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La anomalía

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Hacía una de esas mañanas en las que todo estaba en calma. El cielo mutaba de color al paso de los minutos, mientras el sol emergía al fondo, detrás de la mar rizada. No había un alma a la vista, tan sólo la imponente y pétrea presencia del centenario faro y una suave brisa que acariciaba la piel con su aroma salado. Leonardo gustaba de esa sensación de frescor, de pureza. Cada mañana salía a su bonita terraza café en mano, se apoyaba en la barandilla metálica, cerraba los ojos y se dejaba llevar. De pronto las preocupaciones que arrastraba se hacían a un lado, salían de su órbita; sólo estaban el olor a sal y el hipnótico sonido del mar meciéndose. Aquella sensación únicamente duraba unos segundos, pero era tan maravillosa, tan intensa, que lograba parar el mundo, ponerlo todo en armonía, preparar el cuerpo para lo que deparara el resto del día. Era su yoga, su droga, su terapia personal, solos el mar y él. Por eso se había trasladado. No podía soportar iniciar el día con los desagradables ruidos de la ciudad: el tráfico, los gritos, los niños. Si se concentraba mucho podía incluso sentir cómo entraba en el sol, transmitiéndole un hormigueo que subía desde los pies hasta su nuca. Ese era el momento, la señal de que todo había acabado.

Entonces abrió los ojos y la vio. La anomalía. Alguna mañana había visto a algún pescador madrugador o a algún operario de limpieza de playas, pero lo de aquel día era bien distinto. Parecía una visión mágica, una imagen tan poco frecuente y a la vez tan maravillosa que a la fuerza debía de tratarse de un espejismo. Leonardo apuró su café y sujetó la taza con ambas manos, manteniendo un calor que reconfortaba aquella fría mañana. Ella parecía casi levitar sobre la arena, dejando apenas un imperceptible rastro por la orilla. Iba descalza, valiente, con unos vaqueros de pitillo remangados un palmo. Arriba se protegía del frío con un anorak de color rojo, guantes negros y una bufanda a juego.

Su melena dorada fluía con la brisa e irradiaba un potente tono proveniente del reflejo solar. En su rostro, fino, pálido, simétrico, dominaban unas grandes gafas de sol de pasta.

Leonardo debió dejarlo estar, darse media vuelta y volver a sus cotidianos quehaceres. Pero no pudo. Sin querer-lo, sin saberlo siquiera, ya se hallaba preso del sobrenatural encanto de aquella delicia hecha mujer. Giró la cabeza hacia la terracita y sonrió. Fue en ese preciso momento cuando el frío dio paso a un fuego que nació en sus entrañas. Se quedó allí tieso, como si se tratase de un maniquí en un escaparte, petrificado y pasmado.

El camino de la mujer la llevó a pasar justo enfrente. No sería ella la que dijera las primeras palabras, aunque des-de luego era la que controlaba por completo la situación.

—Buenos días —dijo él—. Hace una mañana espectacular, ¿eh?

Ella se detuvo, bajando con un dedo sus enormes gafas negras y dejando al descubierto unos hermosos y refulgentes ojos.

—Así es —contestó ella—. No hace falta irse a una isla tropical para encontrar el paraíso.

Su voz, sus carnosos labios, su esbelta figura. Esas palabras con las que no podía sino estar al cien por cien de acuerdo.

—Nunca te había visto por aquí… —terció él, sonriente.

—Tampoco yo… —respondió ella.

—¿Hace mucho que vives aquí? —preguntó, taza en mano.

—¿Quién ha dicho que viva aquí? —respondió ella con una pregunta.

—Bueno, yo… a estas horas…

—Estoy hospedada en el hotel Entremares. Pensé que me sentaría bien un paseo matutino a la orilla de la playa… Y no me equivocaba, ha sido una auténtica… —la mujer terminó de quitarse las gafas, dejando al descubierto una de sus principales armas— gozada.

—Eso no lo discuto —afirmó Leonardo, al que se le empezaba a secar la garganta—. Este lugar en invierno tiene como un aura especial, algo mágico. Algunos dicen que es deprimente, solitario, pero para mí es la estación ideal.

—Bueno, yo pensé que también sería solitario… Y aún así nos hemos encontrado.

Leonardo comenzaba a sentir cierta presión en la espalda, presión que se transformaba en leves punzadas a lo largo de su espina dorsal. La inquietud, el ansia, el deseo, estaban ganando la guerra a la precaución.

—Me gustaría invitarla a un café, señorita…

—Emma —terminó ella.

—Emma. Yo soy Leonardo, encantado —dijo mientras levantó la mano—. Pero creo que no debería hacerlo. ¿Sabe? Es demasiado complicado de explicar e increíble de creer, pero me han recomendado que me aleje de las mujeres guapas.

La mujer que se hacía llamar Emma fingió rubor.

—¿Ah sí? Y dígame, ¿quién le ha dado tal recomendación? ¿Su madre, el médico?

Leonardo rio. Le daba vergüenza decir lo que iba a decir.

—No, la policía —contestó—. Y por favor, tutéame, no soy tan mayor.

El silencio que siguió a esas palabras fue cortado abruptamente por las risas de ambos.

—En ese caso creo que debería seguir mi camino —señaló Emma, reanudando la marcha—. No quisiera incurrir en ningún tipo de delito.

Emma sonrió cómplice y se colocó las oscuras gafas. El sol ya prácticamente había salido de su guarida, el aire comenzaba a arreciar. No le dio tiempo a dar ni tres pasos cuando Leonardo llamó de nuevo su atención.

—¡Emma! ¡Hey! ¿No habrás creído que hablaba en se-rio, no? —dijo Leonardo sonriente—. Por favor, sería un placer si quisieras tomar una taza de café conmigo. Nada más que eso, un café. Seguro que te sienta bien para seguir tu paseo.

—Mm, seguro que sí —aceptó tras hacer como que se lo pensaba.

Leonardo abrió la portezuela de la terraza e invitó a Emma a pasar con un suave ademán. Ella entró, trayendo consigo un rastro de arena en sus blancos pies.

—Lo siento, ni siquiera me he echado sandalias —se disculpó al ver la arena.

—No tiene importancia, recuerda que es una casa de playa —dijo él, todo lo que encantador que sabía—. Por favor, vayamos dentro, así podrás entrar en calor.

—Gracias, cuando caminas apenas se nota, pero en cuanto te paras un ratito te hielas —dijo acompañando las palabras con una mirada hacia sus pezones, duros por el frío.

—Es-es verdad —carraspeó Leonardo, quien hacía rato que había dejado de tener frío.

Leonardo abrió la gran puerta corredera de cristal que separaba la zona exterior del interior de la casa. Emma cruzó primero, dada la caballerosidad del hombre. Accedió a un impresionante salón elegantemente decorado con un par de cuadros paisajísticos en los que el mar era el tema central y amueblado con funcionales muebles de diseño de líneas rectas en los que predominaban el blanco y el negro.

—Vaya, es precioso —concedió Emma—. Quién diría que esto es una casa de playa…

Leonardo aceptó el cumplido con un cortés y sonriente asentimiento, indicando a la dama que tomara asiento en el chaise longue de tres plazas blanco mientras iba a la zona de cocina, conectada con el salón, a por la cafetera y otra taza.

—¿Solo o con leche? —preguntó Leonardo desde la zona de encimera.

—Solo, gracias. Sin azúcar —respondió ella.

—Vaya, una chica dura —dijo él en tono divertido—. Yo soy incapaz de tomarme el café sin leche, sin azúcar y sin un chorrico de coñac.

—Pues eso ya es casi de todo menos café —concedió ella.

El hombre de la casa llegó con dos tazas con su platito y las posó sobre la rectangular mesa de cristal que se encontraba entre el chaise longue y el sillón que él pasaría a ocupar. Un hilo de humo emergía de cada café, ambientando el lugar con su agradable e inconfundible aroma.

—Y bien, ¿cuál es tu historia? —preguntó Leonardo, dando un primer trago a su café, que estaba ardiendo.

—¿Mi historia?

—Sí, quisiera saber algo más de ti. Algo más aparte de que te gusta dar paseos a la orilla de la playa en invierno, tomas el café solo sin azúcar y que eres preciosa.

Emma agachó momentáneamente la mirada, tomando su café y dando también un pequeño sorbo antes de volverlo a dejar donde estaba.

—Lo siento, quizás sí que le vendría bien una cuchara-dita de azúcar. Si no es mucho pedir.

—Por supuesto que no —dijo Leonardo, levantándose como un resorte—. Ahora mismo te lo traigo.

La jugada no le salió bien a la tal Emma. Todo sonrisas y amabilidad, Leonardo no dudó en llevarse consigo su propia taza de café, excusándose en que «quería un poquito más de leche». No podía permitírselo, no sería propio de ella ni de su plan, pero comenzaba a sentir el germen de esa sensación que muchos llaman nervio y que, en ocasiones, aboca sin remedio al fracaso.

Leonardo volvió con los dos cafés, dejando cada uno en su sitio, y observando con detenimiento a la hermosa dama que tenía en su sofá.

—Bonitos guantes —observó— ¿Son de cuero? —Ajá —convino ella, llevándose de nuevo la taza a la boca—. No me preguntes el porqué, pero siempre tengo las manos congeladas.

—Claro, sí. Por eso no te los quitas, ¿eh?

—Bueno, me los suelo quitar, sólo que ahora estoy bien así —ella sonrió, pero ya no era aquella sonrisa deslumbrante del principio. Algo pasaba—. Además, yo diría que son sexys…

—S-sí, sí que lo son. Es decir, apuesto a que cualquier prenda que entre en contacto contigo se convierte automáticamente en sexy… —Leonardo se acabó el café de un trago, dejando la taza vacía sobre su plato.

—Uhm. Gracias, tú tampoco andas escaso de encanto… —dijo Emma mirando a las paredes—. Esta casa es preciosa.

—¿Te gusta? Gracias, es mi refugio personal. Me ayuda a relajarme, respirar aire… Ya sabes.

—Expiar las impurezas de la ciudad —añadió Emma.

—Sí, yo no lo habría definido mejor —concedió Leo-nardo, que no podía evitar sentir cierta incertidumbre, una sensación que le avergonzaba— ¿Has visto lo de los asesinatos de los maridos adúlteros en la tele?

Leonardo no sabía por qué había dicho lo que acaba de decir, simplemente le había salido solo, había abierto la boca y las palabras habían volado. A Emma se le encendió la alarma, esta vez no iba a ser tan sencillo.

—No suelo ver la televisión… —respondió ella, incorporándose despacio—. Me parece una total y completa pérdida de tiempo.

—Y haces muy bien, las noticias hoy en día sólo son un nido de disgustos. Te pones de mala leche con el tema del paro, los impuestos, los recortes y todo eso… Y ahora esto: una zumbada que se dedica a matar hombres casados. ¿De verdad no has oído nada?

Leonardo la escrutaba con la mirada, hacía rato que no dejaba de sentirse algo nervioso e inseguro. Quería creer que era infundado, ridículo incluso, pero era incapaz de quitárselo de la cabeza.

—No me interesan ese tipo de noticias, la verdad. Prefiero el cine, un buen libro, una buena compañía... —dijo Emma con intención justo antes de apurar su café y ponerse de pie —¿Te importaría que fuera a tu baño?

—Eh, claro, por supuesto que no —Leonardo se puso también de pie, dio un par de pasos, justo para salir de la zona de los sofás y la mesa de cristal, dando ligeramente la espalda a Emma—. Sigue ese pasillo, la segunda puerta a…

Un suave movimiento de muñeca, una cuchilla tan afilada que podría cortar un folio tirado al viento y varios chorros de sangre que salpicaron como la fuente de la plaza circular medio sofá y media alfombra. Emma, o como quiera que se llamara, se apartó de detrás, dejando caer el cuerpo de Leonardo como un saco de patatas sobre la mesa de cristal. El estruendo no fue poca cosa. Entre cristales rotos y salpicones de sangre, Leonardo pataleaba y se aferraba a su propio cuello en un instintivo intento por no desangrarse. La mujer, con una mirada fría como el hielo, se disponía a rematar la faena cuando una voz al otro lado de la casa le hizo cambiar de idea y optar por la fuga, no sin antes sacar un puñado de fotografías del bolsillo de su abrigo y lanzarlas sobre la agonizante quinta víctima. Supuesta quinta víctima.

 

Universo salvaje
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