prominente barriga.

—Pasen, por favor —indicó el hombre—. Soy Fernando Salas.

Inspectora y detective asintieron y cruzaron el umbral. Accedieron a una casa fría y húmeda, desangelada, de rancias paredes grisáceas con desgastado gotelé y sin más decoración que un par de fotos viejas y una púa con unas llaves colgadas. Al fondo de un interminable pasillo se encontraba la pequeña salita de estar, equipada con un cascado sofá cubierto por una enorme manta marrón, una mesa plegable de playa y tres sillas de plástico de la Estrella de Levante y una televisión negra Thomson de los años noventa sobre un gran arcón de madera. El señor Salas indicó a los agentes que se sentaran, invitación que éstos declinaron.

—No nos vamos a quedar mucho tiempo, señor Salas —informó Mara—. El asunto que nos trae aquí es bastante apremiante.

—Ustedes dirán, supongo que no habrá ningún problema con la condicional… — tentó Salas, que no sabía si sentarse o quedarse también de pie.

—Eso depende enteramente de usted —respondió Mara con seguridad—. Puede que haya hecho algo o puede que no. Puede que sepa algo o puede que no…

—¿Cómo? ¿Esto qué es, una adivinanza? —preguntó el ex convicto, descolocado.

—Mire, no me voy a molestar en contarle nada sobre el tema estrella del día en la tele —continuó la inspectora— sólo quiero dejarle bien clara una cosa: si está usted detrás de algo, le aseguro que será acusado de cómplice de asesinato y no saldrá de la cárcel hasta que cumpla los setenta.

—Yo, yo, no sé de qué me habla, estoy limpio, completamente limpio —los ojos parecía que se le iban a salir de las cuencas—. Sé que lo de la condicional es muy serio, yo le juro que no sé nada de un asesinato, ni he ayudado a nadie ni nada de nada.

—Ya, seguro —convino Mara asintiendo con vehemencia—. ¿Está seguro de que no ha hecho ninguno de sus trabajitos últimamente?

—Se lo juro por lo más sagrado, por mi madre que en paz descanse. Hace cinco años de mi último trabajo —Salas parecía apurado—. Créanme, cuatro años a la sombra le hacen a uno aprender la lección. Ya dejé las falsificaciones. Se lo he dicho, estoy limpio.

La inspectora echó mano de su teléfono móvil y seleccionó el retrato robot de la sospechosa de intento de asesinato.

—Échele un ojo a esto, ¿la reconoce? —preguntó después.

—Mmm, no, de verdad. La he visto en la tele, pero nada más. No entiendo por qué… —fue pronunciando esas palabras cuando Salas sumó dos más dos— ¿No me diga que ha usado una identidad falsa?

—¡Bingo! —terció Alonso, entrando en la conversación—. Y si juras y perjuras que tú no has sido quizás sí que sepas quién ha podido ser…

—¿Por qué iba yo a saber eso?

—Porque tendrías socios, gente con la que te relacionabas, compañeros de profesión —Alonso hizo la señal de las comillas con los dedos— por así decirlo.

Fernando Salas rio pero no era esa una risa genuina, era puro nervio y agobio.

—Que no, yo ya estoy totalmente fuera del negocio, totalmente desconectado — farfulló—. En cuatro años pasan muchas cosas, gente que se retira, gente que se va otro sitio, gente nueva que viene… No sabría qué decir.

—Eso es muy bonito, pero no nos sirve para nada —dijo Alonso, que observaba cómo la lluvia caía contra el cristal de la única ventana de la estancia.

—Siento mucho no serles de ayuda, de verdad. Tienen que creerme, soy un hombre nuevo, ni sé ni quiero saber nada de ese mundillo ya…

—Pero alguien habrá, sólo necesitamos un nombre, alguien que sepa qué se mueve en esos círculos… ¡Vamos! —espetó la inspectora—. No puede haber tantos.

El señor Salas tomó asiento en el sofá, se encogió de hombros y negó notoriamente con la cabeza.

—No puedo ayudarles porque no sé nada —insistió—. Todo eso se acabó para mí. Ahora lo más importante es cumplir mi régimen y salir adelante… No sé qué más les puedo decir.

Mara miró a Alonso pidiéndole un esfuerzo, reclamándole algo más, exhortándole a que hiciera algo que consiguiera sacarles del inmovilismo en el que les había sentado el señor Salas. Cada minuto, cada segundo que pasaba aumentaban las opciones de que la sospechosa hubiera emigrado a pastos más verdes. Aquéllas eran las que se conocen como las horas críticas, sabían que había estado en la ciudad un par de horas antes, y que muy probablemente continuaba allí en aquellos precisos instantes. Estaban estrechando el círculo, y la información llegaría tarde o temprano, sólo que no valía una o la otra. Si ésta llegaba temprano la podrían atrapar, si llegaba tarde lo más seguro es que nunca lograran cerrar el caso. Mara precisaba de un extra, una acción fuera de lo común, una idea que diera la vuelta al asunto, una chispa que generara la llama que iluminaría aquella procelosa oscuridad. Y Samuel Alonso se la iba a dar. Lo cierto es que no era nuevo en eso de jugársela, y tampoco tenía nada en absoluto que perder.

El detective se llevó la mano a uno de los bolsillos de su abrigo y la volvió a sacar aparentemente vacía. A continuación se acercó hasta la posición del ex convicto, se puso justo frente a él y estiró la mano hacia él.

—Toma, pilla esto —le dijo mientras le ponía algo en la mano y se la cerraba—. A ver qué nos dices ahora…Con evidente gesto de extrañeza Fernando Salas abrió su mano y observó el pequeño tarro con polvo blanco que sujetaba. El pequeño tarro con polvo blanco que, alevosamente, le acababan de colocar en la mano.

—¡Mierda! —profirió mientras dejaba caer el pequeño frasco al suelo. ¿Qué, qué haces, qué pretendes?

—¡Oh! ¿Has visto eso, inspectora Suárez? —preguntó Alonso señalando con el dedo hacia el frasco—. Parece que hemos pillado al señor Salas en posesión de unos gramos de una sustancia blanquecina que, o mucho me equivoco, o se trata de cocaína… Uhm, qué mala cosa.

Salas se puso de pie como un resorte, encarándose con rabia a Alonso, pero sin llegar a tocarle ni un pelo. Comenzó a sudar, a ponerse rojo como un tomate. La presión subía a su cabeza transformándola en una olla exprés a toda máquina.

—No, no, no, no me la vais a meter —prosiguió Salas furibundo— ¡Eso no es mío y lo sabes! Joder. Me lo acabas de colocar, hijo de la gran...

—Vaya, vaya. ¿Dónde quedaron sus modales, señor tengo el culo más abierto que una boca de riego? —Alonso mantenía el pulso. Entre su cara y la del ex convicto, no cabría ni una mosca. Un par de pasos más allá se encontraba Mara, fingiendo todo lo bien que podía no estar sorprendida por la acción de su compañero—. Escucha con atención y verás lo clarita que está la cosa: hemos venido en busca de información en el caso de la dama sangrienta y nos hemos encontrado con que un preso en libertad condicional estaba en posesión de una bolsa de farlopa, nieve, perico, o como narices quieras llamarlo.

—Mientes, mientes, hijo de…

—¿Qué más da que mienta o no, imbécil? Eres un mierda con mierda. Ese frasco está en tu casa y tiene tus huellas. Nosotros trabajamos para la policía y tú eres un criminal condenado —prosiguió argumentando el detective—. Ale, ya puedes darle al coco, a ver si se te ocurre alguna forma de evitar que los de la condicional tengan noticia de este hecho tan desagradable y que, no te quepa la más mínima duda, te llevará de nuevo entre rejas. ¿Echas de menos el talego? Porque este es tu billete de vuelta.

Salas tragó saliva, desvió la mirada hacia la inspectora y se volvió a sentar en el sofá. Su rostro era ya violeta, las venas de su cuello se encontraban tan marcadas que pare-cían un collar. La rabia, la impotencia que sentía iba dejan-do paso al miedo, el temor de una certeza que caía sobre él como un yunque de cien kilos. No tenía más escapatoria que hablar. No podía, no quería, no debía por nada del mundo volver a ese agujero.

—Melchor —dijo Salas después de unos segundos en contemplativo silencio—. Lo llaman el Melchor.

—¿Qué es eso? —preguntó Alonso con gesto contrariado.

—Así es como se le conoce. No te puedo decir ni apellido, ni dirección ni nada. Si quieres una documentación falsa de calidad por la zona tienes que ver al Melchor. Es todo lo que se.

Detective y falsificador se quedaron mirándose durante unos segundos, escudriñándose con la mirada, manteniendo tenso el desafío.

—Está bien, gracias —concedió Mara—. Lo comprobaremos.

Alonso se agachó y recogió el pequeño tarro con la manga del abrigo sobre la palma de su mano.

—Más vale que no nos mientas, porque si no volveremos con esta cosita. Y ya no habrá vuelta de hoja —amenazó antes de emprender la salida— se acabará tu libertad, pajarillo.

Afuera llovía a cántaros, la acera comenzaba a anegarse de charcos, la escasa luz callejera ofrecía una visión gris e intermitente, una pátina de agua que lo envolvía todo y a todos. No hicieron falta más de un par de pasos en el exterior para que Mara enfrentara al detective.

—¿Se puede saber qué ha pasado ahí dentro? —inquirió la inspectora con gesto serio.

—Ha pasado que tenemos otra pista, que seguimos en el partido —respondió con firmeza— ¿No habíamos venido a por eso?

Durante unos pocos segundos se quedaron en silencio, observándose mientras la pesada lluvia caía sobre sus cabezas y en sus rostros se formaban decenas de pequeños riachuelos.

—Pero no podemos hacer eso. Esa cosa que acaba de pasar allá arriba no es legal, no es una opción —replicó la inspectora con los ojos entrecerrados por la lluvia—. No es un procedimiento válido. Así no actúa la policía.

—Yo no soy poli, ¿recuerdas? —respondió Alonso, dando un paso al frente y colocándose a escasamente un palmo del rostro de Mara—. Esa es mi ventaja, puedo hacer cosas que tú no debes hacer.

—Pero estás bajo mi supervisión, lo que tú haces lo ha-ces bajo mi consentimiento —se llevó las manos a su cada vez más mojada cabeza—. Dios. No quiero ni preguntarte de dónde has sacado eso.

—¿Esto? —el detective sacó el frasco, lo abrió y lo volcó. El viento se encargó de esparcir su contenido por el húmedo aire—. No es lo que crees. No tiene la menor importancia para mí, créeme.

—Te arriesgas demasiado, esto es algo muy serio, serio y peligroso —advirtió Mara, cada vez más cerca—. No debes hacer nunca nada parecido…

—¿Ahora te preocupas por mí?

—Me preocupo por mí, me preocupa el caso, esos maridos desgraciados y mi carrera —el agua formaba una fina película en su blanco rostro, pequeñas gotas caían de sus pestañas—. No sé dónde te encuentras tú en mi… escala de preocupaciones, la verdad.

Alonso avanzó un pasito más, la luz de la farola incidía directamente sobre sus ojos, el aguacero no daba tregua, la ropa recalaba pero no era frío lo que sentían en sus adentros.

—Igual estoy más arriba de lo que crees —respondió el detective casi en un susurro—. Más cerca o más adentro.

La vida parecía haberse tomado un descanso, un paréntesis en su alocado frenesí. Ahí estaban esos dos cuerpos, flotando en la penumbra bajo las inclemencias del tiempo. El agua caía a plomo sobre ellos, purificándolos, transportándolos a otro lugar, otra dimensión en la que no había asesinos ni víctimas, tampoco sospechosos ni pistas ni trabajo policial. Sólo estaban ellos, de pie, mirándose fijamente, sus párpados fijos, sus labios temblando. Ninguno parpadeó, ninguno dio el paso definitivo. Fue el mejor no beso de sus vidas.

 

Universo salvaje
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