CAPÍTULO XXIII

EL GRAN ALBUR

PISTOL Pete Rice penetró en el agua seguido de sus comisarios. Los tres tuvieron buen cuidado de sostener sus pistolas y cartucheras en alto.

A Teeny y Pete les bastó con subírselas un poco más sobre sus cinturas. El pequeño “Miserias” se la puso en el cuello y mantuvo su pistola con la mano levantada.

Procuraron mantenerse en el vado. Aun allí tenían que luchar con la corriente, que era bastante violenta.

Pero en el río se encontrarían mejor que en la orilla; caso necesario, si aparecía algún sospechoso a la vista, podrían sumergirse en el agua hasta la barbilla.

Frente a la “Hacienda del Gallego” —residencia de Duval— las orillas del río estaban casi a nivel con el agua. Pero empezaban a elevarse a medida que el trío avanzaba hacia el Norte, siguiendo el serpenteante curso.

Pete Rice tenía el propósito de caminar así hasta llegar con sus hombres a algún ribazo saliente, bajo el que pudieran ocultarse.

Durante algún tiempo no se dirigieron la palabra. A los comisarios parecía intrigarles la razón de esa última maniobra de Pete Rice, pero no se atrevían a preguntársela a su patrón. Y caminaban en silencio.

El sheriff avanzaba siempre alerta, observando ambas orillas del Bonanza.

En aquel punto eran tan bajas, que estaban expuestos a que les descubriesen desde las praderas.

Aquella era la faja de terreno que Pete quería dejar atrás lo más rápidamente posible. No era que temiese la lucha, pues esperaba verse en ella antes de poco, pero encontrarse en aquel momento con alguno de los cuatreros sería estropear una ocasión de ver cómo trabajaban.

Atravesaron la faja peligrosa sin ver a nadie, ni observar la menor señal de vida. Pete creyó oír un grito aguas arriba, uno de esos gritos que los cowboys acostumbraban lanzar para azuzar al ganado.

A aquella distancia, sin embargo, podían confundirse con el de algún animal salvaje. Pete aceleró el paso, pues faltaba aun mucho para llegar a la escarpada orilla donde pensaba ocultarse. Las riberas iban elevándose cada vez más. El trío no estaba lejos del sitio donde se había detenido el día en que Soapy Briggs les llevó a la emboscada... y a presenciar su propia muerte. Pete había descubierto el refugio a donde se dirigían mientras cabalgaba junto al traidor del rancho de Fiddleback.

Más adelante las orillas empezaban a descender hasta volver a quedar al nivel del agua.

Allí era donde acudía a abrevar el ganado de aquella parte de Buffalo Ford.

El siguiente lugar más próximo apropiado para la aguada estaba muchas millas río arriba. El sheriff esperaba que los cuatreros estuviesen operando por allí.

Pudo ver por lo menos cincuenta cabezas cuando atravesaron la faja de terreno bajo. Excelente reunión para George Duval.

Pero, probablemente, ese número de reses no sería nada comparado con el que el bandido esperaba conseguir de su correría nocturna.

Bajo la escarpada orilla del río corría un borde largo y seco. El trío trepó hasta él. Avanzaron cautelosamente, agazapados, hasta un sitio desde donde podían abarcar todo el remanso sin ser vistos.

Hicks “Miserias” no pudo guardar silencio por más tiempo.

—Patrón —musitó—, tú probablemente tendrás un propósito al hacer todo esto. Pero que me cuelguen si comprendo cómo se puede robar el ganado sin dejar rastro. He vivido en un rancho el tiempo suficiente para saber que las reses no tienen alas.

—Ten paciencia —le contestó Pete—. Échate un lazo a la boca, “Miserias”. No estás ahora detrás del sillón de tu barbería. No tardarás mucho en ver aclarado el misterio que tanto te intriga.

Pete basaba tal creencia en la conversación sostenida por George Duval y Leach “Boca-torcida” la noche anterior. Fue la frase “el procedimiento acostumbrado” lo que había dado a Pete la clave del secreto.

“Miserias” empezó otra vez a cuchichear, pero un empellón de Pete le redujo rápidamente al silencio.

Se oían las voces de unos cuantos hombres. Mugía el ganado. El pataleo y los relinchos de los caballos indicaron al trío que se aproximaba el rebaño.

Pasaron diez minutos. De pronto, en un recodo de la corriente, apareció una apretada manada de añojos. No hacía chapoteos, pues el agua les llegaba a los vientres.

Sólo un jinete cabalgaba por la orilla, para evitar que el ganado abandonase el lecho del río. Y aquel jinete cabalgaba sobre una extraña montura.

—Ahí tienes la explicación —musitó Pete, al oído de “Miserias”—. Ahora comprenderás por qué los ganaderos no encuentran rastro de los ladrones. El ganado robado por los hombres de Duval es conducido a los abrevaderos, y después por el lecho del río. Y ese hombre es el que lo guía.

¡El bandido de la orilla montaba sobre un ciervo ensillado!

No era extraño, pensó Pete, que los rancheros no hubiesen conseguido descubrir las huellas de aquellos cuatreros. El ciervo estaba adiestrado para maniobrar entre las reses.

Cumplía su misión tan bien como el caballo de un vaquero. Si algún animal se apartaba de la manada, el ciervo corría tras él, dando saltos como un potro.

Aquella, pues, era la explicación de una parte del misterio. Toda la conducción hasta el abrevadero había sido hecha por un solo hombre sobre un ciervo ensillado.

Los demás cuatreros habrían corrido con sus caballos un poco más hacia el Norte, atravesando alguna faja de terreno pizarroso donde no quedasen marcadas sus huellas, hasta penetrar en el río.

Y a medida que las reses entrasen en la corriente, las irían empujando hacia el Sur.

Pete Rice presenciaba la extraña maniobra brillándole los ojos. Sabía ya cómo Soapy Briggs asesinó a su compañero Jack Flynn en la corralada del rancho.

Sin duda Briggs cabalgó sobre el ciervo hasta el sitio donde cometió su crimen. La prueba era que ni Hank Brown ni ninguno de los peones de Fiddleback habían podido descubrir más huellas de cascos que las del caballo que montaba Flynn, ni tampoco pisadas humanas en algunas millas a la redonda.

El ganado empezó a desfilar ante el sheriff de la Quebrada del Buitre.

Avanzaba medio andando y medio flotando. Pete había contado más de cien cabezas cuando les tocó el turno de pasar ante él a dos jinetes.

A la débil luz de la velada luna pudo ver el desfigurado rostro de Leach “Boca-torcida” y las correctas facciones del de George Duval.

Pasó después otra sección del rebaño. Tras ella cabalgaban otros dos jinetes.

Venían todavía muchas más reses, pero no habían doblado aún el recodo del río. El cuatrero del ciervo adiestrado se había lanzado tras un añojo que se había salido del cauce y corría hacia un corte de la colina que flaqueaba el río.

El ranchero desapareció al otro lado. Había llegado la ocasión de Pistol Pete Rice.

—Teeny —dijo en voz baja a su comisario—, pon tu pistola y tu cinturón en este borde. Vamos a sumergirnos en el agua. Vendrán dos hombres a cargo de la siguiente punta de ganado. Cuando pasen ante nosotros, pega un salto y golpea a uno con todas tus fuerzas. Yo me encargo del otro. Pero ten cuidado de dejarle fuera de combate al primer puñetazo para que no pueda gritar. Ocúpate del que pase más próximo, y yo me las entenderé con el más alejado. “Miserias”, estate preparado para agarrar las riendas de sus caballos.

Pete se había quitado ya su pistola y su cinturón. Los comisarios hicieron otro tanto. Pete y Teeny se acurrucaron en el agua, ocultos por el saliente del ribazo.

Las reses continuaban pasando; se aproximaba la pareja de cuatreros que las guiaban. El sheriff tocó a su compañero como señal. Los dos hombres se zambulleron en el agua sin hacer ruido.

Pete calculó su distancia cuidadosamente. Se deslizó por detrás del primer caballo; dobló las piernas, las flexionó contra el fondo del río y surgió disparado a la superficie.

Surgió junto a uno de los cuatreros y, antes de que éste pudiera lanzar un grito, ya estaba bajo el agua, tragando líquido a borbotones.

¡Plass! El terrible puño de Pete cayó de lleno en la mandíbula del bandido.

El golpe habría adormecido a un toro.

Pete jamás tuvo duda del éxito de la misión encomendada a Teeny. A pesar de su corpulencia, Teeny sabía obrar con la velocidad del rayo, y su puño era un verdadero narcótico.

No se sorprendió, pues, al verle arrastrar hacia la orilla a su prisionero. Los cuatreros quedaron atados, amordazados y ocultos —entre la vegetación, tras quitarles sus ropas exteriores. La chaqueta del más corpulento se ajustó bastante bien al cuerpo de Teeny.

“Miserias” se puso los pantalones del más pequeño, y Pete se hizo cargo de la chaqueta. Llevaba también el sombrero que había utilizado para disfrazarse en la “Hacienda del Gallego”.

Los de los cuatreros acababan de dar a Teeny y “Miserias” el carácter apropiado para los azares de aquella noche.

Acto seguido, “Miserias” subió con su patrón a uno de los caballos, y Teeny ocupó el otro. Un momento después entraban en las aguas del Bonanza para incorporarse a la procesión que continuaba avanzando río abajo.

Cuando las orillas empezaron a descender, Pete refrenó su potro.

—Bájate ahora, “Miserias” —le ordenó—. Estas orillas estarán vigiladas y algún centinela habrá echado pie a tierra. Apodérate de su caballo. No dispares, a menos que no haya más remedio. Allá veo unos árboles, escóndete tras ellos. Si seguimos viajando dos en un caballo, acabarán por darse cuenta.

—All right, patrón —dijo alegremente “Miserias”—. Confía en mí. Dentro de unos minutos tendré un caballo.

Pete y Teeny siguieron su viaje. No tardaron en encontrarse a la vista de la “Hacienda del Gallego”, la residencia de Duval. Tres cuatreros bloqueaban el río frente a la casa para que el ganado no se aproximase mucho. Otros dos, situados en la orilla izquierda, acosaban a las reses para que subiesen por la derecha.

Pete sonrió. Se había hecho una hipótesis y creía que iba ya a confirmarla.

El ganado saltó a la orilla y siguió por un ancho sendero hacia la corralada edificada contra el muro rocoso de los riscos.

Dos cuatreros, apostados a ambos lados de la senda, impedían que el ganado se desbandase.

El sheriff inclinó la cabeza. Se sentía más preocupado por Teeny que por sí mismo. La corpulencia de Teeny tenía que hacerse notar.

Pero la luz era escasa, y Teeny se encogía en su silla cuanto le era posible.

Los dos camaradas salieron del río detrás de las últimas reses.

Uno de los hombres que llevaban la cuenta avanzó hacia Pete.

—¿Cuántos vienen, Carlos? —le preguntó en español—. Supongo que unos doscientos o trescientos...

Pete se estremeció. Le habían confundido con uno que se llamaba Carlos.

Carlos debía ser el bandido cuyo caballo pinto montaba.

—Tres —se arriesgó a decir en respuesta. Y desapareció al trote, en dirección a la corralada.

En aquel momento jugaba con la muerte. Pero estaba también próximo a la victoria. ¡Al fin iba a quedar aclarado el misterio de Buffalo Ford!

El muro del fondo de la corralada había girado sobre unos goznes como una puerta gigantesca.

¡Y el ganado iba pasando por el túnel que atravesaba la montaña, para desembocar en un gran valle más allá!

Pete avanzó pegado alas paredes del túnel. A la luz de las linternas que llevaban algunos jinetes, pudo ver que aquel túnel era toda una obra de ingeniería.

Estaba sin revestir, mostrando la faz rugosa de las peñas. Se diría que no habían tenido tiempo de terminarlo después de pasar largos años perforando la roca.

Pete miró hacia arriba y vio que la bóveda estaba sostenida por entramados de vigas, al estilo de lo que había visto en algunas minas del Oeste.

Las últimas yardas del túnel habían sido excavadas, no por ingenieros experimentados, sino por “amateurs”, que habían procurado evitar la roca viva dando un rodeo por terreno pizarroso.

Pete oía el golpeteo de unos cascos de caballo a su espalda. Al principio, creyó que el jinete era Teeny. Pero el hombre encendió un cigarrillo, y Pete vio que era un mejicano.

El sheriff espoleó a su caballo.

Metido en aquel túnel no le convenía ninguna compañía extraña. Ser reconocido entonces podría estropearlo todo.

Pero el mejicano procuraba acortar la distancia que le separaba de Pete, y éste volvió a espolear a su caballo.

—¡Carlos! —llamó el cuatrero.

Pete continuó sin detenerse y metió el caballo por entre los animales.

Llegaba ya casi a la mitad del túnel cuando le abordó el mejicano.

—No debes haber comprendido bien las órdenes, Carlos —le dijo—. Tenías que haberte quedado con los que llevan la cuenta. Esta noche no estabas designado para atravesar el túnel.

Pete se arriesgó a hablar, jugándoselo todo.

—Me dieron después contraorden —murmuró.

El cuatrero se aproximó aún más. Rascó un fósforo, y lanzó un grito, mientras echaba mano a la pistola.

—¡Pete Rice! —gritó—. ¡Jefe, Pete...!

No pudo terminar. Una llamarada rojiza perforó las tinieblas, y el cuerpo del cuatrero cayó bajo las patas de las reses.

—¡Corre, patrón! ¡Salta al valle!

Era la voz de Teeny Butler. Y Pete Rice corrió. Corrió sorteando las moles de carne que le rodeaban por todas partes. Se oían gritos en el túnel cuando surgió al aire vivificador de la noche.

Empezaron a rugir las pistolas. El valle de los cuatreros se convirtió en un campo de batalla.