3

 

Primeras reacciones

 

 

 

 

La zona de restaurante era un espacio amplio y luminoso, con delicada decoración Victoriana y suelos de mármol donde se posaban las mesas redondas con sus mantelitos blancos. Al fondo del lugar, junto a una ventana que dejaba entrar la amarillenta luz del sol, se encontraba Lucas desayunando. A su lado, puestos en hilera, impertérritos, cuatro camareros y cuatro camareras expectantes. Mara y Alonso cruzaron el umbral de entrada y se dirigieron hacia la zona animada.

—Exactamente —explicaba Mara mientras andaban—. Interrogamos a las dos primeras viudas. Tardó en salir la conexión, pero la hallamos. Les preguntamos si creían que sus maridos tuvieran enemigos, si sospechaban que estuvieran metidos en algún tipo de problema financiero o criminal. A todo contestaron que no. Luego les sacamos las fotografías… Eran irrebatibles. Aunque les daba mucho apuro no tuvieron más remedio que hablar. Y bueno, no tardó en salir tu nombre: Samuel Alonso, detective privado especialista en pillar infidelidades.

—Samuel Alonso, el «huele braguetas» —añadió Alonso.

—Algo así.

—Lo que no me explico es cómo pudo la asesina, si asumimos que es una mujer, conseguir esas fotos y saber que esos maridos eran infieles a sus… —Alonso hablaba medio para sí, entonces detuvo su avance un momento—. Mierda. Tuvo que entrar en mi despacho, copiar mi disco duro… ¡Entraron en mi casa!

—Eso pensamos nosotros —confirmó Mara.

—Tuvo que ser antes de que me instalaran la alarma. Ya la tengo al menos nueve meses… —Alonso proseguía elucubrando.

—Este tipo de crímenes, aunque estén íntimamente relacionados, no suelen ser pasionales. Requieren de una planificación previa muy meticulosa. No me extrañaría que el asesino o asesina llevara mucho tiempo detrás de esto. De todas maneras, tampoco podemos descartar un programa espía, es más fácil de lo que creemos colarse en un ordenador, copiar lo que te dé la gana y guardártelo. Todo desde tu casa y en un par de clics.

Habían llegado al fondo del restaurante. Los camareros y camareras miraban con ojos de carnero degollado a los recién llegados mientras Lucas devoraba un buen plato de beicon con huevos revueltos.

—Ahí los tenéis —dijo Lucas con la boca llena y sin levantar la mirada del plato—. Estos son los camareros que trabajaron anoche en la gala de beneficencia esa. Por su-puesto nadie vio nada fuera de lo normal. Típico.

Mara dio un paso adelante, Alonso decidió permanecer en un segundo plano. No en vano ella era la auténtica profesional ahí.

—Está bien, chicos y chicas, soy la inspectora Suárez, de homicidios, y este es… Samuel Alonso, eh, un asesor. Al subinspector Lucas ya lo conocéis —todos asintieron—. Esto es muy sencillo, también muy importante. Ya sé que es difícil, pero necesitamos que os concentréis en lo que ocurrió anoche durante la cena de gala en el salón de celebraciones. Sobre todo nos interesan detalles fuera de lo común, gente particular en la que os fijaseis, conductas extrañas… Esas cosas.

Silencio tan sólo interrumpido por alguna tos y alguna absorción de mocos. Nadie se arrancaba a decir nada. Demasiada responsabilidad, muy poca atención.

—¡Vamos! No me puedo creer que no vieseis nada raro, alguna situación fuera de lo normal… —insistió Mara mientras miraba a los ojos a todos y cada uno de los camareros— ¿De verdad? ¿Nada?

Uno de los camareros, el más alto y también el más feo, levantó la mano como si estuviera en clase de Primaria, aguardando a que la seño le diera permiso para hablar.

—¿Sí? Adelante —incitó Mara.

—Bueno, yo… Era una cena de etiqueta, lo que quiere decir que todos los tíos iban vestidos igual. Frac o esmoquin negro, pajaritas o corbatas. Y las tías pues bueno, vestidos elegantes y vestidos horteras. Muchos colorines. No sé. Conforme pasaban las horas la peña se iba poniendo cada vez más ciega, pero aparte de eso…

—Es verdad —se arrancó una de las chicas de la zona central, rubia con el pelo rizado, bastante guapa—. Era una cena con cierto protocolo, seria, digamos. Así que sí. La gente bebió y eso, pero ninguno armó ningún espectáculo. La gente estaba contentilla, pero no pasaba de ahí.

—¿No recordáis ver alguna mujer especialmente atractiva? —preguntó Alonso, emergiendo de detrás de Mara—. Una tía voluptuosa, escultural, capaz de llevarse a la cama a quien quisiera. Una zorra buscona pero con clase.

A más de uno se le escapó una risilla, al camarero sudamericano una risotada. Lucas y Mara le miraron como si fuera un niño de cinco años.

—Había varias de esas, jefe —terció el camarero sudamericano—. Si le hiciera una lista no acabábamos hoy.

Alonso volvió a su sitio, rascándose la parte posterior de la cabeza y negando ostensiblemente.

—Esto es inútil —dijo Lucas tras rebañar su plato con un trozo de pan y dejarlo brillante como una patena—. Nadie lleva un cartel colgando que diga: «Asesino», y aunque lo llevara, estos críos serían incapaces de fijarse en él.

—Aunque duela admitirlo, creo que estoy de acuerdo contigo —afirmó Alonso, ante la tensa mirada de los camareros—. No vamos a sacar nada en claro de aquí.

—Está bien, chicos, podéis ir en paz —expresó Mara acompañando la frase con un suave ademán indicando el camino de salida.

Instantes después, mientras los camareros abandonaban la sala, tomó asiento en la mesa de Lucas. Alonso iba a hacer lo propio pero fue interrumpido nada más coger el respaldo de la silla.

—Tú no. Ya te dije que no vinieras —dijo Lucas con semblante serio—. Además, esta mesa es sólo para polis. Los de tu calaña no estáis invitados.

A Alonso se le ocurrieron varias respuestas, la mayoría ofensivas, la mayoría relativas a la incapacidad policial y a la inutilidad de ciertos activos, al gran almuerzo que el súper poli profesional se acababa de meter entre pecho y espalda cortesía del cuerpo o al montón de migas que colgaban ridículamente de su bigote. Pero por una vez en su vida decidió respirar hondo, cerrar la boca, asentir y dirigirse a la puerta a tomar el aire. Total, en esos momentos tenía cosas importantes en las que pensar como para perder el tiempo discutiendo con un agrio subinspector.

—¡Espera! —exclamó Mara, levantándose y echando una miradita de reproche a su compañero—. Creo que yo también necesito tomar el aire.

Eran las diez de la mañana y hacía bastante frío. No se recordaba un invierno tan largo y helado en el sureste de la península desde hacía siglos. Al menos al sol se estaba bien; su luz y su calor conseguían reconfortar fugazmente a quien pasaba un rato bajo su manto.

—¿No te quedas con tu compi en la mesa de los polis a hacer cosas de polis? —preguntó Alonso, a la vez que se hurgaba en uno de los bolsillos de su chaqueta y sacaba una caja de chicles de nicotina.

—Venga ya. No se lo tengas en cuenta, llevamos una semana muy mala. Primero fue la desaparición del niño de Molina y ahora esto —contestó Mara, lanzando un suspiro a continuación—. Los ánimos están muy caldeados y hay gente que se caldea más de la cuenta con quien no debe. De todas formas este caso no se va a resolver en la mesa de un restaurante.

—Bueno, nunca se sabe… Pueden ocurrir cosas extraordinarias en la mesa de un restaurante. ¿Quieres uno? —Alonso ofreció la caja de chicles tras meterse dos en la boca.

—Pues no —respondió Mara, mirándole con cara de asombro mientras el detective se metía otro chicle más en su cavidad bucal— ¿No tienes ya bastante? —Pues no.

Avanzaron hasta el coche de ella, un Citroën C4 de los nuevos, color gris oscuro. Mara entró y se sentó en el asiento del piloto, desoyendo la propuesta de Alonso de conducir él. Salieron de la parada de autobús en la que se hallaban y pusieron rumbo a la Plaza Circular. El tráfico era bastante fluido aquella mañana, apenas un par de pitorradas y los líos de siempre en las grandes rotondas.

El sol era radiante, agradable, pero no proporcionaba el suficiente calor como para que la gente pudiera prescindir de sus abultados abrigos y bufandas y comenzaran a enseñar carne. El año empezaba exactamente igual que había acabado el anterior, al menos en aspectos climatológicos y también en los económicos.

—Qué bárbaro… todavía no lo termino de asimilar — decía Alonso, mano en la frente, como secándose un sudor que en realidad no existía— ¿En serio puede haber alguien tan colgado como para iniciar una cruzada sangrienta contra los adúlteros?

—Bueno, de momento es el móvil más sólido —contestó Mara, atenta al volante—. Aunque nunca se sabe, quizás sólo se trate de un loco que necesitaba una lista.

—La lista de otro. Eso no tiene mucho fuste —afirmó Alonso, pensativo—. Creo que deberíamos ir a mi despacho, echarle un buen vistazo a mis informes y tratar de adelantarnos a posibles futuros asesinatos.

—No estaría de más, pero antes hay que darle la noticia a la mujer —terció Mara mientras metía la tercera.

—No fastidies… ¿A la mujer del muerto?

—Sí.

—¿Ahora?

—Sí.

—¿Y yo voy?

—Tú vienes. Las primeras reacciones de los familiares son cruciales —explicó Mara, deteniéndose en un stop y prosiguiendo su camino un segundo más tarde—. No olvides que ésta podría ser la asesina. Es automáticamente sospechosa por el mero hecho de ser la esposa. ¿Entiendes? —Alonso asintió— pero debemos estar atentos, leer en su rostro, en sus palabras y en sus silencios. Por eso te llevo conmigo. Aparte de que ya os conocéis, cuatro ojos ven más que dos. O eso dicen.

El detective respiró hondo y trató de prepararse mentalmente para la escena que iba a vivir a continuación. Sería la segunda vez en su vida que anunciara a alguien la muerte de un ser querido. La primera fue cuatro años atrás, cuando comunicó a su cuñada que su esposo, el hermano de Alonso, había muerto en un accidente de tráfico en la autovía del

Mediterráneo. No podía evitar recordarlo, rememorar uno de los peores tragos de su vida.

Llegaron a la avenida de los Pinos. Dada la imposibilidad de hallar aparcamiento, Mara estacionó de nuevo en una parada de autobús, ante el asombro y alguna reprobación por lo bajini de algún honrado ciudadano que esperaba paciente la llegada del transporte público.

—Es ahí —indicó Mara al salir del coche, señalando con el dedo uno de los bloques de pisos que tenían a su izquierda— ¿No sería aquí donde el marido le puso los cuernos, no?

—No, para eso ya tenía su casa de Torrevieja —respondió Alonso, divertido.

Mara llamó al timbre y se identificó como «la policía». Inmediatamente se abrió la puerta del portón. Ascensor, piso cuarto. Los nervios afloraban por más que trataban de controlarlos, de empujarlos a lo más hondo de sus respectivos seres. Estaban en un típico rellano de tonos grises sin nada especial que reseñar, si acaso la limpieza y lo nuevo del mobiliario, frente a una puerta blanca de seguridad. Un cerrojo resbaló detrás de ella. Una vuelta de llaves y emergió un rostro desde el otro lado. Un rostro agradable, que no hermoso, con algún kilo de más, ojos marrones, nariz respingona, labios finos y barbilla partida; pelo largo negro recogido en una cola. Su rasgo más característico salía a la luz cuando abría la boca, dejando al descubierto una curiosa dentadura con todos los dientes separados entre sí por una apreciable distancia. Era tan temprano que aún ves-tía pijama, uno bastante corto y vaporoso que dejaba bien poco a la imaginación.

—¿Ha pasado algo? —preguntó con cara de susto, mirando a los dos que tenía enfrente y fijando durante un momento su mirada en Alonso.

 

—Así es, señora. ¿Podríamos pasar, por favor? —pidió Mara, con gesto de circunstancia —. Es importante.

La mujer, que comenzaba a temerse lo peor, abrió del todo la puerta tras unos segundos de vacilación. El piso estaba realmente bien, moderno y funcional; poseía cierto encanto y gusto decorativo. Anduvieron por un corto pasillo con las típicas fotos de la familia, abuelos, niños, y un hermoso jarrón con flores, hasta llegar a lo que era el salón-comedor, un amplio espacio dominado por un par de sofás, un módulo para la televisión y unos armarios grandes con cristaleras llenos de copas y finos vasos de cristal. En esta estancia los cuadros, pequeños, formaban composiciones de bonitas instantáneas de grandes capitales del mundo como Nueva York, París, Londres… Aunque lo que realmente llamó la atención de Mara y Alonso fue la elevada temperatura de la calefacción interna, que pronto les hizo despojarse de sus abrigos.

La señora les invitó a sentarse en el sofá, cosa que la inspectora y el detective hicieron cuando la anfitriona tomó asiento frente a ellos. Ya no había lugar para más cortesías. Había llegado la hora.

—Yo a usted le conozco —dijo la señora, rompiendo la incómoda costra de hielo que se había formado entre los tres, a pesar de la alta temperatura en la que se encontraba la casa—. Usted es Samuel Alonso, el detective que contraté cuando…

No llegó a terminar la frase, dejando esos puntos suspensivos flotando en el aire.

—Así es, yo también la recuerdo —afirmó Alonso, escueto. No le tocaba a él hablar ahora.

—Estamos aquí por Juan, su marido… —comenzó Mara.

—¡Dios! ¿No me diga que le ha pasado algo? —la señora se agitó de tal manera que sus pechos subieron y bajaron con gran rapidez.

—Lo siento mucho, no hay palabras amables para decir lo que le tengo que decir… —Mara tragó rápidamente saliva, estableció contacto visual directo—. Su marido ha sido encontrado muerto en una de las suites del hotel Silken Siete Coronas. Estado de shock. Dícese de un estado de baja perfusión sanguínea, o lo que es lo mismo, la incapacidad por parte del organismo de recibir el oxígeno que necesita; incapacidad, en este caso, causada por una grave alteración del sistema nervioso central. Los ojos se le pusieron como platos, comenzó a hiperventilar, ahogándose con su propio aire. Mara avanzó hasta donde se hallaba sentada y trató de tranquilizarla. Alonso permanecía impertérrito como una estatua de bronce.

—Vamos, Esther, serénese. Sé que es muy duro, lo más duro del mundo, pero debe respirar, tranquilícese. Inspire y expire, así… —ella lo hacía—. Inspire, expire… Vamos, ¿ve qué bien?

Poco a poco, la mujer iba recobrando la compostura, también el color natural de su piel. Fue entonces, entre sonoras negaciones, cuando comenzaron a caer las lágrimas.

—No es posible… debe de haber un error. ¿Están seguros de que mi marido…? No, no puede ser él. Será otro Juan Herrera. Dios.

Llanto y más llanto. Mara, que no parecía el tipo de persona que se sienta cómoda con un abrazo, no tuvo más remedio que darle uno bien largo a esa pobre y destrozada mujer.

—¿Cómo ha podido pasar? Un accidente, ¿es eso? —preguntó Esther con un hilo de voz.

 

—No, no se trata de ningún accidente —Mara se humedeció los labios con la lengua, debía se clara y directa—. Su marido Juan ha sido asesinado.

En ese punto vino la explicación más o menos pormenorizada, evitando detalles escabrosos, utilizando un lenguaje específico y haciendo buen uso de tecnicismos propios de la profesión. Todo lo que fuese menester para enfriar el horror. Poco a poco, la incredulidad le iba ganan-do la batalla al llanto.

—Sé muy bien que ahora se encuentra bloqueada, asimilando esta durísima noticia, pero debe saber también que las primeras horas después de un crimen de estas características son cruciales —explicó Mara con tono agradable—. Si se le ocurre algún enemigo, alguna persona con la que tuviera problemas su marido, de dinero, negocios, un cliente insatisfecho… Cualquier cosa que se le ocurra puede ser vi-tal para atrapar a la persona que ha cometido esta atrocidad.

La inspectora Mara Suárez habló con claridad, mas sus palabras no fueron debidamente escuchadas. Lo único que era capaz de hacer Esther era negar con la cabeza. Y vomitar. Los elegantes zapatos de piel fabricados en España de Alonso se vieron salpicados con unos pequeños grumos amarillentos. En otras circunstancias habría dado rienda suelta a su sarcasmo para dejar de vuelta y media a la manguera humana de vómitos. Pero no. Eran otras circunstancias y el dolor que sentía esa mujer parecía muy real, tanto que su cuerpo no lo podía soportar. Lo que sí que no podía evitar era sentirse incómodo, bestialmente incómodo y vio-lento. Aquello era nuevo para él, algo que no había siquiera elegido, que le había sido impuesto por fuerzas superiores a las suyas.

—¿Recuerda cuando su marido le puso la cornamenta? —soltó Alonso, haciendo gala de una sensibilidad casi nula.

—Pero, pero, ¿qué dice? —comenzó a decir Esther— ¿Está loco…?

—Usted cree que no, pero sí que es el momento de hablar de esto. Es el momento porque quien quiera que le ha hecho esa barbaridad a su marido y acaba de destrozar su vida sigue por ahí libre, dando saltitos como un conejito, feliz y tan campante —la voz de Alonso era firme, su frente, ahora sí, sudorosa por el calor—. Así que cualquier detalle, por tonto o nimio que parezca, cualquier cosa que se le pueda ocurrir, puede ser importante, puede marcar la diferencia. Estamos aquí para ayudarla, para tratar de poner en orden las cosas, atrapar a los malos y hacer justicia. Y para ello necesitamos que nos ayude, que se ayude, cuanto antes. Mara quedó inmóvil, en parte por la sorpresa que había supuesto el discursito, en parte porque estaba totalmente de acuerdo con lo que ese novato acaba de soltar por la boca. Esther estaba roja como un tomate, tanto por la noticia recibida como por el insoportable calor que emanaba de su instalación de calefacción.

—Está bien. Pregúnteme lo que quiera. Trataré de responder lo más claro posible —dijo Esther secándose las lágrimas de sus mejillas y aspirando con fuerza los acuosos moquillos que afloraban por sus fosas nasales.

—¿Perdonó a su marido tras la infidelidad que yo le reporté? —Alonso abrió fuego.

—Sí —increíblemente, las lágrimas se las apañaban para no salir de sus ojos—. Fue duro, no pasó de la noche a la mañana, pero lo arreglamos.

—¿Por qué no le acompañó a la fiesta de anoche? — volvió a preguntar el detective— ¿No le gustan las cenas de gala, los canapés de gourmet y esas cosas?

—Para él eso eran negocios —al pronunciar esa palabra hizo el símbolo de las comillas con los dedos—. Yo no pintaba nada allí. O eso decía él…

—¿No le ha parecido extraño que no volviera a casa a dormir? —esa pregunta la lanzó Mara, animada por la brecha abierta por Alonso.

—Bueno, no es la primera vez… a veces bebe más de la cuenta y vuelve a casa cuando ya ha amanecido, o se queda en casa de algún colega del trabajo. O ya sabe…

La última frase fue para Alonso, quien en efecto ya sabía de lo que estaba hablando: de algo que ocurrió en una bonita casa en la costa de Alicante dos años atrás.

—Así que se temía lo peor… —comenzó Alonso.

—Siempre lo hago, es inevitable con hombres como Juan. Yo… no sé por qué le quiero, o le quería, pero le quería —en ese momento volvió a decaer. Esther hizo una pausa, enjugó sus lágrimas—. Esto no ha debido pasar… es como una pesadilla, una espantosa pesadilla. Se supone que todo nos iba a ir bien. Juan me hablaba de un nuevo despertar, se suponía que nuestra vida iba a cambiar para mejor, una vida nueva, sin preocupaciones. Cualquier día me daría la sorpresa y todo cambiaría. Lo que jamás imaginé es que sería tan cruel.

Esther cerró los ojos y se abandonó a las lágrimas. Alonso y Mara se miraron, no se hicieron precisas las palabras, poco más tenían que rascar allí. La vida cambiaba en un instante, una noticia y de repente todo era distinto. Pero nada se detenía, la Tierra seguía girando, la gente seguía hablando, comiendo, acostándose, matando.

Había que moverse.

 

Universo salvaje
titlepage.xhtml
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_000.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_001.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_002.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_003.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_004.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_005.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_006.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_007.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_008.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_009.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_010.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_011.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_012.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_013.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_014.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_015.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_016.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_017.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_018.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_019.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_020.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_021.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_022.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_023.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_024.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_025.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_026.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_027.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_028.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_029.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_030.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_031.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_032.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_033.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_034.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_035.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_036.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_037.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_038.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_039.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_040.html
CR!1Z9VXV6HXH74X2ZVQDRPXZPH5SVE_split_041.html