CAPÍTULO I

PETE RICE EN FUNCIONES

EL potro mesteño estaba agotado. Su jinete iba moribundo. Él lo sabía. Unas horas antes una bala había perforado su espalda, alojándosele cerca del corazón.

Consiguió volverse sobre la silla y lanzó una larga mirada a sus perseguidores.

Los bandidos estaban cada vez más cerca. Sus sombreros, de picuda copa y alas adornadas con borlas, asomaban ya por una eminencia del camino, tras el jinete que huía.

Brillaban en sus diestras manos los largos cañones de los Colts. Se oían sus gritos de amenazas en mejicano.

Muchas millas llevaba el fugitivo corriendo a tan agotador galope, con la muerte a punto de detener su carrera. Cubría el polvo del camino sus espesas cejas y sus viriles mostachos.

Su rostro curtido por el sol, arrugado como una manzana seca, tenía la palidez del yeso. La sangre se había secado en sus ropas.

La estrella prendida en su chaqueta proclamaba su cargo. Rimrock Morley era el comisario sheriff de Buffalo Ford. Había corrido innumerables veces por las sendas en defensa de la ley, pero aquella era su última cabalgada.

No le asustaba su fin. Había visto morir a muchos hombres. Docenas de malhechores habían caído frente a sus llameantes pistolas de seis tiros.

La vida era dura; la muerte significaba el descanso.

Pero el viejo sheriff corría devorando su rabia por verse obligado a huir. ¡Él, Rimrock Morley, que en medio siglo de peligros y luchas constantes no le había temido a ningún hombre!

Los bandidos que le comían el terreno eran la hez de la frontera. Rimrock había descubierto el secreto que estaba enriqueciendo a su jefe.

Y esto era lo que le obligaba a huir.

Habría preferido hacer frente a aquellos mestizos, pero era su deber llegar a la Quebrada del Buitre. Tenía que revelar todo lo que sabía a Pete Rice, el sheriff. Comparado con el apergaminado Rimrock Morley, Pistol Pete Rice —con tal nombre se le conocía— era un jovenzuelo.

Y, sin embargo, no había representante de la ley en todo Arizona a quien respetase tanto el curtido veterano. ¡Pistol Pete Rice era el único capaz de llevar a buen término cuanto se propusiese! Y Rimrock Morley lo sabía.

¡Bang! ¡Ka-zung-g-g!

Una bala pasó silbando por encima de Rimrock Morley. El anciano apretó sus escasos dientes y reunió las pocas fuerzas que le quedaban en un supremo esfuerzo de voluntad.

Otra vez los perseguidores le tenían a tiro. La última vez que esto sucedió, el comisario de Buffalo Ford recibió en su cuerpo el plomo que pronto pondría fin a su carrera.

No importaba que fuese a morir. El problema era resistir hasta llegar a la Quebrada del Buitre, y contárselo todo a Pistol Pete.

Le daba pena clavar las espuelas a su voluntarioso caballo, pero no había otro remedio que exigirle un nuevo esfuerzo. Si el valiente animal no caía en la lucha, tendría después su recompensa.

Rimrock sabía que Pistol Pete le haría su pensionista, asegurándole una vida llena de verdes hierbas y de rubios granos.

Otra bala rasgó la ensangrentada camisa de Rimrock. Este giró de nuevo sobre la silla para mirar a sus perseguidores.

Pero se sentía débil ya. El dolor del movimiento le dejó sin sentido.

Cuando lo recobró, se encontró medio fuera de la silla y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para enderezarse sobre ella.

Un nuevo proyectil le arrancó parte de la oreja izquierda. Tan grande era el dolor que sentía junto al corazón, que apenas sintió el pinchazo de aquella nueva herida.

La mano derecha le colgaba casi inerte. Sin embargo, pudo ponerla sobre la culata de su 45 y sacarlo del grasiento cuero, reluciente por su uso.

Los cansados músculos de su brazo se rebelaron contra el esfuerzo de levantar el arma, y tuvo que disparar apoyándola en la cadera.

¡Br-rang-g!

La bala arrancó unos terrones del camino. El bandido, de rostro virolazo, que abría la marcha, salió lanzado por la espantada de su caballo.

El malhechor se puso rápidamente en pie, vomitando juramentos, y sacó su pistola. Por encima de Rimrock Morley pasó una granizada de plomo.

¡Spang-g-g!

Una vez más flameó, en respuesta, el 45 del sheriff. El candente plomo alcanzó al maldiciente pistolero bajo la cadena de plata que unía los ojales de su chaqueta de terciopelo verde. Rimrock hizo una mueca de satisfacción.

¡Al estómago del bandido le costaría mucho trabajo digerir aquella píldora!

El miserable cayó a tierra, levantando una nube de polvo.

Rimrock estaba seguro de que la herida era mortal, aunque el bandido, vivo y con conocimiento luchaba por ponerse en pie.

Pero se le doblaron las rodillas, clavó las uñas en el polvo, y empezó a gritar plañideramente pidiendo socorro.

Sus compañeros pasaron por su lado sin volver siquiera la cabeza. El polvo de la carretera empezó a empaparse de sangre.

Hacia el Este, recortando su siniestra figura sobre un cielo sin nubes, una sombra negra se cernió graciosamente sobre los silenciosos pinares.

Trazó, de pronto, unos círculos, descendió luego como una flecha, y fue a posarse graznando junto al cuerpo que se retorcía en el camino.

Rimrock cerró los ojos. Aquello era un final horrible... para cualquier hombre. El buitre esperaba allí... esperaría, esperaría.

Otros hermanos acudirían pronto agitando voraces las repulsivas cabezas.

Un espasmo de dolor sacudió a Rimrock Morley. Rodeó con el antebrazo el cuerno de la silla, procurando sostenerse, y miró otra vez hacia adelante.

Detrás de él sonaban gritos soeces de triunfo. Pero la esperanza brillaba ya en los ojos febriles de Rimrock.

Allá lejos se erguían las corraladas de adobe de las afueras de la Quebrada del Buitre. Si la suerte le acompañaba unos momentos más, Rimrock Morley se encontraría a salvo en manos de Pistol Pete Rice.

El comisario de Buffalo Ford podría, al fin, comunicar su descubrimiento.

Después ya podría morir con las botas puestas... no le importaba nada.

Su entumecido índice trató de curvarse alrededor del gatillo de su 45. No apuntaba a nadie entonces. Estaba cerca de la Quebrada, y Pete Rice oiría sus disparos, si no había salido al campo con alguna misión.

El sheriff de la Quebrada del Buitre estaba sentado en un rincón de la buhardilla de su residencia oficial, revisando sosegadamente un montón de “boletines de captura”, y apartando los de los hombres que ya habían pagado su deuda a la Ley reposando en el cementerio de Boot Hill.

Sonrió al ver el exacto parecido de un ladrón de caballos, que había apresado en las Montañas del Rincón, después de una semana de caza.

Pistol Pete Rice necesitó manejar bien los puños para hacerle entrar en razones.

Pete Rice nunca había encontrado hombre que pudiera resistírsele en lucha mano a mano. Cada pulgada de su poderoso armazón era como un hueso de buey cubierto de cuero curtido.

A cada movimiento se le señalaban vigorosamente los músculos bajo la piel de entonaciones cobrizas. El sheriff era larguirucho y cuelli-largo, pero tenía la agilidad y la fuerza de la pantera. Era aquel un día de descanso. Pete masticaba plácidamente su goma, mientras por la ventana de la buhardilla penetraba una brisa que jugueteaba con el rebelde mechón de cabellos que le caía sobre la frente.

Sus largas mandíbulas quizá fuesen un poco agresivas, pero ninguna conformación más apropiada para un cargo tan peligroso como el suyo.

Las balas, los cuchillos y los puñetazos no se habían abstenido de dejar algunas huellas sobre su rostro. Distaba mucho de ser guapo, pero tenía una expresión hondamente humana que inspiraba inmediata simpatía.

No podía llamársele petimetre, pero tenía aspecto de acicalado.

Llevaba siempre prendida una insignia en forma de estrella en el lado izquierdo de su americana. ¡Era el sheriff!

En un rincón de la buhardilla había un robusto cofre de roble reforzado con enmohecidos herrajes. Contenía varios bien aceitados Colts de seis tiros y muchas cajas de municiones.

A su lado se veían tres rollos de mantas destinados a Pete y sus dos comisarios. El de Pete contenía sólo un Navajo y un poncho de piel de conejo, confeccionado por su madre.

Con este menguado equipaje, el sheriff había dormido más de una vez a campo raso en medio de las más violentas tempestades.

Colgaban de las paredes gran número de lazos, especialmente preparados con cuerda impermeable. Tenía cada uno sesenta y cinco pies de largo.

La vida de Pete Rice dependía a menudo de un simple lanzamiento de aquellos artilugios. Por eso los fabricaba con cuerda impermeable, y no con maguey, que se vuelve rígido con la humedad.

Y como la cuerda impermeable no resiste mucho tiempo un trabajo fuerte, Pete tenía a mano varios lazos de repuesto.

Continuó ojeando el paquete de boletines, y se detuvo en el retrato de un malhechor a quien había malherido hacía pocos meses.

“Tienes cara de bueno”, dijo, dirigiéndose a la imagen impresa, “pero no llevas más que veneno en la sangre. Sentí tenerte que agujerear, pero... “

¡Bang! ¡Bang! ¡Bang!

La distancia amortiguaba el tronar de las pistolas, pero Pistol Pete Rice se puso en pie de un salto.

Quizá se tratase de algún muchacho que disparase en la llanura a los conejos para alimento de la familia. O posiblemente sería algún cowboy borracho que se sentía en vena de hacer el héroe.

Pero cuando la pistola ladraba en la Quebrada del Buitre... por lo general, le había caído faena a Pistol Pete Rice. Corrió a la pequeña ventana, y se asomó oteando a lo lejos. Al final de la calle principal un jinete trataba de entrar en la población a todo galope. Parecía luchar con todas sus fuerzas para mantenerse en la silla. Llevaba el rostro hundido entre las crines del caballo.

Detrás del agotado jinete, varios hombres de picudos sombreros espoleaban cruelmente sus cabalgaduras.

Mirando por encima de los tejados de la calle principal, Pete pudo ver una multitud que corría hacia los jinetes. Las pistolas empezarían a rugir antes de un minuto.

Y podrían resultar heridos los que menos lo mereciesen. Los perseguidores serían probablemente vigilantes, y el fugitivo a quien daban caza, un asesino.

Pete perdería un tiempo precioso en bajar las largas escaleras, en atravesar después la barbería para salir a la calle, y en abrirse paso por entre la excitada multitud. Nadie como él sabía el valor de los minutos en un caso de apuro.

¿Por qué no correr sobre los tejados? Aquello ahorraría tiempo. Y se encontraría en mejor posición para manejar el lazo, en caso necesario.

Los demás tejados eran todos un poco más bajos que el del edificio de la barbería. Habría que saltar los estrechos callejones que los separaban, pero aquello no representaba una gran dificultad para Pistol Pete Rice.

Descolgó un lazo de la pared. Dos segundos después tenía apoyada una escalera de mano bajo el tragaluz. Rompió el cristal y saltó por el hueco.

Con la cuerda enrollada en la mano, trepó al tejado del edificio del restaurante, próximo al de la barbería. Luego corrió de tejado en tejado, con la agilidad de una ardilla.

Se marcó como destino la azotea del “Palace Theatre”, porque tenía un falso frontispicio que le ofrecería la protección que necesitaba... no para sí, sino para el jinete que se proponía rescatar.

Llegado allí, deshizo unas lazadas de la enrollada cuerda.

El jinete estaba entonces a unas cien yardas del edificio del teatro. Pete ya pudo ver el brillo de una estrella en su chaqueta, sus lacios mostachos, y su pelo blanco.

—¡Rimrock Morley! —exclamó, mientras hacia girar el lazo en espera de que el apurado jinete se encontrase algo más cerca.

—¡Rimrock!

El grito despertó los adormecidos sentidos del viejo comisario de Buffalo Ford, que miró hacia arriba angustiosamente.

—¡Tente firme, muchacho! —le volvió a gritar Pete—. ¡Soy Pete! ¡Pete Rice!

Un estremecimiento sacudió el dolorido cuerpo del veterano comisario.

Murmuró algo, se enderezó y se agarró con renovadas energías al cuerno de su silla.

Los audaces perseguidores habían aflojado el paso a la vista de Pistol Pete Rice.

La amenazadora figura del temido sheriff sobre el tejado del Palace, era motivo suficiente para que cualquier malhechor se detuviese a reflexionar.

El caballo de Rimrock avanzaba trompicando. Pete calculó la distancia. El lazo describió sobre su cabeza un círculo final.

¡Suiich!

La larga cuerda se desenroscó como una culebra.

El lazo cayó graciosamente sobre los hombros del ensangrentado jinete.

Pete tensó la cuerda, y el tirón hizo que el tambaleante caballo se aproximase a las paredes del teatro. El sheriff empezó a halar la cuerda.

El viejo Rimrock abandonó la silla.

Los malhechores utilizaban otra vez sus rebenques. Y sus pistolas volvían a vomitar plomo y llamas. Estaban todavía un poco distantes para hacer daño.

Sonaron unos disparos en la calle, cerca del “Palace Theatre”. Pete sonrió mientras continuaba izando al maltrecho Rimrock.

No podía abarcar muy bien aquella parte de la calle, pero apostaría a que ya se encontrarían allí sus dos comisarios Teeny Butler e Hicks “Miserias”.

Rimrock llegó, al fin, al tejado. El comisario de Buffalo Ford se encontraba sin sentido, pero su agitado alentar dio al sheriff un débil destello de esperanza.

Tendió al fiel servidor de la ley tras la armazón del falso frontispicio.

Era una lástima no poder llevarle inmediatamente al doctor, pero los malhechores estaban muy próximos. Una granizada de plomo perforó la madera, por encima de la cabeza de Pete.

Los bandidos parecían desesperados. Pete se preguntó un momento cuál sería el motivo de tanta audacia. En seguida encontró la respuesta.

Era al viejo Rimrock al que trataban de cazar con sus balas. Debían tener poderosas razones para sentirse decididos a hacerle enmudecer para siempre.

¡Z-z-zz!

Un abejorro de plomo zumbó junto a la oreja de Pete. Los pistoleros que había abajo eran, indudablemente, buenos tiradores.

Otro malhechor apuntó su arma hacia el tejado.

¡Bang!

Llameó el negro ojo de un 45, allá en la calle. La bala dio al bandido bajo el redondo herrete del que colgaba su bolsa de tabaco.

Pete vio que había sido Teeny Butler, uno de sus comisarios, quien había disparado sobre el malhechor. Este se dobló sobre la silla, agarrándose al cuello de su montura.

El caballo coceó espantado. El jinete salió despedido, yendo a estrellarse sobre la carretera. Se retorció ligeramente. Después quedó completamente inmóvil.