24
Cuestión de honor
El frío, la fina pero persistente lluvia y la prisa por no llegar tarde hicieron que Alonso llegara a su despacho en apenas diez minutos. Se limpió la suela de los zapatos en la alfombrilla de la entrada y colgó el abrigo en la percha. Cerró la puerta y se dirigió al fondo del despacho para cerrar la persiana tras comprobar que los cristales estaban llenos de gotas. Encendió la lámpara del escritorio y se sentó en su silla. Tamborileó con los dedos sobre la mesa, se balanceó hacia atrás con la silla con cuidado de no caer de espaldas, miró el reloj. Carlos D., que no era otra que Carlos Dávila, el dueño de la empresa E-Master, no aparecía. La cabeza del detective bullía con todo tipo de información, de detalles, informaciones, testimonios, opciones, teorías y demás pajas mentales que nada tenían que ver con los asesinatos en sí, aunque sí con la persona con la que trabajaba en ello. Decidió entonces tomarse un descanso de todo aquello, desconectar durante los minutos en los que tardara en llegar el señor Dávila. Fue entonces, como un chispazo, cuando recordó el eficaz quitapenas que su fallecido padre guardaba en el escritorio. Abrió el último cajón del escritorio y sacó una botella de vino sin etiqueta que debía tener como una década.
Desenroscó el tapón y dio un buen trago. El calor que recorrió su garganta y se hizo fuerte en el estómago re-confortándole sobremanera. Se repantigó en la silla y de nuevo se llevó la botella a la boca. Ese dulce sabor era lo que precisaba en aquellos momentos, como un abrazo en las entrañas que le hiciera olvidar por un rato la cruel frial-dad del mundo exterior. Así fue como llegó el tercer trago, y el cuarto segundos más tarde. Se le fue la mano pronto. En apenas un par de minutos comenzó a sentir no sólo un creciente calor interior, sino también la ligereza de su cabeza. Cerró los ojos y se dejó llevar, respiró hondo y expiró una larga bocanada de aire, buscaba la paz, una limpieza de karma o lo que fuera. Era necesario un receso para volver a la carga con las pilas cargadas. Se iba a echar un trago más al coleto cuando de repente llamaron a la puerta.
Con un ligero tambaleo que le llegó a sorprender, Alonso se puso en pie y avanzó hasta la puerta. Instantes después entró en su piso-despacho un tipo de unos sesenta años, pelo completamente blanco y repeinado hacia atrás, perfectamente afeitado, cara gorda, papada y cuerpo de pera que vestía un sobrio traje azul marino con camisa blanca y corbata a rayas. Tras estrecharse las manos, el detective le indicó que tomara asiento en una de las sillas que había frente al escritorio, mientras él iba hacia su silla. Al ver la botella de vino sobre la mesa no dudó en ofrecer al recién llegado un trago.
—¿Quieres tomar un vinito, Carlos? —dijo Alonso sonriente—. Debe tener como mil años. —Pues mira —Carlos Dávila miró el Viceroy de su muñeca—, me parece que sí, que es buena hora de calentarse el cuerpo.
Alonso asintió y cogió un par de vasos de cristal de un pequeño aparador que tenía al lado del escritorio. Tras servir las bebidas tomó asiento.
—Tú dirás, Samuel —dijo Dávila segundos antes de coger su vaso y pegar un trago—. A ver qué me cuentas de ese malparido.
—Bueno, por desgracia poca cosa —respondió Alonso, vaso en mano—. Te puedo confirmar que es un malparido, pero no uno estúpido, sino un malparido listo.
—Eso ya lo sabía yo sin necesidad de contratarte — afirmó Dávila, vaso en mano también.
—Me hago cargo —Alonso dio un pequeño sorbo—. Mira, he seguido a ese tío por la mañana, por la tarde y por la noche. En fin de semana y entre semana también. A ese le da lo mismo que sea miércoles que domingo, eso no le afecta. Tiene establecidas una serie de rutinas, unos sitios que visita para proveerse de comida, sustancias que nada tienen que ver con la comida, y otros a los que va para su esparcimiento. Basándome en estos últimos, y las compañías que frecuenta de drogatas, camellos y demás gentuza, queda clara una cosa: Ginés está más sucio que la taza del váter de un local de carretera. Pero eso sí, va a todas partes con su collarín, su muleta y su cojera. Aún no he sido capaz de pillarlo fuera de su papel, si es que finge…
—Pelagatos…
—Sí. Podría seguir con él unos días más, pero siéndote sincero no creo que vaya a decaer. Mientras siga teniendo un médico que le firme la baja, él va a seguir como hasta ahora. Estoy convencido.
—¿Entonces qué podemos hacer? —preguntó Dávila con pesar—. No puedo dejar que ese hijo de mala madre se salga con la suya.
—Ya… ehm, no sé qué decirte. ¿Cuánto tiempo me dijiste que llevaba contratado, seis años? —preguntó el detective. Dávila asintió mientras bebía otro trago de vino—. Pues ya sabes, cuarenta y cinco días de sueldo por año tampoco hacen un finiquito demasiado elevado. Échalo y a correr. Si seguimos así te voy a salir más caro yo…
Carlos Dávila dejó el vaso en la mesa, se mojó los labios con la lengua y se echó la mano a la billetera. La abrió y sacó unos cuantos billetes de cien y doscientos euros. Los tiró sobre el escritorio como si nada.
—Tienes que entender una cosa, hijo, el dinero no es ni ha sido nunca un problema —dijo a continuación mientras se guardaba la billetera—. Esto es una cuestión de honor. Necesito hundir a esa sanguijuela cueste lo que me cueste. Quiero un despido procedente, denunciarlo, quiero que aparezca en todas las listas negras y que no vuelva a trabajar en su asquerosa vida. ¿He hablado claro?
—Más claro que el cielo en agosto —concedió Alonso mientras apuraba su vaso de vino— ¿Y se puede saber, si no es indiscreción, a qué viene ese odio tan visceral hacia ese mierdecilla?
El señor Dávila echó su clara mirada al suelo, apretó los puños y suspiró.
—Conozco a ese tarado demasiado tiempo… No sólo los seis años y pico que lleva trabajando en la empresa, la cosa viene de mucho atrás. Ese mamón es el ex marido de una de mis sobrinas, Inma, la pequeña de mi hermana. Además resulta que es mi ahijada, es algo así como mi ojito derecho, la hija que nunca tuve.
—Ya veo.
—Pues eso, que conoció a ese bala perdida cuando ambos eran poco más que unos críos —explicó, señalando con la palma de la mano un metro de alto desde el suelo—. A nosotros nunca nos gustó un pelo, siempre iba por ahí en su moto, fumando porros y pegando tirones de bolsos a las viejas. Lo detuvieron un par de veces, y adivina quién tuvo que pagar la fianza.
Alonso le señaló tímidamente con el dedo.
—Entero —dijo Dávila—. La niña, no me preguntes por qué, ha estado toda la vida enamoradísima de ese pinta. Y claro, los lloros y ruegos y otras amenazas más serias — el tipo se tocó la muñeca derecha—. Nos hacía siempre ir en su rescate y mantenerla contenta. Después pasó lo que tenía que pasar…
—La preñó —dijo Alonso sin ningún tacto. —Efectivamente. Y nada, pues se preparó una boda y le busqué trabajo en mi empresa para que pudiera mantener a la familia. Yo por supuesto no quería, le aconsejé que se olvidara de él, que se centrara en el niño, que nunca le iba a faltar de nada… — gesticulaba Dávila—. Pero ya sabes, ella quería a ese mendrugo y necesitaba que fuera su marido y padre de su hijo. ¿Puedes ponerme otro?
—Faltaría más —respondió Alonso rellenando el vaso de su cliente hasta casi la mitad.
—Bueno, pues como te iba diciendo, se casaron —Dávila hizo una pausa para beber—. Pasaron un par de años más o menos tranquilos. Digo más o menos porque el tarugo era aficionado a salir a comprar tabaco un viernes y no volver hasta el domingo a la noche… Discutían, se decían de todo, y al final se reconciliaban y hasta la siguiente. Claro que las siguientes ya fueron más gordas. Al principio Inma nos lo ocultó, no salía de casa, no recibía visitas durante temporadas… Tanto ella como el niño estaban muy raros. Después descubrimos que el muy hijo de perra le zurraba. Se aficionó a eso el malnacido. Fue entonces cuando pudimos convencerla de que lo abandonara y pidiera el divorcio. Fue una época difícil, sobre todo por el crío que no tenía culpa ninguna. Angelico. Un día, después de una de sus fuertes discusiones, el niño salió corriendo de casa y…
Alonso, que ya se temía lo peor, no quería seguir escuchando lo que ese hombre estaba a punto de decir. Unas palabras que nunca nadie debería pronunciar, pero que formaban parte del mundo y su desgracia. El señor Dávila tragó saliva, sus ojos enrojecieron en un instante.
—Salió corriendo calle abajo, llegó a un cruce, apareció un coche y… Jesús —el señor Dávila se persignó—. No imaginas lo mal que lo pasamos, el infierno que nos tocó vivir… Sobre todo a su madre. Ninguna madre debería vivir algo así jamás —Dávila hizo una nueva parada para arreglar su voz mientras Alonso le miraba con aflicción—. Entonces vino la separación definitiva, después el supuesto accidente, se supone que de moto, pero yo no me creo una palabra. Como tú dices lo podía haber despedido hace tiempo, pero no puedo largarlo y encima pagarle un buen finiquito para que siga con sus trapicheos tan ricamente. No, me niego. Como te decía es una cuestión de honor, de merecimiento. Quiero hundirlo, ponerle el pie en la garganta. Quiero enterrarlo tan hondo que salir del agujero le lleve toda la vida.
—Ya veo, entiendo tus sentimientos, vaya que sí —terció Alonso—. Ya me caía mal el mamón, ahora sencilla-mente me repugna. Ojalá pudiera decirte que en un par de días le pillaré dándose una carrera, pero me temo que eso no va a pasar.
—Pues entonces dame más opciones —Dávila se detuvo un instante para echar un gas disimuladamente—. Tú eres el filigranas, ¿no?, el tío que sale en los periódicos. Piensa algo, hombre. Piensa algo, hazlo y te pagaré lo que me pidas.
El detective cogió su vaso vacío, miró el fondo violáceo por los restos del vino, cerró los ojos y sintió un súbito mareo.
—Está bien, algo haré… —Alonso parpadeaba ostensiblemente, comenzaba a sentirse regular—. Me acercaré más a él, no creo que sea difícil entrar en uno de sus círculos. Sólo hay que fingir ser un desgraciado. Creo que eso lo sé hacer.
Esa era la respuesta que Carlos estaba esperando. De pronto sus enormes mejillas se estiraron dando lugar a una enorme sonrisa de satisfacción que dejaba al descubierto un diente de oro.
—Ahora si me disculpas tengo que… —comenzó a decir Alonso mientras se esforzaba por ponerse de pie.
—Sí, sí, faltaría más —dijo el señor Dávila mientras se levantaba de la silla también—. Lo dejo todo en tus manos —estrechó su mano con la del detective—. Espero que me des buenas noticias en unos días.
—No te preocupes, haré todo lo posible por pillar a ese muerto de hambre.
—Gracias, muchas gracias, Samuel. Eres un tío en el que se puede confiar, lo veo en tus ojos —el señor Dávila seguía estrechando con vehemencia la mano de Alonso—. Sí, esa fiereza en la mirada no la tiene cualquiera, me da seguridad. Sé que harás todo lo posible por terminar el trabajo.
Carlos Dávila soltó al detective y se alejó hacia la puerta, la abrió y desapareció en la oscuridad del rellano. Alonso volvió a sentarse, más bien se cayó en el asiento, y apartó el vaso. Se llevó las manos a la cabeza, después a la cara, para terminar apoyándolas en la mesa. Y ahí estaba, como un destello entre los dedos, su dorada alianza de casado. La acarició con el pulgar de la misma mano, como sacándole lustre, mientras acudía a su mente un torrente de imágenes, recuerdos y vivencias que formaban parte de él tanto como su propia piel; escenas sesgadas de un pasado que ya no iba a volver, que no podía ni quería revivir. Quizás era el alcohol que corría por sus venas, quizás la necesidad de dar un paso adelante y dejar el pasado en el pasado de una buena vez. O quizás era que en aquel momento otra persona comenzaba a llenarle. No quiso pensárselo dos veces, si lo hacía era muy probable que no pasase nada, que todo siguiera exactamente igual, así que estiró la mano derecha y se quitó la alianza con los dedos de la izquierda. La contempló sólo durante un segundo: brillante, suave, esférica, y la guardó en uno de los cajones bajo una montaña de papeles.
Se puso en pie y apagó la luz del escritorio, caminando a oscuras hasta la entrada. Se puso de nuevo el abrigo y cogió puerta. Bajando las escaleras echó mano del móvil y, tras comprobar que no tenía ninguna llamada ni mensajes, marcó el número de Mara, la «Inspectora Maravilla». Tras unos segundos de absoluto silencio saltó la típica grabación de «el número marcado no se encuentra disponible en estos momentos». Extrañado volvió a marcar mientras abría la puerta del edificio y salía a la calle. Allí no sólo le aguardaba la lluvia, también una nube de periodistas con sus paraguas, sus grabadoras y móviles y sus ansias de conocimiento.
—Señor Alonso, por favor, ¿qué nos puede decir sobre la dama sangrienta?
—¿Han conseguido nuevas pistas?
—¿Cuántas víctimas son en total?
—¿Están en peligro todos los hombres casados?
—Por favor, Alonso, unas palabras. ¡No se vaya!
El detective se escabulló como pudo de los cuatro periodistas que le cerraban el paso, disculpándose, elevando las palmas de sus manos y diciendo que no sabía nada. Que no podía hablar. Y preguntándose cómo demonios sabían que él trabajaba de asesor en el caso.
—Señor Alonso, los ciudadanos están preocupados. Se palpa el miedo, ¿de verdad no tiene ni una palabra de aliento?
—Dejadme en paz.
Alonso avanzó unos metros medio a la carrera, buscando el refugio de un portal. Fue entonces cuando apareció Julián Manzanero, el periodista que escribió el famoso artículo sobre Alonso y el serbio, su caso más sonado.
—Venga ya, ¿tú también? —preguntó Alonso mientras seguía caminando.
—Vamos, Samuel, no seas desagradecido —dijo Julián, caminando a su lado.
—Mira tío, aquel artículo estuvo muy bien, y en cuanto acabe esta pesadilla puedes volver a contar con mi testimonio, pero ahora mismo es imposible —Alonso se acarició las sienes—. Soy detective privado, no un inspector de homicidios. No puedo decir una palabra, ¿estamos?
—Vale, vale. Tranqui, lo entiendo —Julián dio una palmadita sobre uno de los hombros del detective. Alonso tambaleó—. Tu compañera tampoco ha soltado prenda… De repente un rayo cruzó la abotagada mente de Alonso. Un fugaz, pero intenso y poderoso rayo.
—¿Cómo? ¿Mi compañera? ¿La has visto?
—Sí, la inspectora Suárez, ¿no? —Julián señaló con el dedo hacia atrás—. He dejado el coche en el Tontódromo y me la he cruzado de camino.
—¿Dónde?
—Aquí al lado, en la calle Enrique Villar, no hará ni cinco minutos…
Ese fue el momento en que Alonso giró sobre sus talones y echó a correr bajo la lluvia.
—Gracias, tío. ¡Mil gracias! —dijo mientras se alejaba—. Ya hablamos. ¡Lo prometo!
—Sí, seguro que sí —dijo Julián para sí mismo mientras el resto de periodistas llegaban hasta él.
El detective hizo en un tiempo récord los apenas dos-cientos metros que le separaban de la dirección que le había dado el periodista. No podía explicarlo, pero tenía una mala sensación. Un par de minutos después se detenía en la calle en cuestión y miraba a diestra y siniestra. No era para nada tarde, el reloj no marcaba aún las nueve de la noche, pero el frío y la fina pero molesta lluvia no animaban a andar por las calles. Sorteando charcos y buscando el amparo de balcones y salientes de las cornisas, el detective abrió bien los ojos y los oídos. El aire fresco y el lavado de cara le hicieron suavizar los efectos del dichoso vino. Entonces cambió de acera y lo vio: Citroën C4 gris, el coche de Mara. Se acercó hasta él y husmeó desde fuera su interior. Nada. Prosiguió su lento camino, echó un rápido vistazo en una pequeña tienda de alimentación china, miró desde fuera por los ventanales del bar Zalacaín. Nada de nada hasta que el primer estallido resonó en la noche. Un desgarrador y enlatado pum. Décimas de segundo después sonó otro igual. Pum.
La espalda del detective se tensó como hacía años que no lo hacía, sus ojos se abrieron al máximo. Un disparo. Luego otro. Eso era lo que parecía. Allí mismo, dos disparos en mitad de la noche. El sonido venía del edificio del otro lado de la calle, justo al lado de La Clave. Sí, no cabía duda. La cruzó casi de un salto y, con el corazón en un puño, entró por la puerta que se encontraba abierta.