32

 

 

Un demonio

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Esther, la mujer de los dientes separados, se encontraba en la grada del pequeño campo de fútbol donde Eloy, su hijo de ocho años, entrenaba junto al resto de sus compañeros. Desde allí podía ver como su hijo correteaba una y otra vez en dirección a la pelota, como le pegaba unas buenas patadas a la bola, como se caía y como se levantaba. Sonreía, también se cabreaba, sudaba de lo lindo. Colocaba brazos en jarras, respiraba ostensiblemente por la boca y de nuevo corría allí donde se desarrollaba el juego. No desistía, tenía energía para rato.

—Esta noche dormirá como un bendito, ¿eh? —terció Samuel Alonso mientras llegaba hasta el asiento donde se encontraba Esther.

—Vaya que sí —respondió ella—. Una buena ducha, un sándwich y un vaso caliente de leche y a la cama. Los días de entreno cae rendido.

—Así da gusto, te vacías y luego te recargas por la noche. Ese es el plan, ¿no?

—Debería serlo, sí, pero a veces conciliar el sueño no es tan fácil.

—Dígamelo a mí… —Alonso se sentó dejando un asiento por medio entre él y Esther—. A veces tengo la sensación de que no dormiré como está mandado hasta encuentre una respuesta a una pregunta que nadie me ha hecho.

—Eso suena bastante filosófico —convino Esther— y complicado.

—Ya, lo bueno es que las cosas siempre parecen más complicadas de lo que luego resultan ser en realidad. Y la culpa es nuestra, somos las personas las que las complicamos.

—O eso o que no sabemos cómo hacerlas fáciles. Alonso asintió, alternaba la visión al campo con los tristes ojos de Esther.

—Créame que siento muchísimo molestarla, pero como le he dicho por teléfono, necesito que me hable de ciertas cosas…

—Yo también necesito hablar de ciertas cosas a alguien… —dijo Esther con aflicción mientras no dejaba de seguir a su hijo con la mirada— pero no tengo ni idea de cómo hacerlo.

—¿Su hijo aún no sabe que…? —preguntó Alonso con tiento.

Esther negó con la cabeza, de nuevo volvía a hacerlo, lograba que las lágrimas se quedaran en sus ojos y no rodaran por sus mejillas.

—Sabe, yo… mi madre murió cuando yo tenía doce años —confesó el detective, captando por completo la atención de Esther—. Durante un tiempo pensé que había ido de viaje, a un retiro espiritual, a ella le gustaban mucho esas cosas. La hacían sentirse limpia, en paz y armonía, o al menos eso decía. Yo preguntaba y preguntaba por ella, la respuesta era siempre la misma: «está de retiro». Por supuesto que noté cosas raras en mi padre, al igual que su hijo las habrá notado en usted, pero créame, un hijo nunca imagina que su madre o padre haya muerto. Nunca. No sé con exactitud el tiempo que pasó, semanas, quizás un par de meses. Una noche, con mi padre trabajando, entré en su habitación y me puse a registrar con sumo cuidado los cajones de la mesilla de mi madre con una linterna. Allí, entre ropa interior, estampitas y algún rosario encontré unas octavillas en las que se anunciaba un retiro espiritual en una casa rural en Caravaca. Según mi lógica sería allí donde encontraría a mi madre. Estaba convencido, así que decidí presentarme allí. Tenía que hacerlo.

—Y… ¿lo hizo? —preguntó Esther.

—No hizo falta —respondió Alonso—, en el mismo cajón estaba el misal del funeral de mi madre.

Esther se quedó helada, trató de balbucear alguna cosa pero al final no fue capaz de decir nada.

—Así fue como me enteré de la muerte de mi madre. De noche, a escondidas y solo, leyendo en un papel que decía que mi madre había sido enterrada en no sé qué cementerio —dijo Alonso sin paliativos—. Entiendo que su situación es difícil, durísima, pero créame, no existe forma buena de dar una noticia así. Simplemente tiene que decírselo. Que lo oiga de sus labios, que la tenga ahí para abrazarla y compartir sus lágrimas.

—Lo sé… lo sé… Pero me faltan las fuerzas. Su padre es, es… él lo adora, lo idolatra. Todo esto me supera —confesó Esther.

—Y no es para menos, Esther, pero debe hacer el esfuerzo. Es su derecho saberlo, y es su deber decírselo.

La mujer limpió y secó sus ojos con un cleanex que había sacado del bolso y recuperó la compostura.

—Bien, al entrenamiento le quedan diez minutos — dijo mirando la hora en su reloj de pulsera—. ¿Qué quiere saber?

—Quiero que me hable de Estela Rodríguez Triunfo —dijo el detective.

—¿De Estela? —preguntó sorprendida— ¿Mi compa-ñera de carrera?

—La misma.

—¿Por qué?

—Su madre me ha contratado para que dé con ella — mintió Alonso. Esa estrategia era más inteligente que hacer ver que seguía por su cuenta en el caso de la dama sangrienta.

—Uhm, pues qué casualidad. Nunca habría imagina-do que lo vería a usted dos veces en una misma semana —reconoció la mujer, que echaba un vistazo cada poco a lo que hacía su hijo en el campo—. A ver, déjame pensar, hace siglos que no la veo —contestó Esther, desviando su mirada hacia la derecha, haciendo un esfuerzo mental—. Durante la carrera fuimos bastante íntimas, pero ya sabe lo que suele pasar en estos casos, nos graduamos y cada una tiró para un lado.

—¿No se vieron nunca después de la universidad? —inquirió Alonso.

—No, sí, por supuesto que nos vimos. Al principio que-dábamos más, a cenar, a tomar una copa de vez en cuando. Con el paso del tiempo yo empecé a trabajar de profesora y cada vez tenía menos tiempo, pero seguíamos manteniendo cierto contacto por teléfono, e incluso llegamos a tomar un café que otro.

—¿Sabía que se fue a Tahití o una isla por el estilo cuan-do se enteró que su marido le era infiel?

—Algo oí. Sí —respondió lacónica.

—¿Y qué le pareció?

—Me pareció increíble. Cualquiera que conociese un poco a Estela sabría que eso no era propio de ella.

—¿Ah no? ¿Por qué dice eso?

—Porque era una muchacha muy timidita, no solía salir mucho, tenía una relación muy fuerte con su madre. No sé, no le pegaba conocer a un tío y de repente irse a la otra punta del mundo —dijo gesticulante—, pero claro la cosa es que hace años que no sé nada de ella. La llamé, le escribí decenas de emails… nunca respondió a nada.

—Ya —Alonso elucubraba, comenzaba a enlazar mentalmente todas las informaciones sobre Estela—. Y qué me puede decir de Cristóbal Key, su marido, ¿le conocía?

—No, nunca llegué a conocerlo, la verdad —admitió la mujer, que no perdía de vista a su hijo.

—Eso es raro de narices —expresó Alonso con los ojos como platos— ¿No fue usted a su boda?

—No hicieron una boda, digamos, al uso —explicó Esther—. Un día viajaron a Inglaterra a conocer a la familia de él, y se ve que allí les dio un arrebato y se casaron. Ya volvieron como marido y mujer.

Alonso se encogió de hombros, tenía el gesto torcido. No terminaban de encajar las piezas.

—¿Y después nunca quedaron los cuatro? —preguntó el detective elevando cuatro dedos de su mano derecha—, quiero decir, con su marido y el de ella. En plan parejitas.

—No, ya le digo, las poquísimas veces que quedamos una vez casadas fue las dos solas —Esther asintió—. La que mejor recuerdo fue la última. Una noche me llamó por teléfono y me dijo que tenía algo importante que contarme. Que estaba agobiada, amargada y necesitaba a una amiga. Que yo era la única que tenía y cosas así. Así que quedamos al día siguiente, yo tenía una hora libre en mitad de la mañana y me acerqué a uno de eso bares que hay al lado de El Corte Inglés. Allí fue donde me contó que creía que el marido le ponía los cuernos.

—Y usted le recomendó que contratara a un detective privado para salir de dudas. A uno que usted conocía y que se llama Samuel Alonso.

—Exactamente —Esther frunció el ceño— ¿Le dijo ella que venía de mi parte?

—Para nada, lo imaginé hace una hora cuando descubrí que ustedes dos habían ido juntas a la universidad —con-testó el detective—. Era demasiada casualidad que ambas contrataseis al mismo detective. Dígame, ¿qué le contó sobre Cristóbal?

—Bueno, dijo que ella creía que era una persona y en realidad era otra completamente distinta. Que últimamente se comportaba de un modo extraño, que venía muy tarde y oliendo raro por las noches… —Esther arqueó las cejas— que era un hombre simpático y echado para adelante en apariencia pero que a veces estallaba y se transformaba en un demonio. A mí me dio mucha pena… pena y un poco de miedo. Por eso le recomendé que le contratara a usted.

Cristóbal Key, el cabrón infiel, el «don no dispongo de tiempo para gilipolleces» volvía a ser una de las grandes opciones. El prepotente, estirado e inmaculadamente vestido que había salido de la cafetería donde le interrogaron con una sonrisa de oreja a oreja.

—Sospecha de él ¿verdad? —preguntó Esther con interés— ¿No creerá que…?

Alonso se encogió de hombros, arqueó las cejas, se mordió el labio inferior.

—No lo sé, puedo creer muchas cosas, algunas podrían tener visos de realidad y otras no son más que meras fantasías. Pero lo que está claro es que ese tío me parece más misterioso a cada paso que doy.

Los niños acudían al círculo central del campo y hacían un corro. Daban unas consignas y saltaban juntos, felices, unidos como un auténtico equipo. A continuación se iban corriendo hacia los vestuarios saludando a padres, familia-res y amigos como si fueran estrellas del deporte rey. Más de uno se quedaría con las ganas de quitarse la camiseta y lanzarla a los amigos de la grada como hacen sus ídolos.

—Este mundo es una mierda —expresó Esther con voz quebrada—. Es muy duro, demasiado frío, demasiado inestable. Creemos que podemos controlar lo que hacemos, lo que pasa, pero en realidad no podemos. Es una sensación muy fuerte, ¿no crees?, ese vacío dentro de que no siempre puedes proteger a la gente que quieres, que en cualquier momento se te puede cruzar un loco, o yo que sé, pegarte un resbalón en la bañera y que todo se acabe.

Alonso se puso de pie. Esther hizo a continuación lo mismo. El campo ya estaba vacío, las estrellas titilaban ajenas en el cielo, una visión tan bonita como intrascendente.

 

Universo salvaje
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